sábado, 31 de diciembre de 2016

José Mateos, poesía y nada más


Otras canciones
José Mateos
Pre-Textos. Valencia, 2016.

Un título anodino y un prólogo poco afortunado, encubren uno de los libros de poesía más memorables que se hayan publicado en los últimos años. El prólogo parece darnos a entender no son más que un apéndice a Un año en la otra vida, especie de dietario espiritual, incluso “el lector de estos poemas se encontrará con no pocas anécdotas que aparecían en aquel libro”. Afortunadamente los lectores de poesía suelen saltarse el prólogo, casi siempre prescindible “captatio benevolentiae” (en este caso, ni eso) y entrar directamente en los poemas.
            Las canciones de José Mateo parten en su mayoría de una mínima anécdota, pero en seguida dan el salto a otra realidad, o a otras dimensiones inéditas de esta misma realidad.
            “Las cosas” se titula muy guillenianamente –aunque José Mateos resulte poco guilleniano– el primer poema: “Como si tuvieran alma / habitar entre las cosas / –la silla, el lápiz, el vaso…– / y que las cosas no estorben, / como cuando / cae la nieve / y, entrando más en sí mismo, / el mundo desaparece”.
            “De prodigio y de nada” están hechos estos poemas de la primera sección del libro, “Tanta verdad”. Uno de ellos, el titulado “Para Luisa”, puede considerarse un microrrelato de fantasmas: “Estuviste conmigo / paseando la tarde / por el camino  blanco. / Después, / Volví a enterrarte”.
            “Lecturas” –glosas, homenajes– se titula la segunda sección del libro. Nietzsche, Vladimir Holan, Emily Dickinson, el romance del prisionero que no dice su canción “sino a quien conmigo va”, la Odisea, los Evangelios y un poema que parece reducirse al mínimo, como tantos otros del libro, y que quizá resulta el más inolvidable, “Tarde de verano leyendo a Chéjov”: “Si yo estuviera muerto, / hoy no podría / saborear mi infancia en estas uvas / y leerme en tu libro. / Todo es así de simple. / Y lo olvidamos”.
            “Apuntes del natural” nos hablan del hinojo, del girasol, del crisantemo, también de los estorninos, del jilguero, de la luciérnaga… Poemas hechos de un trazo, que nunca incurren en la obviedad, que nos permiten ver el mundo de otra manera, fijarnos en lo que nos pasa inadvertido.
            A la parnasiana y modernista écfrasis –recordemos a Manuel Machado– remiten los poemas de “Paseo por el museo del Prado”, que nada tienen sin embargo de la frialdad parnasiana o del sonsonete modernista. El gozo de vivir de Rubens: “Sabes que la alegría / no puede estarse quieta: / frunce las ropas, / contorsiona los cuerpos / y levanta / los brazos / como señal de asombro. / Otros miran el cieno y los gusanos, / y tú la exuberancia / de la vida que brota en cualquier parte”. El expresionismo de Goya: “Pintaré los murciélagos del odio / y los perros que tiñen de oscuridad y sangre / las páginas de Historia. / Pintaré mamarrachos y discordias. / Porque el mal que hace uno / es de un color que nos acusa a todos”.
            En la sección última, “Aquí y más allá”, junto a apuntes paisajísticos, se disimulan dos o tres espléndidos poemas de amor. Termina el libro con una “Canción de lo que está por decir”: “Palabra / aún por decir / que dice / y no dice, que sabe / lo que nunca se sabe”.
            En el prólogo, parafraseando a Bécquer, se refiere José Mateos a dos tipos de escritores: los que creen “en la palabra, en los nombres, en el lenguaje”, los que “hacen literatura y nunca salen de ella”, y los otros “para los que el lenguaje nunca es suficiente, que sienten que lo que tienen dentro, lo que tienen que decir, nunca podrá ser dicho con palabras, y van dando palos de ciego en los muros del idioma y abriendo a veces agujeritos por donde entra un hilo de claridad, un filillo de una luz que no parece de este mundo”.
            Esa luz “que no parece de este mundo” es la que ilumina la mayoría de sus canciones.  

sábado, 24 de diciembre de 2016

El enigma Feltrinelli


Senior Service. Biografía de un editor
Carlo Feltrinelli
Anagrama. Barcelona, 2016.

Pocos libros ofrecen en principio menos interés para el lector común que la biografía de un editor escrita por su hijo. Pocos libros, en cambio, más apasionantes que Senior Service, la biografía de Giangiacomo Feltrinelli escrita por su hijo Carlo, actual presidente del grupo Feltrinelli.
            Para entender la historia de una época clave, los años sesenta, los de los movimientos de liberación en el tercer mundo, los de la revolución cubana, los del terrorismo en Italia y Alemania, hay que leer este libro, que mucho tiene también de novela de suspense.
            En marzo de 1972, junto a un poste del tendido eléctrico cercano a Milán, aparece el cadáver de un hombre destrozado por una bomba. No tarda en averiguarse quién era: el editor, millonario, activista político, Giangiacomo Feltrinelli. ¿Cómo había llegado hasta allí? A esa pregunta trata de responder el autor de Senior Service, que entonces tenía diez años y cuya fotografía el padre llevaba en la cartera y fue uno de los indicios que sirvieron para reconocerle.
            Feltrinelli había nacido en 1926 –el mismo año que Fidel Castro, tan importante en su evolución ideológica– y su padre era uno de los principales financieros de la Italia de Mussolini. El padre murió joven, la relación con la madre, que pronto se volvió a casar, no fue nunca buena. Los primeros capítulos de Senior Service están dedicados a la novela familiar. Incluye fragmentos de las memorias de Giannalisa, la abuela paterna, nunca publicadas, todo un personaje. Más madrastra que madre, disputaría la herencia a su hijo y le sobreviviría largos años. Merecería otro libro, que no resultaría menos apasionante.
            El hombre que terminó muerto por la bomba que pensaba colocar, se enroló con los partisanos en plena adolescencia y desde siempre estuvo muy interesado por la historia del movimiento obrero. Creo en Milán la Biblioteca Feltrinelli, que en seguida se convirtió en un centro de referencia por la riqueza de su contenido documental.
            Aunque afiliado desde temprana edad al partido comunista, antes que militante político era empresario. En 1954 creó la editorial Feltrinelli, que no tardaría en llegar a ser una de las principales de Italia. Pronto le añadió una cadena de librerías y sus ideas novedosas sobre el negocio del libro todavía siguen teniendo validez.
            En 1957 tuvo lugar su primer gran éxito editorial, la publicación de la novela de Pasternak El doctor Zhivago. Las peripecias a que dio lugar la edición de ese libro constituyen otra novela, que Carlo Feltrinelli cuenta muy bien, con abundancia de datos inéditos. Se trata de una historia casi tan apasionante como la que cuenta Pasternak, una capítulo de la historia universal de la infamia y la estupidez. Y eso que apenas si se alude a la intervención de la CIA en la primera aparición de la edición rusa de la novela, la que en la exposición universal de Bruselas se distribuía desde el pabellón del Vaticano, situado frente al de la Unión Soviética.
            Otro gran éxito fue la aparición al año siguiente de El Gatopardo, la novela póstuma de Lampedusa, pero en este caso el autor tiene menos datos novedosos que ofrecer.
            Los capítulos dedicados a las visitas de Feltrinelli a Cuba y a sus encuentros con Fidel Castro resultan no menos apasionantes que los dedicados al caso Pasternak, un laborioso enredo que finalmente motivó su ruptura con el partido comunista italiano, demasiado burocratizado y obediente a los deseos de Moscú. El castrismo era otra cosa. Feltrinelli se dejó seducir por la figura del Barba Suprema, como le llama en alguna carta, aunque no deja de subrayar su carácter desmesurado e histriónico. El pretexto para el encuentro fue la posible publicación de una autobiografía de Fidel. Ambos se cayeron en gracia: el líder cubano en seguida se dio cuenta de lo útil que podría ser  aquel culto millonario italiano que quería poner su talento y su fortuna al servicio de la revolución; a Feltrinelli se le subió a la cabeza el hecho de charlar de tú a tú con un Jefe de Estado y poder intervenir en la historia del mundo.
            Desde 1967, año en que fue a Bolivia tras las huellas del Che y llegaría a ser detenido, se convirtió en un embajador oficioso de la revolución cubana y en uno de los principales financieros de la los movimientos revolucionarios europeos. Desde la perspectiva actual es fácil ver en qué se equivocaba. Carlo Feltrinelli se esfuerza por entender sus motivaciones, por no apresurarse a juzgar. El ilusionado mundo en ebullición de 1968 no era el mundo de hoy.
            En 1969, tras los atentados de Piazza Fontana en Milán, Feltrinelli pasó a la clandestinidad. Comenzó a difundirse el rumor de que estaba tras ellos y temió ser detenido. Pronto se supo que los autores eran neofascistas.
            Feltrinelli fue uno de los protagonistas de los “años de plomo” italianos. Creía que se preparaba un golpe de Estado y que la única manera de evitarlo consistía en la lucha armada. En uno de los primeros atentados de las Brigadas Rojas, la pistola utilizada había sido comprada por él. Creó su propio grupúsculo de acción directa. Y no se limitó a dirigirlo, como bien sabemos por su final.
            Era un hombre contradictorio que se casó cuatro veces, que gustaba de la buena vida, que posó como modelo en una revista de moda masculina, que dirigía con tino y mano firme sus negocios, que le escribía conmovedoras cartas a su hijo mientras estaba en la clandestinidad.
            Carlo Feltrinelli –a la vez que recrea las ilusiones y las contradicciones de un mundo que nos parece remoto, pero que es de ayer mismo y resulta imprescindible para entender el mundo de hoy– nos cuenta, con rigor y objetividad, con sus luces y sus sombras, la enigmática historia de un personaje extraordinario. También con contenida emoción. No en vano se trataba de su padre.

            

sábado, 17 de diciembre de 2016

Curzio Malaparte entre Moscú y Capri


Baile en el Kremlin y otras historias
Curzio Malaparte
Traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona
Tusquets. Barcelona, 2016.

            En 1929, Curzio Malaparte, director de La Stampa, uno los diarios más prestigiosos de la Italia fascista, pasó unas semanas en la Unión Soviética, país que entonces fascinaba a los intelectuales y también, extrañamente, a Mussolini. Las crónicas que envió desde se reunieron en el libro Inteligencia de Lenin y la experiencia rusa le serviría para algunas de sus más destacadas obras, como Técnica del golpe de Estado o El Volga nace en Europa.
            No contento con ello, mucho tiempo después, quiso continuar el éxito de Kaput y de La piel, con Baile en el Kremlin, novela-reportaje que volvía sobre el filón de aquellas al parecer inagotables experiencias moscovitas.
            Aunque en 1948 firmó un sustancioso contrato con Gallimard, aunque trabajó en él durante años, Curzio Malaparte no fue capaz de concluir Baile en el Kremlin. Su intención era convertirse nada menos que en el Marcel Proust de la nueva sociedad creada tras la revolución soviética. En su opinión, había dado lugar, como en el caso de la revolución francesa, a una nueva aristocracia, con Stalin ocupando el papel de Bonaparte. Otros de los títulos que barajó para la nueva novela eran Du côté de chez Stalin o Las princesas de Moscú.
            Lo que queda de aquel empeño –un prólogo y cinco capítulos– constituye la primera parte de Baile en el Kremlin y otras historias, un volumen heterogéneo que necesitaría algunas precisiones más que las que ofrece Enrico Falqui en el desganado epílogo.
            ¿Lo que queda? La edición italiana de Il ballo al Kremlino, publicada en  2012 al cuidado de Raffaella Rodondi, lleva el subtítulo de “Materiale per un romanzo” y ocupa más de cuatrocientas páginas; la española, no llega a las cien.
            Insiste Malaparte –como en Kaput, como en La piel– en la veracidad de sus imaginaciones: “En esta novela, que es un fiel retrato de la nobleza marxista de la Unión Soviética, de la haute société comunista de Moscú, todo es real: las personas, los hechos, las cosas, los lugares. Los personajes no son hijos de la fantasía del autor, sino que están retratados del natural y tienen su propio nombre, su propio rostro, sus propias palabras, sus propios gestos”.
            Pero los biógrafos de Malaparte, el más reciente Maurizio Serra, han demostrado que el escritor no llegó a conocer personalmente a algunos de los más destacados personajes de su libro, que no siempre estuvo donde dice que estuvo, que buena parte de lo que cuenta como experiencia personal son experiencias que le ocurrieron a otros.
            Curzio Malaparte fue un brillante mixtificador, capaz de ser fascista y antifascista, comunista y anticomunista, según conviniera en cada momento. Se inventó un personaje en sus libros, casi siempre de apariencia autobiográfica, y fuera de los libros.
            Baile en el Kremlin estaba condenado al fracaso. Proust convivió toda su vida–era uno de ellos– con la sociedad que retrata En busca del tiempo perdido; Malaparte estuvo en Rusia poco más de un mes y aunque su capacidad para convertir un gramo de experiencia en un kilogramo de literatura resultaba proverbial no fue capaz de superar el titánico empeño que se había propuesto.
            Una tragedia italiana, también incluida en este volumen, representa otro de sus fracasos. Se trata de una novela que comenzó a publicarse por entregas a lo largo de 1939 y que quedó incompleta. En este caso se trataba de hacer un análisis de la nueva sociedad creada por el fascismo y el modelo de Proust –Malaparte siempre aspiró a emularle, como luego Truman Capote– se entremezcla con ciertas técnicas propias de la novela intelectual, a lo Aldous Huxley, y de la novela policial.
            En el resto del volumen alternan los cuentos, como “Los cazadores de moscas”, con fragmentos sin demasiado sentido y quizá prescindibles (su lugar más adecuado sería el apéndice de algún estudio sobre el autor). “El ídolo” se inicia como un convencional relato realista sobre un oficial y una veintena de soldados que, en el verano de 1943, han de defender la costa calabresa de un desembarco inglés;  poco a poco se va convirtiendo en una parábola sobre el absurdo y el sinsentido del régimen mussoliniano.
            Comienza Baile en el Kremlin con una suntuosa recepción en la embajada inglesa de Moscú; termina con unas desoladas páginas autobiográficas: “Mi madre había muerto hacía poco y yo, siguiendo sus deseos, había decidido no regresar a París. Me encerré en mi casa de Massullo, en Capri, y traté de escribir, de trabajar, de acabar el libro que había empezado en Jouy-en-Josas”. Lo que queda de ese libro que no fue capaz de escribir (“Pero algo se había quebrado en mí, algo se había apagado en mi cabeza”), junto a los restos, a veces deslumbrantes –como las dos páginas dedicadas a Nápoles en “La muerte en Capri”–, de otros fracasos, es lo que podemos leer en este volumen, tan descortésmente editado (un ejemplo de lo que André Schiffrin llamó “la edición sin editores”).
            Se trata de una recopilación que quizá solo tiene sentido traducir, cuando estén accesibles para el lector español las principales obras de Curzio Malaparte, como una una propina para sus admiradores más fieles.

sábado, 10 de diciembre de 2016

Buero Vallejo y Vicente Soto, vidas cruzadas


Cartas boca arriba. Correspondencia (1954-2000)
Antonio Buero Vallejo / Vicente Soto
Fundación Banco Santander. Madrid, 2016.

 Los epistolarios entre escritores suelen tener fundamentalmente un valor documental. Son útiles para el biógrafo o el estudioso, pero a menudo carecen de interés para el lector común. No es el caso de Cartas boca arriba, el volumen que contiene la correspondencia intercambiada a lo largo de medio siglo entre el dramaturgo Antonio Buero Vallejo y el narrador Vicente Soto.
            Se conocieron a finales de los cuarenta en una tertulia que se reunía en el Café Lisboa, cercano a la Puerta del Sol. No fueron los únicos integrantes de la tertulia que alcanzaron renombre posterior. El novelista Francisco García Pavón, el lingüista (y poeta) Emilio Alarcos, el editor Arturo del Hoyo o el reciente Premio Nacional de las Letra, Juan Eduardo Zúñiga, el único que sigue vivo, fueron otros de los contertulios. Casi todos ellos eran republicanos que capeaban como podían las exigencias del nuevo régimen. Buero llegó a la tertulia recién salido del penal de Ocaña; tras la guerra civil, había llegado a estar condenado a muerte.
            Las trayectorias literarias del dramaturgo y el narrador fueron muy disímiles. El primero, como es bien sabido, tras el rotundo éxito de Historia de una escalera, no tardó en convertirse en la figura más prestigiosa del teatro español de posguerra; el segundo, estuvo siempre en segundo plano, a pesar del premio Nadal que se le concedió en 1967 a su novela La zancada.
            Vicente Soto se trasladó a vivir a Londres en 1954. Ese alejamiento de la escena literaria española puede explicar que no se le considerara nunca del todo “uno de los nuestros”; este epistolario da buena cuenta de sus constantes esfuerzos por lograr el sitio que creía merecer. 
            Visto de cerca, el éxito creciente de Buero Vallejo –desde el premio Lope de Vega hasta el Cervantes– no fue tal, también tuvo sus altibajos. En las cartas se lamenta con frecuencia del escaso eco de su teatro en el extranjero y de la pronta desatención –luego convertida en rechazo– por parte de los más jóvenes y de la crítica de izquierdas. Pocas cosas le dolían tanto como que se tildara al suyo de teatro burgués, complaciente con el régimen. En una carta de junio del 69, cuenta que “un grupo de gilipollas que despotrican contra la sociedad de consumo mientras consumen con la ayuda de sus acomodados papás”, durante una representación en el Teatro Oficial de Cámara y Ensayo, lanzó unas octavillas en las que se leía: “Estamos hartos de los Casona, los Buero, los Paso”.
            Pero no solo para la historia del teatro tiene interés este libro. Se lee también como una novela de dos personajes muy disímiles, pero complementarios. Vicente Soto está lleno de energía y entusiasmo; se ocupa no solo de promocionar su obra, sino también la de Buero, al que continuamente ofrece ideas para nuevos dramas (a él se debe, entre otros, el germen inicial de El sueño de la razón). Buero Vallejo pasa por continuos estados de desánimo. Comentado una de sus depresiones,  escribe: “Pero, brutalmente dicho, la cosa es grave: no hay ganas de vivir”.
            Una novela psicológica puede considerarse este epistolario y también una novela costumbrista. La primera carta de Vicente Soto –de 1954, cuando lleva tres meses fuera de España– es una loa a Inglaterra, un país del que se ha enamorado a primera vista. Pocos años después lo que le aterra es la posibilidad de que sus hijos y sus nietos sean ingleses. El deslumbrante paraíso se ha convertido en todo lo contrario: “Es horrible la muerte organizada de aquí, las viejas y los clubs de viejas de aquí, los salmos puritanos y las latas de carne vitaminada para los gatos, las herencias que se dejan a gatos, el monólogo de antropólogo que el inglés se pone para juzgar a pueblos que le dan sopas con honda, Bertrand Russell haciendo el idiota y sentándose en las aceras, la propaganda martilleante para forjar todo lo que no tienen (comenzando por la idea de la familia y terminando por la democracia)”.
            El largo análisis que Soto dedica al fenómenos de los Beatles –“cuatro cretinos con flequillo”– es quizá lo más divertido del volumen. Resulta tan desatinado  como cuando advierte al dramaturgo en 1958: “Te supongo enterado de que la televisión se ha cargado del modo más espectacular y catastrófico a la industria del cine. Es ya un hecho”.
            Francisco García Pavón, el creador de la novela policíaca a la española, otro de los integrantes de la vieja tertulia del Lisboa, es presencia contante en estas páginas, pero como antagonista al que ridiculizar (incluso se le cambia el nombre y se le llama “Pavorro”): se le acusa de ambicioso, de adulador, de intrigante.
            Novela costumbrista, novela psicológica, historia e intrahistoria de unos años cruciales de la vida española, todo eso son estas Cartas boca arriba, ejemplarmente editadas por Domingo Ródenas: evita las notas que interrumpen la lectura, las divide en cinco partes que se corresponden con otras tantas etapas, nos da los datos esenciales en un breve prólogo y en la introducción a cada una de esas partes. Hace lo que debe hacer un buen editor y olvidan tan a menudo los críticos académicos: ponerse al servicio del texto y no convertirlo en un pretexto para lucir su erudición.
            El teatro de Buero Vallejo entró muy pronto en la historia del teatro español y muy pronto también, demasiado pronto, comenzó a ser historia antigua, cosa de otro tiempo. Del dolor que tal hecho dejó a su autor deja constancia este libro. Y de muchas cosas más, importantes unas, pequeñeces que dan color a una época otras. No se trata de una miscelánea menor, sino de una obra principal que añadir a la bibliografía de Buero Vallejo, de Vicente Soto y a la más estricta selección de los grandes epistolarios españoles.

martes, 6 de diciembre de 2016

Vicente Gallego, alacrán y nube


Cantó un pájaro
Antología esencial 2002-2016
Vicente Gallego.
Fondo de Cultura Económica. Madrid, 2016.

No es Vicente Gallego el único caso de un poeta que reniega de su poesía primera, a pesar del éxito entre crítica y lectores; el ejemplo de Juan Ramón Jiménez nos viene de inmediato a la memoria.
            Desde 1988, en que publica La luz de otra manera, Vicente Gallego se convierte en uno de los más destacados nombres de la generación de los ochenta, que él contribuye en buena medida a definir y consolidar. Otro libro suyo, La plata de los días (1996) es considerado por muchos como uno de los más emblemáticos de esa generación, que vino a romper con el hermetismo y el culturalismo de los novísimos para enlazar con la poesía elegíaca y cotidiana de los poetas del cincuenta.
            Al reunir su poesía en El sueño verdadero (2003), ya Vicente Gallego efectuó una radical poda y reescritura. Ahora en Cantó un pájaro llega más allá y reniega de su etapa inicial por completo. Se debe ello no solo a un cambio de su orientación estética, sino a algo más profundo: una auténtica conversión vital, que Antonio Moreno nos explicita en unas páginas que aúnan la complicidad amical con la inteligencia crítica.
            La nueva etapa comienza a insinuarse en Santa deriva (2002) y por eso tal libro forma parte de las dos recopilaciones, aunque en la segunda aparezca solo con unos pocos poemas muy revisados (o “revividos”, como diría Juan Ramón Jiménez).
            Basta comparar el primer poema del libro en una y otra versión para darse cuenta del sentido de los cambios. Los veintidós versos de “Delicuescencia” se reducen exactamente a la mitad. El poeta ha tachado todo lo que le parecía redundante, incluso versos que algún lector echará de menos: “Delicuescencia pura y noble sois, / blancas nubes serenas, / felicidad sin causa / bajo el cobre encendido de este sol impasible”. Pero el poema gana reducido a lo esencial, sin la más mínima grasa retórica.      Y el experimento podemos hacerlo con cualquier otro de los poemas de ese libro. En la versión inicial de “Escuchando la música sacra de Vivaldi”, la estrofa primera decía así: “Como agua bendita, / como santo rocío tras la noche de fiebre / lava el alma esta música con su perdón sincero, / fluyente arquitectura que en el aire vertebra / la ilusión de otra vida /salvada ya para gozar la gloria / de un magnánimo dios”. Ahora toda esa hermosa tirada de versos queda reducida a los tres primeros. ¿Para qué más? Pero hace falta mucho valor para atreverse a tachar versos que han tenido entusiasta aceptación.
            El renacido Vicente Gallego –más próximo al magisterio de César Simón que al de Claudio Rodríguez, contra lo que pudiera parecer–  es un poeta de la naturaleza sin historia, del puro gozo de existir. Lo que él canta es lo que tienen en común el alacrán y la nube, el hombre y las hierbas del campo. El tono elegíaco –tan característico de su poesía anterior– ha sido sustituido por el hímnico: en su nueva visión la muerte parece ser otro de los nombres de la vida y el tiempo la versión de andar por casa de la eternidad.
            En libros como Para caer en sí (Diálogos en torno a la palabra de Nisargadatta Maharaj) ha explicitado Vicente Gallego el fundamento doctrinal, teológico podríamos decir, de su nueva actitud ante la vida (que no le impide, sin embargo, mantener sus contactos literarios y seguir coleccionando importantes galardones). Pero esas elucubraciones, confusamente sofísticas y ajenas al pensamiento racional, ni añaden ni quitan nada a los poemas, como tampoco lo hacen los comentarios de San Juan de la Cruz a la “Llama de amor viva” o al “Cántico espiritual”.
            Los mejores poemas de Vicente Gallego deben mucho a la intensidad del haiku. El poeta mira las cosas cotidianas y nos las hace ver de otra manera: “Una esquirla de sol / he encendido la mesa. / La cuchara está viva / tintinea en la taza. / Cuando no hay nada más, / cómo huele el poleo, / qué blancura el mantel”.
            Los poemas en prosa de Cuaderno de brotes se encuentran en la misma línea: “Tembloroso de hormigas, ebrio de soles, sumergido entre líquenes, este tronco se pudre. Quiero decir que su corteza se hermana con el suelo y llena el vientre del planeta, mientras aún su corazón, asomado a la noche, se está desposando con la luna. Belleza, podredumbre, ¿de qué hablamos? Una sola palabra, una, bastaría para cantar. Feliz el que enmudece ante sí mismo”.
            En el nuevo Vicente Gallego disuenan los poemas de desarrollo anecdótico y por eso sobran quizá textos en prosa como “Mercedes”, próximo al cuento, o el poema que sobre la muerte de San Juan de la Cruz.
            El mejor Vicente Gallego nos habla del humo de la leña, del caer de una hoja, del escorpión como un candelabro bajo el sol que achicharra y de la brizna de hierba que basta para salvarnos. Hay otro, un reiterado predicador, un converso a orientales y oscuras evidencias, que interesa bastante menos (y que a veces no acabamos de creernos), pero que se salva en los poemas más breves, cuando se limita a asombrarse ante la maravilla del mundo o a insinuar una verdad radical que no necesita de explicaciones.
           

            

sábado, 3 de diciembre de 2016

Lêdo Ivo, infancia y confesiones


Isla de mí. Prosa escogida.
Lêdo Ivo
Edición de Martín López-Vega
Saltadera. Oviedo, 2016.

En sus últimos años, el poeta brasileño Lêdo Ivo (1918-2012) estuvo muy ligado a España, hasta el punto de que algunos de sus libros se publicaron en nuestro país antes que en el suyo. La traducción de esos libros –Calima, Aurora y Relámpago, este último ya póstumo– estuvo a cargo del también poeta Martín López-Vega, quien ahora nos ofrece una selección de la prosa autobiográfica y crítica del escritor.
            Isla de mí –el título se debe al traductor y editor– es uno de esas obras misceláneas, desiguales y llenas de encanto. Comienza con una pequeña obra maestra, “Álbum de familia”, memorias de infancia y adolescencia que ponen en pie un mundo mítico que nos recuerda a los grandes narradores del realismo mágico. Es el texto más extenso y solo por sí mismo justificaría el volumen.
            Pero no todos los textos de la primera parte, “Raíz”, están a la misma altura. Algunos parecen solo prescindibles apuntes costumbristas, como el titulado “Lágrima y adulterio”, que comienza con una de esas afirmaciones rotundas y falsas que tanto abundan en los memorialistas cuando contraponen el hoy al ayer de su juventud: “La vida actual ha matado a la muerte. Ya nadie llora en los entierros”. La segunda frase solo es cierta si se refiere al llanto venal de las plañideras; la primera es una falsedad, salvo que se interprete muy metafóricamente.
            Lêdo Ivo no es un pensador y sería erróneo por eso leer como análisis del mundo contemporáneo el capítulo “Poesía y globalización”, que cierra el volumen. Habla en él de sí mismo, no de una realidad que ha dejado de entender: “Siento que, en el inesperado e indeseado rito de paso de la galaxia Gutemberg a la edición electrónica e Internet, mi identidad se deshace o se deshoja. Dejo de ser yo mismo. Es como si tuviera que ser por fuerza fragmentado o incluso descuartizado para alcanzar el otro lado del río”.
            Martín López-Vega, que conoció al escritor en los últimos años y le acompañó a menudo en sus paseos por Madrid, indica en el prólogo que este libro constituye un fiel reflejo de lo que era la conversación del anciano poeta, caracterizada por “su curiosidad ilimitada, su gusto por la historia bien contada que no desprecia los géneros menores como el chiste o el cotilleo”.
            Los recuerdos de la iniciación literaria, de las primeras lecturas absorbentes, de los escritores que admiró y trató en su adolescencia, se encuentran no solo en la primera parte del libro, sino también dispersos por las otras dos.
            “Archipiélago” reúne los textos breves que oscilan entre el aforismo y la ocurrencia, el apunte autobiográfico y el mínimo poema en prosa. Algunos ejemplos: “Verano. El mar canta como una cigarra”, “Inteligencia, disfraz del instinto”, “Dios no es teólogo”, “Quien muere mata a la muerte”, “Los hombres son perros que lamen los huesos del día”, “Soy lo que el lenguaje me permite ser”.
            La tercera parte, “Constelación”, reúne textos relacionados con la crítica literaria. Pero Lêdo Ivo no es un profesor, ni un aséptico estudioso. Nos habla siempre desde su perspectiva de lector. Se ocupe de Kafka o de Dostoyevski, a los que obviamente no pudo haber conocido, de Ungaretti o de Clarice Lispector, con los que tuvo trato personal, acierta siempre a darnos un punto de vista inédito en el que no faltan las referencia autobiográficas.
            Con la obra miscelánea y aparentemente menor de uno de los poetas mayores de nuestro tiempo –Confesiones de un poeta, El último de la clase, Poesía observada, El ayudante del mentiroso--, ha construido Martín López-Vega un libro nuevo, un “autorretrato en teselas”, que se lee como quien escucha la fascinante conversación de un anciano en la que no importan mucho ni algunas repeticiones (que son como los ritornelos de la música) ni las diatribas contra una realidad, la del mundo contemporáneo, que no acaba de entender del todo. Importan más la experiencia leída, la sabiduría vivida, el inagotable encanto.