jueves, 27 de septiembre de 2012

Curzio Malaparte: Un genio fascista y narciso


Maurizio Serra
Malaparte. Vidas y leyendas
Traducción de Juan Manuel Salmerón
Tusquets. Barcelona, 2012


La vida de un escritor acaba formando parte de su obra. La de Curzio Malaparte, tan bien contada por Maurizio Serra, está a la altura de sus dos obras mayores, Kaputt y La piel. Fue un fascista de primera hora, amigo de la violencia, cómplice en uno de los casos más turbios que llevaron a Mussolini a afianzarse en el poder: el asesinato de Matteotti. Tras las elecciones de 1924, ganadas por la “lista nacional” mussoliniana, un diputado veneciano, Giacomo Matteotti, presenta en el parlamento pruebas de fraude electoral y  malversaciones, pruebas que implican directamente al ministro del Interior. Pocos días después es secuestrado a la salida de su casa; su cadáver aparecerá meses más tarde. Gran escándalo internacional, hay una investigación que lleva hasta una de las “squadras” del partido fascista, dedicadas a amedrentar adversarios y obreros díscolos. Dirigidas por personas de la máxima confianza del Duce, la investigación del asesinato cada vez se acerca más a su persona. Y en ese momento interviene Malaparte –un llamativo pseudónimo que encubre su origen alemán: el apellido real era Suckert–, que se presenta a declarar voluntariamente. Según él, la misma noche del crimen, el principal acusado, Amerigo Dumini, un matón con el que mantenía cierta amistad, le confesó que su intención era darle una lección al diputado, no matarlo, que su muerte fue accidental. Dumini, que hasta entonces lo había negado todo, se acoge a esa versión, ya que la pena por homicidio involuntario no podía ser demasiado grave. Se le prepara además un atenuante, con la intervención también de Malaparte. Poco antes había sido asesinado en París, por un anarquista, un diplomático italiano; de ese crimen se acusa con pruebas falsas a Matteotti: la “lección” que quiso darle Dumini estaría así justificada por la indignación que le causó ese crimen. Mussolini puede respirar aliviado y los contrarios al fascismo saben desde ese momento a qué atenerse.
Curzio Malaparte no recibió el premio que esperaba por sus servicios –un alto cargo en la política o en la diplomacia– y desde entonces guardó un cierto resquemor hacia Mussolini. En contra de lo que dijo a partir de 1943, nunca fue antifascista mientras el fascismo estuvo en el poder. Cierto que en 1931 se le confinó a la isla de Lipari, pero por su enfrentamiento personal con uno de los capitostes del fascismo, Italo Balbo, y los cinco años que decía haber pasado en el destierro fueron poco más de un año.
            Muchos puntos negros hay en el comportamiento de Curzio Malaparte, siempre atento a sus intereses, siempre dispuesto a venderse al mejor postor, y Maurizio Serra no perdona uno y con paciencia y buena documentación va desmontando todas las mentiras con las que el escritor adornó o directamente falsificó su vida.  El libro, sin embargo, está escrito desde la simpatía. Y el lector acaba sintiéndola también. Curzio Malaparte atrae y repele al mismo tiempo. Exhibicionista y a la vez lleno de secretos, practicaba el culto a la virilidad, pero eso no le impedía utilizar un discreto maquillaje. Agresivamente homófobo, se le tildó de homosexual, pero el único hombre del que estuvo enamorado –si no tenemos en cuenta su relación de amor-odio con Mussolini– fue él mismo. Tampoco parece que estuviera nunca enamorado de ninguna mujer, aunque muchas lo estuvieron de él y una de ellas, la actriz norteamericana Jane Sweigard, llegó hasta el suicidio por amor. A las mujeres las trató con una displicencia que a veces se confunde con los malos tratos. Aparte de a sí mismo, parece que solo amó a los animales, especialmente a sus perros, con los que gustaba de pasear a solas.
            Era un dandy y un monje, un insaciable acaparador de elogios y honores y un escritor dedicado obsesivamente a conseguir la verdad de cada página. Fue el cronista de los horrores del siglo XX, un cronista que siempre presumía de haber estado allí, de haberlo visto todo con sus propios ojos. Mentía, mentía continuamente, como periodista y como escritor, pero solo era para mejor decir la verdad, para hacerla más verdadera. Más de una vez le descubrieron fechando todavía sus reportajes en el frente cuando ya llevaba meses viendo en Roma o en Capri.
            Sus dos obras mayores, Kaputt y La piel, nos hablan de los desastres de la guerra. Se trata de dos inmensos e inolvidables reportajes alucinados. En Kaputt acompaña, como enviado especial de un periódico italiano, a los soldados alemanes en su ocupación de Polonia y la Unión Soviética. El periodista Lino Pelegrini, que le acompañó entonces, y al que Maurizio Serra entrevista en su biografía, ha puesto en cuestión alguna de las anécdotas que Malaparte cuenta en Kaputt. Importa poco. Lo que se le puede reprochar a un periodista no se le puede reprochar a un escritor. Lo que le han contado, aquello de lo que se ha enterado por otros medios, lo cuenta como si hubiera sido testigo presencial; consigue así que la eficacia sea mayor, y a veces también la verdad.
            Los napolitanos tardaron en perdonarle a Malaparte el retrato que de ellos hizo en La piel, un libro que es a la vez el retrato más fiel de la ciudad en los días terribles de la “liberación” y una onírica pesadilla.
            Mucho de tragedia grotesca, de comedia a la italiana, tuvo el final de Malaparte, los largos meses que pasó en una clínica romana tras habérsele detectado cáncer durante un viaje a China. Todos sus amigos y sus enemigos, todo el que era alguien en la Italia de entonces, fue a visitarle y él, a pesar de los terribles dolores, estaba encantado de haberse convertido en lo que siempre quiso ser: el centro del mundo. Poco antes de su muerte le entregaron, con mucho ruido mediático, el carnet del partido comunista (con los comunistas había coqueteado desde que se quedó huérfano de Mussolini), pero murió, según se anunció también estruendosamente, convertido al catolicismo. Eran tiempos, años cincuenta, en que en Italia como en España (recordemos el caso de Ortega y Gasset) había clérigos especializados en aprovechar los momentos de debilidad de los agonizantes ilustres para lograr que volvieran al redil de la fe. Los padres jesuitas que lograron la “conversión” de Malaparte explicaron a los periodistas que, en su presencia, había roto el carnet del partido comunista que le habían entregado poco antes. Pero ese carnet, que todavía se conserva, apareció intacto escondido bajo el colchón. Malaparte, que solo se quería a sí mismo, jugó hasta el último momento a dejarse querer por unos y por otros.
            La biografía que le dedica Maurizio Serra lleva el subtítulo de “vidas y leyendas”. No solo de esas vidas, raramente ejemplares, y de esas leyendas, que aún no han perdido su capacidad de fascinación, se nos habla en este libro; también de la compleja historia de Italia en la primera mitad del siglo XX y de la obra literaria, muy minuciosamente analizada, de una de los nombres fundamentales de su tiempo.
            Una biografía ejemplar, a pesar de alguna inexplicable desidia de los editores (como ofrecernos la lista íntegra de las traducciones de Malaparte al francés y solo tres o cuatro traducciones recientes al español), de un seductor que no habría sido el gran escritor que fue sin haber sido la persona a menudo poco ejemplar que también fue.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Hölderlin, Azúa y la gran poesía


Friedrich Hölderlin
Poemas
Lumen. Barcelona, 2012
Versión e introducción de Eduardo Gil Bera


En su brillante –y discutible, como luego veremos– prólogo a la nueva versión de la poesía de Hölderlin en español, escribe Félix de Azúa: “Las traducciones son como un concierto, una interpretación musical a cargo de un artista. Es cierto que Beethoven es uno, pero solo llegaremos hasta él sea de la mano de Furtwängler o de la de Haarnoncourt, dos modos antagónicos de traducir a Beethoven. Y Bach puede tener la opalina luz pietista de Leonhardt o la abrumada desolación romantica de Richter, que tocaba a la luz de una vela”.
            Los motivos de Eduardo Gil Vera para ofrecernos otra traducción de una poeta que ha tentado ya a grandes traductores (y a poetas, como Luis Cernuda, que no conocían el alemán) se encuentran en su desagrado “ante las oscuridades gratuitas y efervescencias sobrevenidas que percibía en las versiones disponibles”; su propósito es ofrecernos una traducción “de máxima transparencia y absoluta confianza en el poema y en el lector”.
            Gil Bera prescinde del ritmo y busca atenerse a la más estricta literalidad. A veces no es necesario más para que, a través de su algo áspero español, se transparente la grandeza de la poesía de Hölderlin. Pero en otras nos hace añorar otras versiones, no menos exactas, pero más literarias. Baste un ejemplo. Los primeros versos del poema “Pan y vino”, en la versión de Gil Bera, dicen así: “Reposa la ciudad a la redonda, se aquieta la calle iluminada, / y se alejan ruidosos los coches adornados de antorchas. / Se retiran a descansar los hombres saciados de las alegrías del día / y una cabeza reflexiva sopesa ganancias y pérdidas, / contenta y en casa. Vacío de racimos y flores, / y de manufacturas, el mercado laborioso descansa”. Jenaro Talens busca, además de la fidelidad, que el poema alemán siga siendo un poema en español: “Alrededor reposa la ciudad; se calma la calleja iluminada, / y adornados con teas pasan coches ruidosos. / Hartos del día y sus placeres vuelven los hombres para descansar, / y en su casa sopesa, sumamente contento, un hombre moderado / la pérdida, el provecho; queda vacío de uvas y de flores, / y de manos solícitas descansa el mercado en tumulto”. Pero no siempre es fácil compaginar ambas intenciones, y el “mercado laborioso” de Gil Bera parece preferible al “mercado en tumulto” de Talens (si está “en tumulto”, ¿cómo va a descansar?).
            Félix de Azúa, que fue poeta antes que ensayista y narrador, recurre a la comparación con la música para caracterizar a los diversos traductores: “Cuando leemos una traducción de Hölderlin estamos oyendo la música del poema a través de una versión instrumental específica, a veces es una orquesta sinfónica como en las viejas ediciones de Díez del Corral, a veces es una orquesta mozartiana como en la reciente versión de Helena Cortés y Arturo Leyte. La de Gil Bera me parece música de cámara y más específicamente de inspiración schubertiana. Tiene una coloración crepuscular y muestra la mirada del viajero: es la traducción de un wanderer que lleva el libro de poemas en la mochila durante años”. Lenguaje poético, no ensayístico: no hay nada que decir ante esas intransferibles impresiones subjetivas absolutamente indemostrables.
            Gusta Azúa de las afirmaciones brillantes y rotundas. Las pocas páginas de su prólogo resultan, para quien ya conoce otras versiones de Hölderlin, quizá lo más atractivo del volumen. “¿De que hablan los poetas?”, se pregunta en el título. Y para responder distingue entre la gran poesía y la “poesía pequeña”.  La poesía pequeña puede hablar de muchas cosas, la gran poesía habla siempre de lo mismo: “Todo gran poema es un canto y un homenaje a la fuerza inasible y atemporal del bios que cada año renueva la vida de la tierra, pero también a la misma que cada año la adormece cuando llega el invierno”. La gran poesía, añade más adelante “es un inmenso SÍ a la vida” (y el lector malicioso no deja de pensar que en eso coincide con la letra de tantas malas canciones).
            Pero Azúa no se limita a las rotundas vaguedades, a las afirmaciones indemostrables, se atreve a dar nombres, y entonces ya es posible poner objeciones a sus deslumbrantes fuegos artificiales. Poesía pequeña, “bien escrita”, sería la de Lorca, Verlaine, Browning; gran poesía, la de Shakespeare, Rimbaud, Hölderlin (más adelante menciona también a Larkin, Yeats –pero solo en sus últimos poemas– y a Celan). ¿Canta Celan más que Lorca la fuerza de la vida y el sucederse de las estaciones? ¿Un gran poeta es siempre gran poeta o solo cuando canta y homenajea a “la fuerza inasible y atemporal del bios”? ¿No hace falta nada más que ese “tema fundamental” para ser un gran poeta? ¿No se puede homenajear a la vida de manera torpe y tópica?
            Demasiadas preguntas, quizá impertinentes. Félix de Azúa adopta los modos del ensayista, pero sus afirmaciones rotundas tienen más que ver con el lenguaje irracional del poeta que con cualquier razonamiento.  “Larkin canta nuestra fugacidad con la gran música barroca de Ronsard”, afirma; suena bien, pero no parece ajustarse demasiado a la realidad textual de Larkin. En cambio, qué hermoso y preciso comentario nos ofrece, en unas pocas líneas, del poema de Yeats “Among school children”.
            Algo de tramposo suele haber casi siempre en el ensayismo de Azúa, tan gustoso de la rotundidad, la hipérbole, la paradoja. Pero pocos tan fértiles, tan enriquecedores; enseña a pensar, aunque sea a la contra, y a leer de otra manera.

martes, 11 de septiembre de 2012

José Ángel Mañas: La crítica asnal


José Ángel Mañas
La literatura explicada a los asnos
Manual urgente para jóvenes y no tan jóvenes
Ariel. Barcelona, 2012


¿Es La literatura explicada a los asnos una obra humorística, una parodia de los manuales de literatura? Así parece indicarlo el título, y también ciertas erratas que podrían considerarse intencionadas (el narrador asturiano Ricardo Menéndez Salmón, se convierte en Menéndez Salmerón) unidas a los abundantes lapsus: se afirma que para Todorov “lo maravilloso es la oscilación entre lo real y lo sobrenatural” (p. 60), entendiendo al revés la distinción que el semiólogo búlgaro establece entre lo maravilloso y lo fantástico; a Góngora se le alude como “el avispado sevillano” (p. 78); Feijoo (nacido en el siglo XVII) se incluye entre los autores que son mayores que Larra, nacido en el XIX,  “por pocos años” (p. 206); el término “modernismo” se emplea casi siempre como sinónimo de “vanguardismo” y no con el sentido que tiene en la historia de la literatura española.
            Humorística resulta también la manera de recomendar “un puñado de buenas lecturas” al final de cada página. No se toma el trabajo de indicar siquiera el autor, con lo que el lector se encuentra con las siguientes recomendaciones, por citar solo algunos pintorescos ejemplos: El Parnaso español, Sobre la delicadeza de gusto y pasión, Cinco años de cama, Mis cien mejores artículos. ¿No había otra manera más explícita de referirse a la poesía de Quevedo que mencionar el título de la primera recopilación póstuma de sus poemas? ¿Y esos Mis cien mejores artículos son los de Jaime Capmany, González-Ruano o los de algún otro? Con los Cinco años de cama sin duda se alude a Cinco años en cama, uno de los libros de Roger Wolfe. Parece que a José Ángel Mañas no le han contado aquella historieta de la señora que va a una librería y pregunta por un libro del que no recuerda el autor, pero sí el título: Antología.
            ¿Un libro humorístico? Eso parece indicarlo que, a continuación del epígrafe “El teatro congelado de la posguerra: Historia de una escalera (1949), de Buero Vallejo”, se incluya un fragmento de esa obra sin ningún comentario. Es recurso frecuente. Sin cambio de tipografía, a veces indicando en nota que se trata de un texto de otro autor y a veces no, con frecuencia se incluye un texto ajeno, no como ejemplificación de un capítulo del libro, sino sustituyéndolo. En el apartado que dedica a la poesía, tras el título “El romanticismo de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)”, se reproduce una de sus rimas y luego inmediatamente, sin ninguna explicación de ese “romanticismo”, encontramos otro epígrafe “Antonio Machado (1875-1039”. De Antonio Machado sí se nos dice algo, aunque no sabemos si habría sido mejor que se limitara a reproducir uno de sus poemas. De esta peculiar manera comienza la explicación de la poesía machadiana: “Prácticamente cada mañana, nada más levantarme, lo primero que hago es calzarme unas zapatillas y salir a correr una decena de kilómetros por el campo que me rodea. El paisaje, yermo, típicamente mesetario, palidece allí donde el invierno lo cubre con escarcha; verdea tímidamente en la primavera cuando florecen el jaramago, el diente de león, las malvas, los retamares, las zanahorias salvajes, y se agosta en verano, antes de que, al llegar el otoño, se inicie de nuevo el ciclo. Todo en medio de un sin fin de encinas, con el espinazo de Guadarrama y Gredos al fondo. A cualquier español que contemple ese paraje le resulta imposible no pensar en Machado”. O en Unamuno, añadiría yo. Aunque las “zanahorias salvajes” le harán pensar a Mañas quizá en Mortalelo y Filemón (en contarnos el comienzo de El sulfato atómico, una de sus aventuras, ocupa todo el espacio que este manual dedica al cómic).
            Apenas hay página que no sorprenda con algún disparate, que no provoque nuestra sonrisa o nuestra perplejidad. A Mañas el “celebrado detallismo” de Azorín, su doloroso sentir, su profunda tristeza, su preocupación por España y la política –enumera todos esos elementos– le “importan en realidad un pimiento” (p. 211). Del Quijote nos dice que nunca le ha gustado “esa adoración casi mística que se le tributa”. ¿Por qué?, se pregunta él mismo. Y nos da esta respuesta, que no precisa de comentarios: “Pues en primer lugar a causa de su extensión y su dificultad. Son, entre la primera y la segunda parte, más de mil páginas de lectura a veces obligada en la escuela. Pese a ello, estoy convencido de que uno puede viajar por toda la Península para preguntar pueblo por pueblo quién ha leído el Quijote de principio a fin, y si la gente es sincera, las manos que se levantarán no serán muchas”. A Galdós, nos dirá un poco más adelante, “la realidad le importaba poco”.
¿Es necesario citar más perlas? “Para entender a Teresa lo único que hace falta es quedarse un rato mirando una noche estrellada, a ser posible desde algún refugio aislado en lo alto de la sierra de Gredos. En cambio, para entender a Juan hace falta un manual completo”.  Teresa es Santa Teresa y Juan, por supuesto, San Juan de la Cruz, un autor del que “lo que más le molesta”, además de su aspecto “hermético, críptico, casi gongorino”, son sus “muchas referencias a una cultura religiosa de la que desafortunadamente carezco”, como si el buen fraile tuviera la culpa de las carencias culturales del autor de este pintoresco manual.
Un manual que, contra lo que pudiera parecer, no es un libro deliberadamente humorístico. Toda la comicidad que en él encontramos resulta involuntaria. En el prólogo nos cuenta que se trata de una obra de encargo. Un editor (“de la nueva generación de directivos. Con una visión mucho más comercial del negocio que sus mayores. Hablando en plata: no tenía demasiada idea de literatura”), el editor de Ariel, le solicita que escriba un libro de divulgación literaria: “Tienes el perfil idóneo para enganchar a la gente joven”. Solo le impone dos condiciones: que lo estructure por géneros y que “le dé un repaso” a los clásicos españoles.
José Ángel Mañas, un buen profesional, se toma el encargo con seriedad. Aunque no cita más obras de referencia que algún diccionario (especialmente el Diccionario del español actual de Manuel Seco), pone todo su leal saber y entender en este compendio que pretende demostrar que la literatura “no es aburrida”. Y muestra condiciones de eficaz narrador en algún pasaje autobiográfico. Y una espontaneidad y una, a ratos, perspicacia intuitivas nada desdeñables. Después de elogiar como se merecen los diarios de Andrés Trapiello, escribe: “Quizá lo que más chirríe sea el tono. No me acaba de convencer esa falsa modestia, esa sensación de que va de pobre por la vida con el uno por delante: ‘uno, que es tan poco en esta vida’. Va de humilde, de barojiano, cuando, a poco que uno rasca, se le nota que tiene un ego de aquí a China”.
Si José Ángel Mañas se hubiera limitado a hablar de sus novelas y de sus lecturas, habría escrito un libro posiblemente de tanto interés sociológico como sus exitosas Historias del Kronen. Al aceptar el encargo de un editor “sin demasiada idea de literatura” (quizá también sin demasiada idea del negocio) y ponerse a redactar un manual de historia literaria, algo muy al margen de sus intereses y capacidades, ha conseguido una obra poco recomendable como obra de divulgación, aunque no deja de tener su mérito como muestra de humor involuntario. Los alumnos no aprenderán nada con ella, pero los profesores se reirán bastante.

lunes, 3 de septiembre de 2012

El enigma Ehrenburg


Joshua Rubenstein
Lealtades enmarañadas
Vida y obra de Iliá Ehrenburg
Siglo XXI. Madrid, 2012


La historia no se escribe en blanco y negro, pero pocos periodos tan próximos al negro absoluto como la época de Stalin. Y pocos más inexplicables. En la Rusia de Stalin, donde nadie se sentía seguro, la amenaza mayor era precisamente para los miembros del partido comunista, para sus militantes más idealistas y fieles, muchos de los cuales morían con el nombre del verdugo en los labios, entonando loas al dictador. Los historiadores deben ir acompañados de psiquiatras si quieren entender ese tiempo.
            El escritor Iliá Ehrenburg (1891-1967) lo tenía todo para ser una de las primeras víctimas del estalinismo: era judío con un pasado juvenil antibolchevique (incluso de había burlado de Lenin en algún escrito), era amigo y protegido de Bujarin, había vivido en Francia y siempre defendió la renovación vanguardista de los años veinte, nunca fue capaz de someterse, aunque lo intentara, a los estrictos códigos estéticos que el partido comunista propugnaba en cada momento… Pero Stalin siempre le protegió y él correspondió a esos favores siendo la cara ilustrada y amable del régimen en los más polémicos momentos de la guerra fría. Sus mejores amigos desaparecían sin juicio o eran condenados en esperpénticos procesos mientras él elogiaba a Stalin o negaba en la prensa occidental que tales crímenes, que en algunos casos le tocaban muy de cerca, estuvieran sucediendo.
            Pero si la historia no se escribe en blanco y negro, tampoco la biografía de nadie. La vida de Iliá Ehrenburg está llena de claroscuros y quizá finalmente, contra lo que muchos pensábamos, haya en ella más luces que sombras. Él mismo, en constante lucha con la censura, fue escribiendo y publicando en la Rusia soviética unas monumentales memorias, Gente, años, vida, que constituyen una crónica ejemplar de buena parte del siglo XX, con sus grandezas y sus miserias.
            La biografía que Joshua Rubenstein le dedicó en 1996, y que solo ahora se traduce al español, resulta ejemplar. Bien documentada, escrita con claridad, no se pierde en minucias, aunque procura no dejar fuera ningún detalle significativo. Todas las facetas del contradictorio personaje que fue Iliá Ehrenburg quedan puestas de relieve en ella. Nacido en Kiev en una familia de judíos asimilados nunca supo yiddish ni practicó el judaísmo, pero fue uno de sus mayores defensores en un siglo profundamente antisemita.
La Alemania de Hitler aplicó eficaces procedimientos industriales para la eliminación de los judíos, pero el antisemitismo no era mucho menor en Polonia, en Ucrania, en la Rusia zarista o soviética. De no haber muerto oportunamente, a punto estuvo Stalin de poner en marcha un plan para acabar con el problema judío que no tenía mucho que envidiar al de Hitler. En enero de 1953 se anunció la detención de nueve médicos judíos que conspiraba para acabar con los personajes públicos más significativos mediante el uso de tratamientos médicos manipulados. Todos los médicos judíos se convirtieron automáticamente en sospechosos, lo mismo que los enfermeros o cualquier otro trabajador en la sanidad. Algún médico tuvo incluso que probar los medicamentos que recetaba para demostrar que no estaban envenenados. El rechazo y el odio se extendieron rápidamente hacia todos los judíos. Ehrenburg comenzó a recibir cientos de cartas solicitando ayuda. Joshua Rubenstein reproduce una especialmente significativa: “Tengo treinta y dos años y nací y me crié en Moscú; no conozco otra patria ni otro régimen. Ni siquiera he salido nunca de Moscú. Mis padres, que habían ido a ver a mi hermana a Minsk un mes antes de la guerra, fueron brutalmente asesinados allí. Mi esposo cayó cerca de Stalingrado. En ese momento, yo estaba embarazada y no abandoné Moscú durante la guerra, sino que trabajé y colaboré todo lo que pude. Tengo un hijo de once años al que estoy criando sola. Hace unos días en la escuela otros alumnos le encerraron en el baño y empezaron a pegarle gritando: ‘¡Así es como hay que tratar a los judíos!’. ¿Qué está pasando? ¿Es posible que no sepa usted nada de esto? ¿Es posible que no cuente usted estas cosas a las autoridades competentes?”. Lo que la mujer ignoraba es que “las autoridades competentes” ya habían ideado la mejor manera de “salvar” a los judíos de la ira del pueblo: nada menos que enviarlos a todos a Siberia. Pero esa deportación no podía aparecer como una ocurrencia del régimen, sino como una solicitud de los propios judíos. Ehrenburg recibió múltiples presiones para que firmara una carta en ese sentido que iba a ser publicada en el Pravda. No solo no firmó, sino que se atrevió a escribir directamente a Stalin –no era la primera vez que lo hacía– para oponerse sin parecer que se oponía, tratando solo de explicarle lo negativo que podía ser para la Unión Soviética una actitud semejante.
            Contradictorio Ehremburg: estalinista que atenuó en lo posible los crímenes de Stalin y que hizo más que nadie por reivindicar a las víctimas; afrancesado, cosmopolita y a la vez profundamente ruso; pacifista y el más feroz periodista combativo durante la Segunda guerra mundial (incitaba a los soldados rusos a no tener piedad con Alemania, a no dejar un alemán con vida).
El personaje es fascinante, digno de Dostoyeski, y Rubenstein resulta un cronista a su altura. ¿Y el escritor? ¿Qué queda hoy de uno de los escritores más prolíficos y conocidos de su tiempo, abundantemente traducido al español en los años treinta? Queda, sobre todo, su primera novela Las extraordinarias aventuras de Julio Jurenito y sus discípulos, disparada sátira del mundo desquiciado que surgió tras la Gran Guerra, y Gentes, años, vidas, el titánico empeño al que dedicó sus últimos años, más que biografía personal memoria de un siglo (pronto aparecerán por primera vez completas en español). Y algún gran reportaje –novelado o no, recordemos La fábrica de sueños, sobre el mundo del cine–  que destaca entre la inabarcable hojarasca ideológica.