lunes, 25 de febrero de 2013

Carlos Marzal: Exceso de equipaje



Carlos Marzal
La arquitectura del aire
Tusquets. Barcelona, 2013


Hay tres géneros literarios que tientan especialmente a los aficionados: el microrrelato, el haiku y el aforismo. Y ello es debido a su aparente facilidad: una vez aprendida la técnica, una vez cogido el truco, dan la impresión de que se escriben solos. No parecen exigir esfuerzo alguno: simplemente ocurren. Son eso, ocurrencias, y a veces simples ocurrencias.
            Pero en ocasiones resultan ser todo lo contrario: pequeñas obras maestras. Con ellos sucede algo que pasa con ningún otro género literario. Si en un taller de escritura, o en una clase de bachillerato, ponemos como ejercicio escribir un cuento, un soneto o ensayo de tema libre, no es probable que ningún trabajo de los alumnos pueda incluirse en una antología del género. Si el ejercicio consiste en escribir microrrelatos, haikus o aforismos es relativamente fácil encontrar alguno que no desentone demasiado en una selección de los maestros del género. Lo que “El burro flautista” de Iriarte escribe por casualidad es siempre un microrrelato, un haiku o un aforismo.
            Cuanto más breve es la obra literaria más ha de poner en ella el lector, y por ello mismo más fácil resulta dar gato por liebre.
            Obviamente, estos géneros de moda no solo tientan a los aficionados. Pocos escritores son hoy en día inmunes a su capacidad de seducción. Carlos Marzal lleva tiempo divulgando sus aforismos en las redes sociales (Twitter se presta especialmente a ello) y ahora finalmente ha decidido coleccionarlos en un nutrido volumen de poético título, La arquitectura del aire.
            No añade ningún prólogo aclaratorio de su concepción del género, pero ya la expuso en “El aforismo como escritura poética”, uno de los capítulos de Los otros de uno mismo (Universidad de Valladolid). La escritura aforística y la escritura poética tendrían en común “la búsqueda de la intensidad en el lenguaje”; ambos tipos de escritura buscarían “aquilatar el lenguaje, comprimirlo, alquitararlo, para conducirlo hasta el extremo del decir, hasta el final de la significación”.
            Sentenciosidad y brevedad son las dos características esenciales del aforismo para Marzal. Por eso deja fuera las greguerías y el fragmento más o menos filosófico o poético.
            No lo considera, por otra parte, marginal en su dedicación literaria. “El aforismo es una de las maneras habituales en que trabaja mi mente”, escribe. Y añade: “Pienso en aforismos, la mayor parte de las veces. Creo que el mecanismo que rige mi cabeza es de naturaleza sentenciosa: obra por máximas; es decir, por destellos, por enunciados que tienden a contener una idea completa, cerrada en sí misma, autosuficiente”.
            Un buen libro de aforismos es siempre una antología de aforismos: la labor de selección es tan importante como la de escritura. Cuando escribir aforismos es un ejercicio habitual y cotidiano –“facilidad, mala novia”–, se corre el riesgo de incurrir en el mecanicismo.
            Carlos Marzal da la impresión de que no le teme a ese riesgo y de que prefiere que los resultados de su habitual “pensar en aforismos” los seleccione el lector. O incluso los corrija.
“A veces soy más distinto de mí a mí mismo que de mí a ti”, escribe. Y el lector enseguida desenreda las dos frases que se han cruzado en esa afirmación un tanto rechinante: “A veces soy más distinto de mí que de ti”, “A veces hay más distancia de mí a mí mismo que de mí a ti”. Otro descuido sintáctico: “En los tiempos que corren es cualquier tiempo, porque al tiempo lo que le gusta es correr”. No: “en los tiempos que corren” es este tiempo, el tiempo actual (de ahí la preposición “en”), independientemente de que todos los tiempos corran o no.
            En ocasiones los aforismos de Marzal son variaciones sobre una idea, se completan o se desmienten sucesivamente: “El placer de renunciar”, “El placer de renunciar al placer”, “El placer absurdo de renunciar al placer”, “El placer absurdo de renunciar al placer del absurdo”, “No existen los placeres absurdos”. Otro ejemplo de fácil juego de palabras: “El aforismo es el ecosistema de mis paradojas”, “El aforismo es el eco y el sistema de mis paradojas”.
            De vez en cuando se le escapa a Marzal una reiterada obviedad: “La impuntualidad es el desprecio del tiempo ajeno”. O una paradoja ya convertida en tópico, y que unas veces ha sido atribuida a Oscar Wilde y otras a Jean Cocteau: “Sé profundo: detente en la piel”. Incluso se deja tentar por las explícitamente rechazadas greguerías: “La esmeralda del musgo es el traje de gala de la sombra”.
            Carlos Marzal, como editor de sus ocurrencias aforísticas, ha sido demasiado condescendiente consigo mismo, ha dejado la labor de criba, y a veces de corrección sintáctica, al lector. No quiere decir esto que La arquitectura del aire sea un libro desdeñable o solo aprovechable como material de trabajo en un taller literario (abunda en fórmulas que se pueden desarrollar casi indefinidamente: “La escritura de la felicidad es la propia felicidad de la escritura”). De los mil trescientos aforismos que incluye sobran, sin duda, unos cuantos, quizá mil. Pero quedan trescientos, que no son pocos. Ningún gran aforista ha escrito muchos más. Y tampoco parece probable que una vida, cualquier vida, dé para más memorables átomos de sabiduría. Trescientos verdaderos aforismos ya es un milagro. Carlos Marzal no ha querido publicarlos exentos. Ha preferido dejar al lector el placer, y la sorpresa, de encontrarlos entre la broza.

lunes, 18 de febrero de 2013

Aventura en lo gris: La CIA y la guerra fría cultural


Francis Stonor Saunders
La CIA y la guerra fría cultural
Traducción de Rafael Fontes
Debate. Barcelona, 2013


Tendemos a ver el mundo en blanco y negro, y esa tendencia se agudiza en los casos de conflicto –o ellos o nosotros– como un mecanismo necesario para la supervivencia del grupo. Acabada la segunda guerra mundial, “ellos” dejaron de ser los nazis para ser sustituidos por los comunistas que hasta entonces, y tras la invasión por Hitler de la Unión Soviética formaban parte del “nosotros”, de los luchadores por la libertad.
            Ese nuevo enfrentamiento, conocido como guerra fría, fue fundamentalmente ideológico, no bélico. De ahí la importancia que tuvieron en él escritores y artistas. La Unión Soviética, además de controlar férreamente a los intelectuales del interior, mostraba una sorprendente capacidad de seducción para atraer a los del resto del mundo. Con sus congresos por la paz, apoyados por los nombres más brillantes del momento, muchos de ellos no comunistas, parecía haber ganado la batalla de la propaganda. Y fue entonces cuando los Estados Unidos deciden crear el Congreso por la Libertad Cultural, una ambiciosa organización, que tenía sedes en multitud de países, y que se dedicó a publicar importantes revistas culturales, llevar a los escritores de un lado a otro en bien pagadas conferencias, financiar multitudinarios encuentros. Frente al dirigismo del otro bloque, apoyaba la libertad de la cultura, como su nombre indicaba, y tenía predilección por los antiguos comunistas que habían abjurado de sus antiguos errores.
            ¿Quién financiaba todas esas actividades? Aparentemente diversas fundaciones privadas, en realidad la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos, esto es, la CIA, la misma organización implicada en atentados, golpes de Estado y múltiples actividades ilegales.
            Durante dos décadas, aproximadamente entre 1947 y 1967, la CIA funcionó como un gran Ministerio de Cultura dentro de los Estados Unidos –donde nunca hubo Ministerio de Cultura–  y en el resto del llamado “mundo libre”.
Su patrocinio no se limitó al mundo literario. Los congresistas de Estados Unidos, y en esto coincidían con sus rivales soviéticos, detestaban el arte moderno, para ellos también “arte degenerado”, como para los nazis. Y fue el Congreso por la Libertad Cultural, esto es la CIA, quien se encargó de promoverlo y de promocionarlo en el extranjero. El expresionismo abstracto es hoy considerado como la gran aportación de Estados Unidos a las artes plásticas en aquellos años, pero ni esa corriente ni una de sus figuras más destacadas, Jackson Pollock, habrían sido posibles sin el apoyo de la CIA.
            Tom Braden, que ocupaba un alto cargo en la Agencia en aquellos momentos, declaró que la mayoría de los congresistas no podían soportar el arte moderno, pensaban que era una farsa, que era pecaminoso, y por eso la promoción del arte en el extranjero tuvo que hacerse “de forma encubierta; tenía que hacerse así porque hubiese sido rechazado si se hubiese sometido a votación. Para favorecer la libertad de expresión teníamos que hacerlo todo en secreto”.
            Las actividades culturales de la CIA tuvieron que hacerse en secreto por esa razón y por otra más importante porque la propaganda solo es eficaz cuando disimula su carácter de propaganda. Pero fue un secreto que no tardó en ser un secreto a voces. Todo el mundo sabía quien estaba detrás de aquellas actividades, aunque los que participaban en ellas fingieran creer que solo se trataba de rumores.
            Con minuciosa, y a ratos algo tediosa información, Frances Stonor Saunders nos cuenta esta historia llena de secretos y mentiras, sin asesinatos, pero con numerosos complots y algún que otro suicidio, que daría para más de una novela de espías.
            El dirigismo cultural de la CIA no tenía, por supuesto, un fin principalmente cultural, sino de apoyo a la política exterior de los Estados Unidos, pero también tuvo benéficos efectos culturales. Y esa es la paradójica moraleja que podemos extraer de esta historia.
            De la misma manera que la poesía de Pablo Neruda no queda invalidada por su explícito estalinismo y por la supeditación de toda su actividad pública a las directrices del partido comunista, tampoco la de Stephen Spender queda invalidada por los muchos años en que dirigió la revista Encounter fingiendo no saber quién la financiaba ni quién pagaba su sueldo. Ni la denuncia anticomunista de Arthur Koestler en El cero y el infinito queda devaluada porque el Foreign Office comprara miles y miles de ejemplares para distribuirlos gratuitamente.
            A principios de 1963, quienes dirigían en la sombra a los intelectuales del Congreso por la Libertad Cultural se enteraron de que Neruda era un firme candidato para el premio Nobel. Inmediatamente comenzaron la campaña contra él, en la que tuvieron parte importante escritores españoles como Julián Gorkin, un antiguo comunista, o Salvador de Madariaga. Neruda no conseguiría el Nobel hasta 1971 cuando a la CIA ya no le preocupaban las cuestiones culturales, sino otras más importantes, como apoyar a los golpistas contra el gobierno de Salvador Allende, del que Neruda era entonces embajador en París.
            Frances Stonor Saunders encabeza cada uno de los capítulos de su libro con una cita literaria. La del último, “Mal negocio”, que trata del fin de aquellas actividades en 1967, tras ser descubiertos por la prensa los mecanismos de su financiación ilegal, está firmada por Campoamor. Son sus versos más famosos y resumen bien la moraleja que se puede extraer de tan precisa y bien documentada investigación: “En este mundo traidor / nada es verdad ni es mentira, / todo es según el color / del cristal con que se mira”.
            Manipular escritores que se creían libres para atajar los avances del comunismo no fue lo peor que hicieron quienes “reclutaron nazis, derrocaron gobiernos, apoyaron dictaduras, tramaron asesinatos”. Y si dejaron de hacerlo fue menos por haber sido descubiertos sus entresijos financieros que por haberse dado cuenta de la escasa utilidad del empeño.

lunes, 11 de febrero de 2013

Gerhard Heller: Un alemán en París


Gerhard Heller
Recuerdos de un alemán en París 1940-1944
Prólogo de Fernando Castillo
Traducción de Juan Carlos Durán
Fórcola. Madrid, 2012


El París de la ocupación, como el de Hemingway en los años veinte, era una fiesta. No para todos, como tampoco lo fue aquel, pero sí para buena parte de los ocupantes y también, contra lo que la interesada propaganda posterior quiso hacer creer, para muchos de los franceses. Especialmente para los escritores y artistas.
            Los alemanes lo consideraron un destino especialmente apetecido, lejos de los frentes de guerra, y muchos franceses creyeron en el nuevo orden, en la capacidad de Alemania para librarlos de lo que ellos consideraban los grandes enemigos de la civilización occidental: el comunismo, los judíos.
            En la buena relación entre los alemanes y los escritores franceses tuvo mucho que ver el teniente Gerhard Heller, encargado de la censura. Era un gran admirador de la literatura francesa y, tras la guerra, se ganó la vida traduciéndola y editándola en Alemania.
            Sus memorias se escribieron tardíamente, en 1980, y contaron con la colaboración de un periodista francés, Jean Grand. Durante los años que pasó en París, de 1940 a 1944, llevó al parecer un diario. La historia de la desaparición de ese diario es poco verosímil. Antes de dejar París, en agosto de 1944, guarda en una caja de latón algunos documentos que quiere salvar: su diario, cartas, una copia de un ensayo de Jünger. Luego coge “una cuchara sopera” y sale a la calle en busca de un lugar donde esconderla: “Pasando por la explanada desierta de los Inválidos, descubrí un lugar preciso en la esquina de un gran rectángulo, al pie de un árbol, y empecé a cavar. Estaba duro como el hormigón, pero con esfuerzo logré excavar un agujero lo suficientemente profundo para colocar mi caja y recubrirla de tierra que aplasté cuidadosamente”. ¿Duro como el hormigón cuando basta una cuchara para abrir un agujero?
Cuatro años después, en 1948, vuelve a París. El árbol ha desaparecido, ha habido trabajos de excavación, el lugar tiene un aspecto distinto. Él, sin embargo, trata de encontrar su tesoro excavando “con la punta de los zapatos” en varios sitios distintos. Si había conservado esos papeles durante todo el tiempo de la ocupación, ¿qué riesgo había en que se los llevara a Alemania? Y si bastaba hurgar con la punta del zapato, ¿qué escondite era ese? Hasta un niño podría descubrirlo.
            Se trata de una mitificación, sin duda, como tantos pasajes en que ejemplifica su rechazo del nazismo: nunca firmó el juramento de fidelidad a Hitler, nunca saludó con el brazo en alto, y detestaba tanto ir armado que un día decidió “pedirle a un carpintero de la calle Ponthieu que me hiciese una imitación de madera, y normalmente metía ese revólver en la cartuchera, en lugar de un arma auténtica”. Cuesta imaginarse a un teniente del ejército alemán paseándose por París con un revólver de juguete porque odiaba las armas. ¿Ninguno de sus superiores se dio cuenta?
            Pero Gerhard Heller no nos miente; es fiel a su memoria, que ha ido, como toda memoria, edulcorando el pasado. Hubo crímenes entonces pero él, al igual que afirmaría luego la mayoría de los alemanes, nada tuvo que ver con ellos. Todo lo contrario: hizo lo posible para atenuarlos.
            Los años de París fueron los mejores de su vida. La vida intelectual y social continuaba a pesar de la ocupación y él, por el puesto que ocupaba, era mimado y adulado por todos, por Cocteau y por Drieu la Rochelle, por Picasso y por Braque, por Gaston Gallimard y por la excéntrica millonaria Florence Gould. Al dictar sus recuerdos en 1980 (moriría dos años después) quiere dejar constancia de su verdad, pero sabe que no será fácilmente comprendido y necesita disculparse: “Seguramente, es difícil de entender, de admitir, que pudiésemos vivir esas horas de felicidad, mientras que a nuestro lado se extendía la hambruna, se fusilaban rehenes, vagones enteros de niños judíos viajaban a campos de concentración”. Reconoce que lo sabía, pero que carecía “de la convicción suficiente y del valor” para resistirse a tales atrocidades.
            La memoria de Gerhard Heller calla algunas cosas y maquilla otras, pero es en lo fundamental verdadera: “No podía vivir continuamente en la brecha, angustiado; tenía hambre y sed de auténtico contacto humano, de cultura, pero sobre todo de amistad; encontraba todo eso en aquellas islas bienaventuradas que he citado, donde podíamos refugiarnos unos cuantos, en medio de un océano de sangre y lodo”.
            Entre sus “recuerdos felices” están dos sorprendentes historias de amor que aparecen al final las memorias, fuera del lugar que les correspondería, como si hubiera intentado callarlas todo el tiempo y solo al final se hubiera decidido a contarlas. Una tarde de septiembre de 1942, mientras pasea por los Campos Elíseos se encuentra a una jovencita medio escondida tras unos setos: “Me acerqué y me puse a su lado. Parecía tener quince o dieciséis años y, a pesar de la oscuridad que ya nos rodeaba, estaba muy guapa con sus dos trenzas rubias que caían sobre los hombros”. Siguieron viéndose posteriormente: “¿Cómo se llamaba? ¿Quién era? Nunca lo supe. Martine, Nadine, Aline, así sonaba aproximadamente cuando murmuraba su nombre. Le di el de Reinette. Fue durante unos meses mi pequeña reina, mi Beatriz, acompañándome durante una pequeña parte del camino a través de un mundo que se hacía cada vez más pesado y más oscuro”. Al lector no le cuesta adivinar la verdad: era una adolescente francesa que se prostituía para sobrevivir. Se encontraban los fines de semana y salían a pasear por los alrededores de París, buscaban un lugar solitario y se bañaban completamente desnudos en el río. Sin embargo, sus relaciones eran castas, ya que Reinette le prohibía acercarse “a menos de quince metros”: “Yo respetaba la regla, así como la prohibición de caricias más osadas que un beso en la boca o un simple abrazo”. Un bonito, y algo morboso, cuento de hadas: “Sin embargo, ella encontraba cierta diversión en excitarme, paseándose sin blusa por el campo, olvidando ponerse las bragas para pedalear en bicicleta”. A pesar de eso, el oficial alemán –si hemos de creerle– se comportó como un caballero en sus relaciones con aquella algo lasciva jovencita.
            El segundo de los “recuerdos felices” de Gerhard Heller es todavía más sorprendente: “Una tarde de noviembre de 1943, aproximadamente en el mismo sitio, conocí a un chico, él también de unos quince o dieciséis años. Nos miramos, nos sonreímos, me detengo y le pregunto si podemos caminar un rato juntos”. Ese fue el comienzo de otra gran amistad. El tipo de amistad que comienza, ya anochecido, tras los setos de un parque no parece que ofrezca muchas dudas. Por si las hubiera, el teniente Heller precisa: “Jacques tenía una clara inclinación hacia los hombres y me confesó haber tenido ya aventuras de ese tipo. A pesar de su proposición, me negué a que nuestra amistad se transformase en amor homosexual. Nos demostramos mucha ternura, me cogía gustosamente de la mano, nos dábamos un beso cuando nos encontrábamos, pero nada más”. Otro bonito cuento de hadas.
            Por lo que dicen y por lo que callan resultan apasionantes estas memorias de un alemán en París. Añaden nuevos matices a un período conflictivo de la historia que, como todos, y como ya sabíamos por las novelas de Patrick Modiano, no puede ser visto en blanco y negro.  

miércoles, 6 de febrero de 2013

Federico de Onís: Contra el diluvio del olvido


Federico de Onís
Antología de la poesía española e hispanoamericana (1882-1932)
Prólogo de Alfonso García Morales
Renacimiento. Sevilla, 2012


Las antologías poéticas, entre los poetas contemporáneos, no tienen demasiada buena fama. Gran parte de las polémicas de los últimos años han estado motivadas por la aparición de determinadas antologías, siempre parciales, caprichosas y excluyentes a juicio de los poetas no incluidos en ellas y de los críticos que los apoyan.
            Pero toda antología implica una selección y toda selección un criterio. Si una antología procura no dejar a nadie fuera, no es una antología, sino un centón. Hay, sin embargo, unas más restrictivas que otras. Muy restrictiva fue la primera antología de Gerardo Diego, la que estableció el canon de la generación del 27; mucho más abierta, la de Federico de Onís, publicada poco después y ahora reeditada en facsímil con un excelente estudio introductorio.
            La antología preparada por Federico de Onís ya era famosa años antes de su aparición (se publicó a finales de 1934, pero no comenzó a distribuirse hasta enero de 1935). El antólogo era un prestigioso catedrático de Literatura Española que había ejercido en Oviedo y Salamanca para posteriormente ser contratado por la neoyorquina universidad de Columbia. En ella hizo de anfitrión, entre otros, de García Lorca. Por una carta de este a su familia sabemos que, en 1929, la antología estaba muy adelantada y que ayudó en su preparación: “he elegido yo con mi criterio las poesías de Salvador Rueda, José Asunción Silva (gran poeta colombiano), Machado, Juan Ramón y otros menores”.
            El diario de Juan Guerrero Ruiz, Juan Ramón de viva voz, nos informa de la obsesión de Juan Ramón Jiménez por esa antología y de sus intentos de intervenir en ella. En marzo de 1931, le visita Guerrero Ruiz para darle cuenta de una carta de Jorge Guillén (otro ocasional colaborador, como Lorca) en la que le informa de la estructura del volumen: “Juan Ramón va imaginando qué poetas serán los agrupados en cada una de estas seis secciones en que se divide la obra, y dice que si él pudiera hablar con Onís antes de terminar el libro, en una hora de conversación le orientaría, pues como ha pasado estos años últimos en América, tal vez no conozca bien lo de este tiempo. Onís es muy listo y pronto se pondría al corriente”.
            No sabemos si Juan Ramón Jiménez tuvo ocasión de darle este cursillo acelerado al catedrático. En cualquier caso, la interpretación que Onís hace de la evolución de la poesía española en el último medio siglo coincide con la del poeta en dos aspectos fundamentales: la interpretación del modernismo como algo más que una moda o escuela literaria (contrapuesta, por ejemplo, a la generación del 98) y la consideración de que ese gran movimiento (equivalente al Renacimiento) culmina con el propio Juan Ramón, uno de los poetas (el otro es Rubén Darío) a los que se les dedica un capítulo independiente.
            Esta Antología de la poesía española e hispanoamericana tiene un valor histórico indudable. ¿Conserva algún interés para el lector común, para el aficionado a la poesía que no es ni estudiante ni estudioso? Un gran interés, que curiosamente se acrecienta con los poetas menores o menos conocidos.
            La selección de Onís abarca 153 poetas (de los cuales solo siete son mujeres, y eso le bastaba para señalar la eclosión de la poesía femenina como un rasgo de la época: eran otros tiempos), entre los que se incluyen todos los grandes nombres del momento y también otros que ahora ni siquiera hemos oído nombrar.
            La introducción al volumen es una pieza básica para el cabal entendimiento del modernismo, y las presentaciones de los poetas mayores (Rubén Darío, Unamuno, Antonio Machado, el propio Juan Ramón) demuestran la pericia crítica y el buen conocimiento del tema por parte del antólogo. Pero hay también una parte más descacharrada y novelera. De Pablo Neruda, que entonces vivía en Madrid y capitaneaba la ofensiva contra Juan Ramón, escribe: “Dejó los estudios que seguía en su ciudad natal por afán de viajar, y logró su deseo de vivir en países lejanos, yendo a China como cónsul. Después ha estado, según creo, en el Brasil. No tiene interés por Europa”.  Qué curioso resulta ese “según creo” en materia de la que sería tan fácil informarse (y de la que Juan Guerrero Ruiz, que corrigió las pruebas y ayudó a preparar el libro, estaba tan bien informado).
            Las semblanzas de las docenas y docenas de poetas menores, bastante ajenas a la crítica académica, conforman una especie de novela con muchos personajes y anticipan a César González Ruano y su atrabiliaria, pero utilísima y amena, antología. Así, la desconocida poeta mexicana María Enriqueta es “muy señora y mujer de su casa”. Delmira Agustini, por su parte, era “rubia y hermosa” y “se casó con un hombre corriente, al parecer sano y normal, para separarse a los pocos días”. Álvaro Fernández Vasseur “no se hizo querer de sus paisanos, y aun después de una larga obra, goza entre ellos de escasa reputación, y ésta más bien mala que buena”. De Alfonsina Storni nos dice: “Según Gabriela Mistral, tiene algo de infantil, desmentido por su conversación –encantadora–  de mujer madura”.
            Dos antologías hay en esta antología: una en la que está, bien seleccionado y bien comentado, con adecuada bibliografía, lo mejor de la poesía de finales del XIX y el primer tercio del siglo XX; otra, en la que abunda el material de acarreo, la nota pintoresca, la arbitrariedad selectiva y crítica. La primera parte es la que más admiramos, la que ha dejado su impronta para siempre en los manuales; la segunda, la que más nos divierte. Sin olvidar que, entre los más de mil poemas de la antología, junto a los bien conocidos y releídos, hay muchos otros desconocidos y memorables.
            Una antología como esta tiene algo de inagotable caja de sorpresas y de arca de Noé, permite salvar del diluvio del olvido a poetas que no habrían sobrevivido de otra manera. No es su único mérito, pero sí quizá el que más agradece el curioso lector.