sábado, 27 de febrero de 2016

Luis García Montero y la muerte de la poesía


Balada en la muerte de la poesía
Ilustraciones de Juan Vida
Luis García Montero
Visor. Madrid, 2016.

La muerte de la poesía, como la muerte de la novela (o de la literatura en general), es uno de esos tópicos que gozan de buena salud y siempre están listos para servir de tema a los articulistas apresurados.
            Luis García Montero, uno de los nombres imprescindibles, no solo en la poesía, también en el debate intelectual de las últimas décadas, le dedica a esa improbable muerte (“la poesía es inmortal y pobre” escribió Borges) un largo poema en prosa que algo tiene de ejercicio de estilo, de compendio de su manera de hacer, de juego de alusiones y elusiones con la memoria del lector.
            Musical y anafórica, llena de versos camuflados, esta balada –el género romántico por excelencia– se divide en veintidós breves capítulos. Hay un sustrato narrativo, realista: la muerte de la poesía (como la de cualquier ilustre personaje ya un tanto olvidado) se anuncia en televisión, se constata que fue un accidente, se avisa a familiares y amigos, se vela su cadáver en el tanatorio, se celebra el entierro.
            Un escenario urbano, casi de novela negra, y un lenguaje lleno de continuas sorpresas expresivas: “En la esquina del tarde y el pronto suceden la mayoría de los hechos. Se han registrado huellas digitales, hojas secas, un cuervo, un número de teléfono escrito a toda velocidad en una multa de tráfico, un kilómetro cansado de su propia distancia, una corona rota, un rumor de agua que parecía una conversación, un libro sucio y el plano de una ciudad mal doblada. Había muchas cosas, pero ningún signo de violencia”.
            Las frases coloquiales (“¿A qué hora es el entierro?”) alternan con otras convencionalmente poéticas: “el delantal sucio de la misericordia”,  “los desnudos que ruedan abrazados como un planeta en la noche del universo”.
            La poesía que ha muerto es la de hoy y la de ayer: “Estás muerto, Lucrecio, amigo mío, ya no sirve tu meditación y la nada vuelve hoy a su vertedero, y los peces muerden ciegos el cuerpo del ahogado”. Está muerto el autor de De rerum natura, también Manrique y Baudelaire y todos los poetas que en el mundo han sido. Muertos los poetas, el mundo pierde su magia y su misterio. Muerta la poesía, mueren los poemas y antes de hacerlo llaman por teléfono del autor de esta balada, que se niega a contestar: “Me llama el río Tajo. En el buzón se graba la soledad amena de un mensaje. Llama después la vida retirada, los lagartos que lloran y la niña más bella de nuestro lugar. Llama el amor constante para decir que no arde más allá de la muerte”.
            Alusiones a versos de Garcilaso, Fray Luis, Lorca, Góngora, Quevedo, como en el fragmento final se encadenan títulos de libros Alberti, Salinas, Cernuda, Gil de Biedma, Ángel González, Luis Rosales: “A puerta cerrada abro un cuaderno (…) y empiezo a escribir estos retornos de lo vivo lejano, este largo lamento, esta desolación de la quimera, estos poemas póstumos, estas palabras sin esperanza y con convencimiento, esta casa encendida, esta balada en la muerte de la poesía”.
            Balada en la muerte de la poesía homenajea también, en el título y en una de las partes, a la más famosa balada, la de Oscar Wilde: “Todos los hombres matan lo que aman”. Es el libro de un excelente lector de poesía y ofrece abundante materia para el comentario de texto en las clases y en los talleres de literatura, pero no acabamos de ver su intención más allá de un brillante, aunque un tanto tendente al amaneramiento, ejercicio de estilo.
            En el artículo “Las preguntas del Fénix”, que acompaña al libro como hoja promocional, García Montero se muestra más explicito. Habla de dos momentos en la historia reciente de la poesía; uno cuando, como reacción a “la sociedad utilitaria que condenó todo aquello que no se confundiese de manera inmediata con una mercancía”, se refugió en el hermetismo; el otro, el de ahora mismo, cuando banalizada en las redes sociales y en las lecturas en los bares, comienza a tener éxito comercial.
            En la prosa argumentativa del artículo, como en la prosa poética de la balada, García Montero gusta de hacer frases que suenan bien, pero en las que no conviene indagar demasiado: “La poesía reclama ahora lentitud y conciencia melancólica para salvar el significado de las sirenas de un corazón publicitario”.
            Para decirlo “en román paladino / con el cual suele el pueblo fablar con su vecino”, como quería Berceo: la poesía sigue gozando de una mala salud de hierro. Si los malos poetas (tan abundantes ahora como en cualquier otra época) no han podido acabar con ella, nada podrá hacerlo. Unas veces, antes y ahora, tiene la coquetería de ser oscura y otras el descaro de ser clara, de susurrar su secreto a unos pocos o de hablarles a todos. Y no siempre gusta de ir de la mano del veterano poeta que, como García Montero, se las sabe todas, sino que a veces se encuentra más a gusto con los balbuceos ingenuos del que empieza. Porque la poesía es literatura, pero no se conforma con ser solo buena literatura.

sábado, 20 de febrero de 2016

¿Qué hay de nuevo en poesía?


Re-generación. Antología de poesía española (200-2015)
Selección de José Luis Morante
Valparaíso ediciones. Granada, 2016.

¿Juventud y novedad van siempre unidas? En literatura, en el arte en general, no siempre es así. Estéticamente se nace viejo y luego se vuelve uno joven, aunque no en todos los casos.
            Re-generación, la antología preparada por José Luis Morante, ejemplifica a la perfección lo que acabamos de decir. Incluye a poetas nacidos entre 1980 y 1993 que comenzaron a publicar ya en el siglo XXI: de 2002 son los primeros libros de Elena Medel y Javier Vela.
            Lo primero que llama la atención es que se trata de poetas escasamente rupturistas, muy respetuosos por lo general con sus maestros inmediatos. Fernando Valverde, el que inicia la antología, es un muy correcto epígono de Luis García Montero, de quien ha aprendido a entremezclar coloquialismo y audacia expresiva, denuncia y sentimentalidad. Los sonetos de Rodrigo Olay o Xaime Martínez continúan la estela de Luis Alberto de Cuenca. También cercano a él se encuentra el desenfado de Diego Álvarez Miguel, quien en “Enciendo la luz de la mesita” homenajea al postismo y a Carlos Edmundo de Ory.
            Quizá el poeta que ejemplifica mejor esta línea neotradicional es precisamente Rodrigo Olay, quien tras el brillante soneto a la manera de Luis Alberto de Cuenca publica un poema enumerativo muy en la línea de Miguel d’Ors. Él mismo ironiza sobre los reparos que pueden hacerse a esta línea suya, entre el pastiche y el homenaje, en una décima en que cita, por este orden, a Borges, d’Ors, Almuzara, Piquero, Luis Alberto, González, Botas, los Machado.
            No menos respetuosa con la tradición resulta la poesía de Javier Vela, en la que tampoco faltan los explícitos homenajes (reescribe el “Beatus ille” horaciano en “El usurero”), pero en quien ya encontramos una voz madura y personal.
            Notable resulta el culturalismo de Francisco José Martínez Morán, con su inevitable homenaje a Hopper, y el ejercicio de síntesis de su “Ceremonia pictórica”: “Desata la galerna, William Turner. / Retrata el equilibrio, Boticelli. / Viérteme en los pinceles, Claude Monet…”
            No faltan los poemas en los que se homenajea a escritores: Rubén Martín Díaz reescribe a un cuento de Borges (“Nuevo encuentro con Ulrica”) y José Alcaraz a Thomas Merton. Poetas culturalista, a veces con ironía (como en el caso de Aitor Francos), en los que raras veces sorprende algún desliz, como la relación de Valente con Lisboa (en un poema de María Alcantarilla) o el que Martha Asunción Alonso titule “Castilla” y lo convierta en un homenaje a Antonio Machado un poema que habla de Ponferrada.
            En esta línea de poetas cultos (en la tradición de la poesía meditativa se incluye Pablo Núñez) y de aplicados aprendices, a ratos un tanto ingenuos, disuena la poesía de Elvira Sastre, mucho menos literaria, más ligada al recitado en nocturnos locales alternativos (de ahí su gusto por la anáfora: véase su poema “Yo no quiero ser recuerdo”) y a la inmediatez panfletaria de la canción protesta: en “Un país de poetas” habla de “capitalismo devorador”, “una mujer con una pensión de mierda”, “el pueblo nunca miente”.
            Pablo Fidalgo Lareo, también hombre de teatro, se inclina por la poesía narrativa, mientras que Ben Clark ha aprendido de ciertos poetas de lengua inglesa (de los que es buen traductor) a evitar el verbalismo tan ligado a nuestra tradición. No lo consigue del todo Miguel Floriano, pero se agradece el espesor lingüístico de sus versos frente a la chatura expresiva de tantos otros.
            José Luis Morante comienza su sumaria introducción, de la que esperariamos un mayor rigor crítico y menos atenerse a la convencional glosa del currículum de cada poeta, con una referencia a “la profunda conexión entre el momento poético más reciente y la crecida digital”. No se nota demasiado esa conexión, a no ser que aluda a que Diego Álvarez Miguel titula un poeta “Google maps” y Javier Temprado Blanquer comente en otro que “lee las noticias en Internet”.
            ¿Supuso algún cambio el que la poesía pasara de difundirse mediante manuscritos (incluso tiempo después de inventarse la imprenta) a hacerlo de forma impresa? ¿Cambia el libro electrónico la manera de escribir novelas, un blog personal la manera de escribir poemas? José Luis Morante y los periodistas más apresurados parecen pensar que sí.  No entienden que “nativo digital” es solo una metáfora que no hay que tomar al pie de la letra: un recién nacido de hoy no está más adaptado al mundo digital que uno nacido hace cien años.
            Cambian los tiempos, la sociología influye en la poesía, como no podía ser de otra manera, pero la historia de la literatura tiene un ritmo distinto al de la historia general. La difusión, el impacto de unos pocos de estos jóvenes poetas (pensemos en Luna Miguel,, un nombre a tener muy en cuenta) no sería el mismo sin Internet, pero la mayoría de ellos habría escrito exactamente lo mismo sin ella, pero no (pienso ahora en uno de los poetas que más me interesan, Constantino Molina) sin la lectura de Alberto Caeiro o de Eloy Sánchez Rosillo.
           

            

sábado, 13 de febrero de 2016

Juan Manuel Bonet, postales y nostalgias


Via Labirinto
Juan Manuel Bonet
La Veleta. Granada, 2015.

Juan Manuel Bonet, crítico de arte, minucioso historiador de las vanguardias históricas, era un poeta de obra escasa: menos de media docena de libros, que a veces no pasaban de folletos, en más desde treinta años, desde la publicación de La patria oscura (1983). Sorprenderán por ello a la mayoría de sus lectores las más de trescientas páginas de su poesía completa. Esa sorpresa, tras la lectura, no resulta enteramente positiva. Hay poetas que aprovechan la recopilación de su obra para podar, eliminar ramas muertas, dejar caer algunas hojas secas. Juan Manuel Bonet ha preferido vaciar los cajones, recuperar textos perdidos en viejas revistas juveniles, en el catálogo de alguna exposición y en reducidas ediciones con artistas.
            “Postales” titula una de las nuevas series; “Poesía de circunstancias”, otra. En “Nord-Sud” aparecen, junto a los poemas, las fotografías de Bernard Plosu que glosan. “Estas no son ilustraciones a los poemas –indica el autor en las notas finales–, sino que estos nacen de la contemplación de las fotos… y deben ir por siempre unidos a ellas”. Lo mismo podría decirse de buena parte de la obra lírica de Bonet: no parece sostenerse por sí misma, necesita la imagen que le sirve de pretexto.
            El mejor Bonet, el Bonet que aporta un tono nuevo a la poesía española del momento, está en La patria oscura y en las notas diarísticas, muchas de ellas verdaderos poemas, de La ronda de los días. Es un poeta que escribe con el lenguaje de la ensoñación y de la melancolía, que rescata a olvidados poetas crepusculares como Fernando Fortún o Andrés González-Blanco (el de los Poemas de provincia, un título tan bonetiano), que juega a dejar en el poema la impresión de la vida que pasa, o que parece pasar sin apenas dejar más huella que la fugitiva sombra en la pared: “Escribir –como si nada fuera importante– / el sencillo irse de las horas / sentado en la terraza de un café / de una provincia española. / Escribir, como si estuviera escrito / que el ruido de esas tazas sobre el mármol / tuviera que pasar al arroyo claro / de unos versos. / Escribir, como si nada fuera”.
            Bonet gusta de reducir al mínimo sus poemas, tan al mínimo que a veces parecen más los ingredientes para un poema que un verdadero poema, de ahí que su recurso literario preferido sean las enumeraciones. Pero en los mejores casos dos o tres pinceladas le bastan para crear una atmósfera inconfundiblemente suya.
            Al mundo de la provincia, le siguió el de la Europa de entreguerras. En su libro Praga se inventó un heterónimo checo, Pavel Hrádok, que escribe exactamente igual que él: “Mueren las farolas amarillas en la cuesta del Castillo / el recuerdo de las pinturas de Jakub Schikaneder / cantor de las horas foscas / los versos otoñales de Frantisek Halas / los lentos pianos incendiados / los trenes en la noche / los bosques centrales de la melancolía…”
            Polonia-Noche reúne los poemas dedicados a otra de sus patrias. Incluye en ese libro su versión de un poema vanguardista de Józef Czechowicz (1903-1039), que disuena por su extensión de la brevedad de los poemas propios, a menudo simples apuntes: “Contra el atardecer, / sobre el verdín / del estanque, el dibujo / que trazan los patos”.
            El modo de hacer de Juan Manuel Bonet lleva a que sus apuntes diarísticos superen a veces a los propios poemas, en exceso minimalistas. Él mismo nos ofrece el mejor ejemplo en las notas finales, tan precisamente imprecisas: habla –por ejemplo– de “una tercera de ABC que se ha reproducido varias veces” sin indicar fecha ni dónde. El poema “Noche de primavera en Jaime Vera”, no incluido en La patria oscura, nos dice que surgió a la vez que una de las anotaciones de La ronda de los días: “Escribir poesía. Me parece importante subrayar ese tiempo durante el cual el poema no está escrito, pero ya está ahí. Una conversación por la noche, en verano, con las ventanas abiertas. Crees que echa a llover y lo comentas. Al cabo de un rato, sí, llueve de verdad, torrencialmente. En ese mismo instante comienza a abrirse paso el poema. El poema, como una súbita claridad, un instante preciso, una iluminación en la sombra. Durante un tiempo, esa claridad o convencimiento del poema estarán ahí, rondando. En un momento dado, lo escribirás. Será importante entonces, será fundamental conservar fresco el motivo, la claridad hecha alrededor de un instante, de una cosa, de un rostro, de una ciudad, de un tiempo pasado o cercano, propio o ajeno, de un libro, de un olor”.
            Con buen criterio, en La patria oscura dejó fuera el poema que surgió entonces. Lo recupera ahora que la capacidad autocrítica ha desaparecido para ser sustituida por el afán recopilador: “No es la lluvia. Son los árboles. / Son ellos, sí. Único rumor / en la noche cantan. Pueblan la cálida, / doméstica primavera. Callamos / por escuchar su paso, su volver, / su brisa de presagio. Y en el silencio / no tarda en alzarse / la verdadera lluvia que anunciaban”.
            Via Labirinto  es una calle de Siracusa: (“metáfora de la ciudad, / ¿y no también de cualquier vida?”) y el título más apropiado para un libro que nos invita a perdernos en neblinosos lugares, librerías de viejo, viñetas ultramarinas, resonancias crepusculares y nostalgias ultraístas.

            

sábado, 6 de febrero de 2016

La poesía de Carlos Sahagún


Poesías completas (1957-2000)
Carlos Sahagún
Sevilla. Renacimiento, 2015.

Gil de Biedma es el caso más conocido, pero no el único. ¿Qué le lleva a un poeta, a un poeta notable, apreciado por la crítica y el público, a dejar de escribir en un determinado momento? No lo sabemos, pero eso nos indica que la poesía no es una actividad como las otras, que el oficio y la voluntad tienen en ella un papel menor.
            Primer y último oficio tituló Carlos Sahagún (Onil, Alicante, 1938) su último libro, aparecido en 1979. Desde entonces, hasta su reciente muerte, publicó muy poco, alguna reedición, una selección de su poesía amorosa. No fue un libro que pasó sin pena ni gloria: obtuvo el Premio Nacional de Literatura y su autor, incluido en todas las antologías de la nueva poesía española, fue considerado como uno de los nombres fundamentales de la generación del 50, que por entonces comenzaba a protagonizar congresos y tesis universitarias, elevados sus integrantes a la condición de clásicos contemporáneos.
            Había Sahagún sido un poeta precoz (en 1955 publica Hombre naciente, dos años después, a los diecinueve, obtiene el premio Adonais con Profecías del agua), que ya nos había acostumbrado a largos silencios. Tras Como si hubiera muerto un niño, de 1961, no vuelve a publicar hasta Estar contigo, de 1973. Esos cuatro libros citados –queda fuera Hombre naciente–, sin cambios significativos, son los que integran estas Poesías completas, Se les añade un puñado de inéditos escritos entre 1978 y 2000. Luego vendría otro periodo de silencio hasta su muerte, en 2015.
            Pero todo eso es historia externa. Lo que importa al lector es cómo ha tratado el tiempo a este poeta que quiso y supo retirarse a tiempo de la vida literaria. De un punto de partida elegíaco e intimista, pronto su poesía se fue acercando a lo que entonces se llamaba poesía social. Parafraseando una canción popular (“Del rosal vengo, madre”), escribe. “A la historia me lleva / la necesidad. / Cómo se llena el pecho / de realidad”. Sus poemas comprometidos son los más deudores de la retórica del momento. El titulado “Guevara: Octubre 1967” termina con estos versos: “Ser hombre significa desde ahora / ser guerrillero de la libertad”. En “Meditación” habla del “guerrillero que pelea en Vietnam” y no falta un mimético, y quizá prescindible, homenaje a Rafael Alberti. Pero hay también algunos momentos memorables en esta poesía de circunstancias. Un ejemplo, el mejor quizá, “Para este otoño súbito”, dedicado a la muerte de Franco, ajeno a cualquier simplismo panfletario: “Ahora, en la incertidumbre de esta muerte, / contemplo a solas una luz difusa, / cada vez más lejana. Hay en las playas / pura lluvia sin fin, y en los caminos / igual desesperanza, / más árboles sin vida / para este otoño súbito”.
            Los mejores poemas de Carlos Sahagún nos hablan de un niño perdido, de una historia de amor, de la creciente desesperanza. A su dura y hermosa infancia en la España de posguerra vuelve una y otra vez (incluso en poemas en prosa que algo tienen de fragmentos de una autobiografía); la historia de amor, una única historia de amor, comienza en el primer libro y se continúa en los siguientes. Una antología, Las invisibles redes, de 1989, reunió esos poemas.
            La sátira de la vida provinciana, la evocación de lugares vividos (como la machadiana Segovia, donde fue también profesor) y metafísicas perplejidades tienen igualmente su lugar en la poesía de Carlos Sahagún, un poeta que no desdeña ni el soneto ni la canción neopopular, aunque sus mayores logros vayan, me parece, por otro camino.
            En los “Últimos poemas”, como el Antonio Machado de Soledades, al que tanto se aproxima sin mimetismo alguno, prescinde al máximo de la anécdota. Machado no habría desdeñado firmar un poema como “Álamo”. El poeta “apoya su indolencia en el pretil del puente”  y observa en el horizonte “una esbeltez lejana”, un espejismo que le devuelve lo que fue suyo “en días de claridad e infancia”. Otros álamos, los del poema “La luz y el canto”, homenajean a Guillén: “Doraba un sol de puesta / la ascensión de los álamos. / Para mí, para nadie / cantaba un solo pájaro”.
            En mayo de 1987 se celebró en Oviedo un congreso dedicado a los poetas del 50 en el que participaron los más destacados representantes de la generación (salvo Gil de Biedma, ya enfermo por entonces) junto a sus principales críticos. Carlos Sahagún, que pronto se desentendería del grupo, fue uno de los participantes. “Pienso que la poesía es salvación –declaró–, salvación por la palabra”. Salvación del autor y, sobre todo, de nosotros los lectores. Le pedimos lo mismo que el poeta le pide al ruiseñor que canta “la eternidad del goce efímero” en uno de sus más hermosos poemas últimos: “dime el secreto de los vientos / que vienen de la infancia, acerca / tu insistencia en la luz velada / a este horizonte desvalido, / por entre tanta pesadumbre / la obstinación de tus violines / y cruzando bosque y muros /ven otra vez desde el olvido / a consolarme, a lastimarme”.