jueves, 24 de noviembre de 2011

Los cuadernos de campo de Jorge Riechmann


Jorge Riechmann
El común de los mortales
Tusquets. Barcelona, 2011.


Si los libros de poesía que publica Jorge Riechmann fueran libros de poesía resultaría, sin duda alguna, el poeta más prolífico de la historia. Tras los recientes Conversaciones entre alquimistas (2007), Rengo Wrongo (2008) y Pablo Neruda y una familia de lobos (2010), además de su poesía reunida hasta el 2000, Futuralgia (2011), que incluye numerosos inéditos, publica ahora un tomo nuevo de 260 páginas, más o menos la extensión de la poesía completa de Antonio Machado. Pero, en realidad, no se trata de libros de poemas (aunque se disfracen de tales con ayuda de la generosa tipografía), sino de acríticas misceláneas, de cuadernos de notas en los que cabe todo; también, por supuesto, algún excelente poema.
            Jorge Riechmann es un agudo observador de la sociedad contemporánea; en sus apuntes se dedica a poner de relieve las contradicciones del “capitalismo tardío”. Los títulos de sus poemas (él los llama así) no dejan lugar a dudas: “La lógica cultural del capitalismo tardío” se titula precisamente una serie de ellos, y otra, que se distribuye a lo largo del libro, “La condición humana”; además nos encontramos con “Contra la indiferencia”, “Catastrofismo”, “Sostenibilidad”, “Acerca de la idea del progreso”, “Introducción a la investigación social”.
            Por supuesto, nada le es ajeno a la poesía. Los poemas de Riechmann que no son poemas no lo son porque traten de temas sociológicos, ecológicos; la poesía no está en el tema –el amor y la muerte, la rosa y el crepúsculo—, sino en la manera de tratarlo. Y Jorge Riechmann, muy a menudo, da la impresión de enfrentarse a la sociedad contemporánea de la manera más simplista posible, aplicando un catecismo en el que están muy claritos los dogmas de su fe. Vamos a ver un ejemplo de ello. Una de sus notas o aforismos o poemas (si él lo prefiere) se titula “Dos cosas incompatibles con la civilización” y dice así: “El daño al débil / y la banca privada”. Las afirmaciones poéticas no son nunca discutibles (el poema, si lo es de veras, crea sus propias condiciones de verdad), pero no creo que esa enumeración pueda acogerse a tal privilegio. ¿Es incompatible con la civilización el daño al débil? Debería serlo, pero todavía no se ha alcanzado ningún grado de civilización en que no se produzca por mucho que se trate de impedir. Pero esta primera parte enuncia un loable y benemérito deseo. La segunda, en cambio, entra en otro terreno más discutible. ¿Es incompatible la civilización con la banca privada? ¿Era civilizada la Florencia de los Médicis? ¿Lo es Suiza, Francia, Noruega? ¿Son más civilizadas Cuba o Corea del Norte que Holanda o Finlandia? Es posible que el doctrinarismo de Riechmann le lleve a decir que sí (“el capital financiero / domina el mundo y lo destruye” afirma en otro “poema”), pero esa es una de las razones de que resulte tan endeble buena parte de su crítica a la sociedad contemporánea: si lo que hay es malo, lo que su simplismo propone no siempre parece mejor. No solo endeble conceptualmente, también con frecuencia de una candorosa ingenuidad. Copio –y prometo no seguir con esta clase de ejemplos— la segunda parte de “Sostenibilidad”, que ofrece una serie de recetas para cambiar el mundo cambiando primero la propia vida: “Bicicleta / en lugar de automóvil / guisantes / en lugar de filete / y en vez de televisión / (no te ruborices) amor”. ¡Qué fatiga tener que ponerse a hacer el amor cada vez que uno llega a casa cansado del trabajo y enciende el televisor para distraerse un rato! En el más banal libro de autoayuda, no ya en un libro de poemas, desentonarían por simplistas estos consejos. Que inciden (vamos a dejar de lado los guisantes y la bicicleta) en la tópica y simplista descalificación de la televisión (que suele ir acompañada de la sacralización del libro, aunque lo firmen Dan Brown, Adolf Hitler o Corin Tellado).
            Pero Jorge Reichmann, además de un bien intencionado propagandista carente de cualquier capacidad autocrítica, es un poeta, un verdadero poeta. El escueto “Amantes” –solo las palabras esenciales— constituye un inolvidable ejemplo. Pero hay muchos más. “Lo incuestionable”, que habla de cerezos en flor y de una amiga embarazada, podía incurrir en el tópico y en el ternurismo, pero no lo hace.
            El mejor Riechmann: el que nos habla del hecho de estar vivos, “algo que nos sucede / entre la costumbre y el milagro”; el que dialoga con su perro (“Admiro a mi perro”); el que sabe que “venimos a este mundo para aprender dos cosas”: amar y morir; el que se encuentra con un lobo marino, un puerco espín (sobra la anécdota del saludo al rey), cientos de pájaros que, en la confusión urbana de Ciudad de México, saludan al día “levantando el templo aterido / de su canto”.
            El mejor Riechmann escribe para todos nosotros; el otro, el simplificador propagandista, para los militantes de Izquierda Unida (sector ecologista) o, peor aún, para el ilusionismo antisistema del 15-M, la “spanish revolution” que no ha conseguido revolucionar nada (más bien todo lo contrario), pero sí hacerse famosa en el mundo entero.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Elvira Lindo: Lugares para compartir

Elvira Lindo
Lugares que no quiero compartir con nadie
Seix Barral. Barcelona, 2011.

De pocas ciudades se ha escrito tanto como de Nueva York; quizá solo Venecia, tan distinta y tan semejante, puede compartir con ella. Pero por mucho que se hable de ambas ninguna de esas dos ciudades parece perder su capacidad de fascinación.
            Elvira Lindo tenía especialmente difícil escribir sobre Nueva York. Sabía que un libro suyo se iba a comparar, no ya con lo mucho que se había escrito antes, sino con un título en particular: Ventanas de Manhattan, de Antonio Muñoz Molina. Ambos escritores han compartido la experiencia de la ciudad –en la que residen habitualmente durante buena parte del año—, pero cada uno la ha vivido de acuerdo con su temperamento y se enfrentan a ella de manera muy diferente.
            El carácter minuciosamente didáctico de Antonio Muñoz Molina le lleva a convertir su libro en un vademécum enciclopédico donde nada queda por anotar y explicar. Muñoz Molina parece saberlo todo de Nueva York, admirarlo todo y querer compartirlo todo con el lector, que le sigue fascinado y a punto de perder el resuello en más de una página. Por eso sonríe cuando en Lugares que no quiero compartir con nadie (título que pretende ser paradójico y quizá solo es inexacto), el libro escrito por su mujer, nos lo encontramos mostrando a sus hijos –en un día y sin perdonar sala-- los principales museos de la ciudad, el Whitney, el Moma, el Metropolitan: “Los estoy viendo en ese momento, a punto de llorar Arturo, cansado Miguel, serio Antonio hijo, los tres muertos de hambre y de saturación cultural”. De manera semejante, en Ventanas de Manhattan, cuando habla del Metropolitan, Muñoz Molina comienza una enumeración –“las tallas egipcias de madera policromada, las cabezas de basalto de los dioses y los faraones, los gatos momificados, las estelas funerarias griegas…”— que dura páginas y paginas sin el descanso de un punto hasta casi agotar el infinito catálogo del museo. Se escribe como se es.
            Elvira Lindo tiene otra vivacidad y otra gracia. Su actividad cultural favorita es observar “con interés de entomóloga las costumbres y las rarezas humanas de mis semejantes”, y la segunda –añade— “frecuentar restaurantes”.
            De restaurantes, de locales donde tomar una copa, no de museos, se habla con frecuencia en su peculiar paseo neoyorquino, y también de la gente y los barrios de la ciudad, pero de lo que más se habla es de la propia autora, convertida en personaje, que no duda en exagerar sus debilidades y sus manías, en caricaturizarse un poco. También el resto de su familia –Miguel, el hijo, cuyos dibujos ilustran el volumen, y sobre todo el marido, Antonio, al que está dedicado— aparecen en unas páginas que nada tienen de guía convencional y sí mucho de narración autobiográfica.
            Por eso, aunque se habla de todos los barrios de Nueva York, al que se dedican más páginas, y el que resulta más inolvidable, es el Upper West Side, la zona cercana a la Universidad de Columbia, donde la autora reside y que fue también donde vivió la familia de Lorca cuando tuvo que exiliarse de España tras el asesinato del escritor. Otros lugares, aunque su actividad favorita sea deambular incansablemente de un sitio a otro, parece conocerlos menos. Tras un acto literario especialmente fatigoso y aburrido, busca el habitual consuelo de un restaurante: “Keen’s se llama el refugio salvador. Está en una de las zonas más feas de Nueva York, en la calle 36 con la Quinta, escondido bajo un andamio que se debieron de dejar olvidado los obreros tras una remodelación porque lleva aquí, o a mí me lo parece, un número insensato de años. No es una zona turística, tampoco tiene carácter, pero posee cierto atractivo o yo se lo quiero ver”. ¿No es una zona turística? Si llegamos hasta la Quinta y torcemos a la derecha nos encontramos con el Empire; si a la izquierda, unas pocas calles más allá, está la majestuosa Biblioteca Pública. Y a dos pasos, en dirección contraria, la animada y acogedora plaza que forma la Sexta al cruzarse con Broadway (Herald Square) y en ella Macy’s, el más inmenso de los grandes almacenes. Los turistas pueden no subir hasta el Upper West, pero ninguno de ellos dejará de pasar por las cercanías de Keen’s, ese restaurante del siglo XIX que antes fue un club masculino y en cuyos salones parece que todavía nos podemos encontrar a Henry James. (Por cierto, el andamio oculta la fachada del edificio de al lado.)
            No hay solo frivolidad, comicidad y exótico costumbrismo en este libro del que pueden disfrutar incluso quienes no tienen especial interés por uno de los más habituales destinos turísticos. Hay también sentido común e inteligencia, y bien asimiladas lecturas y unas referencias culturales que no buscan apabullar al lector, sino todo lo contrario. Hay literatura, excelente literatura, a pesar de su deliberada falta de solemnidad, y un arte de vida. Hay una invitación a disfrutar de cada momento a pesar, o por eso mismo, de los frágiles cimientos sobre los que se construye cualquier vida, tan frágiles, tan dependientes del azar, como los que sostienen el cotidiano milagro de Nueva York, una ciudad para los que pasan por ella y otra muy distinta para los que viven en ella, pero ambas hechas de la misma materia de los sueños.            

jueves, 10 de noviembre de 2011

Juan Malpartida: Un libro en el que cabe todo

Juan Malpartida
Al vuelo de la página. 
Diario 1990-2000
Fórcola Ediciones. Madrid, 2011.


Comenzamos a leer el nutrido tomo en que Juan Malpartida ha reunido sus anotaciones de una década con un cierto escepticismo. Nos tememos un conjunto de pequeños ensayos más o menos pretenciosos, de convencionales lecturas, y algunas olvidadas escaramuzas de la guerra de guerrillas que enfrentó a los poetas españoles en lo últimos años del siglo XX. Y algo de eso hay, por cierto. A poco de empezar nos encontramos con la historia del premio Loewe de 1993, en el que el autor ha sido seleccionado como finalista: “Naturalmente, al enterarme de quienes son los otros, amago una sonrisa al tiempo que me otorgo el listón más alto: mi libro es, si mucho no me equivoco, el mejor”. Pero esa superior calidad que se otorga a sí mismo, sin conocer los otros libros, no le asegura el galardón: “Desde antes de que se reuniera el jurado, he oído y leído que se lo van a dar a García Montero, aunque algunos del jurado aseguran que aún no habían leído a los seleccionados. Sospecho que a pesar de esa ignorancia se lo darán a Luis: él representa un tendencia, mejor o peor, y yo no soy más que mi libro”.
El premio lo obtiene finalmente García Montero con Habitaciones separadas, en dura competencia con Malpartida: “El presidente del jurado, Octavio Paz, lo defendió hasta el final; Bousoño escribió incluso un pequeño texto para defenderlo, dos más lo votaron, pero finalmente uno de ellos (por teléfono, puesto que estaba en Barcelona esperando la llegada de la noche cerca de su casa: una doble reivindicación de Drácula y de Proust) cambió el voto, creo que un poco confusamente. Paz me dice que le sorprendió gratamente la pasión que puso Bousoño en la defensa de mi libro, y le sorprendió que Brines también me votara, aunque su defensa no fue tan exaltada como la del académico, que llegó a decir que era un libro perfecto. Paz cree que ha sido una pequeña maniobra, tendenciosa, para ir en contra de la tradición que él representa. Estaba un poco molesto”. El lector sonríe ante estas indiscreciones del presidente del jurado y deduce que si García Montero representaba una tendencia, “mejor o peor”, el libro de Malpartida representaba otra, encabezada y defendida a capa y espada nada menos que por el presidente del jurado. El traidor que cambió el voto a última hora fue Gimferrer, gran amigo de Paz, pero que al final se unió a la oposición, representada por Antonio Colinas, Luis Antonio de Villena y Felipe Benítez Reyes.
            Estas escaramuzas, divertidas solo para unos pocos, no le quitan valor al volumen: le añaden las pequeñas miserias de la vanidad.
Al asunto del cese de Félix Grande en el cargo de director de Cuadernos Hispanoamericanos nada más llegar al poder el Partido Popular se le dedican bastantes páginas. Malpartida, que entró a trabajar en esa revista por recomendación precisamente de Grande, insiste mucho en que fue un mero asunto laboral, sin ninguna connotación política, aunque el poeta lo vendiera de otra manera e incluso apareciera un manifiesto en su favor firmado, entre otros, por Rafael Alberti y Felipe González, Julio Anguita y Ernesto Sábato. Aprovecha el asunto para vengarse de quien no le votó en el Loewe: “Algunos de los firmantes también han felicitado en persona o por escrito al nuevo director. Así es. Por un lado afirman –lo dice el manifiesto— que es el comienzo de las dos Españas o un grave error político, por el otro, para estar bien con Dios y con el demonio, saludan con afecto al nuevo director de la revista de la que ha sido ‘depurado’ FG. Pondré solo un caso, pero tengo más cartitas archivadas: Antonio Colinas, que envió una carta en este sentido y, por otro lado, firma el manifiesto. Y no fue el único”. No queda en muy buen lugar Juan Malpartida fotocopiando y guardando cartas que no están a él dirigidas para hacer buen uso de ellas cuando lo crea conveniente. Tiempo después, a propósito de las memorias de Rafael Conte (a las que da un buen repaso) vuelve sobre el asunto de la “defenestración” del poeta y entonces nos enteramos de por qué le preocupa tanto el asunto, de la razón de su mala conciencia: “Ciertamente, no me sentí obligado a dejar mi puesto cuando cesaron a Félix (nadie lo hizo en la revista, y tampoco su hermano, que trabaja en la casa, dejó su trabajo)”.
            Afortunadamente la mayor parte de las páginas de este libro inagotable son ajenas a la vanidad literaria del autor, que suele nublar la inteligencia. No lo hace la pasión política, y aunque no siempre compartamos sus ideas (en lo que se refiere a su caricatura del nacionalismo vasco, por ejemplo), resulta siempre admirable su pasión por razonar y defender sus posiciones.
            Insiste varias veces  Malpartida en que el suyo no quiere ser un diario íntimo, pero la intimidad va adquiriendo cada vez mayor importancia en estas páginas. A veces juega a escribir a la manera de Thomas Mann y nos cuenta pormenorizadamente un día de su vida. Otras veces el presente del diario es sustituido por la evocación autobiográfica. Ejemplar resulta la entrada dedicada a sus padres, escrita con dolorosa, desapasionada verdad.
            Uno de los protagonistas de este diario es Octavio Paz, el gran maestro y la gran admiración del autor (se reproduce incluso una larga entrevista con él). Aparece retratado en toda su prodigiosa inteligencia, pero tampoco se ocultan sus limitaciones, que lo hacen más humano.
            Con fervor generoso se traza la semblanza de otros muchos escritores –Juan Gil-Albert, Enrique Molina, Andrés Sánchez-Robayna—, con el mismo fervor con que minuciosamente se destroza a otros muy afamados como Ernesto Sábato. La honestidad de Malpartida se manifiesta en que no tiene inconveniente en ponerle reparos a escritores que, en principio, podría considerársele afines, como José Ángel Valente (de quien subraya su resentimiento final) o Lezama Lima, en su opinión un pésimo prosista. Muy malparado sale Vicente Aleixandre, y no solo en lo literario: “Era un hombre chismoso y de una curiosidad típica del mirón”.
            Un diario es un libro en el que cabe todo. No tiene por qué limitarse a contar el día a día de su autor. Juan Malpartida comienza dándonos cuenta de sus lecturas y sus reflexiones (es un buen lector de ensayos y memorias y muestra cierta inquietud filosófica), pero poco a poco va cogiendo confianza con el género y atreviéndose a más. El lector agradece que nos haga sonreír ante algunos pequeños apuntes costumbristas de la vida literaria, que no se esfuerce por disimular las heridas de la vanidad y que, sobre todo, se atreva a decir lo que piensa y a dejar pudorosa constancia de lo que ha sido su vida. Como los ensayos de su admirado Montaigne, este libro, tras la apariencia de una irregular miscelánea, es el autorretrato de un hombre como todos y, por eso mismo, distinto a todos. 

jueves, 3 de noviembre de 2011

Antonio Martínez Sarrión: Gran poeta, malhumorado cascarrabias

Antonio Martínez Sarrión
Farol de Saturno
Tusquets. Barcelona, 2011.


La poesía, como cualquier otra realidad, se puede clasificar de muchas maneras. Una de ellas distingue entre los poemas en los que es posible decir tonterías y los que no. Los poemas de Antonio Martínez Sarrión pertenecen al primer grupo, el que yo prefiero; los de, por citar un ejemplo reciente, La falta de lectura, de José Ramón Otero Roko, al segundo. En el epílogo (hay también un prólogo de Virgilio Tortosa y aparece en una colección codirigida por Eduardo Moga), Constantino Bértolo afirma que “su actitud compositiva explora con perseverancia y sentido tanto la dislocación, la destrucción, la disociación y la discordancia como sus contrarios y no para construirse como cómodo espacio de contradicción sino para segarle la hierba semántica a esa contradicción en la que el humanismo estético tan cómodamente se refugia”. Los poemas que a mí me interesan son aquellos en los que no todo vale, en los que cabe la posibilidad de equivocarse, sin la cual no es posible acertar.
            No es necesario, sin embargo, que el autor aproveche tan rotundamente esa posibilidad como lo hace Martínez Sarrión, admirable poeta por otra parte, y suficientes ejemplos da de ello Farol de Saturno. Pero antes de subrayar las muestras de su buen hacer, voy a permitirme poner un ejemplo de lo contrario, de cómo al gran poeta que es le sustituye a veces el malhumorado cascarrabias que también es.
            En dos partes se divide su último libro. La precisa nota de la solapa –que parece redactada por el propio autor— distingue entre “un conjunto de preceptos búdicos, tal vez apócrifos, para manejarse en este mundo y en este tiempo”, y una serie de concretos y humildes “motivos para la contemplación”. En la primera parte predomina el tono satírico; en la segunda, el lírico. En ambas el lenguaje busca una cierta aspereza, una algo bronca precisión, que resulta muy reconfortante por contraste con los más habituales, algodonosos y melifluos modos líricos.
            “Hábitos de los discípulos de Buda” se titula la primera parte, y los títulos van enumerando esos hábitos. “Se sienten deprimidos por el chismorreo, la algazara y los de su edad”, por ejemplo. Esa depresión –así continúa el poema— amenaza con convertirse en psicosis cuando “desordenes tales” circulan “por esa vía letal / y nauseabunda, / por ese miserable Gran Hermano, / que es la televisión, omnipresente y borde”. Pero peores son los sicarios “de tamaño menor e idéntica maldad” que la escoltan: “el PC fijo o portátil, más perverso y bodoque / que el antiguo PC, que ya es decir”, y otro que es “el colmo y la cifra de lo espantoso y feo, / de lo inútil y tonto”. ¿Adivina el lector que espantosa criatura es esa? Pues “el teléfono móvil de los huevos, / que hoy se utiliza tanto para un roto: / intercambiar cuatro sandeces”, como para un descosido, “navegar por la red o dedicarse al zapping”. En cualquier caso, el resultado sería el mismo: “quedarse sin neuronas”. Si fuera así, mucho habría tenido que utilizar el móvil el autor de tan furibundo desahogo.
            Quizá la cortesía obligaría a mirar hacia otro lado cuando el poeta de cierta edad, metido a moralista, versifica un desahogo que desentonaría incluso, por ayuno de rigor intelectual, entre las cartas al director de cualquier periódico o en la más depauperada tertulia televisiva. Pero a veces conviene repetir obviedades, para evitar que prolifere la siempre contagiosa tontería: la televisión no es omnipresente, amigo Sarrión, hay que comprar un aparato para tenerla en casa y apretar un botoncito para ponerla en marcha (y por otra parte, por un módico precio, puedes escoger entre cientos de canales); de esa maravilla que es el PC “fijo o portátil” no diré nada, y para intercambiar cuatro sandeces por supuesto que no es necesario el teléfono móvil (puede hacerse de viva voz o incluso en verso).
            Si uno tiene la mala suerte de abrir Farol de Saturno por el poema que acabo de comentar, no es probable que se anime a seguir leyendo. Se perdería así un puñado de estampas memorables, como la ejemplar glosa de un haiku de Basho titulada “Carretera que serpentea sobre la colina”, o la “Pequeña alquería”, levitante, incorpórea, que remite a un cuadro de Joan Miró, o el “Cementerio muy pobre”, “atrio perfecto del Olvido”.
            De la infancia remota vienen muchos de los objetos humildes que dan título a varios de los poemas: “Regadera”, “Rastrillo abandonado en el campo”. También la crueldad de “Inválido” –que parece uno de los “apuntes carpetovetónicos” de Cela—  remite a la áspera España de posguerra.
            Huye Martínez Sarrión de lo convencionalmente poético, y por ello antes que al ruiseñor o a la rosa, prefiere cantar a la rata o al escarabajo, sin desaprovechar por eso cualquier ocasión de dejarnos ver sus opiniones sobre el mundo contemporáneo, a veces muy eficazmente expresadas: “En manchegos tablares de hortalizas, / como hoy a palestinos los sionistas, / y con la misma, miserable saña, / uno tiene matados / muchos de estos benditos coleópteros”.
            En este decir áspero, a ratos incluso pedregoso, destacan más los momentos de lirismo: el emocionado homenaje (sin nombrarlo) a Claudio Rodríguez (“con tasadas lecturas y un exceso de copas, / en dos traspiés risibles, como el ‘tonto’ del circo, / era uno con la gracia, la invención y el frescor”); la concisión epigramática de “Piedra cubierta de musgo”, con su final anticlimático, o de los versos finales del epitafio a unos vencidos: “Murieron los valientes peleando / y sus monturas, extraviadas, piafan / entre el humo y el hedor de las hogueras, / en tanto, indiferente y soberana, / va cayendo la noche”.
            Para acertar, para ser “uno con la gracia, la invención y el frescor” quizá resulte inevitable algún “traspiés risible”, algún risible desahogo, pero si uno se decide a publicarlo lo más higiénico, aunque parezca descortés, es recibirlo con el abucheo correspondiente.