jueves, 26 de mayo de 2011

Un enigma llamado Luis Cernuda

Antonio Rivero Taravillo
Luis Cernuda. Años de exilio (1938-1963)
Tusquets, Barcelona, 2011



El 15 de febrero de 1938, tras un largo viaje en tren, Luis Cernuda llega a París; no volverá a pisar tierra española. Así comienza el segundo tomo, Años de exilio, de la biografía que Antonio Rivero Taravillo le ha dedicado con un rigor y una minuciosidad poco frecuentes. Lo esencial de esa vida ya lo había contado el propio poeta en “Historial de un libro”; faltaban los últimos años, los de Desolación de la Quimera, y los pequeños detalles exactos.
Quizá Cernuda, como el poeta menor del poema de Borges, hubiera preferido “ser la ceniza de que está hecho el olvido” al recuento de las “triviales miserias” que conforman su vida, cualquier vida. La suya no fue particularmente aventurera; esta biografía, por ello, no es para todos los públicos, sino solo para los lectores devotos del poeta. Que después de ella sigue siendo un enigma, como lo fue en vida para todos los que le conocieron.
Curioso resulta que, de un autor que se ha convertido en icono homosexual, no se documente ninguna relación sexual. Gregorio Prieto, amigo suyo aunque de carácter completamente opuesto, habló de que parecía haber hecho voto de castidad; sus palabras fueron tomadas a broma, pero nada en esta biografía las desmiente.
El capítulo más ejemplar al respecto, también el más conmovedor, es el que cuenta su relación con Salvador Alighieri, el joven mejicano que inspiró los “Poemas para un cuerpo”, el menos carnal y sensual de los cancioneros amorosos, a pesar de su título. Luis Cernuda, de cincuenta años, conoció a Salvador, que entonces tenía veinte, en un gimnasio. El poeta hacía ejercicios ligeros para mantenerse en forma; el joven entrenaba todos los días para participar en concursos de culturismo. Luis Cernuda –por su edad y por ser español— fue objeto de algunas bromas y Salvador salió en su defensa. Medio siglo después, cuando le localizaron los biógrafos del poeta, ha recordado la historia de aquella amistad: “Los compañeros del gimnasio se burlaban luego de mí. Me decían ya llegó tu tío o no está tu tío. Cuál tío, es mi amigo, les replicaba yo. Lo hacían nada más que por molestarme. Pronto nos hicimos muy amigos. Luis me regañaba y aconsejaba como si fuera un padre. Íbamos a un café, el Night and Day, y ahí insistía en que no fuera tan loco, que me dejara de aventuras y respetara a mi mujer, porque yo, aunque muy joven entonces, ya estaba casado y tenía un hijo. También le visitaba a veces, primero en el hotel en que vivía, luego en su piso. Yo me ponía a hacer flexiones en la alfombra, mientras él me miraba, fumaba en pipa y hacía apuntes. Nunca leí nada de lo que escribía, ni le pedí que me lo leyera. Fui un tonto, pero creí que era una falta de educación ver lo que estaba haciendo. A veces, cuando yo estaba allí, llegaban algunos amigos suyos escritores. Tomaban copas, pero él apenas bebía. Yo quedaba fuera de la conversación, no podía yo meter mi cuchara para opinar porque eran personas muy inteligentes para mí. Luis hacía huevos muy ricos, una torta de huevos y le ponía un poco de leche a los huevos. La hacía para que cenáramos los dos. Ya después, con la confianza que me daba, yo me metía en la cocina y hacía algo. A veces él venía a mi casa. Muchas veces él y yo fuimos a la biblioteca de Benjamín Franklin a sacar libros para estudiar, para sacar lo de química; él me acompañaba y en su casa estudié mucho mientras él escribía, a veces hasta dos horas. También fuimos juntos a la playa. Me decía: Tengo vacaciones y me quiero ir al mar, ¿vienes conmigo? Íbamos a Acapulco, a un hotel frente a la playa de la Roqueta. Mientras yo nadaba en la playa o en la piscina, él solía fumar en pipa y escribir. Le gustaba mucho fumar una pipa. Debo decir que me ayudaba no solo moral sino económicamente; una vez me dijo con su acento andaluz: Hombre, Salvaor, no tienes zapatos, te voy a comprar unos. Yo participaba en competiciones de culturismo, y gané varias. En una me nombraron Míster Espalda, y él se reía y me decía, hombre, la mejor espada de México porque se habían equivocado en la revista y le había faltado la ele, y me vacilaba, y me tomaba el pelo. Íbamos al cine, al Olimpia, y cenábamos luego en un restaurante cercano, el Danubio. A mí me daba algo de vergüenza porque siempre pagaba él. Yo desaparecía a menudo sin avisar y luego él me regañaba: ¡Ay, Salvaor, tienes culo de mal asiento! Lo que hubo entre nosotros fue una gran amistad, algún abrazo, algún beso en la mejilla. Él no era amanerado, era un señor. Me ayudó bastante, la verdad. No he vuelto a tener un amigo como él, esos amigos se tienen una sola vez en la vida, y hoy le extraño mucho”.
En 1956, Salvador Alighieri decidió irse sin avisar a Estados Unidos y desapareció para siempre de la vida del poeta. ¿Para siempre? Años después, tras una visita solitaria a la playa de la Roqueta, escribió: “En la hora de la muerte / (si puede el hombre para ella / hacer presagios, cálculos), / tu imagen a mi lado / acaso me sonría como hoy me ha sonreído, / iluminando este existir oscuro y apartado / con el amor, única luz del mundo”.
A propósito de Luis de Baviera, en el poema a él dedicado, afirma Cernuda: “Las sombras de sus sueños eran para él la verdad de la vida”. Hablaba, como siempre en La realidad y el deseo, de sí mismo, sin dejar por eso de hablar de cada uno de nosotros. El amor, única luz del mundo, puede existir el amado ni siquiera llegue a enterarse: “Tu presencia / y mi amor. Eso basta”.
Antonio Rivero Taravillo, a propósito de ciertos comentarios vagamente antisemitas, declara que no ha pretendido escribir una hagiografía de Cernuda. No lo ha hecho. Nos lo presenta con todas sus sombras y todo su esquinado carácter. No era simpático Cernuda, lo sabíamos bien, pero no por eso, como esta biografía demuestra cumplidamente, su ascética vida al servicio de la poesía resulta menos ejemplar.

jueves, 19 de mayo de 2011

Rodrigo Olay: Más es más

Rodrigo Olay
Cerrar los ojos para verte
Premio Asturias Joven de Poesía
Editorial Universos, Mieres, 2011


Pocas veces al buen lector de poesía le habrá sorprendido tanto un primer libro como Cerrar los ojos para verte, de Rodrigo Olay. Aparece cuando el autor tiene veintidós años, comenzó a escribirse cuando tenía dieciséis, y no hay en él nada del desbordamiento sentimental, de la nebulosa rebeldía, de los tropezones con la sintaxis y la sindéresis, de la ingenua y torpe gracia que esperaríamos en un poeta de esa edad. Tampoco encontramos ningún involuntario mimetismo, ningún dejarse llevar por una voz ajena, aunque al lector apresurado le pueda parecer lo contrario, ya que pocos textos no sirven de pretexto para un deliberado homenaje.
Comienza y termina el libro con un ejercicio erudito que aúna erudición y buen humor. El prólogo lo firma un apócrifo Gonzalo de Berceo y está escrito en la monorrima cuaderna vía y en un remedo del castellano medieval. Ya el adolescente Rubén Darío hizo algo semejante parafraseando la historia de la poesía española desde sus arcaicos balbuceos. Y Rubén Darío (también Baudelaire) no deja de estar presente en este poema circunstancial que ya sirve para marcar distancias con cualquier otro principiante.
El epílogo, “Appendix probi”, podría haberlo escrito un Jorge Luis Borges que hubiera leído a Víctor Botas y fuera un buen conocedor de la poesía española contemporánea. Hacen falta muchas lecturas para desentrañar todas las claves de la bibliografía, una pieza satírica que no habría desentonado en las crónicas de Bustos Domecq.
De las muchas y bien asimiladas lecturas de Rodrigo Olay no nos queda ninguna duda: aquí están Antonio Machado (en el comienzo de “Constantes vitales” y en el soneto a él dedicado), Víctor Botas (“Historia antigua”), Gil de Biedma (“¿Existe una razón para volver?”, “Canción de aniversario”, “Según sentencia el tiempo”), Javier Almuzara (“Por la secreta escala”, “L’amour de loin”), Vicente Gaos (“porque si Dios no existe, existes tú”, escribe Olay; “existe al menos tú, si Dios no existe”, Gaos), Omar Jayyam (“Amor que no devasta no es amor”), Lope de Vega (“Cuando es amor, quien lo probó lo sabe”), Juan Manuel Bonet (“La patria oscura”), Borges (“A un poeta menor de 1989” y un poco, acá y allá, por todas partes), Kipling (“Soldado cobarde”), Miguel d’Ors (“Fatvm”)… Cito solo, al pasar de las páginas, las referencias más evidentes. En unos pocos casos se explicitan en el título: “Apostilla a un haiku de Aurora Luque”, “Con Pedro Salinas, contra Santa Teresa”.
El lector apresurado, ya lo dije antes, podría pensar que nos encontramos solo ante un brillante ejercicio escolar. Si fuera así, no sería poco. Resulta escasamente habitual que el poeta que comienza a dejar de ser inédito demuestre que conoce  bien su oficio, que ha hecho los deberes. Rodrigo Olay no ignora los secretos de la métrica, jamás se le escapa un verso mal medido o un acento fuera de sitio (aunque en algún caso quiera aparecer cuidadosamente despeinado).
Pero la sorpresa mayor que nos ofrece Cerrar los ojos para verte es encontrarnos con un puñado de poemas sabios y verdaderos, que nos asombrarían y conmoverían igualmente aunque no supiéramos la edad de su autor. Son poemas que podrían figurar en cualquier antología de la poesía española actual, y que sin duda están destinados a permanecer en las antologías.
En algunos casos se trata de textos breves, como algunos de los haikus y cantares o, muy especialmente, los epitafios de “Según sentencia del tiempo”. El modelo es menos la Antología palatina (aunque también) que Kipling y Borges. No desmerece, junto a sus maestros, la memorable concisión emocionada de más de unos de estos epigramas.
Si en “El manco” tantea Olay la técnica de engaño-desengaño estudiada por Bousoño en su Teoría de la expresión poética (el poema nos hace creer que nos habla de Cervantes hasta que el último verso nos descubre que se trata de un personaje de La guerra de las galaxias), en el poema “Operación triunfo” la lleva a la perfección. Todo el poema parece que nos cuenta el auge y caída de una estrella del rock. Acá y allá se van dejando algunas pistas (“empeñado en cargar su cruz a cuestas”), pero solo el último verso (más la palabra final del penúltimo) nos desvelará quién habla y de quién habla.
Otros poemas que merecen subrayarse: “La verdad en el arte es la belleza” (“Pero no acostumbrarme, pero nunca / olvidar el milagro”); “El retrato”, soneto alejandrino (“Una sombra se escurre sobre aceras mojadas…”); “Fatvm”, sobre lo que habría ocurrido “si Aquiles no se hubiera ido a la guerra”; algunos de los poemas de amor…
La mayoría de los primeros libros, incluso cuando no se trata de un prematuro borrador, valen más que por ellos mismos por lo que permiten intuir de lo que el autor podrá llegar a ser. Cerrar los ojos para verte nos asombra por lo que su autor ya es.

jueves, 12 de mayo de 2011

Menú degustación

De Manuel Ciges Aparicio, uno de los olvidados del 98, reedita Renacimiento Del periodismo y la política (1907), autobiografía y sátira que tiene la amenidad de una novela picaresca. El prologuista, José Esteban, cita en nota una nota del Laberinto español, de Gerald Brenan, que cuenta un secreto cuya revelación le valdría a Ciges Aparicio ser fusilado en 1936, nada más comenzar la guerra civil: “La única baja entre los oficiales en una corta campaña de 1893 fue el comandante en jefe general Margallo. Se le dio por muerto en acción de guerra. En realidad fue abatido de un tiro por el joven teniente Miguel Primo de Rivera, el mismo que más tarde se convertiría en dictador, indignado por el hecho de que los fusiles con que los moros estaban matando a los españoles hubiesen sido vendidos ocultamente por el general”. Quienes hablan de la decadencia del periodismo y del descrédito de la política, no deben perderse este viaje en el tiempo a la realidad española de hace un siglo. Hay cosas que nunca cambian, pero las que han cambiado no parece que –al contrario de lo que piensan apocalípticos y agoreros— lo hayan hecho siempre para peor.
Con el título de El pájaro y la flor (Alianza), Carlos Rubio compendia, en poco más de un centenar de páginas, mil quinientos años de poesía clásica japonesa. Ha escogido los poemas con los que se identifica más, pero no ha querido hacer una recreación personal, ofrecernos una versión que pudiera leerse como un poema español. “Me he esforzado –nos dice— por mantener las brumas y los silencios del original”. El resultado resulta un tanto duro a veces, pero a poco que el lector ponga algo de su parte no tardará en llegarle la magia de esta poesía milenaria, que no han logrado banalizar los miles de aficionados al haiku: “Flotando como / desvanecida espuma / paso los días, / sin rumbo, sin apoyo, / a la deriva”.
El creador es el mejor crítico, se ha dicho más de una vez. Y aunque no siempre es así siempre resulta ilustrativo escuchar a un gran escritor hablar de su trabajo. Es lo que hace Edith Wharton en Escribir ficción (Páginas de Espuma), aunque no se refiera expresamente a sus novelas. Son páginas escritas a mitad de los años veinte y en ellas subraya los dos riesgos de la narrativa del momento: el recelo hacia la técnica y el temor a no ser original. Heredera de los grandes novelistas del XIX, considera que “la verosimilitud es la verdad del arte”, que la novela debe dar una ilusión de vida: “Cualquier convencionalismo que dificulte la ilusión está en el lugar equivocado. Y pocos la dificultan más que ese descuidado hábito que tienen algunos novelistas de salir y entrar a trompicones de la mente de los personajes, para retirarse luego a escrutarles desde fuera como si fueran quienes manejan los hilos de las marionetas del teatrillo”. Su maestro, Henry James, “buscó el efecto de verosimilitud ajustando rigurosamente todos los detalles de su retrato al tamaño y a la capacidad del ojo que los miraba”. Algo ingenuas parecen, vistas desde hoy, algunas de las afirmaciones de Edith Wharton. Pero solo lo parecen. Detrás de ellas está menos el teórico que el artesano que conoce bien su oficio.
Una cita de Rudyard Kipling le sirve a Mathias Enard, novelista francés de 1972 que ha sido profesor de árabe en Barcelona, para titular su último libro Habladles de batallas, de reyes y elefantes (Mondadori). La cita dice así: “Ya que son como niños, habladles de batallas y reyes, de caballos, de diablos, de elefantes y de ángeles, pero no dejéis de hablarles de amor y de cosas semejantes”. Miguel Ángel, enfadado con el papa Julio II, que le adeuda grandes cantidades de dinero, abandona Roma. En Florencia recibe una invitación del sultán Bayaceto. Quiere que vaya a Constantinopla para construir un gran puente sobre el Cuerno de Oro. Leonardo da Vinci ha fracasado en el mismo proyecto. Mathias Enard no convierte el relato de la estancia de Miguel Ángel en Constantinopla (la invitación fue real, el viaje es una ficción verosímil) en una minuciosa novela histórica. Prefiere el fragmentario minimalismo que no desdeña el apunte ensayístico ni el poema en prosa. La anécdota narrativa es un pretexto para ofrecernos una teoría de la ficción como forma de seducción: “Sé que los hombres son niños que ahuyentan su desesperanza con la cólera, su miedo con el amor. Se aferran a los relatos, los ponen por delante como estandartes; cada uno hace suya una historia para inscribirse en la multitud que la comparte. Se los conquista hablándoles de batallas, de reyes, de elefantes y de seres maravillosos; contándoles la bondad que habrá más allá de la muerte, la intensa luz que presidió su nacimiento, los ángeles que lo acompañan, los demonios que lo amenazan, y el amor, el amor, esa promesa de olvido y de saciedad. Habladles de todo eso, y os amarán; harán de ti el igual de un dios”.
La reedición, con alguna supresión y varias adiciones, del Diccionario de las artes (Debate), de Féliz de Azúa, ofrece un buen pretexto para acercarse de nuevo a una obra inagotable, tan deslumbrante como irritante. Aunque la forma sea la de un diccionario, su intención no es la de recopilar con afán divulgativo lo que hoy se sabe sobre las diferentes actividades artísticas, sino la de exponer una tesis sobre “la muerte del Arte” que lo convierte no en un suceso fúnebre, sino en todo lo contrario, “ya que libera mútiples actividades espectaculares, estúpidas, juguetonas, políticas, sorprendentes, creadoras, cretinas, prentenciosas, ingeniosas, insignificantes, profundas, conmovedoras, grandiosas, miméticas, imbéciles, sublimes, aburridas, comerciales, curiosas, triviales o sensacionales”, actividades que siguen produciendo aquellos que se dedican a las artes.
Los escritores muy célebres en vida, suelen entrar en un más o menos largo purgatorio de silencio y olvido tras su desaparición, antes de convertirse en clásicos o de quedar arrumbados para siempre. No ha sido ese el caso de Borges. Un cuarto de siglo después de su muerte en Ginebra, ni su prosa ni su verso ha perdido nada de su capacidad de asombro y deslumbramiento. Una nueva edición de su Poesía completa (Lumen), quizá la más atractiva tipográficamente de las publicadas hasta la fecha, nos permite volver a poemas que podemos leer con los ojos cerrados porque resuenan desde hace años en la memoria: “Si para todo hay término y hay tasa / y última vez y nunca más y olvido / ¿quién nos dirá de quién, en esta casa, / sin saberlo nos hemos despedido?”. Y junto a ellos tantos otros que increíblemente hemos olvidado y que descubrimos de pronto, al azar de las limpias páginas, como inéditas revelaciones.

jueves, 5 de mayo de 2011

Antón García: Memoria de la lengua, lengua de la memoria

Antón García
La mirada aliella / La mirada atenta
Antología 1983-2006
Trea, Gijón, 2011
Introducción de Araceli Iravedra


En la historia de la literatura asturiana tiene un sitio cierto Antón García; fue el primero –o uno de los primeros— en limpiarla de folklorismo y servilismo regionalista, y es uno de sus mejores estudiosos. Ahora que nos presenta una amplia selección bilingüe de su poesía, en versión del castellana del propio autor, es el momento de comprobar hasta qué punto ese lugar en la crónica reciente del resurgimiento astur se corresponde con un real interés poético.
No me parece a mí que lo tenga del todo Estoiru (Estuche), su primer libro, un curioso ejercicio lingüístico a la manera de Eugénio de Andrade, pero sin que la sucesión de metáforas, a veces un tanto intercambiables, sobre palabras cotidianas –hoja, viento, luna, vidrio— se acerque a su música ni su magia. Nadie antes había escrito poesía en asturiano sin anécdota, sin costumbrismo y sin sentimentalismo. Gran mérito fue ese en su momento, pero no suficiente para atraer hoy la atención del borgiano lector hedónico.
Muy distinto es lo que ocurre con Los díes repetíos, que puede figurar sin desdoro entre las obras más significativas publicadas en cualquiera de las lenguas peninsulares en la década de los ochenta. Los maestros de Antón García en ese libro son los de los poetas jóvenes de entonces: Gabriel Ferrater, que le da título, Juan Luis Panero, Fernando Pessoa. Se trata de una obra muy generacional (“Generación” se titula precisamente uno de los poemas), pero en absoluto intercambiable. Antón García encuentra un tono propio de ensimismada melancolía. El escenario de muchos de estos poemas es un café provinciano desde el que ver pasar la vida o añorar un amor que sin duda sucede en el pasado, aunque sea un amor presente.
Tras ese libro ejemplar y excepcional entra Antón García en un largo período de silencio. Casi veinte años transcurren antes de que complete un nuevo libro, Tierra adientro, aunque parcialmente se anticipara antes. No es una obra unitaria; se nota que, tras el logro de Los díes repetíos, el autor ha tanteado diversos caminos sin acabar de decidirse por ninguno. En Tierra adientro hay espléndidos poemas –el dedicado al suicidio de Pavese, por ejemplo— que podían figurar en el libro anterior y también algún que otro ejercicio circunstancial o demasiado volcado hacia el sentimentalismo, como las dos canciones reunidas bajo el título de “Nadie lo sabe”.
Lo más característico de Tierra adientro es el componente reivindicativo y el autobiográfico. Se homenajea a Fernán-Coronas (el poeta en asturiano que marcó el camino a seguir) y a un “probe de pidir” que entre sus escasas posesiones guarda “unes cuantes palabres asturianes” que los demás han olvidado: “Los animales del monte son l’osu, / la fuina, l’esquil ya la muniella, / el xabaril, el faisán ya’l melandru, / el rizcayeiru, el llobu, la rapiega…”
Los versos que cierran el libro, y esta antología, no pueden resultar más significativos: “Asina ye la vida del mio pueblu, / la historia d’esta tierra, / esta llingua: / xunto a una casa derrotada / palabres como piedra, / montones de palabres / que son nada”. Pero la anécdota que sirve de pretexto para esa conclusión resulta inconsistente: un caminante pregunta por un dolmen a una mujer muy vieja que está a la puerta de su casa; ella le señala el camino, y luego añade que ni es un dolmen ni es nada, “namás piedras unas enriba d’outras”. No resulta verosímil que sepa lo que es un dolmen y luego diga que el que está cerca de donde ella vive “ni es dolmen ni es nada”.
Algunos de los más ambiciosos poemas de Antón García están en Tierra adientro, como el titulado “Casa”, demorada evocación de la casa de la infancia y de un mundo perdido para siempre, o “El último busgosu”, una incursión en el ámbito de la mitología asturiana.
Bien conocida ya entre quienes leen en asturiano, esta edición bilingüe de La mirada aliella, pretende difundir la poesía de Antón García entre los lectores de lengua española. Conviene, por ello, hacer alguna advertencia. Aunque la traducción es del propio autor, y no ha desdeñado buscar alguna ayuda que se indica en la nota final, resulta quizá discutible en ciertos puntos. Parece buscar menos la fidelidad que la corrección métrica. Algún cambio resulta especialmente llamativo. En el poema titulado “Del to llugar” leemos: “Florecen les vegues: prende la lluna / el candil de la escarcha y a esperar / qu’amanezca la xelada se tiende”. La versión castellana dice así: “Se iluminan las vegas; la luna abre / el cajón de la escarcha y el cristal / de la helada se acuesta, espera el alba”. ¿Abrir un cajón se dice en asturiano “prender el candil”? Primera noticia.
Podríamos seguir citando ejemplos: “Mañana, / si quier, que vuelva l’olvidu besame”, termina el poema “Café”. El autor, para mantener las dos sílabas y conservar el endecasílabo, traduce “si quier” por “tal vez” y, aparte de empeorar el verso, al mantener la forma verbal incurre en una inconsecuencia gramatical: “Mañana, / tal vez, que vuelva el olvido a besarme” (debería decir “mañana, tal vez, volverá el olvido a besarme”).
Una versión más literal a menudo mejora el poema. En “Cutariellu” leemos: “Xuntos sentiemos l’inquietu enredar / de los nenos, el ruxir de la yerba / onde una culuebra que s’esguilaba / texía ente nós l’amor d’estos versos”. El poeta traduce: “Juntos oíamos el jugar inquieto / de los niños, un rumor en la hierba / cuando una culebra que se arrastraba / iba tramando el amor de estos versos”. Una versión menos “peinada”, pero más ajustada al original diría así: “Juntos sentíamos el inquieto enredar / de los niños, el rumor de la hierba / donde una culebra que se deslizaba / tejía entre nosotros el amor de estos versos”.
Aunque sea obra del mismo autor y a menudo dé la impresión de pretender tener valor autónomo, resulta preferible considerar la versión castellana como una simple ayuda para acercarse al original, algo no demasiado difícil para cualquier lector de lengua española. Comprobará así que, al margen de su importancia en la historia de la literatura asturiana (hasta ahora el pariente pobre de las literaturas peninsulares), Antón García es un poeta verdadero que puede tener la certeza, como afirma en el poema “De parte tarde”, de que algunos de sus versos han de seguir resonando “mientras dalguién aliende / y hebia lluz nunos güeyos”. Y se le seguirá leyendo, aparte de en siempre imperfectas traducciones, “nesta llingua na que t’escribe y ama”.