jueves, 25 de noviembre de 2010
Martín López-Vega: Amor, viajes y literatura
Martín López-Vega
Adulto extranjero
DVD Ediciones, Barcelona, 2010.
Decía Juan Ramón Jiménez que los poemas de Cernuda parecían traducidos del inglés. “Lo malo es que él no sabe inglés”, añadía. Los poemas de Martín López-Vega no parecen traducidos del inglés, sino del polaco o del esloveno, pero ese alejamiento de la música tradicional del verso español no responde a una limitación, sino que responde a su concepción de la poesía.
“Vas de ciudad en ciudad, / de idioma en idioma, / de amor verdadero en amor verdadero”, escribe en el poema que da título a su último libro. Poesía de la errabundia física y sentimental la suya, poesía en la que alternan humor y patetismo, notas experienciales y elucubraciones más o menos metafísicas.
El humor es asunto delicado, en poesía como en la vida; las elucubraciones trascendentales no lo son menos. “Expongo mis ideas sobre el fin del mundo” titula López-Vega uno de sus poemas. Un grupo de amigos, reunidos en un jardín, beben y filosofan sobre la existencia humana. “Después de la tercera caipirinha” a alguien se le ocurre la siguiente idea genial: “¿Y si encontrásemos / la forma de esterilizar a todos los hombres del planeta, / eliminando así la posibilidad de generaciones futuras, / liberándonos de ese modo de la responsabilidad / de salvaguardar o mejorar para ellos cultura, / tradiciones, medioambiente, etc, / y nos entregásemos a la decadencia definitiva / del Imperio Romano, a gozar sin ninguna clase / de remordimiento? Loca, falo, clítoris, / cacoesis, heces, feto, útero. ¡Rimbaud!”. Pero si dejan de nacer niños, si dejamos de preocuparnos por las generaciones futuras (por el calentamiento global del planeta, etc.), no por eso desaparecerían los remordimientos y así podríamos entregarnos a una orgía perpetua (menuda orgía aquella en que los más jóvenes tienen sesenta años y no pueden ni siquiera pensar en la jubilación sino en atender a los que han cumplido más de ochenta años). Esa etílica idea de acabar el mundo por el suicidio lento de la especie no posibilita convertir la vida en una continua fiesta, sino en todo lo contrario.
No faltará quien diga que no es esta manera de leer un poema, que pretende ser eso, un poema y no un ensayo. Es posible que tenga razón. Como tampoco faltará a quien le parecerá un acierto incluir en un poema de amor versos como los siguientes: “Hay ciudades compartidas y rincones / solo de los dos, pocos, es cierto, pero ahí están, / y luego está tu forma de darle vuelta a todas las cosas, / sin olvidar tu manera de chupármela / como una muñequita manga / ni tu comprensión de todas mis incomprensiones”.
Julián Rodríguez, en la nota de contraportada, escribe que Martín López-Vega es “un doble poeta” que ha ido haciendo su poesía “por dos senderos paralelos”. Como si se avergonzara de su inicial poesía que hablaba de los ritos y los mitos de la infancia, de las melancolías y asombros ante la gozosa variedad del mundo, ha pretendido ser un poeta borrosamente rupturista, ingenuamente metafísico, esforzadamente ajeno a endecasílabos y cernudismos. Uno de sus libros en esa dirección, Extracción de la piedra de la cordura, constituye para Julián Rodríguez –excelente editor y narrador profusamente minimalista— no solo “uno de los mejores libros de su generación”, sino “uno de los poemarios fundamentales del cambio de siglo”. Respetable opinión, que no rebatiré. Me limito a hojear de nuevo ese libro y luego a meditar con escepticismo sobre lo difícil que resulta formular un juicio estético con alguna probabilidad de acierto.
Que Martín López-Vega sigue siendo el poeta verdadero que admiramos desde sus iniciales Travesías lo demuestran media docena de poemas de este libro (exactamente media docena). A “Última lección”, que esquiva con elegancia cualquier incursión en la falacia patética (pero que muchos no podrán leer sin lágrimas), resulta fácil profetizarle una perpetua permanencia en las antologías y en la memoria de los lectores. De las muchas “albadas” –se titulen o no se titulen así— que hay en Adulto extranjero, yo me quedaría con “Piazza della Scala”, uno de los poemas incluidos en “SPQR”, suite amorosa ambientada en escenarios romanos. De la misma serie, también destacaría el poema inicial, “Torre Stefaneschi”.
Martín López-Vega acierta cuando se olvida de que tiene que ser un poeta chocante y distinto, representante de una generación que va más allá de la poesía de la experiencia o de cualquiera de esos tópicos periodísticos o didácticos que algunos confunden con la crítica literaria. Un sobrio y exacto retrato urbano encontramos en “D. F.”, sobre la ciudad de México. Al juanramoniano apunte lírico de “Varnatt i Hagen” –“el último rayo de sol / bebiendo a escondidas en un charco, / como un ciervo dorado, / intocable, / creíble promesa de eternidad”— le sobran quizá el título y el último verso.
Muchos de los poemas más característicos de López-Vega parecen apuntes de diario, parten de una anécdota que muy bien podría ser contada en prosa, mencionan amigos y circunstancias concretas (a veces aclaradas en la nota final). En Adulto extranjero ejemplifican ese tipo de textos “Contra el sentido” (mientras se baña de madrugada con una amiga en un playa de Barcelona les roban la ropa y han de andar desnudos por las calles de la ciudad en busca de una cabina telefónica) o “Mediodía de Ferrara” (visita con un amigo a esa ciudad italiana en la que se siente “por fin en casa, / como si fuese este el puerto que esperábamos / para empezar la vida que querríamos…”). No siempre se consigue convertir la anécdota en categoría (tal vez ni siquiera se pretende), pero siempre se leen con agrado esos versos llenos de pequeños detalles exactos.
Da la impresión de que a Martín López-Vega su intuición poética le lleva por un lado y sus ideas sobre la poesía por otro. Aparte de mayores o menores aciertos, en su poesía hay texturas diferentes. Por eso resulta difícil, si no imposible, aceptar Adulto extranjero en su totalidad. Unos lectores eliminarían la mitad de los textos, otros la otra mitad. Yo me quedo con seis poemas que podrían añadirse a cualquier antología de la poesía española. No es poca cosecha.
jueves, 18 de noviembre de 2010
José García-Vela: Un hilo blanco de melancolía
José García-Vela
Hogares humildes (Obra poética)
Renacimiento, Sevilla, 2010
Edición y prólogo de Manuel Neila
El poeta asturiano José García-Vela era, hasta la fecha, poco más que un nombre en el índice de algunas antologías, una minúscula nota a pie de página en la historia del modernismo. Había publicado un único libro en 1909; el reconocimiento comienza a llegarle cuando la revista Mundial Magazine, que dirigía Rubén Darío en París premia un relato suyo, pero él no pudo conocer la noticia porque había muerto unos días antes, el 9 de junio de 1913. Tenía veintisiete años.
Solo ahora, gracias a la labor ejemplar de Manuel Neila, podemos conocer su poesía completa: Hogares humildes, aquel inencontrable libro de 1909, y Las huellas de los muertos, una obra inédita de la que se tenía noticia, pero que hasta el momento nadie –salvo quizá José María Martínez Cachero, que más de una vez se refirió a ella— había tenido ocasión de leer.
Manuel Neila resume en el prólogo las escasas noticias biográficas que de José García-Vela (hermano de Fernando Vela, el secretario de la Revista de Occidente) podemos disponer; sitúa su obra en el tiempo (reacción contra el exotismo y el decorativismo modernistas); compendia sus características, y nos ofrece limpiamente los poemas, sin notas a pie de páginas, sin pretender una edición crítica, que a menudo es la peor de las ediciones: la que continuamente nos interrumpe la lectura del texto para señalarnos antiguas erratas y torpes borradores.
Cumplido su trabajo, el editor se retira y nos deja ante los versos de García-Vela, elegantemente dispuestos en la página. La primera impresión –conviene reconocerlo para no engañar a los lectores— es que no han envejecido bien, que valen para el estudioso de la literatura pero no para el borgiano lector hedónico. Las flores del bien tituló José María Pemán uno de sus libros y podía titularse la obra completa de García-Vela. Pero las flores del bien suelen funcionar peor que baudelaireanas flores del mal.
El mismo año que García-Vela publica sus Hogares humildes aparece la primera edición de El mal poema, de Manuel Machado. En ambos casos hay una incursión en el prosaísmo, un volver la espalda a las princesas y los cisnes del primer Darío. Pero la reacción es totalmente distinta: Machado habla de prostitutas y de madrugadas etílicas, de bohemia y marginalidad; García-Vela comienza su libro con estos versos: “Esposa, dulce esposa, amante y buena, / Dios te bendiga como te bendigo: / eres casera y santa como el trigo, / como el casero aroma de la cena”.
En una primera impresión podríamos pensar que a García-Vela, como poeta, le sobró humildad (el adjetivo “humilde” lo repite hasta la saciedad: “en la blancura de la humilde mesa”, “como la sombra de la humilde estancia”) y le faltó audacia imaginativa y expresiva. Simpatizamos de inmediato con el personaje, pero los versos resultan en exceso bien intencionados y grises.
Ciertamente, la bondad no es un fácil condimento literario. Una buena persona, honesta y trabajadora, puede ser un excelente vecino, pero un aburrido protagonista de novela.
Pero si seguimos leyendo, si no nos echan atrás los adjetivos gastados, el constante recurso al patetismo, pronto nos ganará el encanto de estos versos que nos hablan de la felicidad del hogar, del regreso a la casa de la infancia tras la aventura americana (García-Vela emigró a Chile, donde había nacido su madre, en 1905), de su ciudad provinciana (a la que llama Vetusta, como homenaje a Clarín): “Surgió la luna en el azul del cielo. / Hubo luces de lago y de cristal. / Un ave negra dirigió su vuelo / hacia la torre de la Catedral. / Era el misterio en la ciudad. Caía / desde la blanca luna, gota a gota, / un hilo blanco de melancolía…”
José García-Vela era un poeta de verdad, no un versificador epigonal, ciertamente, pero no tuvo tiempo de ser un gran poeta. Incluso el precoz Juan Ramón Jiménez no pasaría de figura secundaria del modernismo si hubiera muerto a su edad (y Pedro Salinas o Jorge Guillén ni siquiera habrían publicado libro).
¿Significa eso que ha sido un trabajo benemérito e inútil rescatarlo del olvido? En absoluto. No solo las figuras mayores hacen una literatura; son necesarios además los buenos secundarios, que le den fondo y consistencia.
Abundan los versos de heridora melancolía en la obra de García-Vela: “¿No habéis sentido nunca la tristeza infinita / de estas humildes casas donde no suena un ruido?”. Uno de los poemas suyos que yo prefiero se titula “Azul”, como el libro de Darío, y nos habla de un viaje y de un puerto desconocido: “Amanece un azul, un extranjero día. / Acaba de llegar el barco a esta bahía / dormida, y silenciosa, y muda, que parece / un lago muerto, un lago ignorado. Amanece”. Entre gastados ecos neorrománticos, se atisba el poeta distinto y nuevo que pudo llegar a ser: “Estoy sintiendo un alma que no es mía”. Pero no pudo ser.
Hogares humildes (Obra poética)
Renacimiento, Sevilla, 2010
Edición y prólogo de Manuel Neila
El poeta asturiano José García-Vela era, hasta la fecha, poco más que un nombre en el índice de algunas antologías, una minúscula nota a pie de página en la historia del modernismo. Había publicado un único libro en 1909; el reconocimiento comienza a llegarle cuando la revista Mundial Magazine, que dirigía Rubén Darío en París premia un relato suyo, pero él no pudo conocer la noticia porque había muerto unos días antes, el 9 de junio de 1913. Tenía veintisiete años.
Solo ahora, gracias a la labor ejemplar de Manuel Neila, podemos conocer su poesía completa: Hogares humildes, aquel inencontrable libro de 1909, y Las huellas de los muertos, una obra inédita de la que se tenía noticia, pero que hasta el momento nadie –salvo quizá José María Martínez Cachero, que más de una vez se refirió a ella— había tenido ocasión de leer.
Manuel Neila resume en el prólogo las escasas noticias biográficas que de José García-Vela (hermano de Fernando Vela, el secretario de la Revista de Occidente) podemos disponer; sitúa su obra en el tiempo (reacción contra el exotismo y el decorativismo modernistas); compendia sus características, y nos ofrece limpiamente los poemas, sin notas a pie de páginas, sin pretender una edición crítica, que a menudo es la peor de las ediciones: la que continuamente nos interrumpe la lectura del texto para señalarnos antiguas erratas y torpes borradores.
Cumplido su trabajo, el editor se retira y nos deja ante los versos de García-Vela, elegantemente dispuestos en la página. La primera impresión –conviene reconocerlo para no engañar a los lectores— es que no han envejecido bien, que valen para el estudioso de la literatura pero no para el borgiano lector hedónico. Las flores del bien tituló José María Pemán uno de sus libros y podía titularse la obra completa de García-Vela. Pero las flores del bien suelen funcionar peor que baudelaireanas flores del mal.
El mismo año que García-Vela publica sus Hogares humildes aparece la primera edición de El mal poema, de Manuel Machado. En ambos casos hay una incursión en el prosaísmo, un volver la espalda a las princesas y los cisnes del primer Darío. Pero la reacción es totalmente distinta: Machado habla de prostitutas y de madrugadas etílicas, de bohemia y marginalidad; García-Vela comienza su libro con estos versos: “Esposa, dulce esposa, amante y buena, / Dios te bendiga como te bendigo: / eres casera y santa como el trigo, / como el casero aroma de la cena”.
En una primera impresión podríamos pensar que a García-Vela, como poeta, le sobró humildad (el adjetivo “humilde” lo repite hasta la saciedad: “en la blancura de la humilde mesa”, “como la sombra de la humilde estancia”) y le faltó audacia imaginativa y expresiva. Simpatizamos de inmediato con el personaje, pero los versos resultan en exceso bien intencionados y grises.
Ciertamente, la bondad no es un fácil condimento literario. Una buena persona, honesta y trabajadora, puede ser un excelente vecino, pero un aburrido protagonista de novela.
Pero si seguimos leyendo, si no nos echan atrás los adjetivos gastados, el constante recurso al patetismo, pronto nos ganará el encanto de estos versos que nos hablan de la felicidad del hogar, del regreso a la casa de la infancia tras la aventura americana (García-Vela emigró a Chile, donde había nacido su madre, en 1905), de su ciudad provinciana (a la que llama Vetusta, como homenaje a Clarín): “Surgió la luna en el azul del cielo. / Hubo luces de lago y de cristal. / Un ave negra dirigió su vuelo / hacia la torre de la Catedral. / Era el misterio en la ciudad. Caía / desde la blanca luna, gota a gota, / un hilo blanco de melancolía…”
José García-Vela era un poeta de verdad, no un versificador epigonal, ciertamente, pero no tuvo tiempo de ser un gran poeta. Incluso el precoz Juan Ramón Jiménez no pasaría de figura secundaria del modernismo si hubiera muerto a su edad (y Pedro Salinas o Jorge Guillén ni siquiera habrían publicado libro).
¿Significa eso que ha sido un trabajo benemérito e inútil rescatarlo del olvido? En absoluto. No solo las figuras mayores hacen una literatura; son necesarios además los buenos secundarios, que le den fondo y consistencia.
Abundan los versos de heridora melancolía en la obra de García-Vela: “¿No habéis sentido nunca la tristeza infinita / de estas humildes casas donde no suena un ruido?”. Uno de los poemas suyos que yo prefiero se titula “Azul”, como el libro de Darío, y nos habla de un viaje y de un puerto desconocido: “Amanece un azul, un extranjero día. / Acaba de llegar el barco a esta bahía / dormida, y silenciosa, y muda, que parece / un lago muerto, un lago ignorado. Amanece”. Entre gastados ecos neorrománticos, se atisba el poeta distinto y nuevo que pudo llegar a ser: “Estoy sintiendo un alma que no es mía”. Pero no pudo ser.
jueves, 11 de noviembre de 2010
Curzio Malaparte: En el vientre de la bestia
Curzio Malaparte
Kaputt
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2010
Traducción de David Paradela López
A Curzio Malaparte tendemos a asociarlo con Giovanni Papini, con Somerset Maugham, con otros escritores de éxito en la España de los años cuarenta y que hoy pueblan las librerías de viejo. Pero releemos Kaputt, en una nueva y excelente traducción (discutible, sin embargo, la decisión de no traducir a pie de página los abundantes diálogos en francés), y comprobamos que es algo más que un escandaloso escritor de otro tiempo.
No ha perdido nada de su capacidad de espanto y seducción esta obra que apareció por primera vez en el Nápoles bombardeado de 1944. La primera edición española es de 1947 y estuvo a cargo de José Janés. “La historia de este libro –se nos dice en la solapa— bastaría para formar el argumento de una novela de aventuras o de un film truculento. Esparcidas sus cuartillas por toda Europa a medida que los acontecimientos las iban convirtiendo en materia peligrosa, fue menester una enorme paciencia para reunirlas de nuevo una vez pasada la tempestad bajo cuyo fragor fueron escritas. Porque mientras Europa estuvo dominada por el Eje, tener cuartillas de Kaputt equivalía a tener un cartucho de dinamita, a ocultar un arma secreta con la que echar abajo la fachada de embustes con que se revestía el edificio del llamado Orden Nuevo”.
Pero la “Historia de un manuscrito” que encontramos al comienzo de la nueva versión española ha perdido muchos de los elementos novelescos presentes en la primera. “Retomé la redacción de Kaputt durante mi estancia en Polonia y en el frente de Smolensk, en 1942. Terminé el libro, a excepción del último capítulo, durante los dos años que pasé en Finlandia. Antes de volver a Italia dividí el manuscrito en tres partes…”, leemos ahora. Antes se daban más detalles: “Cuando abandoné Polonia para trasladarme a Finlandia, llevé conmigo, escondidos bajo el forro de mi capote de piel de cabra, las páginas del manuscrito. Terminé el libro, a excepción del último capítulo, durante los dos años transcurridos en Finlandia. En el otoño de 1942 volvía a Italia con licencia de convaleciente, tras soportar una grave dolencia contraída en el frente de Petsamo (Laponia). Por cierto que en el campo de aviación de Tempelhof, próximo a Berlín, todos los pasajeros del avión fuimos registrados por la Gestapo. Por fortuna, no llevaba encima ni una sola página de Kaputt, pues antes de abandonar Finlandia dividí el manuscrito en tres partes…”
Pero el valor de este libro no se debe a las difíciles condiciones de su escritura ni a su temprana denuncia –y desde dentro— de la barbarie nazi. Hoy, cuando conocemos esa barbarie más de lo que se podía siquiera sospechar, nos sigue conmoviendo y admirando porque, antes que nada, es literatura, espléndida literatura.
El primer acierto de Curzio Malaparte es no tratar de escribir una novela con sus experiencias como corresponsal de guerra en el Frente del Este; tampoco reúne los artículos –visados por la censura— que fue publicando en un periódico italiano. Hace literatura con lo que vio y vivió en aquellos años. No inventa, pero selecciona, dispone y contrapone, recrea atmósferas (con proustiana minuciosidad, con precisión de poeta), huye de cualquier registro notarial.
Sabe que acumular barbarie tras barbarie lleva a la insensibilidad del lector, por eso enmarca cada una de las secciones del libro en un ambiente lujoso, de aristócratas, jerarcas y diplomáticos. Porque durante la guerra no a todos les fue mal, a algunos les fue muy bien. A Agustín de Foxá, por ejemplo, embajador en Finlandia durante los dos años que allí vivió Malaparte. El 15 de abril de 1942, escribe a su familia desde Helsinki: “Vengo de hacer un viaje fabulosamente interesante, que leeréis literariamente contado en mis crónicas del Abc. Con Curzio Malaparte, el genial escritor italiano, autor de La técnica del golpe de Estado, me he ido a pasar la Pascua a los frentes del Ladoga y de Leningrado”. Más de una vez lo que Foxá cuenta en unas pocas líneas, lo desarrollará luego Malaparte: “Os hablaba en mi anterior carta de mi viaje al frente del Ladoga. De allí, en coches militares, nos trasladamos al frente de Leningrado. El general que manda esta región nos recibió en una casa con muebles rusos, ofreciéndonos una espléndida comida. En ella descorchamos las botellas de champagne que llevé. El general nos contó anécdotas terribles; el caso de esos paracaidistas soviéticos que, perdidos en el bosque, se atacan obsesionados por el hambre. Uno devoró al otro; me enseñan las fotografías del cadáver comido. También el caso del prisionero de Turku, que pidió un pope para instruirse en la Fe. El pope salió con los ojos arrasados de lágrimas al ver su piedad. Dos días después los centinelas oyeron un gran ruido en la celda del prisionero. Entraron, el pope agonizaba ensangrentado en el suelo. El prisionero, con salvaje alegría, exhibía el puñal que le había clavado mientras fingía abrazarle”. Ilustrativo resulta comparar esas apresuradas líneas con el desarrollo que de la historia del prisionero de Turku hace Malaparte en las páginas 294-295.
Agustín de Foxá, con su epicureísmo y su ingenio, es uno de los personajes más destacados de Kaputt. Con él tienen que ver buena parte de las diferencias que encontramos entre esta nueva traducción y la anterior. “Que fuera el representante de la España de Franco en Finlandia (Hubert Guérin, ministro de la Francia de Pétain, llamaba a Foxá ‘el ministro de la España de Vichy’) no le impedía reírse con desprecio de Franco y su revolución”, escribe Malaparte, y el traductor español de 1947 tiene buen cuidado de eliminar esas líneas. Pero Foxá, que contribuyó a salvar el manuscrito de Kaputt no le pidió a su autor que las suprimiera, y eso dice mucho de su valentía y de su doble moral (“Traigamos el fascismo a España y vayámonos a vivir al extranjero”, es una de las frases que se le atribuyen).
Tienen una intensidad onírica muchas de las páginas de Kaputt, como el que nos habla del espectáculo “horrendo y maravilloso” de los caballos que quedan apresados en un lago que se hiela súbitamente (“un inmensa plancha de mármol blanco sobre la cual había colocados cientos y cientos de cabezas de caballos”), o la visita al gueto de Varsovia acompañado de un joven de “rostro bellísimo y una frente alta y pura sobre la que el casco de acero arrojaba una sombra secreta”, un miembro de la Guardia Negra que “caminaba entre los judíos como un ángel del dios de Israel”. Hay también humor negro: el encuentro en el ascensor con un desconocido que resulta ser Himmler o la visita a la sauna, donde el jefe de la Gestapo disfruta siendo azotado por sus subordinados.
jueves, 4 de noviembre de 2010
Philipp Blom: Tiempos de confusión
Philipp Blom
Años de vértigo.
Cultura y cambio en Occidente, 1900-1914
Anagrama, Barcelona, 2010
La nostalgia mitifica y falsifica. Tras la catástrofe de la Gran Guerra, de la Primera Guerra Mundial que aún no se sabía que era la primera, los años iniciales del siglo XX fueron vistos como una época feliz, como una continua danza al borde del abismo. Pere Gimferrer, en uno de los poemas de Arde el mar, expresó hermosamente esa idea generalizada: “Eran sin duda tiempos / —belle époque— más festivos, con la vivacidad burbujeante / de quien se sabe efímero”.
En Años de vértigo, fascinante máquina de viajar en el tiempo, Philipp Blom nos presenta un mundo bien distinto, más parecido al nuestro –a pesar del siglo que nos separa— que a las caricaturas que tenemos de él: “Entonces como ahora, en las conversaciones y en los artículos periodísticos se hablaba sobre todo del veloz avance de la técnica, de globalización, de los progresos en el ámbito de la comunicación y de los cambios que afectaban al entramado social; entonces como ahora, dejaba su sello la cultura del consumo de masas; entonces como ahora, la sensación de vivir en un mundo en imparable aceleración, de estar lanzándose a lo desconocido, era arrolladora”.
El pasado, antes de ser pasado, fue presente, esto es, confusión y cambio, desconocimiento de lo que había de venir. Para analizar los años que transcurren entre la inauguración de la Exposición Universal de París, en 1900, y el verano de 1914, Philipp Blom prescinde de todo lo que ocurriría después, trata de contárnoslo como lo vivieron quienes no podían ni imaginarse la locura asesina que muy pronto arrasaría las naciones más civilizadas de Europa.
En la fastuosa exposición con la que Francia quiso asombrar al mundo entramos de la mano de un profesor alemán que dejó constancia de la visita en el anuario de su instituto. Es la Francia que se enorgullece de su imperio colonial y que todavía vive las tensiones nacionalistas y antisemitas del affaire Dreyfus. Tras las fachadas historicistas, con sus cariátides y sus alegorías paganas, se esconden, como avergonzados de su fealdad, los nuevos dioses: máquinas poderosas, dínamos de doce metros de altura.
El recorrido, año a año, termina con el capítulo “1914: Un asesinato político”. Pero el asesinato político que llenó los periódicos, que apasionó a todo el mundo, no fue el del archiduque Francisco Fernando en la remota Sarajevo, sino otro ocurrido en París el mismo año: Henriette Caillaux, la mujer de Joseph Caillaux, ministro de Finanzas, entró en la redacción de Le Figaro y solicitó ver al director. Como no estaba, le esperó cerca de una hora. Cuando llegó, intercambió unas pocas palabras con él, luego sacó un revólver que llevaba oculto en su manguito de piel y le disparó cuatro tiros. Unos meses después, en julio, se celebró el juicio. Aquel asesinato tenía todos los ingredientes para que los periódicos aumentaran su tirada y la gente no hablara de otra cosa: adulterio, escándalos políticos, una posible traición a la patria. ¿Quién se iba a preocupar demasiado por el desgraciado asunto de la muerte del archiduque a manos de un exaltado nacionalista serbio?
Años de vértigo es un libro de historia que está lleno de historias, que nos lleva de la revuelta rusa de 1905 al adormecido, y sin embargo en ebullición, imperio austro-húngaro. Por sus páginas cruza Leopoldo II, el rey belga que aspira, con muchas posibilidades, al puesto de mayor genocida de la historia, y quienes desvelaron el siniestro engranaje del Estado Libre del Congo, especialmente Roger Casement (que acabaría ahorcado) y Edward Morel. El emperador de Alemania, el káiser Guillermo II, protagoniza muchas páginas. Ilustrativa resulta su relación con Philipp Eulenburg, abogado y diplomático de carrera, a quien nombró príncipe. Lo había conocido en una cacería y muy pronto su casa de campo en Liebenberg acabaría convirtiéndose en el lugar de retiro favorito del emperador, “encantado de tener compañía sencilla, largas conversaciones y noches con amigos apiñados alrededor del piano mientras el anfitrión tocaba sus propias composiciones y él pasaba con entusiasmo las páginas de las partituras”. Guillermo II consideraba a Eulenburg su “único amigo del alma” y este calificó esa amistad como “un resplandor en mi vida”. Serguéi Witte, ex primer ministro ruso, tras visitar al emperador en la casa de campo de Rominten escribió: “Me sorprendió especialmente la actitud del emperador para con Eulenburg. Se sentó en el brazo del sillón del príncipe, con la mano derecha apoyada en su hombro, como si lo abrazara”. El final de aquella hermosa amistad resultaría tan trágico como involuntariamente cómico.
PhilippBlom se ocupa lo mismo de la gran historia que de la pequeña historia, y no deja de lado la historia de la cultura: domina el arte de la síntesis sin incurrir en la simplificación. Hace también psicoanálisis de la época: “Cuando las mujeres se volvieron más enérgicas y parecieron asumir nuevos papeles, los hombres se pusieron inmediatamente a la defensiva”. Y de ahí el culto a la virilidad y a la fuerza: “Entre 1900 y 1914 hubo más duelos y más uniformes en las calles que en los treinta años anteriores; los bigotes eran más grandes; los culturistas tenían más músculos, y los acorazados, cañones impotentes. Había coches de carrera y se batían récords de velocidad; nacieron los héroes de los deportes y se publicaba un sin fin de anuncios de cinturones eléctricos y otros remedios para la pérdida de ‘vigor masculino’”.
Un culto a la virilidad que a veces da la vuelta de forma esperpéntica, como cuando los enemigos políticos de Eulenburg (celosos de su influencia sobre el emperador) filtran a la prensa lo que era un secreto a voces. Y el aguerrido y militarista Guillermo II se entera entonces de que el lugar donde se encontraba más a gusto era un círculo de homosexuales.
Tras leer a Philipp Blom comprendemos que cualquier época pasada, antes de su simplificación en la memoria y en los manuales, fue tan compleja y tan contradictoria y tan indescifrable como el presente, “ese extraño país / donde todo sucede de manera distinta”.