Carmina Burana
Edición, traducción y
prólogo de Francisco Rico
Galaxia Gutenberg.
Barcelona, 2018.
Durante la Edad Media, en latín se escribía la literatura
europea, mientras las lenguas nacionales –las únicas que entendía el vulgo
iletrado– balbuceaban sus primeras tentativas. La historia literaria, sin
embargo, se olvidó de toda la gran literatura de esos siglos apellidados
oscuros y dio un salto de la literatura clásica latina a la francesa, italiana
o española.
Gracias a
la música, a la cantata de Carl Orff, un puñado de poemas recopilados a
comienzos del siglo XIII, los llamados Carmina
Burana (por el nombre latino del monasterio bávaro en que se conservan),
han tenido resonancia mundial y ocupan un lugar destacado en la memoria de todo
lector de poesía.
Casi todos
ellos son anónimos, aunque por otros manuscritos podemos averiguar el nombre de
alguno de los autores: Galtero de Châtillon, Pedro de Blois), y acostumbran a
ensalzar el modo de vida de los llamados “goliardos”, clérigos vagabundos
dedicados al mal vivir (que es, desde siempre, una de las formas de la buena
vida). Cantan el jolgorio de las tabernas, las delicias del amor sin ataduras,
la libertad de los caminos; critican el poder del dinero, la corrupción
eclesiástica. Es muy posible que, como en el caso de la novela picaresca
española, no siempre se confundan –o casi nunca– autor y protagonista de estos
textos. Bastantes de ellos reflejan una gran cultura y un primoroso trabajo
literario; probablemente están escritos por poetas cultos que llevaban una vida
sujeta a la disciplina universitaria o monástica, pero que gustaban de soñar
con la errabundia sin reglas.
Francisco
Rico, uno de los pocos grandes especialistas que domina el arte de la divulgación,
ha preparado una espléndida antología que lleva consigo –“habent sua fata
libelli”– su novela.
Comenzó
como un encargo, a principio de los setenta, de Tomás Salvador (el autor de
novelas policíacas que era también policía) para su Editorial Marte; iba a ser
una edición ilustrada con “dibujos picarescos” de Alberto Blecua; se publicó
por primera vez en Seix Barral, con doble pseudónimo (el barojiano “Carlos
Yarza” para la introducción, “Lluis Moles” para la traducción); en 2003 fue
pirateada por Ediciones Áltera, atribuida la traducción a una inexistente
“María del Carmen Robles”; hubo denuncia y condena de cárcel al editor, un
excomunista reconvertido (como suele ser habitual) en adalid de la nueva
derecha.
Por fin,
cuarenta años después, podemos leer la obra con todas las garantías y con el
nombre del autor. La introducción –“Invitación a la lectura de los Carmina Burana”, dedicada a Gabriel
Ferrater– resulta modélica: esas pocas páginas valen por voluminosas
monografías.
Con
excesiva falsa modestia, se nos indica que “la traducción es ajena al menor
valor artístico y únicamente busca, extremando a veces la libertad hasta las
mismas fronteras de la corrección, ayudar a la comprensión directa del
original”.
Y si bien
resulta cierto que ayuda, y mucho, a la lectura directa (es un placer seguir
estas canciones en su latín original, tan distinto del de Horacio o Virgilio),
no por ello pueden considerarse estas versiones meramente auxiliares. Como
indica Pere Gimferrer en la contraportada, “aun en su estricta fidelidad no
desconocen ciertamente el vigor y la elegancia expresiva”.
Continuas
variaciones del “carpe diem” encontramos en estos poemas: “Omittamus studia, /
dulce est desipere, / et carpamus dulcia / iuventutis tenere!” (Dejemos los
estudios, / es dulce disparatar, / aprovechemos las duzuras / de la tierna
juventud). Bien conocido resulta –gracias a Karl Orff– “In taberna quando
sumus” (un verso que no necesita traducción, como tantos otros, de estos
cantos).
Apelaciones
al “carpe diem”, sátiras de una iglesia muy alejada de los principios
evangélicos. Uno de los textos más impactantes del libro –escrito en prosa– es
precisamente un evangelio apócrifo (“Principio del Santo Evangelio según San
Marco de Plata”), que vuelve del revés, con citas estrictamente literales, la
doctrina evangélica para adaptarla a los usos habituales del papado.
Abundan
también los poemas de amor, ingeniosos o líricos, tiernos o procaces, alusivos
algunos a ciertos comportamientos abusivos que chocan a la sensibilidad contemporánea,
como el que se cuenta y canta en XXXII: “Y se defendía con su rueca. / Por
fuerza la eché al suelo / –y no hay bajo el cielo nada más bello / tras tan
pobres ropas. / Fue cosa harto dura para ella; / para mí, grata y dulce”. Ese
hecho al autor del prólogo solo le merece el comentario de que la protagonista
es “una salada figura”, más temerosa de su familia “que preocupada por la
pérdida de su doncellez –suponiendo que de veras la perdiera en la contienda”
(llamar elegantemente “contienda” a lo que tiene todas las trazas de una
violación todavía era posible en los años setenta; hoy, ya no).