viernes, 30 de agosto de 2013

Giacomo Casanova, Los mercados financieros, Claudio Rodríguez y José Manuel Díez: Una conversación.


–-¿Qué criterio sigues en tus lecturas? ¿Cómo escoges los libros del día, o de la semana?
–-Ninguno. El azar y el capricho. Creo que nunca he leído por obligación, ni siquiera cuando era estudiante. Por lo general, las lecturas obligatorias de las distintas asignaturas ya las había leído cuando no eran obligatorias.
––Vamos a ver lo que tienes sobre la mesa. Cartas a un mayordomo, de Giacomo Casanova. ¿Escribió algo más Casanova que la famosa historia de su vida?
––Mucho. Muchísimo. Era un grafómano. Pero lo único que tiene interés son sus escritos autobiográficos. A estas Lettres au Sieur Faulkircher par son meilleur ami Jacques Casanova de Seingalt, que ese es el irónico título original, le sigue una obra de teatro, El polemoscopio, una nadería. Como es bien sabido, los últimos años de su vida los pasa Casanova en Dux, como bibliotecario del conde de Waldestein, aunque con numerosas idas y venidas a distintos lugares. No fueron años apacibles. Los criados del conde, cuando este se ausentaba, procuraban hacerle la vida imposible a ese otro criado –así lo consideraban ellos– con pretensiones de señor. El príncipe de Ligne, que era tío del conde y trató a Casanova en esa época, nos ha dejado un divertido retrato del quisquilloso personaje: “No ha habido día en la casa sin una pelea por su café, su leche, su plato de macarrones, que exigía. Que si el cocinero le había hecho mal la polenta, que si el caballerizo le había dado un mal cochero para venir a verme, que si los perros habían ladrado toda la noche, que si más invitados de los que se esperaban le habían obligado a comer en una pequeña mesa. O que un cuerno de caza le había desgarrado el oído con su sonido cortante o desafinado”. La anécdota central de las Cartas a un mayordomo (el robo de un retrato suyo y la aparición en el retrete)  también la refiere Ligne en su “Fragmento sobre Casanova”, donde fundamentalmente resume las memorias, que él leyó antes que nadie, cuando parecían destinadas a permanecer para siempre inéditas.
––No sé que tal estarán esas Cartas a un mayordomo, pero yo creo que el capítulo final de las memorias de Casanova lo escribió Arthur Schnitzler.
––Completamente de acuerdo. Su El regreso de Casanova es una obra maestra desde la primera frase: “A sus cincuenta y tres años, cuando hacía ya tiempo que Casanova no era acosado a través del mundo por el placer de aventuras de su juventud, sino por el desasosiego de una vejez próxima, sintió crecer en su alma tan impetuosamente la nostalgia de Venecia, su ciudad natal, que como un ave que desde las alturas del aire desciende poco a poco para morir comenzó a dar vueltas en torno a ella en círculos cada vez más estrechos”. Las Cartas a un mayordomo, traducidas y anotadas por Jaime Rosal, son una curiosidad para casanovistas, un complemento de sus inagotables memorias, por fin completas en español gracias a la editorial Atalanta. Yo lo leí entero mientras tomaba un café y me imaginaba lo que debía ser la vida de un noble y de su servidumbre a finales del siglo XVIII cuando la revolución francesa había dado ya el tiro de gracia a toda una época.
–-¿Y no te parece un salto demasiado grande pasar del siglo XVIII y de tu admirado Casanova a Los mercados financieros, de Vicente Varó?
––Siempre me han interesado mucho los libros de divulgación. Como soy un ignorante en física, en matemáticas, en economía, en casi todo, me paso la vida leyendo sobre física, sobre matemáticas, sobre economía, para tratar de entender algo. Del libro de Varó he aprendido muchas cosas. La primera, a dejar a un lado el pensamiento mítico, tan generalizado ahora con la crisis: que si la culpa la tienen los banqueros o los especuladores o Angela Merkel o la desregulación del mercado o la globalización. El mundo de la economía es más complejo y a la vez más simple de lo que piensan algunos. Los grandes fondos de inversión, esos que al parecer pueden hundir un país con sus movimientos especulativos de capital, no funcionan de otra manera que como el buen padre de familia que ha ahorrado unos miles de euros: quieren cobrar el máximo interés por su dinero con el mínimo riesgo. Pero a mayor interés mayor riesgo. Nos quejamos de los Hedge Founds, esos agresivos fondos de inversión domiciliados a menudo en paraísos fiscales, sin saber que el dinero que manejan a veces es también en parte nuestro: en ellos participa la Compañía de seguros que tenemos contratada o nuestro fondo de pensiones.
––No te entiendo.
––Pues lee el libro. Te aclarará estas y otras cuestiones. En economía todo lo que beneficia por un lado perjudica por el otro. Por eso lo peor son los simplismos radicales. Yo he descubierto leyendo a Varó que soy un pésimo gestor de mi propio dinero.Pero para gestionarlo mejor debería dedicar más tiempo a mis pocos ahorros y prefiero perder algo de dinero a perder el tiempo.
––Se conoce que no tienes hijos. Pero hablemos de literatura. Aquí veo un volumen que parece dedicado a Claudio Rodríguez, que aparece muy joven y elegante recortado sobre la portada blanca.
––Se trata de la cuarta entrega de Aventura, el anuario del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, de Zamora. En el 2012 celebraron un congreso y organizaron una magnífica exposición. Aquí se recogen las actas y el catálogo. Claudio Rodríguez fue un poeta con suerte. Desde los dieciocho años, cuando publicó su primer libro, se le consideró uno de los poetas fundamentales de su generación, si no el fundamental, y así se le ha seguido considerando después de su muerte, sin esa etapa de purgatorio de la que no suele librarse nadie.
––Y no ha tenido problemas de herencias y viudas, como suele ser habitual. Ha tenido más suerte que Ángel González.
––Mejor no hablemos de eso. Susana Rivera, su viuda, ya ha conseguido lo que quería: deshacer todo lo que él dejó dispuesto. Ahora hay que pasar página.
––Qué curioso que la fortuna póstuma de un escritor dependa en buena medida de sus herederos.
––Por eso yo he decidido no tener herederos. Toda mi obra es, desde el mismo instante en que se publica, del dominio público. Como la de Garcilaso o la de Cervantes. Nadie puede poner caprichosas trabas a su difusión.
––Ya. Pero no todas las obras de dominio público son como las de Garcilaso o Cervantes. La inmensa mayoría se pudren en el más inmisericorde olvido, no interesan a nadie.
––Pero, si interesan, que no dependan del capricho de los herederos. ¿Te imaginas un sobrino homófobo que impida la reedición de La realidad y el deseo? Legalmente, podría.
––¿Algún estudio que no haya que perderse en este tomo sobre Claudio Rodríguez? ¿Alguna aportación novedosa o todo es reiteración y eso que tú llamas “basura curricular”?
––Mucho bla bla bla bien intencionado, mucha acrítica hagiografía, pero también textos de interés. A mí me ha divertido una anécdota que cuenta Ángel Rupérez en la intervención inicial. “Por ser un hombre esencialmente libre y fundamentalmente honesto y ético, Claudio no participó en las oscuras maniobras tan frecuentes en el mundo literario y poético, sobre las que –forzado por circunstancias que me afectaban directamente a mí–  me reveló algunas anécdotas que me ayudaron a comprender el alcance de esas maniobras, de las que, hasta entonces, yo apenas tenía noticia”. Cuenta a continuación, tirando la piedra y escondiendo la mano, como suele ser habitual, en qué consistieron esas oscuras maniobras que le afectaron directamente: “Yo por entonces –1989– había presentado un libro a un premio de poesía casi recién establecido y ocurrió que casi se lo arrebata al designado desde el comienzo con una cruz para ganarlo, según el relato de Claudio, en el que la ciudad de Viena tuvo algo que ver. Octavio Paz habló inmejorablemente bien de ese libro en los periódicos, ya fallado el premio, y con lástima por la mala suerte que tuvieron esos poemas al no poder recibir siquiera la compensación de la pedrea, que caía sobre los menores de 30 años (yo por entonces ya tenía 36). Así las cosas, en plena resaca de estos hechos, Claudio, mientras paseábamos por la calle Lagasca con la primavera pisándonos los talones, sin duda con la intención de ayudarme pero sin que pareciera que lo estaba haciendo, dijo, con su característica entonación, quizás un tanto involuntariamente zumbona: ¿Sabías que a mí quisieron arrinconarme tales y cuales poetas, con medios influyentes…?”
––Y ahora tú pondrás los puntos sobre las íes, nombres y apellidos en ese anecdotario. Te conozco.
––Me conoces demasiado bien. Ese premio recién establecido era el Loewe, que en 1989 ganó Jaime Siles, durante un tiempo, quizá por esas fechas, director de la Casa de España en Viena. Del jurado formaban parte Octavio Paz, Carlos Bousoño, Francisco Brines, Antonio Colinas, Pere Gimferrer, Juan Luis Panero y Luis Antonio de Villena. No Claudio Rodríguez, por lo que, si le contó que “casi se lo arrebata al designado desde el comienzo con una cruz para ganarlo”, estaba hablando de oídas, transmitiendo un chisme de difícil confirmación. ¿Y quién había designado desde el comienzo al libro de Siles, Semáforos, semáforos, como ganador? ¿Enrique Loewe, el mecenas de los premios? Si es así, cosa improbable, habría razones para protestar. Pero si fue la mayoría de los miembros del jurado, se equivocaran o no, nada hay que decir. Son las reglas del juego. Un premio literario lo gana el libro que cuenta con la mayoría de los votos del jurado, sea o no el mejor (resulta obvio que para el resto de los participantes, como ocurrió en el caso de Ángel Rupérez, el mejor es el suyo).  ¿Demuestra esa anécdota que Claudio Rodríguez era “un hombre esencialmente libre y fundamentalmente honesto y ético”? En absoluto, me parece a mí. Demuestra más bien el resentimiento de Ángel Rupérez por no haber ganado un determinado premio literario, un resentimiento tan grande, tan inolvidable, que no tiene inconveniente en sacarlo a relucir, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y el Duero por Zamora, en la conferencia inaugural de un congreso dedicado a la poesía de Claudio Rodríguez, no a los traumas de su comentarista.
––Menos mal que Ángel Rupérez, un excelente traductor de poesía inglesa, no nos está escuchando. No le gustaría nada oír eso que dices. ¡Y quién me iba a decir a mí que te iba a oír defender la limpieza del premio Loewe, donde pincha y corta tu denostado Villena!
––No es corrupción todo lo que reluce, amigo Piquero. Si se respetan las bases (plazo de presentación, anonimato) y la decisión del jurado, no hay manipulación, solo error de apreciación, si se premia a un libro que a juicio de otros no es el mejor de los presentados.
–-¿Y acertó o no, en tu opinión, el premio de poesía Hiperión al concederse a ese último libro que tienes ahí, Baile de máscaras, de José Manuel Díez?
––Déjame que te lea antes otro breve fragmento de Aventura. Fermín Herrero, Ada Salas y Alberto Santamaría participan en un coloquio sobre la poesía de Claudio Rodríguez. Ada Salas cuenta así cómo le conoció: “Yo daba clases en los cursos para extranjeros de Santander, era verano, y en una fiesta con estudiantes llegó un señor que me agarró y me sacó a bailar. Casi toda la noche. Y resulta que era Claudio Rodríguez. Pasaron cosas con el maestro, claro, yo bailaba con él y él me recitaba sus poemas. Fue un momento extraño, hipnótico, fantástico y fantasmagórico, como sus poemas”.
––“Me agarró y me sacó a bailar”, “pasaron cosas”, “me tuvo toda la noche”… Como sueles decir tú, citando a Rubén Darío, “toda exégesis en este caso eludo”. Mejor pasemos al libro de José Manuel Díez. Me han hablado muy bien de él.
––Es un libro agradable, bien escrito, con algunos buenos poemas, pero en gran medida más un ejercicio literario que otra cosa. Un ejercicio literario que toma como modelo la poesía culturalista de los años setenta (prescindiendo de los coqueteos vanguardistas de los novísimos) y especialmente la del más encorsetado José María Álvarez. Los títulos son largos y explicativos, más propios de las páginas de cultura de un periódico que de un poema: “El novelista Stefan Sweig comparte con su segunda esposa, Charlotte Altmann, su decepción por la ocupación nazi en Europa, antes de suicidarse juntos (Bairro de Duas Pontes, Petrópolis, 1942)” , “Klaus Mann planea su suicidio como símbolo de rebelión intelectual (Maison Villa Madrid, Cannes, 1949)”. Y el poema no siempre se corresponde con lo que los títulos anuncian. El dedicado a Góngora, por ejemplo. Ese poeta que se encuentra con una gitanilla que le dice la buenaventura lo mismo podía ser Góngora que Pablo García Baena que cualquier otro. El poema adopta a menudo la forma de un monólogo dramático (está puesto en boca de un personaje concreto en una determinada situación), pero rara vez resiste una lectura atenta. Un ejemplo puede ser “El soldado Paul Smith aprieta los dientes con el mar del Norte por la cintura (Sector Fox Red. Litoral de Normandía, 1944)”, donde el protagonista se define como “cristiano protestante” (pero los protestantes no se llaman a sí mismos de esa manera), dice que en su fusil custodia “la sombra de una bala para Hitler” (¿y por qué la sombra de una bala y no simplemente una bala?, ¿para mantener la cadencia del endecasílabo?), desea “que las olas respeten nuestro bote” (¿pero no estaba con el agua hasta la cintura?), sabe que no pisará “nuevamente la arena” (¿pero ha pisado ya la arena de la playa a la que se dirige?), se refiere, a lo largo de todo el poema, a su “postrer pensamiento” porque “ha silbado un obús a sus espaldas” (¿pero no debería venir de tierra, o se había dado la vuelta y trataba de volver al barco?).
––¿Y si se trataba de fuego amigo? No sigas, no sigas. A mí me parece que la poesía no hay que leerla así, como si fuera una tesis doctoral. He hojeado Baile de máscaras mientras tú hablabas y está lleno de versos memorables: “Porque el dolor existe, nos amamos”. Lo que a ti te parece un defecto a mí parece un mérito: el de ser un libro muy elaborado, muy construido, no una colección de poemas sueltos. Basta hojearlo para darse cuenta de que es obra de un autor que ha leído bastante, que tiene muy variadas inquietudes intelectuales, preocupaciones éticas y estéticas, y que conoce bien su oficio, cosa rara en tantos poetas jóvenes.
––Puedo estar equivocado, no diré que no.


viernes, 23 de agosto de 2013

José María Álvarez, genio y figura


Ningún mejor interlocutor podía haber encontrado José María Álvarez que el poeta Alfredo Rodríguez, cuyo primer libro se titula precisamente Salvar la vida con Álvarez. No abundan los entrevistadores tan gustosos de servir de peana, de acrítica peana, para que el genio brille en toda su gloria. “Usted no se equivoca nunca”, llega a afirmar.
            José María Álvarez se dio a conocer en la antología Nueve novísimos, siempre más citada y discutida que leída, y es el único de los seleccionados por Castellet que ha seguido fiel a los postulados de entonces, especialmente al culturalismo y al cosmopolitismo, aunque en un primer momento quisiera marcar distancia.
            Las entrevistas que constituyen la base de Exiliado en el arte. Conversaciones en París con José María Álvarez (Sevilla, Renacimiento, 2013) tuvieron lugar a comienzos de 2009. Se complementan con fragmentos de otra entrevista, también a cargo de Alfredo Rodríguez, llevada a cabo en Pamplona en 2006, y con amicales semblanzas firmadas, entre otros, por Felipe Benítez Reyes o Antonio Colinas. También se incluyen, al hilo de la conversación, los poemas citados, con lo que el volumen puede considerarse además como una breve antología de José María Álvarez.
            Conviene tener en cuenta las fechas de las conversaciones. Las diatribas contra el gobierno de España –especialmente ridiculizantes y feroces las dedicadas a su predidente– deben entenderse como dirigidas al anterior gobierno, no al actual, más acorde con las ideas del poeta: mercado libre, ningún intervencionismo, abolición de la enseñanza y de la sanidad públicas.
            José María Álvarez, desde sus inicios como escritor, ha querido ser algo más que un escritor, un personaje aureolado por la leyenda. Coincide en ello con otro poeta de su generación con el que tiene no pocos puntos en común, Luis Antonio de Villena. Ambos poetizan el deseo sexual, más que la experiencia amorosa, desdeñan el vulgo “municipal y espeso”, gustan del exhibicionismo culturalista y se muestran disconformes con la moral convencional.
            La automitificación comenzó en José María Álvarez muy pronto, con el presunto nacimiento en Casablanca señalado en la antología Nueve novísismos y con la extensa entrevista que precede a 87 poemas, si no su primer libro, el primero que considera válido. En esa entrevista, a cargo de un Jesús Munárriz algo menos fascinado que Alfredo Rodríguez, se leen cosas estupendas, como que, en su época de poeta social, llegó a dar recitales a los que asistieron cuatro mil mineros. ¡Cuatro mil mineros juntos, en plena época franquista, para escuchar poesía revolucionaria! Presume luego de que come “con cubertería de plata” y bebe “en vasos de cristal finísimo”, de que su casa es una obra de arte y él una especie de Príncipe de Lampedusa, “una de las personas que más he querido”. Y es que José María Álvarez siempre –si hemos de creerle– ha estado cerca de los grandes hombres de su tiempo y a cada paso los saca a relucir en la conversación. La entrevista con Jesús Munárriz termina, por ejemplo, con estas palabras: “Me acuerdo que alguna vez hemos hablado de esto con Gabriel García Márquez, en alguna de esas hermosísimas noches presididas por la casa White horse, y siempre hemos acabado igual. ¿Por qué somos así? Y entonces se abre otra botella y se brinda a la salud del coronel Aurelio Buendía”.
            En cuando a su opinión sobre la antología que le dio a conocer, la de los novísimos, ha ido cambiando a lo largo del tiempo. En 1971, esos poetas le parecían “literariamente muy pobres y políticamente reaccionarios”. En 1996, cuando publica sus memorias, Al sur de Macao, y ya se ha producido la consolidación académica de la generación,  se siente identificado con esos compañeros antes despreciados: “teníamos una decidida y significativa voluntad de ruptura, no solamente con el verso anterior sino con el mundo cultural reinante hasta aquel momento”. En 2006, en la fecha de las conversaciones en Pamplona reproducidas por Alfredo Rodríguez, la interpretación es otra: en cuanto comenzó a alejarse de la izquierda, a finales de los sesenta, se le borró de la fotografía, de la misma manera que lo hacía la KGB: “Desaparecí. Y todos mis compañeros de generación (los Martínez Sarrión, etc.), todos estos, me borraron absolutamente de cualquier sitio. Yo he estado casi veinte años tachado hasta de las listas de la Dirección General del Libro. No se me podía invitar a un congreso”. Sus “políticamente reaccionarios” compañeros de generación parece que estaban todos a las órdenes del partido comunista.
            El seductor personaje que José María Álvarez se ha creado –y que efectivamente deslumbró en su momento a los políticos de la autonomía murciana y a hispanistas como el húngaro Csaba Csuday y que sigue deslumbrando a poetas como Alfredo Rodríguez–, el amigo de príncipes venecianos y de todos los grandes escritores del mundo, no resiste una mirada atenta. Todo en él son contradicciones. “No tengo ya siquiera interés en publicar”, declara en 1971. “Si alguna editorial me pide un libro, y tengo seguridad de que guardará un absoluto respeto al texto, disposiciones, etc, entonces doy permiso. De otra forma tampoco”. Pero en 1974 –tras varios intentos frustrados–  apareció una primera edición de Museo de cera en la que –según se informa en la edición siguiente– “se suprimieron poemas completos, otros en parte, varios fueron ‘disfrazados’ e incluso la estructura del libro sufrió notables alteraciones”. O esa que sí tenía interés en publicar y estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de lograrlo.
            Pero no ofrece demasiado interés seguir “reconstruyendo” al personaje. A fin de cuentas, lo que importa son los poemas. Y su obra es notable, aunque cuenta con la dificultad de que el autor, tan activo para promocionarse y promocionarla, es un pésimo editor de sí mismo.
            Antes de hablar de esa cuestión quiero referirme a otra que tiene que ver con el personaje “políticamente incorrecto” que José María Álvarez gusta de representar. En una entrevista con Tomás Hernández, de 1984, se refiere a su admiración por el mundo sudista: “Aquel mundo de caballeros, de duelos, de código de honor, de jóvenes de Virginia, de esclavitud, ¿por qué no? De la esclavitud de los negros de América habría que hablar mucho. Pero no tengo ganas de escándalo”.
            Afortunadamente ha contenido sus ganas de hacer un elogio de la esclavitud. No de otros temas que hoy nos hacen poca gracia, como no nos hace ninguna, aunque resulta inventada, esta anécdota que cuenta en “Viajar con José María Álvarez” su gran amigo Eduardo Chamorro: “En otra ocasión intentamos secuestrar a una menor en Londres, pero la desgraciada se comportó como la hembra robustísima que era y no hubo forma. José María sugirió que utilizáramos una soga que llevábamos en la maleta, con la que en Nairobi habíamos hecho el número de la cuerda floja, pero cuando quisimos echar mano de la herramienta, la menor había huido gritando ‘¡By Jove! ¡You must be joking! Aquella noche nos consolamos con un par de jamaicanas con tal pinta de zorronas que nos tuvimos que pasar cuatro días sumergidos en zotal”.
Si estas cosas se publicaban en la España de 1984 sin que nadie se escandalizara, algo hemos avanzado desde entonces en sensibilidad ética y estética, diga lo que diga José María Álvarez.
            Podríamos seguir señalando otras llamativas contradicciones como  su rechazo radical de las subvenciones y su dedicación durante un tiempo a organizar congresos –el homenaje a Ezra Pound en Venecia, los Ardentissima de Murcia–  a cargo de las administraciones públicas.
            Muchas páginas de Exiliado en el arte se dedican a cuestiones políticas. Las afirmaciones de José María Álvarez son tan pintorescas (aunque ahora parece hablar en serio, no con el simple afán de provocar) que hasta el absolutamente entregado entrevistador se siente obligado a ponerle algunas objeciones. Todos los cargos políticos –desde el de presidente del gobierno al de concejal– deberían ser por dos años y nadie debería después poder dedicarse a la política, lo mismo si lo hubieran hecho bien que si hubieran sido un desastre. Pero lo fundamental de su propuesta es la existencia de un Tribunal Supremo, por supuesto vitalicio, con poderes absolutos, “que pudiera desalojar a cualquier miembro del Gobierno, o del Parlamento, a quien fuese, que se hubiera pervertido en el ejercicio de sus funciones”. De inmediato y sin posibilidad de apelación. Lo difícil es establecer el primer tribunal, añade. Luego no habría problemas: “iría funcionando por sí mismo, eligiendo sus miembros de entre la Judicatura y por el mismo Tribunal”. Sin comentarios.
            Pero dejamos esos tentadores asuntos. Cuando un poeta se convierte en protagonista y se coloca por delante de su obra, el riesgo es que hablemos antes de sus opiniones y de su anecdotario que de sus versos.
            José María Álvarez quiere y no quiere ser autor de un único libro, Museo de cera. En 1971 ya lo daba por terminado y en la antología 87 poemas incluyó una muestra del libro siguiente, Lectura de la consumación. Ese libro desaparece cuando en 1978 se publica la primera edición “completa y definitiva”. No resulta serlo, como no lo sería la siguientes, ni quizá lo sea la hasta el momento última, la de Renacimiento, aparecida en 2002. Cada una de ellas va “fagocitando” los libros, en principio considerados independientes que José María Álvarez publica entre una y otra, algunos de tanta calidad como El botín del mundo, de 1994, y otros galardonados con algún sustancioso premio, como La lágrima de Ahab (premio Loewe), pero no lo hace conservando la unidad del volumen y situándolo en su adecuado lugar cronológico, sino dispersando sus poemas acá y allá.
            Museo de cera primero fue un libro unitario y luego se ha convertido en el título de unas confusas y farragosas poesías completas. José María Álvarez necesita a su lado un crítico serio que le ayude a editar adecuadamente su obra, a dejar fuera toda la broza y a ordenarla de mejor manera, para que resalten sus líneas de fuerza y se haga inteligible en su evolución.
            Pero él prefiere fidelísimos admiradores, como Alfredo Rodríguez, quien, al igual que Csaba Csudey, el borroso autor de otro libro de artificiosas entrevistas, parece un personaje inventado, el rendido discípulo que todo escritor quisiera tener.
Y no deja de resultar entretenido para la mayoría de los lectores un entrevistador así. Exiliado en el arte se lee siempre con asombro y a menudo con una sonrisa.
La categoría poética de José María Álvarez o sus cualidades como analista político o como crítico de la decadencia contemporánea, podrán ser discutidas. Pero de lo que no hay duda es de que se trata de un excelente anfitrión y de un gran conversador. Disfrutamos acompañándole por París o Venecia, escuchándole hablar sobre Shakespeare o Cervantes, sobre las traducciones de Dante o las versiones de esta o aquella ópera de Mozart, sobre sus amigos los príncipes que le permiten ir, como Rilke, de un palacio a otro… Cuando se ocupa de política, a Alfredo Rodríguez le apetecería cambiar de tema. Pero no se atreve. Nosotros, más afortunados que él, podemos pasar apresuradamente esas páginas y seguir disfrutando con la guía de restaurantes, de lugares donde tomarse una copa o de tiendas de anticuario como la que tiene un conocido suyo “junto al Mercado de St. Honoré”; allí veremos muchas cosas, “todas espléndidas, no solo cajas, sino cerámica de todas las partes de Túnez, y alfombras, y platos con esos colores que admiraba Klee”.
            José María Álvarez, de quien alguna vez se escribirá una biografía no autorizada, se ha esforzado porque lo viéramos como una especie de “príncipe de Aquitania en su torre abolidada”, como el último representante de un mundo –el de la Gran Cultura– a punto de desaparecer. Buen empresario de sí mismo, a punto ha estado de conseguirlo, y para muchos –como para Alfredo Rodríguez– lo ha conseguido. Pero a punto ha estado también de convertirse en otro Justo Jorge Padrón, en alguien cuyas innegables capacidades poéticas quedan sepultadas por la megalomanía y el pintoresquismo del personaje.

            

domingo, 18 de agosto de 2013

Aquilino Duque: La diplomacia y el violín de Ingres


Rimas cifradas
Segunda antología de poetas diplomáticos
Selección y prólogo
de Aquilino Duque
Editorial Dos Soles, Valladolid.

¿Hay vida literaria al margen del mercado? A los escaparates de las librerías, al de los suplementos literarios, solo se asoman los más fuertes (los que tienen detrás un eficaz equipo de promoción editorial) y unos pocos afortunados o esforzados que consiguen una limosna de atención, distintos por lo general en cada librería, en cada suplemento.
            Pero en la historia de la literatura, y en la memoria de los lectores, quedan obras que en su día no tuvieron historia comercial ninguna, junto a otras que sí la tuvieron. Se borran a docenas los novelistas de éxito, permanecen poetas que solo concitaron la atención de un puñado de lectores.
            No hay que ver en ello, sin embargo, ninguna intrínseca maldad del mercado: Galdós, Balzac, Dickens fueron best sellers en su tiempo y de la gran mayoría de quienes no lograron éxito en su época no recordamos –y muy justificadamente– ni el nombre.
            Rimas cruzadas es una antología de poetas diplomáticos. La selección y el prólogo corren a cargo de Aquilino Duque, un escritor que ha trabajado en organismos internacionales y cuyo modo de pensar sintoniza muy bien con el mundo elitista y conservador de la diplomacia.
            Comenzamos a hojear el volumen con  una cierta displicencia. ¿Qué podemos esperar de unos poetas que se llaman José María García-Agulló y Lladó, Luis de la Torre de Andrés, Eduardo de Quesada Fernández de la Puente? Los largos apellidos compuestos quizá resulten adecuados a la hora de firmar informes diplomáticos –o a la hora de entrar en la carrera: ya se sabe que un diplomático comienza a formarse algunas generaciones antes de su nacimiento–, pero son un lastre, no ya a la hora de pasar a la posteridad, sino a la de quedar en la memoria del lector.
            Abrimos Rimas cruzadas y esperamos escuchar el violín de Ingres de un puñado de cultos funcionarios. Y por eso nos sorprende encontrarnos, de entrada, con un verdadero poeta, García-Agulló, del que no teníamos noticia, y que saber ser irónico, culto, reflexivo. Desigual resulta Mariano Ucelay –yo abrevio sus nombres de acuerdo con la norma no escrita del mundo literario–, pero para ganarse nuestro aprecio, y para encontrar su sitio en cualquier antología, le basta su poema “Una gentil flotilla de serretas” sobre las aves que pueblan las orillas de lago Leman. Luis de la Torre, en la nota biográfica inicial (redactada siempre por los propios poetas, aunque no siempre en primera persona), señala algo que es común a estos autores: la vocación poética juvenil quedó pronto en segundo plano ante las exigencias de la vida profesional y solo tardíamente renace.
            Viajeros y conocedores de idiomas por exigencia profesional, Luis Gómez de Aranda traduce del ruso, mientras que José Leandro Consarnau escribe principalmente en francés (y en esa lengua están escritos la mayoría de los textos seleccionados). Gómez de Aranda, a juzgar por los incluidos en Rimas cruzadas, es uno de los más notables sonetistas del siglo XX.
            Javier Sangro Liniers nació en Francia y ha vivido, “por razones familiares o profesionales”, en trece países de Europa, África, América y Asia (su último cargo es el de embajador en Jordania). Su errabundia no es mayor que la de cualquier otro de estos poetas. De ahí que abunden en todos ellos las estampas viajeras: “De Essaouira a El Jadida, viajando en Semana Santa”, “Ruptura del ayuno, una tarde de Ramadán, en Casablanca”. No siempre exóticas: en “A mitad de la vida”, otro de los poemas de Javier Sangro, nos encontramos con un crepúsculo en Ribadesella.
            Luis María Marina, el más joven de los antologados, es el único que ha tratado de compaginar su oficio diplomático con su dedicación literaria: autor de libros de poemas, de aforismos, de crónicas viajeras, colabora habitualmente en diversas revistas. Pero no siempre el violinista profesional suena mejor que el amateur.
            Paloma Serra –también fotógrafa– nos deja un puñado de “Imágenes” (así titula uno de los poemas), como las que encontramos en “Variaciones en Liberia”, cercanas al haiku: “A cada rato me despido / Una palmera, la luz / Aquel pájaro”.
            Terminan estas Cartas cifradas con una epístola en tercetos, a la manera clásica, que pone una sonrisa en el rostro del lector. La poesía no tiene por qué ser sublime sin interrupción; siempre ha habido lugar para la ironía, la sátira, la bien humorada eutrapelia. Juan Durán-Lóriga, a juzgar por los endecasílabos que dedica a su “dilecto Alfonso Ardua y de Zulaica”, es un maestro en ese género festivo. Los escribió en 1967 “cuando, en el Ministerio de Asuntos Exteriores, su autor era responsable del África subsahariana, y el destinatario, de la Europa oriental, incluyendo la URSS”.
            Como entre los médicos, siempre han abundado entre los diplomáticos los escritores. Lo que más nos interesa de ellos no suelen ser sus textos de creación –las novelas, la poesía–, sino las crónicas y, sobre todo, las memorias. En La Valija Diplomática, la colección casi clandestina en que se incluye Cartas cifradas, hay más de una muestra de lo apasionantes que pueden ser las “andanzas de un diplomático” (así se titula una de sus entregas) cuando se deciden a contar lo que han visto y prescinden en lo posible de la discreción que caracteriza al oficio.
            Pero toda regla tiene sus excepciones. Y en esta segunda antología –preparada, como la primera, Rimas en claro, por Aquilino Duque– se encuentran algunas de las más notables y de las más desconocidas.

sábado, 10 de agosto de 2013

Felipe Benítez Reyes, Gustaw Herling-Grudzinski, José Jiménez Lozano, Jacques Bouveresse, Franz Kafka, El Alambique, Wang Huaizu, Miquelarena: Una conversación.


––¿Cuánto tiempo llevas hablando de libros? ¿Treinta, cuarenta años?
––El primer número de Jugar con fuego, la revista que yo escribía y dirigía en Avilés, es de 1975. Con regularidad, desde entonces.
––¿Y qué criterio sigues para hablar de un libro y no de otro?
––Ninguno demasiado claro. Siempre dudo entre un título y otro y, al final, casi siempre pienso que me he equivocado en la elección.
––¿Has leído estos libros que tienes sobre la mesa? ¿Por qué no has reseñado por ejemplo de Cada cual y lo extraño (Destino), la colección de cuentos de Felipe Benítez Reyes?
––Pues no sé por qué. Me parece que en sus doce relatos –uno por cada mes del año, en una especie de calendario– hay por lo menos media docena de obras maestras. Todos están escritos en primera persona, en todos hay toques de humor poético, desaforado y amargo. Pero no siempre la primera persona –que se utiliza en todos los casos– resulta la más adecuada. Disuena bastante en el más extenso, “El crucero y todo lo demás”. El protagonista habla como escribe el autor: “Comprobé que el verano nórdico es más una entelequia que otra cosa, un concepto bienintencionado que no sobrepasa el límite de la abstracción colectiva”. Hay una discordancia entre las descerebradas y descacharrantes peripecias del personaje y sus precisas observaciones o reflexiones. Habría sido mejor utilizar una tercera persona y diferenciar al protagonista del narrador. En los relatos más poéticos y de apariencia más autobiográfica es en los que funciona mejor esa primera persona. Yo destacaría “Su oro y su plata”, “El brigada ilustrado”. Pero hay otras historias espléndidas, bien humoradas o malhumoradas, a menudo punzantes y desasosegantes. A Felipe Benítez Reyes lo leo desde que publicó su primer libro, a finales de los setenta. Rara vez me ha defraudado.
––¿Rara vez? Entonces te ha defraudado algunas veces. ¿Podrías citar alguna?
––Cuando da la impresión de que todo es juguetería, cabrilleo, preciosismo. Algunos poemas y algunas prosas parece que no pasan de ejercicios de estilo. Y alguna novela acaba resultando una extenuante sesión de fuegos artificiales.
––Pues no parece que le admires tanto como dices.
––Si esa es tu impresión, es una falsa impresión.
––¿Y qué me dices de Un mundo aparte (Libros del Asteroide), de Gustaw Herling-Grudzinski?
––Que cuesta terminar esas memorias noveladas de su estancia durante 1940 y 1941 en un campo de trabajo soviético. De Gustaw Herling (en otros libros suyos aparece el apellido abreviado) conocía el Diario scritto di notte (Feltrinelli), una antología de sus diarios publicada en italiano (me parece que no se han traducido al español). Gustaw Herling, polaco, vivió durante la mayor parte de su vida en Nápoles y esa ciudad aparece con frecuencia en sus páginas. Hablando de una novela de Oscar Milosz escribe: “Los acontecimientos se desarrollan en Venecia, pero se cuentan en Nápoles. Es como si fuera un cuadro veneciano encerrado en un marco napolitano, y no solo desde el punto de vista de la composición. Nápoles, la quintaesencia de la materialidad, donde no existe nada que no pueda ser tocado con la mano. Venecia, la quintaesencia del sueño, donde a menudo todo parece el reflejo de un reflejo en una cadena infinita de espejos”. No gusta Herling del diario en exceso íntimo; prefiere ser cronista del mundo a serlo de su propia intimidad. Un mundo aparte fue minusvalorado durante años como una pieza propagandística de la guerra fría (Camus, que lo admiraba, no consiguió que fuera publicado en francés). Hoy no ponemos en duda su testimonio de la barbarie. Muchas obras se han publicado después en el mismo sentido. Herling fue uno de los primeros en desvelar el verdadero rostro del totalitarismo soviético. Un libro duro y espléndido, hay que respirar hondo varias veces para ser capaz de llegar al final. Menos ásperas, pero no menos lúcidas, resultan las páginas de su diario, una muy personal crónica de un tiempo sombrío en la que el cronista procura desaparecer o disimularse en una esquina. Afortunadamente no lo consigue del todo, y el lector lo agradece.
––De José Jiménez Lozano creo recordar que no hablas demasiado bien en alguna página tuya. ¿qué te parece El precio, la antología poética que ha preparado para Renacimiento tu amigo Enrique García-Máiquez?
––¿He hablado mal de Jiménez Lozano? Pues será por sus opiniones políticas que, como a todos, a veces le nublan la vista y le hacen escribir alguna tontería. Como poeta, me gusta mucho lo que tiene de poeta tardío y como no profesional. Me explico. A veces da la impresión de que sus poemas son improvisaciones escritas al correr de la pluma en el descanso de otros trabajos. Dan la impresión de que son poemas sin peinar, nada relamidos, con versos mal medidos, y eso les añade encanto. ¿Se puede escribir un poema menos poema que el titulado “Inventario”? Te lo leo: “Yo tenía un peón, de niño, / unas canicas, / un lacre rojo y una cuerda, / una sonrisa”. Una nadería, sin duda. Lo mismo que “Vuelo de Garza”: “La garza va hacia la laguna / con el claror del día, / silenciosa, rápida, esplendente. / La has visto, y es un don / precioso. Vives”. Pero cuánta magia en esas naderías. Una anécdota, un recuerdo, una rápida anotación, eso es la poesía de Jiménez Lozano. Sin aditamentos, sin barroquismos, sin sonsonetes. Y cuando acierta –y acierta a menudo– un mínimo, conmovedor, inolvidable milagro.
––Creo que no te interesa mucho la teoría de la literatura. ¿Qué hace aquí El conocimiento del escritor (Ediciones del subsuelo), de Jacques Bouveresse?
––No es un libro que abunde en vaguedades teóricas que lo mismo valen para un roto que para un descosido, que nada dicen de las obras concretas. Son capítulos breves con títulos tan sugestivos como “¿Se puede hablar de verdad en literatura?”, “Las iluminaciones del corazón: el amor y el dolor como medios de llegar al conocimiento” o “¿La literatura puede ser la verdadera vida?”. Cada capitulillo glosa las ideas al respecto de algún escritor o de algún filósofo. Se reiteran los nombres de Proust, Henry James, Musil, Wittgenstein y, sobre todo, Martha Nussbaum. Las apostillas de Bouveresse están llenas de sentido común y ponen en cuestión mucha de la palabrería presuntamente trascendental que circula por ahí a propósito de la literatura. Desenmascaran ciertas elucubraciones que a menudo, tras su abstrusa terminología, encubren una vaciedad o una obviedad.
––A propósito de vaguedades, ¿qué te parecen las de la fundación que publica la revista El Alambique, en la que participa tu amigo José Cereijo? Leo: “Son fines de la Fundación: Dignificar la poesía: ello requiere su consideración como objeto de belleza y sujeto de conducta”.
––Ya sabes lo que pienso yo de esa vacua grandilocuencia. Dignificar la poesía se traduce, en su caso, en publicar sin criterio ninguno un montón de poemas malos, regulares y alguno bueno que se difumina en el conjunto. Más interés tienen los homenajes que incluyen en cada número. En el último número se dedica a Ángel Campos Pámpano, un buen amigo, un gran traductor de Pessoa y de otros autores portugueses, un incansable activista literario y un poeta algo distante de mis gustos. Menos críticas que amicales y circunstanciales estas páginas, conmovedoras como las fotografías familiares que las acompañan. Con Ángel Campos estuve en Lisboa poco antes de su inesperada muerte. La sección que Luis Valdesueiro dedica al aforismo se encuentra, como siempre, entre lo más valioso de la revista. En esta entrega los aforistas son un clásico, Chamfort, y un contemporáneo, Juan Varo Zafra. De Chamfort me quedo con: “No se es un hombre de talento por tener muchas ideas, lo mismo que no se es un buen general por tener muchos soldados”. Y de Juan Varo Zafra: “El sapo solo tiene conciencia de ser sapo después de besar a la princesa”.
––Veo aquí una edición ilustrada de El fogonero (Cálamo), de Franz Kafka. No había oído hablar de esa obra.
––Seguramente la has leído como el primer capítulo de la novela inconclusa América, pero hace cien años se publicó independientemente. Y leída así adquiere otro sentido. La llegada en barco a Nueva York, el encuentro con el fogonero, todas esas peripecias a la vez realistas y con la lógica de los sueños, tienen una rara capacidad de seducción, sabemos que son símbolo de algo, pero no acertamos a adivinar de qué. Quizá del misterio de estar vivo. Otra manera de releer a Kafka.
––Hace poco hablabas de la nueva edición de la antología de poesía china publicada por Guojian Chen en Cátedra. Veo que tienes aquí otra de Wang Huaizu, Antología de 300 poemas de la dinastía Song (Shanghai Foreign Language Educations Press). ¿Añade algo a la anterior?
           ––Hombre, no tiene nada que ver. Aquella antologa los tres mil años de poesía china, esta se limita a una sola dinastía. Los setenta y siete poemas antologados y traducidos por Guojiam Chen se convierten ahora en trescientos, y no siempre hay coincidencia. En ambos casos, se trata de excelentes conocedores de la poesía china que han vivido largas temporadas en España y dominan perfectamente el español. No sé si a la literalidad de sus traducciones habrá algún reparo que oponerles, probablemente no. Pero el lector español nota a cada paso que quien traduce no es un hablante nativo. Wang Huaizu contó con la ayuda de Chen Xiaozhen en la revisión, pero habría necesitado una última mano de un poeta español. Claro que tenía una mala experiencia al respecto. “Una pequeña parte de esta antología –leemos en el prólogo–  se publicó en 2008 en Madrid, incluida en la Antología poética de las dinastías Tang y Song, obra que, sin razón alguna, destaca el nombre de Alfredo Gómez Gil como autor único en la portada”. Sospecho que más de un poeta actual va a saquear este libro para ofrecernos sus propias versiones de algunos maravillosos poemas hasta ahora inéditos en español. Tanteo yo una de un poema de Qin Guan:

Apoyándome en mi bastón he salido
a tomar el aire bajo los sauces.
Sentado junto al puente, bajo la luna llena,
escucho las sirenas de los barcos
mientras me llega con la brisa
el aroma de las flores de loto.

Esperemos que quienes hagan sus propias versiones no se olviden de citar el trabajo previo del profesor Wang Huaizu, que fue nada menos que intérprete de Mao.
––Pues deberías predicar con el ejemplo. En tus varias antologías de la poesía universal casi siempre te olvidas de citar al benemérito trujimán intermedio.
––Debería.
––¿Y qué hace aquí todos estos periódicos? Ya sé, por tu diario, que nada te gusta más que leer periódicos viejos.
––Los encontré esta misma tarde en la librería de Valdés. Son unos ejemplares de ABC correspondientes a febrero de 1948. La mayoría de los poemas y las novelas envejecen más rápidamente que estas páginas destinadas a durar solo un día. Como se dice del cerdo, en ellas se aprovecha todo. No solo los artículos de la famosa tercera página. Azorín colabora en casi todos los números. “En la España profunda” se titula el primer artículo que leo. Gerardo Diego habla de la escuela de Astorga, Pedro Laín Entralgo de Damaso Alonso, de la claridad y el misterio de su poesía, Wenceslao Fernández Flórez defiende la escritura a máquina frente a la escritura a mano con más humor que Javier Marías la máquina de escribir frente al ordenador.
–-Supongo que dará razones menos absurdas que las de Marías y callará la verdadera razón, que a uno le resulta más fácil hacer las cosas de la manera en que está acostumbrado que de otra nueva, aunque sea mejor, y que a cierta edad resulta difícil cambiar de costumbres.
–-Exacto. Pero no solo disfruto con los espléndidos articulistas de aquel tiempo. También con los corresponsales. En 1948 ya han aparecido en Nueva York las primeras emisiones de televisión y Carlos Sentís arremete contra el aparato, que va a acabar con la lectura (la tontería, como ves, viene de lejos). Julián Cortes Cavanillas nos habla de una imagen de la Virgen en Asís que milagrosamente se pone a bailar y de un mago napolitano que lo cura todo en un abrir y cerrar de ojos. Por esas fechas se abre la frontera hispano-francesa, cerrada desde 1946, y esa es noticia destacada en varios números. “Reparto de patatas” se titula un suelto en “Informaciones y noticias de Madrid”. Te lo leo: “Hoy se efectuará un suministro de este artículo a las cartillas del distrito de la Latina, cupones de patatas de las semanas 9 y 10, a razón de dos kilos por persona y 1,35 pesetas kilo”. La España profunda de Azorín y la mísera España de cada día. Mejor que cualquier novela, mejor que cualquier libro de historia, la inagotable caja de sorpresas, la máquina de viajar en el tiempo de un periódico de hace años. Y no nos olvidemos de los anuncios. Los de las películas de entonces, que todavía nos hacen soñar (“aviso”, se lee en la publicidad de La carta, de William Wyler, “procure ser puntual, en la primera escena de la película –audaz, temeraria, sorprendente– está la clave del drama”), o los de loa almacenes Sepu o Capitol con su Gran Venta del Duro: un espejo sobremesa, un duro; una corbata, un duro; una repisa de baño completa, un duro; un plumero, un duro…
–-Aquí veo un número que no parece del 48, habla de la guerra mundial.
–-Sí, es del 41, con su titular triunfalista: “Los voluntarios españoles, soldados de la civilización, combatientes del nuevo orden europeo, se cubren de gloria derrotando a las fuerzas soviéticas”. A mí me ha divertido el artículo de Miquelarena sobre lo fácil y aburrido que resultan los viajes en avión. “Tranvías en el aire” se titula. Cuántas tonterías escriben loa articulistas de antes y de ahora, cuántas generalizaciones abusivas. En los viajes en tren o en automóvil –afirma– se corren algunos riesgos, pero en avión no. Desayuna uno en Berlín, se sube al aparato, toma un aperitivo, se fuma varios puros, almuerza, hojea unas revistas y, cuando quiere darse cuenta, “se le echa en cara, sin más, el aeródromo de Barajas”. Sin más, dice el bueno de Miquelarena, y de su artículo se deduce que ese sin más es después de doce horas de vuelo y de haber hecho escala en Sttugart, Lyon, Marsella y Barcelona. ¡Vivan las licencias de la literatura! Los periódicos de hoy están llenos de Miquelarenas, en el peor sentido de la palabra. ¡Hay que ver lo que se escribe de Internet o de la decadencia de la ortografía!
–-Ya veo cuáles son los asuntos que ahora te interesan.
–-La verdad es que los libros de versos cada vez me aburren más. Acabaré leyendo solo a los grandes poetas y, de vez en cuando, a los pésimos poetas para reírme de ellos. Pero los simplemente correctos –la mayoría– harían mejor en dedicarse a otra cosa. La poesía o es gran poesía o es divertimento o sobra.
–-Pues deberías predicar con el ejemplo, como te dije antes.
–-Lo intento.

viernes, 2 de agosto de 2013

José Antonio Marina, Álvaro Pombo: Aprender a crecer, aprender a crear



El libro que han escrito a dos manos (a tres, mejor, como luego veremos) José Antonio Marina y Álvaro Pombo no es es un manual ni un libro de autoayuda. La creatividad literaria (Ariel, Barcelona, 2013) no enseña técnicas ni trucos para escribir mejor o de más sorprendente manera; es, a su modo, un libro de filosofía. Detrás hay una concepción del hombre y de la realidad que José Antonio Marina ha explicitado en varias de sus obras y que está detrás de las novelas de Álvaro Pombo: “Somos seres híbridos y vivimos a la vez en la realidad fisioquímica y en la realidad interpretada, generada por la experiencia en general, y por la experiencia literaria en particular. Vivimos en los significados que damos a las cosas. La realidad está ahí, resistiéndome, pero yo la humanizo revistiéndola de sentido”. La naturaleza humana es “inevitablemente creadora e inevitablemente utópica”, por eso la creación literaria resulta consustancial a ella.
            Pero el adjetivo empleado –literaria– quizá resulte algo confuso. José Antonio Marina y Álvaro Pombo no lo emplean para referirse solo a la literatura. La experiencia literaria de la que ellos hablan “no solo es anterior a la diferencia en géneros, sino incluso a la separación entre lenguajes científicos y no científicos. Las matemáticas son un lenguaje, y la física, y la filosofía, y la poesía, y la narrativa, y la autobiografía, y el periodismo. Todos ellos son modos de interpretar la realidad para que alguien la entienda o la sienta o la cambie”.
            En la base de esta concepción está Heidegger, muy citado, y está también Ortega, de quien Marina toma su apuesta por la pedagogía y por la claridad. La creatividad literaria, aunque no trate solo de literatura, intenta ser, antes que nada, literatura. Una parte del libro está escrito en forma de diálogo entre los dos autores y el resto queda a cargo, como en las novelas tradicionales, de un narrador omnisciente que, copiando el comienzo de Moby-Dick (“Call me Ishmael”) pide que le llamemos Ismael.
            A Marina y a Pombo les separan tantas cosas como les unen, y por eso su diálogo resulta tan enriquecedor. Los dos nacieron en 1939, fueron compañeros de estudios, publicaron sus primeros escritos en las mismas revistas. Los dos se interesaron por la filosofía, tuvieron un largo periodo de laboriosa oscuridad, para triunfar luego en campos distintos: el ensayismo, la novela.
            Las referencias autobiográficas (referidas siempre a la biografía intelectual) llenan buena parte de las páginas de La creatividad literaria, y no las menos valiosas. Álvaro Pombo comenzó su trayectoria como poeta y, a pesar de que el éxito le vino como prolífico narrador, sigue considerándose como tal. Y sin duda lo es, en el sentido amplio del término, pero no en el más restringido: la poesía en verso de Álvaro Pombo tiene escaso interés y las continuas referencias a ella lastran un tanto el volumen (véase, al respecto, el inane comentario de un verso no menos inane: “la luna resbala sobre la superficie continua de las piedras amigables”).
            La ebriedad y la vaguedad poéticas, que tanto gustan a Pombo, le resultan bastante ajenas a Marina, que prefiere la racionalidad y la lucidez al “desarreglo de los sentidos” que preconizaba Rimbaud: “Tal vez por mi profesión de educador, siempre me ha irritado esta idea de Rimbaud, que forma parte de una ideología, de una ‘concepción patológica de la creatividad literaria’. Si eres ‘normal’ no tienes nada que hacer”.
            Para José Antonio Marina, buena parte de la poesía moderna, la que se inicia con Baudelaire, ha confundido lo “anormal estadístico” con lo “anormal patológico”: “Sin duda, un genio artístico es estadísticamente anormal. Y también lo es un campeón olímpico. Pero pasar de ahí a un elogio creativo de la locura, o de las drogas, me parece un disparate”.
            No importa que no estemos de acuerdo con alguna que otra de las ideas (o de las ocurrencias) de estos dos amenos interlocutores. Siempre resulta útil escucharlos, siempre nos hacen pensar, aunque sea a la contra, que no es la manera menos provechosa.
            Hombres de su tiempo, que ya no es enteramente el nuestro, nos sorprende la frecuencia con que citan admirativamente a Umbral, un autor que deslumbró a buena parte de sus contemporáneos, pero del que ahora nos llegan más las sombras que las luces. Ninguna de las frases suyas que reproducen resulta particularmente brillante. Y nos hacen sonreír cuando ejemplifican con él al periodista “informativo, concienzudo, verdadero, riguroso” que además tiene un estilo inconfundible. ¿Riguroso Umbral? Vale como oxímoron, junto a los clásicos fuego helado o nieve ardiente.
            Nos sorprende también que, continuando la serie iniciada por Rilke con sus Cartas a un joven poeta y por Vargas Llosa con sus Cartas a un joven novelista, terminen el volumen con una “Carta a un joven escritor (de cualquier edad)” y no hagan ninguna referencia a las escritoras que no se sienten ya, diga lo que diga la gramática, aludidas por ese título ni por el “querido amigo” inicial.
            No somos plenamente humanos si no somos creativos, y la creatividad no es un don que unos tienen y otros no, sino una capacidad que para su pleno desarrollo necesita un adecuado entrenamiento. Este libro nos hace consciente de ello. No nos enseña a ser geniales, pero sí que depende fundamentalmente de nosotros el que lleguemos a ser lo mejor que podemos llegar a ser.