viernes, 30 de mayo de 2014

Rodrigo Olay, emoción y erudición


La víspera
Rodrigo Olay
La Isla de Siltolá. Sevilla, 2014
  
Pocos poetas han leído tanto y tan bien a sus contemporáneos como Rodrigo Olay. Lo demostró en su primer libro, Cerrar los ojos para verte; lo vuelve a demostrar en La víspera, una obra que daría mucho juego en un taller literario, que podría servir como base para un curso de métrica, de figuras retóricas, de poesía española actual.
            Los modelos una veces se exhiben explícitamente (Jaime Siles, José Luis Piquero, Miguel d’Ors), otras se deja al lector el trabajo gustoso de irlos descubriendo. Así “La búsqueda” le da la vuelta a un poema de Ángel González, el que inicia Sin esperanza, con convencimiento. “Hablaste mal, debiste haber contado / otras historias: / violines estirándose indolentes…”, le reprocha un anónimo interlocutor. En el poema de Olay, el reproche va en sentido contrario: “Hablaste mal, debiste / ensuciarte las manos”. Dos versos del autor de Palabra sobre palabra se reproducen  textualmente: “canto lo que perdí, por lo que muero”, “en este tiempo hostil, propicio al odio”. En otros poemas la nieve cae “poco a copo”, como en Blas de Otero, o un viajero se interna en el mar “de los sus ojos tan fuertemente llorando”.
            Buena parte de los textos de La Víspera son ejercicios de virtuoso (también lo es el poema en asturiano), casi siempre admirables. El soneto aparece en todas sus modalidades. Los hay en versos alejandrinos (como el muy ingenioso “Cárcel de amor”, perfecto ejemplo de “engaño-desengaño”, tal como fue estudiado por Carlos Bousoño) y en manuelmachadianos trisílabos (“Enojos, / atajos, / trabajos, / cerrojos”). Abundan la paronomasia y el calambur (“todo lo cura y soy todo locura”, “y amar a veces sabe a mar amargo”, “que ningún velo ve lo que ocultaba”). Y no se desdeña el rebuscamiento expresivo: “Te daré al mar; y a Dios, gracias si no te salvas”, dice la princesa en el soneto “A la corte de Antíoco ha llegado un viajero”.
            Junto a los ejercicios de estilo y “a la manera de”, hay otra poesía que podríamos llamar erudita. “Voyage autour de ma chambre” lleva el subtítulo de “Nota a pie de página” y eso es: una nota a pie de página del Teatro crítico universal de Feijoo en la que se compara su versión de un fragmento de Virgilio con otras versiones (claro que también este poema sigue un modelo, Luis Alberto de Cuenca). En “Diffugere nives” toma la voz un alumno de A. E. Housman para contarnos cómo “aquel viejo maestro solitario” dejo a un lado un día el comentario de Manilio para leer un poema de Horacio, la oda VII, del libro IV, que Olay parafrasea en español (“Han huido las nieves” se convierte en “El manto que cubría los hombros del invierno / se ha ido deshaciendo”) como antes Housman la recreó en inglés (“The snows are fled away”).
            Pero no solo encontramos en La víspera al buen lector, al aplicado escolar, a “il miglior fabbro”, como calificó Eliot a Pound, de la joven poesía española. También hay otros poemas más intimistas y personales, como los dedicados a la madre o a los abuelos, que a ratos parecen incurrir en el sentimentalismo o bordear la falacia patética.
            Rodrigo Olay, por tantas razones admirable, acierta menos cuando no pretende hacer un simple ejercicio de estilo. Dos poemas, el primero y el último, se titulan como el libro. El primero –una enumeración de “vísperas” (“cada cinco de enero”, “la última semana del colegio”, “la noche antes de un viaje”), siempre mejores que lo que vendría después– recrea  un conocido tópico; el último, describe a una agonizante y termina con  una frase que quiere ser sugerente y quizá es solo banal y prescindible.
            Resulta frecuente que los poemas de Olay no acierten con el final y que ese desacierto haga desmoronarse al conjunto.. “El envidiado” nos presenta a un hombre común (“No poseo riquezas. / No soy dueño de hombres. / Tampoco tengo tierras / ni fuerza, ni belleza”) al que todos envidian –“con la fuerza del verano”– porque posee un don. ¿Y cuál es ese don? Simplemente que ama a su amiga “tantos años después, igual que entonces”. Pues como ella no le siga amando –piensa el lector– más que un don es un suplicio.
            “Contra el poema anterior (emblema)” dice así: “No busques a lo lejos / ni verdad ni belleza. / no hacen falta. Están cerca. / Mírate”. El poema anterior, al que parece aludir el título, es “Xanadú”, un soneto que refiere el famoso sueño de Coleridge sobre el palacio de Kublai Khan. ¿Qué quiere decir el breve poema de Olay, que no hay que buscar fuera la verdad y la belleza, que basta mirarse al espejo? Quizá habría sido mejor titularlo “Narciso”.
            “Día de nieve” ejemplifica bien que en el joven Olay (nació en 1989) el pensar no es tan atinado como el decir y que se le suele escapar la estructura interna del poema cuando no escribe sobe una falsilla. La primera parte del poema es una brillante sucesión de imágenes sobre la nieve (“la luna hecha pedazos”, “la niebla por los suelos”, “arena pura / que tirita, aterida”). La segunda parte comienza con un “pero a ti, nieve nueva, nada quiero decirte” (después de haberle dicho tantas cosas); a quien quiere darle las gracias es a la nieve del día después porque gracias a ella sabemos “que no fue ayer un sueño”. Y termina: “Gracias a ti sabemos / que, a veces, / sí que ocurren / los / milagros”. O sea que nos describe un día de nieve y eso no le basta para saber que a veces ocurre el milagro de la nieve, sino que ha de esperar al día siguiente para que la nieve sucia le recuerde que el día anterior ha nevado y por lo tanto a veces ocurren los milagros.
            A más de un poema se le podría aplicar el mismo escalpelo. Hay en Rodrigo Olay una prodigiosa capacidad lingüística y mimética que parece exceder a su experiencia del mundo. En el dorsiano poema de amor titulado “Acción de gracias” (con su tono coloquial y su divagaciones y sus “pequeños detalles exactos”) leemos: “Muchas veces escribo con lo peor de mí, / con los no, con los nunca, con los miedos pasados”. Pero el lector sabe que eso no es cierto, que está mimetizando a otro poeta, que él siempre escribe como buen hijo de familia que ama a su novia “tanto como mi madre a mí”.
            Pero si la poesía no se hace con ideas, sino con palabras, como quería Mallarmé, Rodrigo Olay utiliza a menudo las mejores palabras y en el mejor orden (“Cose la lluvia / con momentáneos hilos / la tierra al cielo”). Y eso, tan poco frecuente, ya es digno de admiración.

viernes, 23 de mayo de 2014

Otra novela sobre Lázaro de Tormes


Juan Luis Vives, autor del Lazarillo de Tormes
Francisco Calero
Biblioteca Nueva. Madrid, 2014

También la historia de la literatura tiene sus misterios sin resolver, sus serpientes de verano. Con cierta frecuencia los diarios nos dan noticia de un nuevo descubrimiento sensacional en torno al Quijote (que no describe el paisaje de la Mancha, sino el de Galicia, por ejemplo) o al autor del Lazarillo.
            La historia de sus presuntos autores daría para una novela, y no menos apasionante que la carta autobiográfica del “mozo de muchos amos” sería esa otra novela en la que Lázaro pasa de erudito en erudito.
            Francisco Calero publicó por primera vez Juan Luis Vives, autor del "Lazarillo de Tormes" en 2006; lo reedita ahora muy acrecentado con nuevos argumentos.
            El título es una réplica a otro de Rosa Navarro Durán que causó cierto ruido, Alfonso de Valdés, autor del "Lazarillo de Tormes", de 2003, pero también reeditado y luego complementado con numerosas publicaciones en la misma línea.
            A descalificar a Rosa Navarro Durán dedica buena parte de su empeño Francisco Calero: no hace caso “ni de las críticas que se le formulan ni de las teorías de los otros investigadores (si es que las lee)”, “sigue en su autismo”, “lo que ha hecho es escribir una novela a propósito del Lazarillo”. Su metodología consistiría en “hacer afirmaciones que no demuestra, lo que va contra los principios básicos de la filología, pues también en las ciencias llamadas humanas hay que demostrar lo que se dice y, si no se demuestra, el filólogo hará literatura sobre literatura”.
            Por el contrario, él afirmar utilizar el método clásico de la filología, esto es, “la comparación”. Unas treinta concordancias entre dos obras confirman que son del mismo autor. Ese método le sirve para demostrar, “con toda seguridad”, no solo que el Lazarillo lo escribió Juan Luis Vives, sino que además escribió otras muchas obras –anónimas o no– del siglo XVI: Diálogo de Mercurio y Carón, Diálogo de las cosas acaecidas en Roma, Diálogo de doctrina christiana, Diálogo de la lengua, El Crotalón, Viaje de Turquía, Jardín de flores curiosas, Rosas de romances… Y es raro que se haya detenido en una docena de obras (y algunas traducciones): con su método, y un poco de paciencia, no resulta difícil descubrir que cualquier obra del siglo XVI es de Juan Luis Vives. O que La Regenta la escribió Palacio Valdés.
            Le vale la mínima coincidencia. Un ejemplo. En el Lazarillo se lee: “Estábamos en Escalona, villa del duque della”, y el Diálogo de doctrina christiana se dedica “Al muy ilustre Señor don Diego López Pacheco, marqués de Villena, duque de Escalona, conde de Sant Estevan, etc”. ¿Habrá señal más clara de que son del mismo autor? Otro ejemplo. Si el ciego del Lazarillo dice “que agora es invierno y sabe mal el agua, y más llevar los pies mojados” y en la Introductio ad sapientiam se lee “procura mantener los pies limpios y calientes”, ¿cómo no deducir que el autor es el mismo?
            Cierto que a veces hay documentos que desmienten una atribución, pero para Francisco Calero los documentos del siglo XVI no tienen escaso valor probatorio, “han de ser examinados con lupa, porque lo normal es que fueran obtenidos por las malas artes interrogatorias de la Inquisición”. Por eso no da ningún valor a la censura del Mercurio y Carón, descubierta por Bataillon, en la que se afirma que su autor es “Alfonso de Valdés, secretario de su Mgt. para las cosas de latín”.
            La prueba “rigurosa y científica” no depende para Calero de la documentación, sino de las coincidencias, a veces entendidas de manera muy peregrina ¿En qué se basa para atribuirle a Vives el Jardín de flores curiosas, de Antonio de Torquemada, publicado en 1570, treinta años después de su muerte? Pues en que una de las innumerables anécdotas que contiene menciona a Vives. El mismo argumento vale para atribuirle las Rosas de romances, cuatro romanceros publicados en 1573. La historieta que se cuenta en las Flores y en uno de los romances habla de cierta condesa que, debido a una maldición, “parió de un parto 366 hijos” del tamaño “de ratones muy pequeños”. Los bautizaron en una vasija de plata que Carlos Quinto tuvo en sus manos. Como fuente se cita a varios autores, entre ellos a Vives, quien efectivamente narra la anécdota en sus Linguae latinae exercitatio. Pero con una diferencia: no menciona al emperador. “En relación con esto –escribe Calero– es muy difícil de explicar que Torquemada y Timoneda tuvieran conocimiento de la anécdota protagonizada por Carlos V. Quien la pudo conocer con toda facilidad fue Vives, que formaba parte del entorno del Emperador. Lo que hizo Vives fue citarse a sí mismo, como solía hacer, y de esta forma quedan relacionados y explicados los tres textos”.
            Quien razona de esta manera es catedrático emérito de filología latina, autor de numerosas obras en su especialidad, y sus pintorescas tesis no aparecen en un artículo periodístico ni autoeditadas sino en una colección de estudios críticos de literatura y lingüística en cuyo consejo asesor figuran, entre otros, Alberto Blecua, José-Carlos Mainer, Ricardo Senabre y Darío Villanueva. Y el libro se edita con ayuda del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
            En las conclusiones a su trabajo escribe Calero: “Si se preguntara a Lazarillo a quien preferiría como padre a Vives o a Valdés, con toda seguridad se quedaría con el primero”. Quizá por eso, para facilitar la respuesta de Lázaro, durante todo el libro se dedica a ensalzar los méritos de Vives y a rebajar los de Alfonso de Valdés, a quien le niega la autoría de sus obras e incluso que supiera latín (¡y era secretario de cartas latinas del emperador!). Se basa para esto último en la carta de un rival en la que se afirma que en Roma “se burlan de su latinidad”. Tras copiar el pasaje en las conclusiones, añade: “Este testimonio ha sido confirmado por los investigadores M. Bataillon y A. Alcalá, lo que quiere decir que no se debió a la enemistad del cardenal, como defiende Rosa Navarro”. ¿Pero tendrá algo que ver el que el testimonio esté confirmado por los investigadores, sea un documento auténtico, con que se deba o no la enemistad?
            Los desahogos personales que abundan en el libro, si no aumentan su crédito como investigador, contribuyen a hacernos simpático al personaje. Ironiza con Francisco Rico, que se ha limitado a calificar de “increíble” su propuesta, y nos cuenta sus intentos de llevarse bien con Rosa Navarro Durán, a pesar de que ella no ha aludido a su teoría “ni una sola vez”: “Cuando publiqué mi primer artículo, me ofrecieron en la TV de la UNED grabar dos programas sobre mi teoría, y me preguntaron si tenía algún inconveniente en que se hiciera la misma propuesta a R. Navarro. Yo dije que no, y de hecho cada uno grabó dos programas. No quiero ni pensar si hubiera sido al contrario. Mi intención era que, puesto que A. de Valdés y L. Vives necesariamente tuvieron que ser amigos, no era lógico que los que nos dedicábamos a estudiarlos no lo fuéramos. Pero así han sucedido las cosas, y va para diez años”.
            Este libro, a pesar del comité de expertos que lo avala, no es ya que carezca de cualquier rigor argumental, sino que choca a cada paso con el sentido común. En la dedicatoria inicial se lee que “con toda seguridad, Vives es el padre que más le contentaría” al Lazarillo. Quizá Francisco Calero no ha pretendido encontrar al autor del Lazarillo, sino darlo en adopción al mejor padre.


viernes, 16 de mayo de 2014

Almuzara, Jayyam y la reinvención del clasicismo


Quede claro (Antología poética 1989-2013)
Prólogo de Miguel d’Ors
Javier Almuzara
Renacimiento. Sevilla, 2014

Caravana y desierto
Prólogo y recreaciones de Javier Almuzara
Omar Jayyam
Renacimiento. Sevilla, 2014
  
Todo poema, toda obra literaria que valga la pena, se escribe en colaboración. “El poeta es un pequeño Dios”, escribió Huidobro. Pero un Dios que no crea de la nada, sino a partir de lo ya existente: la tradición literaria.
            Durante siglos, tal hecho –que se escribía “a partir de”, que había unas fuentes, unos maestros a los que se trataba de emular– se exhibía con orgullo; el romanticismo trató de disimularlo, poniendo énfasis en la originalidad, en el aporte personal, en el desahogo del corazón.
            El poeta sabe que ambas cosas cuentan, que no hay naturalidad sin artificio, aporte personal que no se apoye en aportaciones ajenas.
            Pocos poetas tan conscientes de ello como Javier Almuzara, quien, tras una década de silencio poético, acaba de publicar dos obras esenciales y ejemplares, una firmada con su nombre, la otra con el de Omar Jayyam, pero ambas igualmente personales e igualmente reescritura de una tradición.
            Quede claro –el título ya es una declaración de intenciones–, la antología que compendia un cuarto de siglo de dedicación poética, ofrece una amplia muestra –41 poemas– de un nuevo libro, Siempre y cuando, escrito a lo largo de los últimos diez años. El cultivo de la métrica tradicional –abundan los sonetos– y de los temas clásicos, se ha ido acentuando. Pero nada suena a consabido, hay sabiduría formal, no vacuo virtuosismo.
            En cualquier antología del soneto contemporáneo deberían figurar los de Javier Almuzara, que tiene en Borges un maestro cercano, pero que desde el comienzo –“El escriba sentado” ya es una obra maestra– aciertan a prescindir de cualquier fácil mimetismo.
            Hay emoción y hay humor en la poesía de Javier Almuzara, y hay también un orgullo por la obra bien hecha –heredero de Horacio: “Exegi monumentum aere perennius”, “levanté un monumento más duradero que el bronce”–  que puede resultar quizá antipático a algunos lectores. “Y, aunque soy flor de un día, / cantando lo que pierdo, / he escrito alguna línea / que no borrará el tiempo”, afirma.
            El soneto inicial y el final insisten en la idea: escribir como forma de no morir del todo. En “Unos versos remotos”, el poema con que concluye la antología, el poeta se compara con un autor de una época olvidada, pero en cuyos versos “aún canta todo lo perdido”. El último terceto dice así: “Mi destino es el suyo: llegar vivo / al lejano lector que en este instante / lee el remoto poema que ahora escribo”. Presente y futuro se confunden; los versos de ayer que siguen vivos hoy son estos mismos versos de hoy que seguirán vivos en un distante mañana. Pero lo que el poema expone como certeza, el poeta solo puede afirmarlo como desiderata, y de ahí que en lugar de “mi destino es el suyo” quizá habría sido mejor que dijera “mi destino sea el suyo”, a pesar del algo forzado triptongo.
            Toda manera de entender la poesía tiene sus riesgos. Quien gusta obsesivamente, como Javier Almuzara, de lo bien dicho puede incurrir en lo redicho. Rara vez incurren en ese riesgo sus versos, escritos con la cabeza, pero que, vayan directos al corazón o nos pongan una sonrisa en los labios, se nos quedan para siempre en la memoria.
            De su prosa, por el contrario, tan dada al juego de palabras, sin la naturalidad que aportan, paradójicamente, la métrica y la rima, no siempre puede decirse lo mismo; a veces resulta fatigosa o rebuscadamente brillante.
            No ocurre eso en el prólogo a Caravana y desierto, el título que ha querido ponerle a su personal recreación de los poemas de Omar Jayyam, tan atinado, en el que nada falta ni sobra. ¿Recreación o invenciòn? Ambas cosas sabiamente entreveradas. “Un auténtico Almuzara no es un falso Jayyam” se afirma en el prólogo. Omar Jayyam, que vivó entre 1040 y 1123, fue tenido por sus contemporáneos por un sabio, no por un poeta; póstumamente se le atribuyeron una serie de cuartetas (“robaiyat” o “rubaiyatas”) que cantaban el goce del instante, descreían de cualquier Dios y se enfrentaban a la ortodoxia del Islam. El Omar Jayyam que admiró al mundo es menos un poeta persa que un poeta inglés. Fueron las versiones de Edward Fitzgerald, publicadas en 1859, las que le convirtieron en un clásico.
            A Omar Jayyam se le han llegado a atribuir mil doscientos poemas; con relativa certeza parece que solo se le pueden atribuir unos cincuenta. Más que un poeta es una franquicia, como dice muy acertadamente Almuzara, un heterónimo colectivo al que han contribuido múltiples traductores y algunos de los mejores poetas de los últimos ciento cincuenta años, como Pessoa o Borges.
            Lo cierto es que las traducciones de Omar Jayyam cuanto más fieles quieren ser, cuanto más pretenden ajustarse al original farsí, respetando incluso la rima (cuatro versos monorrimos salvo el tercero, que queda libre), más infieles resultan. Es el caso de la erudita versión de Nazanín Amirian, en la que podemos leer este horror, que por muy fiel que sea a Jayyam, habría avergonzado al poeta: “¡Atiende, viejo sabio! De madrugada ve / y a ese niño que criba la tierra contémplale. / De Parviz son los ojos y de Keyghobad la mente: / que la cribe con respeto, a ello exhórtale”.
            Ninguno de los poemas de Omar Jayyam que ha reescrito o escrito Javier Almuzara es indigno de Omar Jayyam y muchos de ellos podrían figurar en la más exigente selección del poeta persa: “Cuanto más tiempo gano más tengo que perder / en la incondicional derrota de la vida. / Feliz el que primero entrega la partida. / Indemne solo acaba quien nunca llega a ser”.
            Ya Jayyam, quizá sin haberlo leído, había reescrito como nadie a Horacio: “Atrévete a gozar a plena luz del día. / Escandaliza a todos en la noche serena. / Sácale los colores al jardín de la vida. / Que oculte su vergüenza la muerte bajo tierra”.
            Caravana y desierto es, a la vez, una de las mejores versiones de Jayyam que pueden leerse en español y uno de los más memorables y personales libros de Javier Almuzara: “Solo perdurará, a su aroma fiel, / la rosa marcesible del instante / si fue cortada a tiempo, aún rozagante, / en el jardín de un cuerpo, a flor de piel”.

jueves, 8 de mayo de 2014

Dios y otras hipótesis


Impenitente. Una defensa emocional de la fe
Francis Spufford
Traducción de Catalina Martínez Muñoz
Turner. Madrid, 2014

Como siempre ocurre, unos ven la botella medio llena y otros medio vacía. Es bien cierto que las diversas confesiones religiosas –el islamismo, el judaísmo, el cristianismo, con sus diversas variedades, a menudo enfrentadas, por citar las que nos resultan más cercanas– no cuentan hoy con la influencia que tuvieron en otras épocas, pero siguen condicionando la vida política y social de creyentes y no creyentes en multitud de países.
            Francis Spufford, ensayista inglés, prefiere ver la botella medio vacía: “Mi hija acaba de cumplir seis años. En algún momento del año que viene descubrirá que sus padres son raros. Son raros porque van a la iglesia”. En la nota de la contraportada se muestra más combativo: “Creo en Dios, para mí el cristianismo tiene sentido y estoy harto de que ustedes, los ateos y agnósticos, se crean más listos que yo”.
            Como ateo y agnóstico (más ateo que agnóstico en lo que a esta cuestión se refiere), acepto de inmediato el reto, no para demostrar quién es más listo, no se trata de eso, sino con la curiosidad de ver razonada la fe, ese oxímoron.
            Pero Spufford no es un buen polemista, sin que eso le quite valor a su apasionante ensayo. Pretende explicarnos el sentimiento religioso, ofrecernos una “defensa emocional de la fe” (así se subtitula el libro) y en seguida se centra en la fe cristiana –como si las otras religiones no fueran religiones verdaderas o verdaderas religiones– y dentro de ella, en la Iglesia de Inglaterra, que no representa, ni de lejos, el sentir de la mayoría de los cristianos.
            Seguro que la mayoría de los lectores españoles, si son creyentes, se consideren, si no ofendidos, al menos extrañados, de que considere, entre los “aterradores cristianos de la historia” tanto a las milicias serbias como al papa Pío IX. O, peor aún, que no incluya a los millones de católicos que creen en el infierno entre los cristianos de verdad: “El infierno sigue siendo popular –basta con ver cómo lo invocan los tabloides cada vez que necesitan describir un acto de maldad–, pero ha dejado de serlo entre los cristianos de verdad. La mayoría de los cristianos no creemos en el infierno desde hace varias generaciones”. La razón: “el infierno colisionaba con elementos mucho más básicos de la religión, y nuestra inteligencia colectiva decidió finalmente corregir el error”. Y luego, en el estilo coloquial que caracteriza buena parte del ensayo, insiste: “Lo prometo. ¡¡Se acabó el infierno!! ¡¡Es oficial!”
            Invalida un tanto la reflexión de Spufford, como el de tantos otros apologistas de la religión, el que no acierta a distinguir cuando está hablando de la religión en general y cuando de su propia confesión.
            La “oficialidad” que él proclama para la abolición del infierno vale tan poco para la generalidad de los cristianos como sus afirmaciones referidas a la moral sexual: “Lo limpio y lo sucio son categorías propias de las religiones normativas, no del cristianismo. Cuando se trata de adultos que consienten libremente, deberíamos dar tan poca importancia a la lista de actos sexuales prohibidos como a la lista de alimentos prohibidos”. Y en apoyo de su opinión utiliza los evangelios: “En el relato fundacional del cristianismo, el sexo no tiene la más mínima importancia. A Jesús no le pareció que valiese la pena mencionarlo”.
            A menudo los ateos y los agnósticos son más respetuosos con la religión que los creyentes. Los creyentes, a lo largo de la historia, han tendido a respetar solo la suya, la única verdadera, y a arremeter contra los que tenían una creencia distinta o se permitían la más mínima libertad en cuanto a la interpretación de cualquier dogma.
            Al esforzado defensor del cristianismo que es Spufford en otras épocas los buenos creyentes le habrían llevado a la hoguera y en la nuestra –en este siglo XXI–, es muy probable que hubiera sido condenado y expulsado en la mayoría de las iglesias cristianas; es muy posible que solo en la suya, tan respetuosa por otra parte de la tradición, se permitan tales libertades de pensamiento.
            Francis Spufford cree en Jesús, y uno de los capítulos del libro se dedica a recontar hermosamente su historia, pero no está muy claro que crea en la otra vida y no piensa que esa creencia sea esencial al cristianismo. Para él, lo que Jesús dijo fue que había venido a traer “vida en abundancia”, vida sin límites, pero esos límites se pueden entender relacionados con la duración o de otra manera. No es obligatorio entender que, “si creemos en Jesús, viviremos por siempre con él en el cielo”. Spufford no está seguro de que exista el cielo, y en cualquier caso eso le importa poco.
            Pero lo más curioso es que cree en Jesús, y en que Jesucristo es Dios, pero no está seguro de que Dios exista. Tras afirmar, al final de su libro, que, pase lo que pase, las iglesias seguirán abiertas y “Dios seguirá estando ahí, iluminándonos”, continúa: “Eso, claro está, si es que Dios existe. Bien pudiera ser que no. Yo no lo sé”.
            Decía Jon Juaristi que se había convertido al judaísmo porque era la única religión en que era posible ser ateo. Si hemos de hacer caso a Francis Spufford, también es posible en la Iglesia de Inglaterra.
            Contradictorio, apasionante, reflexivo y confesional, lirico y coloquial (al pecado lo denomina la PHaC, que quiere decir “la propensión humana a cagarla”), el libro de Francis Spufford nos demuestra que creer “es una costumbre / que suele tener la gente”, como diría Borges, al margen de su cultura y de su nivel intelectual, y que unas veces las hace mejores y otras, demasiadas, peores (exactamente igual que la falta de fe).
            Las diversas creencias, las distintas religiones, son respuestas distintas a una única pregunta. Y esa pregunta –que no tiene respuesta–  es lo único siempre verdadero.

viernes, 2 de mayo de 2014

Villena, Marzal, Vilas: De poetas y poéticas


Segunda Poesía con Norte
Lorenzo Oliván (ed.)
Pre-Textos. Valencia, 2014

A los poetas, cuando se les incluye en una antología o han de participar en una lectura de poemas, se les suele pedir que hablen de su poesía en particular y de la poesía en general. Esas reflexiones reciben el nombre de “poéticas” y constituyen un subgénero peculiar en el que toda vaguedad tiene su asiento, abunda la pretenciosidad y rara vez escapan al naufragio en el mar de las buenas intenciones.
            Es cierto que algunas de las reflexiones más inteligentes que se han hecho sobre la poesía –de Eliot a Antonio Machado, de Auden a Octavio Paz–  son obra de poetas, pero esa es la excepción, no la regla.
            Buena parte de los más destacados poetas contemporáneos han sido reunidos por Lorenzo Oliván en los dos tomos de Poesía con Norte para que nos ofrezcan su personal concepción de la poesía. No todos salen con bien del intento, y el resultado son unos volúmenes que quizá tienen más interés para el analista o entomólogo de la poesía española contemporánea que para el curioso lector. 
            En la segunda entrega, recién aparecida, encontramos algunas muestras de que es posible hablar de la propia poesía y, sin embargo, no resultar tedioso ni borrosamente pedante.
            Un buen ejemplo de ello lo constituye Luis Antonio de Villena, quien en el capítulo inicial traza un brillante autorretrato del artista adolescente. No es que no nos hubiera contado nunca lo que aquí nos cuenta, ni que prescinda de sus habituales manierismos, pero consigue mezclar con encomiable alacridad lo personal y lo generacional, la anécdota y la categoría. La prehistoria del mejor Villena, la del que va de Himnica (1977) a Huir del invierno (1981) es la que reflejan estas páginas. Un paganismo nuevo tituló la antología que resume esa época y titula también sus reflexiones. De las tres características que él buscaba aportar con sus poemas –inmediatez, modernidad, cultura–, las dos últimas eran rasgos generacionales, pero la primera –carnalidad y germanía– constítuía una aportación personal que no tardó en encontrar incontables seguidores.
            Carlos Marzal acierta cuando, para hablar de su obra, deja de lado teorizaciones y generalizaciones y nos habla de una casa, “la casa de la vida”, como titula utilizando la afortunada expresión de Mario Praz. Se trata de una casa de campo, en Serra, que compró su bisabuelo y que guarda la biblioteca y lo mejor de la memoria personal y familiar. La biblioteca, enorme y desordenada, “resulta inabarcable para una sola vida”. Esa casa –y el paisaje en que está situada– han sido siempre para él “un tema literario fundamental y un lugar de inspiración”, representa “una particular idea de la acción del tiempo sobre los hombres y las cosas”, una forma de entender la vida y la literatura. De ahí que Marzal, al describirla minuciosamente, trace a la vez un autorretrato y la mejor imagen de su poesía.
            Josep María Rodriguez reúne una serie de notas dispersas, “Cuaderno de viaje” las titula. Comienza en un café de Bruselas, donde se reunían los surrealistas amigos de Magritte, y termina con la proyección en Nueva York, el invierno de 1929, de un cortometraje inspirado en el Ballet mécanique de Fenand Léger (uno de los asistentes es Lorca). En medio hay lugar para el haiku, la caligrafía oriental, el aforismo (“Los poetas jóvenes tienen piel de tambor; siempre hacen más ruido los que están más huecos”) y los apuntes autobiográficos. Cierto que a veces incurre en la ingenuidad: “Cuando pienso en la historia de la literatura, a menudo tengo la sensación de que he llegado demasiado tarde. ¿Queda algo que Cervantes o Shakespeare no dijeran? ¿Qué se puede escribir después de Juan Ramón, de Eliot, de García Lorca?”. No se da cuenta de que la segunda pregunta hace inútil la primera. Después de Cervantes y Shakespeare, quedaba al menos por decir lo que escribieron Juan Ramón, Eliot, Lorca.
            Se agradece el sentido común y el gusto por lo concreto de Josep María Rodriguez: “Al escribir, hacer sitio al lector. Dejando que intervenga, que haga suyo el texto. Pero sin jeroglíficos. Porque si dinamitamos todos los puentes nos quedaremos solos en nuestra orilla”.
            Manuel Vilas, a mediados de los años noventa, tuvo su particular caída del caballo, una peculiar experiencia que le transformó por completo. Al comienzo de su colaboración en este libro explica esa “iluminación”: “Vi la grandeza de cualquier vida. Vi todos los resortes carnales de la sagrada vida humana. Me quedé fascinado ante la vida. Sentí una euforia casi destructiva”. El resultado fue la creación de un personaje –al que llama Gran Vilas o San Vilas– que desde entonces protagoniza toda su obra literaria y que le ha proporcionado un notable reconocimiento entre críticos y lectores. Lo que dice importa menos que el tono provocador y gesticulante con que lo dice. El delicado poeta cernudiano que era Manuel Vilas antes de su “conversión”, el de los primeros libros, resultaba correctamente aburrido; el nuevo Vilas se esfuerza en ser incorrecto y no es nunca aburrido. No lo es en esas observaciones sobre “Poesía y realidad”, aunque a menudo muy discutibles, o precisamente por ello. E incluye en ellas dos poemas muy representativos de la manera de hacer que le ha dado nombradía: la elegía a un coche, excelente, y el dedicado a un McDonald’s, que no se sabe si está escrito en serio o en broma, si es un ditirambo, una sátira o simplemente una payasada (lo mismo ocurre en casi toda la obra de Manuel Vilas, y a ello se debe la mayor parte de su encanto).
            Tampoco hay que desdeñar –en otro orden de cosas– las inteligentes observaciones de Ada Salas sobre el uso que los poetas hacen del lenguaje: “El poeta no usa el lenguaje descansando en él, lo usa como si fuera a desaparecer bajo sus pies, como si fuera una amenaza”.