martes, 26 de noviembre de 2013

Jaime Salinas: El oficio de editor

El oficio de editor

Una conversación con Juan Cruz
Jaime Salinas
Alfaguara. Madrid, 2013.


En 2002, una década antes de su muerte, el editor Jaime Salinas publicó Travesías, un recuento de los primeros treinta años de su vida. Una vida apasionante, ciertamente, y ligada a un período crucial de la historia de España y del mundo: hijo del poeta Pedro Salinas, se exilió con su familia a Estados Unidos, luchó como voluntario en la Segunda Guerra Mundial, regresó a la España franquista a tiempo para ser testigo de la primera revuelta contra el régimen, en 1956. Ese primer tomo de sus memorias, escrito con una sobriedad, una minuciosidad y una lucidez extrañas entre nosotros, fue también el único. Se esperaba con interés el relato de su peripecia vital a partir de entonces. Jaime Salinas comenzó a trabajar como editor en Seix Barral y luego dirigió o codirigió algunas de las principales empresas editoriales de la época: Alfaguara, Alianza Editorial, Aguilar…
            Ahora sabemos que, años antes de la aparición de Travesías, ya había hablado por extenso de ese período de su etapa de madurez. En 1996 el editor Mario Muchnik le encargó a Juan Cruz, entonces director de Alfaguara, un libro de conversaciones con Jaime Salinas. Dos años después la obra estaba lista para la edición, pero al entrevistado, que había aceptado a regañadientes el proyecto, no le gustó el resultado y el libro no se publicó.
            No solo no se publicó sino que el original acabó desapareciendo y solo recientemente, y de manera un tanto novelesca, se ha encontrado un juego de las antiguas galeradas. Lo edita ahora Alfaguara recuperando el sobrio diseño de Enric Satué que fue el santo y seña de la casa cuando la dirigía Jaime Salinas.
            Al lector no le resulta difícil averiguar por qué no le gustó el resultado: muestra demasiado a las claras los resquemores que le dejó su paso por el mundo editorial, el dolor por la traición de algunos amigos, como Juan García Hortelano, o de jóvenes colaboradores, como Luis Suñén, que él había llevado al mundo de la edición y que en seguida se ofrecieron a sustituirle.
Aunque a lo largo de las diversas charlas trata de mostrarse lo más reticente posible, de evitar las cuestiones personales, la insistencia y la inteligencia cordial de Juan Cruz acaba rompiendo más de una vez la coraza de su discreción.
            Juan Cruz nos ofrece, en el prólogo de 1998, una hermosa definición del oficio de editor: “poner en las manos –y en la conversación– de la gente objetos que nadie espera y que nadie necesita, pero que hacen la felicidad de tantos: los libros, esos seres que de pronto irrumpen en la vida con la misma arrogancia perentoria que tienen el pan y el agua”.
            Jaime Salinas tiende a esconderse tras de sus opiniones sobre la decadencia del mundo de la edición y del mundo de la cultura en general. No quiere entrar demasiado en los detalles de su experiencia para no molestar a personas aún vivas o que habían sido amigos suyos y a los que todavía guardaba algún afecto. Pero esos detalles concretos son los que tienen mayor interés. Las opiniones no son más lúcidas que las de cualquier jubilado acerca de un mundo que ha dejado de entender. Distingue, como es habitual en los juicios sobre el presente, entre un mítico “antes” (que nunca se concreta en el tiempo) y un “ahora” en el que todo está mercantilizado. Un ejemplo: “Antes un periódico se hacía para informar y ahora se hace para ganar dinero y poder”. Pero los periódicos de antes –los del siglo XIX, por ejemplo–  eran en buena medida periódicos que defendían los intereses de un determinado partido político e informaban de muy sesgada manera y perdían dinero –como los de ahora– para ganarlo de otra manera: mediante las prebendas del poder. Los periódicos de antes eran tan ideológicos y manipuladores, y tan dependientes de la publicidad, como los de ahora; los buenos periódicos, los que a pesar de todos los condicionamientos, han pretendido informar de la manera más objetiva posible resultaban tan escasos en 1998 como lo eran en 1898 o lo son ahora.
            “Muchas de las cosas que dijo Jaime Salinas sobre el mundo que vislumbraba se han cumplido con el tiempo” señala Juan Cruz en el prólogo. Pero en algunos casos esas preocupaciones suyas, esa escandalizada mirada sobre la contemporaneidad, nos hacen sonreír y nos demuestran que los años noventa, a pesar de estar tan cercanos, son ya, en muchas cosas, distante historia. “¿Se ha visto algo tan tristemente cómicos como la proliferación de teléfonos móviles?”, se pregunta. “Me parece que estoy en un mundo extraterrestre cuando en la esquina de una calle me topo con un hombre o una mujer pegados a su móvil, cuando a dos metros tienen un teléfono público”. Ni siquiera se le ocurre pensar que no estén haciendo, sino recibiendo una llamada.
            Durante el primer gobierno socialista, Jaime Salinas fue director general del Libro y Bibliotecas. Parece que en ese puesto se ganó algunas enemistades. “Siempre has dicho que si un día apareces asesinado no se investigue demasiado, que habrá sido una bibliotecaria”, le recuerda Juan Cruz. Y él responde: “He hecho cosas que no me pueden perdonar, como conseguir que el director de la Biblioteca Nacional no sea necesariamente un miembro del cuerpo de bibliotecarias”. Y luego añade: “Creo que las bibliotecarias querrían un Ministerio de Bibliotecas y una Presidencia del Gobierno de Bibliotecas”. Habla luego de un cuerpo fundado en el momento de la desamortización, un colectivo improvisado y de una gran autonomía. Pero lo que se crea, en 1858 y no cuando la desamortización, fue el Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios, no de bibliotecarias. La memoria, ayudada quizá por la misoginia, le traiciona a Jaime Salinas. Más interesante que esos comentarios habría sido que nos contara su enfrentamiento concreto con alguna bibliotecaria.
            “¿Cuándo acaba la gratitud del escritor?”, pregunta Juan Cruz. “Cuando no te necesita”, responde un desengañado Jaime Salinas que en este libro sobre el oficio de editor –menor si se compara con Travesías– respira por la herida más a menudo de lo que le habría gustado reconocer, y por eso solo lo podemos leer póstumamente.  

martes, 19 de noviembre de 2013

La nostalgia es un error

 Los amores de un bibliómano

Eugene Field
Traducción de Ángeles de los Santos
Periférica. Cáceres, 2013.

¿Son los libros y las bibliotecas, tal como los hemos conocido en los últimos años, una especie en extinción? Hay una extendida creencia de que sí y eso hace que cada vez abunden más las publicaciones dedicadas a ellos, casi como un canto de despedida.
            Tras el éxito de La librería ambulante y La librería encantada, de Christopher Morley, Periférica publica ahora la novela que presuntamente los inspiró. ¿Novela? Los elementos de ficción de Los amores de un bibliómano son –afortunadamente– muy escasos, apenas una apoyatura para entrelazar una serie de bien humoradas reflexiones y anécdotas sobre libros, libreros y coleccionistas.
            Su autor, Eugene Field (1850-1895), es un autor norteamericano conocido en su país, y desconocido entre nosotros, por sus cuentos y poemas para niños. Los amores de un bibliómano se terminó de escribir unos pocos días antes de su muerte, según cuenta el hermano, su primer editor, en el epílogo; se había comenzado pocos meses antes, cuando ya ese final estaba anunciado, pero no hay en sus páginas ninguna huella de la enfermedad.
            El lector actual hubiera preferido que estas memorias de ficción fueran unas verdaderas memorias, pero el autor renuncia a hablar directamente de sí mismo y prefiere transferir sus recuerdos de una vida entre libros a un coleccionista de mayor edad.
            Las primeras líneas le sirven para deshacer equívocos. Las suyas no son las memorias de un Casanova: “En este momento, cuando estoy a punto de empezar la tarea más importante de mi vida, me acuerdo del sentimiento de aversión con el que en diferentes ocasiones he leído las confesiones de hombres famosos por sus hazañas en el terreno amoroso”. Quienes se dedican a “contarnos cuántas conquistas han hecho, y con frecuencia tienen además el mal gusto de explicarnos, con pesada prolijidad, los modos y maneras con que las llevan a cabo” le parecen semejantes a un cazador que “estuviera siempre alardeando de los ciervos que ha matado y se recreara en los repulsivos detalles de sus carnicerías”.
            Su primer amor fue un viejo ejemplar (una “vieja copia” dice la traductora) del Manual de Nueva Inglaterra, un difundido libro de texto del siglo XVIII. Todavía se sabe de memoria muchos de sus pasajes, aún no ha olvidado aquel enamoramiento inicial: “Y en esto se ejemplifica la ventaja que el amor a los libros tiene sobre otras clases de amor. Las mujeres son por naturaleza volubles, y los hombres también; su amistad es susceptible de disipación  a la mínima provocación o a la menor excusa”. Los libros, por el contrario, no cambiarían:”Dentro de mil años serán lo que son hoy, dirán las mismas palabras, expresarán la misma alegría, la misma promesa, el mismo consuelo; siempre constantes, ríen con los que ríen y lloran con los que lloran”. Pero los libros no dicen lo mismo a cada lector ni si se leen en un momento o en otro de la vida.
            Los capítulos siguientes nos hablan de cómo aparece una nueva pasión, los cuentos de hadas; del lujo de leer en la cama; de los comienzos de la afición al coleccionismo; de libreros e impresores; del olor de los libros; del gusto por los catálogos, para algunos preferibles a la lectura de las propias obras catalogadas…
            Todo contado con ameno humor, con las artes divagatorias del ensayismo inglés, como quien charla, junto a una chimenea encendida, ante buenos amigos y con una copa en la mano. De vez en cuando la prosa se interrumpe para dar paso a algunos poemas, que el autor en ocasiones atribuye al juez Methuen, un fiel amigo muy presente en estas páginas.
            Tienen Los amores de un bibliómano el encanto de otros tiempos, que la ciega nostalgia considera mejores. La contraportada del libro nos recuerda la definición que la Real Academia ofrece de bibliomanía: “Pasión de tener muchos libros raros o los pertenecientes a tal o cual ramo, más por manía que para instruirse”. Poca relación hay a menudo entre la bibliomanía y el placer de la lectura. La literatura ya existía desde siglos antes de la aparición del libro impreso, y seguiría existiendo sin merma alguna aunque este dejara de existir.
            Los bibliómanos o bibliófilos tienen algo de fetichistas que coleccionan zapatos de mujer y que, en muchos casos, acaban prefiriendo el bello zapato de tacón a la mujer que lo utiliza. Al buen lector le importa más el texto que la rareza de la edición. En cualquier catálogo de un librero anticuario, los libros más caros suelen ser casi siempre los que menos apetece leer. Leer un libro, para el perfecto bibliófilo, es casi una profanación: los bellos o los raros libros, los que interesa coleccionar, se miran pero no se tocan, o se tocan con guantes y siempre lo menos posible.
            La bibliomanía es, como todas las manías, un tanto risible y goza de un prestigio quizá un tanto desmesurado. El libro cuando más antiguo, lujoso o artístico, cuanto más deba ser preservado en vitrina, menos sirve para leer, menos útil es.
            El mejor libro, el más funcional, el que más facilita la lectura; la mejor biblioteca, la que más obras guarda y en el menor espacio y en el orden más accesible.
            De momento, el libro tradicional, el libro en papel, el que amaba Eugene Field, se defiende bastante bien frente al libro electrónico; si algún día se inventa un artilugio que lo sustituya por completo con ventaja, bien venido sea. En ese caso, desaparecerá en el uso habitual, pero los lectores no lo echarán de menos y los bibliómanos podrán seguir coleccionando, como hacen ahora, hermosas y raras ediciones que no tendrán la tentación de leer. 

martes, 12 de noviembre de 2013

José-Carlos Mainer: Banderas al viento

 
Falange y literatura
José-Carlos Mainer
RBA Libros. Barcelona, 2013.


Más de cuarenta años ha tardado José-Carlos Mainer en reeditar, muy revisado y ampliado, su primer libro, Falange y literatura, pero en todo ese tiempo no ha hecho otra cosa que prepararse para ello con fundamentales estudios sobre la España del primer tercio de siglo.
Sorprendió aquel volumen, en el remoto 1971, porque el joven investigador que lo llevaba a cabo partía de presupuestos ideológicos opuestos y, sin embargo, trataba de entender y valorar, aunque no de justificar, la labor de unos escritores que trajeron el fascismo a España y que luego, en buena medida, se sintieron defraudados por el régimen que habían contribuido a establecer.
El fascismo español fue un movimiento en buena medida literario. Un escritor notable, al menos en su primera etapa, fue quien presumía de ser el pionero del fascismo entre nosotros, Ernesto Giménez Caballero, y su figura más destacada, José Antonio Primo de Rivera, escribió poemas y una novela que no llegó a concluir, y en sus artículos y ensayos mostraba un garbo estilístico heredado de Ortega.
La nueva versión de Falange y literatura, al igual que la anterior, es un estudio-antología. El ensayo preliminar –cerca de doscientas páginas– incide quizá más en aspectos sociológicos e ideológicos que estrictamente literarios. Esas consideraciones se dejan para la introducción que precede a cada una de las partes en que se estructura la antología. José-Carlos Mainer es un erudito minucioso y un estudioso ponderado, pero no ahorra juicios de valor. Así, por ejemplo, el estilo de Eugenio Montes lo considera “siempre en el borde la cursilería y del pastiche” y a su nacionalismo lo califica de “querulante y encendido” (pero no es más “querulante”, más dado a la paranoia victimista, que cualquier otro nacionalismo).
La primera sección de la antología se titula “Los precursores” y comienza con un capítulo de Tras el águila del César, el libro que a comienzos de los años veinte dedicó el arcaizante Luys Santa Marina a glorificar la legión. Contrastan esas páginas toscamente misóginas con las Notas marruecas de un soldado, de un Ernesto Giménez Caballero que aún no había descubierto el fascio, noticiosas y denunciadoras de la situación en el norte de África.
A las memorias generacionales se dedica la segunda sección. Agustín de Foxá y los fragmentos de su novela Madrid de Corte a checa son lo más destacado de ella. Le acompañan Rafael García Serrano, bronco y lírico, uno de los pocos que fue fiel a su falangismo hasta el final, y Samuel Ros, aplicado discípulo de Gómez de la Serna. El capítulo final, “Los caminos del humor y de la fantasía”, dejará constancia de que no fue el único que siguió ese camino del humor absurdo y la fantasía un tanto atrabiliaria y aparentemente descomprometida.
“La guerra y los héroes” se titula otro de los capítulos. La exaltación de la violencia resulta uno de los ejes fundamentales del fascismo. No olvidemos que una de las frases más repetidas del fundador, José Antonio Primo de Rivera, hablaba de la “dialéctica superior de los puños y de las pistolas”. El canto a la camaradería viril bordea a veces, consciente o inconscientemente, el homoerotismo. Muy conscientemente en el caso de Felipe Ximénez de Sandoval, autor de una Biografía apasionada de José Antonio y difusor del mito de la estrecha y secreta amistad entre el creador de la Falange y García Lorca.
Tras la guerra civil, o ya durante ella, con la apropiación y desnaturalización de los ideales falangistas por parte de Franco, la mayor parte de estos escritores sufrieron una crisis en su fervor político. La más radical y significativa fue la de Dionisio Ridruejo, quien comenzó renunciando a sus puestos oficiales por no ser el régimen de Franco suficientemente totalitario y acabó convirtiéndose en uno de los abanderados de la democracia. Muy distinto el desengaño de Luys Santa Marina, quien en un poema con ecos manriqueños lamenta que la épica guerrera se diluya en el prosaísmo de la paz: “Los que hicieron a diario cosas propias de arcángeles, / los niños hechos hombres de un estirón de pólvora, / los que con recias botas la vieja piel de toro / trillaron, en los ojos quimeras y romances, / ¿dónde están ahora? –decidme– ¿qué se hicieron?”
En “Nuevos caminos para el arte”, Torrente Ballester se ocupa de teatro y Federico Sopeña de música. De Eugenio d’Ors, quien, contra lo que pudiera parecer, influyó menos que Ortega en el pensamiento falangista, se publica una de sus más ingeniosas glosas: aquella, de 1926, en que simplemente enumera los libros “de un mozo de dieciocho años, ejemplar, muy selecto, de la generación que ahora va a entrar en la vida”; la simple enumeración de libros y autores le basta para un atinado retrato generacional.  
“Conquistar el poder político no es solamente dominar el presente de un pueblo, sino también conquistar el pasado”, comienza la introducción a “La nostalgia de la historia”. Eugenio Montes, que venía de la vanguardia ultraísta (y a la relación entre vanguardia y fascismo se dedican muy precisas elucidaciones), es el maestro en la evocación histórica. Sus artículos, reunidos en unos pocos libros, entre los que destaca El viajero y su sombra, siguen conservando intacta su capacidad de seducción, aunque José-Carlos Mainer parece poco sensible a ella.
Tres nombres destacan en “La nostalgia burguesa”, tres nombres principales de la literatura española, al margen de su adscripción ideológica: Agustín de Foxá, algo más que un rezagado modernista, Rafael Sánchez Mazas, novelista y poeta, además de plural ensayista, y Julian Ayesta, autor de obra breve, tan breve, que casi se reduce a una obra maestra, Helena o el mar del verano.

Falange y literatura es, como su título indica, literatura, a veces gran literatura, y algo más. José-Carlos Mainer –algo más que un investigador, un maestro del ensayo– nos ayuda con este libro felizmente rescatado y rehecho a entender quiénes somos, de dónde venimos, qué incestuosas relaciones se establecen entre el arte y la ideología.

martes, 5 de noviembre de 2013

Julia Uceda: Nuevas voces secretas de la noche

 
Escritos en la corteza de los árboles
Julia Uceda
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2013.

Nacida en 1925, el mismo año que Ángel González, Julia Uceda es una de las pocas voces vivas y activas de su generación, la del cincuenta (aunque ella siempre se empeñara en marcar distancia de sus compañeros generacionales y no soliera ser incluida en antologías y recuentos).
Inició su obra en 1959 con Mariposa en cenizas, un libro intimista y de un formalismo que pronto dejaría de lado. Se aproximó a la entonces llamada poesía social con Extraña juventud (1962) y Sin mucha esperanza (1966), y encuentra luego su voz más personal con Poemas de Cherry Lane (1968) y, sobre todo, Campanas en Sansueña (1977), obras escritas ya fuera de España, durante sus estancias como profesora en Estados Unidos e Irlanda.
            Regresada a España, retirada en Galicia, su poesía se va haciendo más esencial, más atenta al misterio de las cosas, al mundo del sueño y a los recuerdos que parecen venir de antes de nuestro nacimiento.
            Escritos en la corteza de los árboles lleva como prólogo una especie de ajuste de cuentas generacional y un intento de formular en términos conceptuales su poética. “Nuestra generación –leemos– no fue capaz, por circunstancias obvias, de advertir ni desenredar eficazmente los hilos espesos que la enredaron y confundieron. De ahí que la literatura que la representa ahora nos parezca débil y vacilante a la hora de demostrar la tímida honradez que algunos mantuvieron y, sobre todo, la reacción libre y personal de algunos ante determinados hechos de la historia que vivían”. Son afirmaciones demasiado imprecisas, que no dan nombres ni distinguen etapas. “Por razones conocidas –añade–, los únicos caminos que se podían recorrer eran los que el poder marcaba”. No resulta enteramente cierto, al menos en los nombres más memorables, como Jaime Gil de Biedma o José Ángel Valente, Manuel Mantero o Aquilino Duque, por citar poetas de diferente ámbito ideológico.
Distingue Julia Uceda entre los escritores de versos y los poetas. El trabajo de los primeros solo requiere “dominar determinada información técnica y temática y algo de buen oído a fin de no romper el ritmo del idioma”; buscan la precisión y la claridad, la destreza expositiva. Pero la poesía, se escriba o no en verso, “es oficio más complejo”; se trataría de la memoria “de algo conocido en otra forma de vida y recordado por el alma”, “de un sexto sentido que trasciende experiencias objetivas que le vienen al poeta de lugares remotos”.
            A los ritos y a los mitos ancestrales, al jungiano inconsciente colectivo, remiten los mejores poemas de Julia Uceda, escritos como sin entenderlos del todo, como quien cuenta un sueño que no acaba de comprender.
            No son poemas fáciles. Se nos escapan en una primera lectura, parecen cerrarse sobre sí mismos e incluso incurrir en algún aparente balbuceo o torpeza expresiva. Claro que hay excepciones, los poemas más breves, los menos interesantes. Curiosamente entre esas excepciones se encuentran el primer y el último poema del libro y resulta extraño que la autora haya colocado en lugares tan significativos poemas tan poco significativos de su manera de escribir. El primero nos cuenta en verso una anécdota que ya se nos había contado en prosa en el prólogo, sin añadir matices nuevos; el último recurre, con no demasiado acierto me parece, a la ironía.
            Los poemas se traducen “de un idioma perdido”, “de una lengua olvidada”, lo mismo que los mitos y los sueños. En ellos se entremezclan anécdotas personales –“confusa la historia /  y clara la pena”, como en los versos de Machado– con personajes históricos. En el poema “Álbum”, la fotografía de una casa abandonada se asocia con “la batalla de Borodinó, uno de los retratos que Munch hizo de Nietszche, Hirohito y su guerra y, finalmente, Albert Camus y la renuncia del emperador a su condición divina”. La autora confiesa en el prólogo no poder dar razón de esas coincidencias: los poemas los escribe una mano que puede no ser la suya. Parafrasea una afirmación de Jung: “Quizá mi verdadero yo es alguien que no soy yo”.
            Si hubiera que destacar algún poema, subrayaríamos el titulado “Shirayuki”  (un famoso personaje del manga japonés se llama Mizore Shirayuki, la referencias de Julia Uceda tienen los más variados orígenes). “El potro blanco, como llama de nieve, / salta hacia la ventana”, comienza. Pero tras esa impactante imagen visual el poema continúa por otro camino que rompe las expectativas del lector: “Estoy allí sin estar: / lo pasado, bulto negro, musita no sé qué, / bisbisea… No se entiende (las crines / mueven el aire, ahuyentan la sombra), / más que a otra voz de acento detenido, / de otros mares, de otros medicamentos / (porque estoy enferma, me digo) para / enfermedades de muchedumbres, / de los que no hablan derecho / de los que muerden letras y sonidos que sangran / sobre las mesas, / de esas mismas figuras que un día alguien / hirió con una piedra en otra”.
            Los poemas de Julia Uceda siempre ofrecen algo distinto de lo que esperábamos. Su música es asordinada y atonal, nada acariciadora ni mucho menos adormecedora, al contrario de la de tanta poesía bien hecha y consabida. Se leen como fragmentos de un libro sagrado escrito en una lengua muerta y traducidos por alguien que no la conoce del todo. La verdad que encierran no puede ser expresada plenamente, solo vislumbrada. Ni siquiera la autora acierta a explicárnosla, aunque lo intenta prolijamente en el prólogo al volumen. En esa imposibilidad está la grandeza de esta poesía. Y su riesgo mayor.