jueves, 24 de abril de 2014

Eloy Sánchez Rosillo, la naturalidad y otros artificios


Hilo de oro (Antología poética 1974-2011)
Eloy Sánchez Rosillo
Edición de José Luis Morante
Cátedra. Madrid, 2014

Hay poetas que necesitan intermediarios para llegar a los lectores. Mallarmé no sería Mallarmé sin sus comentaristas; tampoco el Góngora de las Soledades o el último Valente. A otros, en cambio, aunque puedan haberlos tenido en igual número, no les resultan imprescindibles. Es el caso de Antonio Machado; es el caso también de Eloy Sánchez Rosillo.
            Los poemas de Sánchez Rosillo se defienden solos, al contrario de lo que ocurre con buena parte de sus coetáneos (pensemos en el Guillermo Carnero de El azar objetivo, por ejemplo). De ahí que la labor de escoliasta de José Luis Morante en Hilo de oro resulte, en buena medida, prescindible. Él ha tenido el acierto de reconocerlo así, y a pesar de que la colección Letras Hispánicas parecía exigir una minuciosa anotación de naderías (que es lo que algunos suelen confundir con una edición crítica) ha reducido al mínimo las notas a los poemas y no señala las escasas variantes respecto de las primeras ediciones.
            Eloy Sánchez Rosillo es un poeta paradójico. Al lector apresurado puede darle la impresión de que se limita a contar lo que le pasa o lo que recuerda, a abrirnos su corazón con un lenguaje lo más directo posible, ajeno a todo artificio. Parece ejemplificar el mito del poeta directo y natural, como el Alberto Caeiro pessoano (una cita de Caeiro da precisamente título a su primer libro, Maneras de estar solo). Es también, como Caeiro, un poeta que carece de biografía, al menos de biografía noticiable y novelable: nació en Murcia el año 1948, estudió en Murcia y allí trabaja como profesor universitario; de joven, realizó un viaje iniciático a París, pasó una temporada en Italia, hizo otro viaje por el Mediterráneo que dejó huella en sus versos; se casó, tiene un hijo; pocas cosas más se pueden contar. Como poeta se ha mantenido siempre fiel a unos pocos maestros; ha desdeñado las vanguardias; no ha tanteado nuevos caminos, no ha tenido miedo de incurrir en la monotonía ni de que le acusaran de escribir siempre el mismo libro.
            ¿Un poeta al margen de la modernidad? Es posible, pero un poeta que se seguirá leyendo cuando los modernos y los postmodernos resulten antiguallas.
            La natural continuidad de la obra de Sánchez Rosillo, que solo cambia según va cambiando la vida del autor, no impide señalar en ella dos etapas. Abarca la primera los cinco libros iniciales, desde el ya citado Maneras de estar solo (1978) hasta La vida (1996); se inicia la segunda, tras casi una década de silencio, con La certeza (2005). El poeta sigue siendo el mismo, pero el generalizado tono elegíaco resulta ahora sustituido por otro de aceptación y exaltación del presente. Según ha explicado el propio autor, hubo un cambio en su concepto del tiempo: “Creía antes en un tiempo lineal y troceado, con un antes, un ahora y un mañana. En la actualidad siento que todo ocurre a la vez, en el fulgor de un instante único y para siempre”.
            En el más reciente Sánchez  Rosillo hay un componente que podríamos llamar místico y que le acerca a un poeta como Vicente Gallego, cuyos últimos libros responden a conversión religiosa. Buen ejemplo de ello lo constituye el poema que cierra la antología, “Perdición”, y que casi podría estar firmado por cualquiera de los dos: “Alzo los ojos en la noche oscura, / y esa es mi perdición. Desde una estrella / que refulge esta noche para mí / más que ninguna otra, / me va llegando sin piedad al pecho / una cataclismo de diamante puro. / Y me abre ahí una herida tanta luz, / y la herida no sangra, porque se cauteriza / con su propio dolor, que es alegría, / que es muerte y nacimiento, / un volver a vivir desde el principio / y esta vez para siempre”.
            Pero el nuevo Sánchez Rosillo, que se enreda en metafísicas y místicas paradojas, no deja de lado, por fortuna, al poeta de siempre, el de “Lectura de Emily Dickinson” o el de “Huertos junto al río”, uno de esos apuntes que parecen hechos de nada, como algunos bocetos de su admirado y siempre presente Ramón Gaya: “Qué bendición, la lluvia en los naranjos, / a mitad de diciembre. / Dentro de algunos días recogerán los frutos, / ya en sazón bien cumplida. Pero ahora / brillan todos intensos, encendidos, unánimes / en la mañana gris, mientras se escucha / este apenas ruido, / este rumor tan delicado y manso / de la lluvia cayendo sobre las hojas verdes”.
            Hay poetas en los que el artificio se muestra como tal; en otros se disfraza de naturalidad, que en el arte es otro artificio, y no el menos difícil de conseguir. El misterio de la poesía de Sánchez Rosillo, su engaño a los ojos, todavía no ha sido desvelado por la crítica, que ha solido limitarse al acrítico encomio o a la glosa. José Luis Morante nos ofrece un buen informado prólogo, excelente punto de partida, y unas notas casi siempre prescindibles. En el poema “La playa”, por ejemplo, anota: “Nueva formulación de un asunto básico de esta poesía: la temporalidad. El acontecer marca cada uno de nuestros actos hasta su disolución en la nada”. No señala el uso de un procedimiento que ya estudió Bousoño al referirse a un poema de José Hierro, “El pasaporte”, ni tampoco los ecos –Píndaro, Góngora– del último verso: “Somos sombras de un sueño, niebla, palabras, nada”.
            Editar a un contemporáneo no requiere menos trabajo que editar a un clásico, pero se trata de un trabajo distinto. El objetivo final es, sin embargo, el mismo: ofrecer a los lectores un texto lo más cercano posible a la intención última del autor y sin más anotaciones que las imprescindibles para que pueda ser entendido como en el tiempo en que fue escrito. Al margen –como prólogo o epílogo– pueden ir todas las erudiciones, interpretaciones y análisis que se crean necesarios, pero siempre al margen, sin interrumpir el texto.

            

miércoles, 16 de abril de 2014

Enormes minucias, el arte del aforismo


Relámpagos de lucidez. El arte del aforismo
Javier Recas
Biblioteca Nueva. Madrid, 2014

De los tres subgéneros literarios que últimamente parecen haberse puesto de moda, el aforismo es el más antiguo. El haiku no llegó a las literaturas de lengua española hasta hace un siglo, en los años finales del modernismo, y el microrrelato, entendido como tal, es prácticamente de ayer mismo, aunque le podamos encontrar múltiples antecedentes. Pero el aforismo lo cultivaron ya los presocráticos, que fueron los primeros metafísicos y los primeros físicos de nuestra cultura, y aparece en los textos sagrados de casi todas las religiones.
            El término “aforismo” es el más generalizado hoy para los “textos sin contexto” –así los define Jorge Wagensberg, uno de los grandes aforistas contemporáneos– que han recibido muy diversos nombres: máximas, proverbios, sentencias, refranes, adagios, epigramas, preceptos o incluso, más sencillamente, ocurrencias, dichos, frases memorables. Tienen relación con el fragmento, y muchos de los aforismos proceden de textos fragmentarios, pero un fragmento solo se convierte en aforismo cuando paradójicamente deja de serlo y pasa a ser considerado un texto completo.
            Relámpagos de lucidez titula, muy acertadamente, el profesor Javier Recas un volumen que es a la vez un estudio del aforismo, una antología y una colección de semblanzas de los principales aforistas.
            ¿Los principales aforistas? Mejor diríamos algunos de los principales y otros que quizá no esperaríamos encontrar, pero que de ningún modo sobran. Comienza con Lao Tse, el fundador del taoísmo, menos un personaje que una leyenda. “El que sabe no habla, / el que habla no sabe”, dice uno de sus textos más divulgados (la estructura paradójica y en quiasmo resulta muy característica del aforismo contemporáneo). Lao Tse nos ofrece un arte de vida, una religión sin dioses, una visión del mundo que supone un contrapunto al racionalismo de Occidente.
            Tres aforistas representan a la lengua española. El primero es un clásico que no puede faltar en ninguna selección, Baltasar Gracián, autor del Oráculo manual, teórico del género en Agudeza y arte de ingenio, y reconocido maestro de algunos de los más notables aforistas posteriores, como Schopenhauer o Nieztsche, a los que Recas dedica sendos sustanciosos capítulos. Conceptuoso y barroco, quevedesco y gongorino, gustoso de retorcer y comprimir el lenguaje al máximo, Gracián es autor de algunos de los dichos más repetidos y populares, como “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”, que no deja de ser una excelente definición del aforismo.
            Antonio Machado sorprende algo más en una restringida selección del aforismo universal, pero aforismos son sus proverbios y cantares (muchos de los aforismos tradicionales se escribían en verso) y al aforismo tienden con frecuencia los apuntes de Juan de Mairena y las reflexiones filosóficas de Abel Martín. En cualquier caso, el capítulo que se le dedica disuena un tanto del resto del libro.
            El tercer aforista de lengua española es el raro Antonio Porchia, un italo-argentino más sabio que culto en el sentido tradicional del término (su formación académica era escasa). Porchia no escribió más que aforismos. Los reunió en el volumen Voces, que fue creciendo en sucesivas ediciones. La primera, una autoedición, pasó sin pena ni gloria, pero uno de sus ejemplares llegó al crítico francés Roger Caillois (el mismo que resultó decisivo para la fama de Borges) y fue su entusiasmo quien acabó convirtiéndolo, si no en una celebridad, sí en un mito. Entre la filosofía y la poesía oscilan los aforismos de Porchia, que prescinden de cualquier juego de ingenio o alarde retórico; es el suyo un minimalismo extremo, un arte de la pobreza expresiva que requiere toda la colaboración del lector para que no se confunda con la obviedad y la nadería.
            Los moralistas franceses, una de las cumbres del aforismo, están representados por La Rochefoucauld y Chamfort. Al primero lo define Recas como “el ingenio galante de los salones parisinos”, mientras que al segundo lo resume en tres palabras: “carácter, pasión y revolución”. Al arte de vivir del antiguo régimen, al ocurrente y punzante discreteo de los salones, le puso fin de abrupta manera la Revolución. El reiterado y atroz suicidio de Chamfort, quien tras ser detenido una vez juró que no volvería “a ser reducido a la esclavitud en una prisión”, lo ejemplifica de la mejor manera. Recas lo cuenta con minuciosidad gore: “Unas semanas después fueron los gendarmes a buscarle para un nuevo interrogatorio. Chamfort compartía cena con unos amigos y pidió terminarla. Concluida esta, se excusó para ir a recoger unos documentos a su despacho. Se pegó un tiro que erró su propósito, la bala le partió la nariz y le destrozó un ojo. Sorprendido de verse aún vivo e inmerso en un irrefrenable delirio suicida, cogió una navaja con la que intentó seccionarse la garganta, pero no logró sino causarse una feroz carnicería. Se asestó diversos golpes intentando, sin éxito, llegar al corazón y en un esfuerzo final trató de cortarse las venas. Rescatado del gran charco de sangre, recibió la atención y los afanosos cuidados de sus amigos. Después de un tiempo de transitoria mejoría, falleció el 13 de abril de 1794”. Toda una época fallecía con él.
            Georg Christoph Lichtenberg fue en vida famoso por sus trabajos científicos, como otros aforistas lo fueron por sus tragedias, novelas o poemas, pero en su caso --al igual que en el de tantos otros– las obras mayores cayeron en el olvido, mientras que los apuntes escritos a vuela pluma permanecieron. Como en el soneto de Quevedo, a veces es lo que parecía más frágil “lo que permanece y dura”. De los aforistas clásicos, es quizá el irreverente e incisivo Lichtenberg el que más cerca está de nosotros.
            Mark Twain y Ambrose Bierce aportan el humor a la selección. Un humor cada vez más negro en el caso de Mark Twain, y negro y sarcástico desde el comienzo en el de Bierce, cuyo Diccionario del diablo es un vademécum que no ha perdido ni un ápice de su carácter provocador.
            A los soliloquios de Marco Aurelio y al seductor personalismo de Montaigne se dedican otros capítulos de un libro que termina con Emile Cioran, quien dedicó su larga existencia a glosar con la mejor prosa francesa la tentación del no ser y a quien la posibilidad del suicidio le libró del suicidio: “Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la idea del suicidio hace tiempo que me hubiera matado”.

viernes, 11 de abril de 2014

Los secretos de César González-Ruano


El marqués y la esvástica
Rosa Sala Rose y Plàcid García-Planas
Anagrama. Barcelona, 2014.

“Tuvo fama de muchas cosas, algunas buenas y la mayoría malas”, escribió César González-Ruano refiriéndose al protagonista de su novela autobiográfica La alegría de andar. Y luego añadía: “Era muy aficionado a reunir leyendas y calumnias”.
            A esclarecer lo que hay de verdad en la más negra leyenda que ha acompañado desde siempre el nombre de González-Ruano han dedicado un minucioso volumen la germanista Rosa Sala Rose, especializada en el nacionalsocialismo, y el periodista Plàcid García-Planas, experto reportero en temas internacionales.
            En el breve volumen titulado Mis casas, escribió Ruano a propósito de su primera residencia en París: “Por razones que no son de este inventario, salí de Berlín precipitadamente y llegué a París el 8 de octubre de 1940. Aunque iba con un permiso de quince días en mi documentación, estaba dispuesto a no volver a Alemania y así lo hice, lo que me tuvo más de tres años sin escribir en los periódicos españoles y viviendo de otras cosas, experiencia que me faltaba y que, irónicamente, me demostró que podía vivir incluso económicamente mucho mejor no cultivando esta profesión que estando en ella”.
            La leyenda negra dice que, entre esas “otras cosas” de las que se podía vivir mejor que escribiendo, estaba estafar a familias judías, ofreciéndoles documentos falsos para que pudieran llegar a España y en realidad conduciéndoles a la muerte en la frontera.
            Eduardo Pons Prades, combatiente del maquis en los Pirineos, cuenta con detalle esa historia en su libro de memorias Los senderos de la libertad. La cuenta incluso con demasiados detalles. Habla de camiones cargados de judíos que llegaban a la frontera de Andorra y allí se les decía que debían cruzarla a pie y en cuanto descendían los ametrallaban. Un superviviente contó que había contactado en París con un tipo, muy relacionado con la embajada española, “de unos treinta y cinco o cuarenta años, alto, esbelto, con un bigotillo fino, bien trajeado, algo amanerado y cuyo francés tenía un marcado acento extranjero”. Los guerrilleros buscarían a ese siniestro personaje en París y allí descubrieron que se trataba de un periodista madrileño, pero no lograron dar con él.
            Sala Rose y García-Planas no consiguen confirmar esa historia, llena de detalles inexactos en lo que se refiere a González-Ruano, pero esclarecen hechos con ella relacionados, como que algunas fortunas del principado de Andorra se hicieron con el contrabando de judíos durante la guerra y que hubo asesinatos por parte de los guías para quedarse con el dinero y las joyas que llevaban consigo. Se sabe incluso dónde están enterrados, aunque nunca hubo interés en investigar ese asunto. El nombre de algunos de los asesinos fue, sin embargo, un secreto a voces en el principado.
            Esclarecieron también muchos aspectos del lado oscuro de González-Ruano. Se sabía que era un periodista venal, pero ahora queda confirmado, con la documentación correspondiente, que durante largos años trabajó para la Alemania nazi. Cobraba, y muy bien, por los artículos elogiosos que publicaba en los periódicos españoles y también por firmar con su nombre textos redactados directamente por los servicios de propaganda nazi (buena parte de su libro Seis meses con los nazis no la escribió él, sino algún directo colaborador de Goebbels).
            Pero los alemanes no se fiaron nunca demasiado de Ruano, como tampoco se fiaron de él los fascistas italianos durante los años que residió en Italia; sabían que estaba siempre dispuesto a venderse al mejor postor, y que podía traicionarlos en cualquier momento. De los informes sobre Ruano que se han conservado en los archivos policiales italianos y alemanes sacan buen partido los autores de El marqués y la esvástica.
            Políticamente no parece que Ruano tuviera principios muy firmes. Lo único claro es su monarquismo, exacerbado desde que Alfonso XIII le prometió un marquesado cuando recuperara el trono, y su antisemitismo. Era tan antisemita que nunca simpatizó demasiado con Franco porque le habían llegado rumores de que tenía antepasados judíos.
            Es posible que Ruano no participara directamente en el asesinato de ningún judío, pero lo cierto es que nunca lamentó su destino, ni siquiera después de conocer la magnitud del holocausto. Y que se aprovechó de ellos cuanto pudo durante esos años de París, los años de la ocupación, en los que él vivió mejor que nunca dedicándose no a escribir sino a “otras cosas” más lucrativas.
            Por ejemplo, a vender los cuadros y las antigüedades que encontró en su primer residencia parisina, propiedad de un judío que había tenido que huir, y que le fue alquilado por muy poco dinero. Cuando lo dejó, el lujoso piso del distrito de Passy, de más de ochocientos metros cuadrados, estaba prácticamente vacío.
            Muchas cosas nos cuentan Sala Rose y García-Planas de Ruano, y pocas buenas. Para vivir como un gran señor, como el aristócrata que creía ser, puso en juego todas las artimañas de un pícaro sin escrúpulo. Nos cuentan, por ejemplo, el motivo trivial, una cuenta sin pagar, que desencadenó las investigaciones que le llevaron a la cárcel de Cherche-Midi, y también sus actividades como delator en ella, actividades que motivaron tras la liberación a que fuera condenado (en un juicio, todo hay que decirlo, sin demasiadas garantías) a veinte años de trabajos forzados “por inteligencia con el enemigo”.
            Muchas novedades bien documentadas hay en este libro y pocas de las habituales vaguedades en las semblanzas del escritor (lo más flojo son las elucubraciones a propósito de su sexualidad). Que era un gran escritor, de eso no hay duda, y tampoco las hay ya de que, durante buena parte de su vida, y especialmente durante los años de París, fue un estafador y un delincuente, cuyas víctimas preferidas eran los judíos perseguidos por los nazis.
            Pero no fue el único que sacó lucrativo provecho de la situación. Y no es el menor de los méritos de esta espléndida investigación, contada como una novela de intriga, sacar a la luz los claroscuros, los infinitos grises de una época –la de la segunda guerra mundial– que luego se ha querido simplificar, como un cuento para niños, en el blanco impoluto de unos y el negro absoluto de otros.

jueves, 3 de abril de 2014

Azorín y el encanto de los libros viejos


Libros, buquinistas y bibliotecas
Azorín
Edición de Francisco Fuster
Fórcola. Madrid, 2014

El periódico, como resulta bien sabido, es a menudo la antesala del libro. Buena parte de la mejor literatura de los siglos XIX y XX, antes de reunirse en volumen, fue apareciendo en los diarios o en otras publicaciones periódicas, desde las Leyendas de Bécquer hasta algunas de las novelas últimas de Valle-Inclán, por no hacer referencia a autores como Julio Camba, cuya obra entera se publicó primero en la prensa diaria.
            Conviene no confundir los libros de origen periodístico que son una mera colectánea de piezas sueltas y los que forman con ellas una unidad de orden superior.
            Al segundo tipo, corresponden algunos de sus títulos más inolvidables en la obra de Azorín: Castilla, de 1912, o Al margen de los clásicos, de 1915. Al primero, bastantes de los títulos elaborados, ya en vida del escritor, por José García Mercadal o Ángel Cruz Rueda, aunque en muchos casos buscaran una unidad temática. A medio camino entre una y otra se encuentra el sugerente Libros, buquinistas y bibliotecas, que ha preparado un diligente rebuscador de tesoros perdidos en las hemerotecas, Francisco Fuster.
            Para el lector distraído (y para el erudito, que casi siempre es un lector desatento a los valores literarios de los textos que estudia) ambas clases de obras no se diferencian en nada, ambas reúnen artículos publicados previamente en la prensa.
            Francisco Fuster inicia su selección con un texto muy menor y circunstancial, que no anima a seguir leyendo, aunque ya fuera incluido en Con bandera de Francia (1950). Nuestra impresión no cambia hasta que no llegamos a “Meditación ante una imprenta”, aparecido en La Prensa, de Buenos Aires, e inédito en volumen hasta la fecha. Como estas, hay un puñado de espléndidas páginas azorinianas en este volumen –a la altura de las mejores suyas–, bastantes de las cuales nunca habían sido recopilados. Pero se entremezclan con otras que hoy solo tienen el valor de una curiosidad histórica.
            Azorín no cuenta actualmente con demasiados lectores, aunque sí con un puñado de fervientes admiradores (uno de ellos, Andrés Trapiello, firma el prólogo). Es cierto que escribió mucho, a lo largo de sesenta años de vida activa, y que no todo lo que escribió está, como no podía ser de otra manera, a la misma altura. Pero es uno de esos escritores que no se agotan nunca por mucho que lo frecuentemos. Superado el previsible tedio de las páginas iniciales (conviene no empezar por ellas), pronto nos dejamos seducir por su encanto. Y nos vuelve a llenar de asombro su sentido común, esa virtud tan escasa entre los intelectuales.
            Ni las bibliotecas ni las librerías españolas fueron siempre lo que son hoy. Una pieza maestra de la literatura satírica es “En la Biblioteca”, de 1905, el relato de una visita a la Biblioteca Nacional, donde todo estaba minuciosamente planificado para proteger a los libros del contacto con los lectores. Algo semejante ocurría en las librerías españolas de entonces. Una de las ventajas de las librerías de viejo frente a las de nuevo era que en las primeras se podían hojear libremente los libros; en las segundas, no. Azorín insiste una y otra vez en la ventaja comercial de dejar entrar al simple curioso, al que no busca ningún título concreto, como ocurría en las francesas (de Francia, tomada siempre como modelo, se habla casi tanto como de España en estas páginas): “el mayor inconveniente, la mayor rémora del comercio de libros en España” consiste en que “un desconocido, un transeúnte, no puede penetrar en una librería para ver lo que hay, sin deseo de comprar”. Aunque hoy nos parezca increíble, los libreros españoles tardaron en comprender que “el deseo de comprar surge a la vista de los libros”, como los bibliotecarios españoles que su misión no era solo custodiar los libros, sino hacerlos accesibles.
            El sentido común de Azorín le lleva a decir cosas que todavía sorprenden. Un ejemplo: “¡Cuántas correcciones de faltas de ortografía le debe a los tipógrafos el autor de estas líneas!”. Me imagino el pasmo de tantos profesores ante semejante confesión. ¿Las faltas de ortografía no eran propias de los jóvenes de hoy que no leen nada? Azorín añade algo obvio, pero que nadie había dicho antes que él, ni quizá después, que las faltas de ortografía pueden ser debidas al exceso y multiplicidad de lecturas: “Quien esté leyendo en italiano, por ejemplo, días y días, Omero sin ‘h’, es fácil que se incline, al escribir este nombre en español, a ponerlo, no tal como nosotros lo escribimos, Homero, sino a la manera de Italia. La ortografía no ha estado fijada sino hasta tiempos recientes; todos los escritores antiguos escriben con pintoresca desigualdad. ¿Cómo podrá librarse de tantas y tan encontradas sugestiones, al poner la pluma, en el papel, quien lea frecuentemente a los antiguos?”
            Cuánta sensatez, cuánta inteligencia hay en unas páginas que en un principio pudieron parecernos apolilladas. Cuánta sutileza al hablar de los distintos tipos de lectura, de las varias clases de bibliotecas, de la secreta vida de los libros.
            Nunca le agradeceremos bastante a Francisco Fuster este rescate. Con buen criterio, señala al pie de cada artículo el lugar y la fecha de su primera aparición, pero no indica si fue luego o no recopilado en libro. En la nota inicial se limita a decir que veinte de los cincuenta artículos son inéditos y que la mayoría aparecieron inicialmente en La Prensa. Otros –añado yo– proceden de ABC (“De un transeúnte”, “Una opinión”, “Grados de la cultura”), La Vanguardia (“Libros, libritos viejos”, “En la feria de los libros”, “Los libros”) o Luz (“Bibliotecas”). Poco habría costado indicar, al pie de cada artículo posteriormente recopilado, el título de esa recopilación, y algunos lectores se lo agradeceríamos.
            Sorprende, por otra parte, una frase de la nota inicial: “En relación a la ortografía, y con el ánimo de alterar en lo mínimo el espíritu y la forma del texto salido de la pluma de Azorín, he respetado el original siempre que ha sido posible”. Convendría que nos indicara cuándo no lo ha respetado, y por qué razones.
            Pero son, por supuesto, reparos menores. Como que el volumen habría ganado con los artículos en orden cronológico, sin división en partes (iríamos viendo así, no solo la evolución del autor, también la de nuestro país en relación con los libros). Pero tal como está resulta imprescindible para cualquier lector de hoy que no resulte inmune al encanto de los viejos libros.