Nuestro futuro está en el aire
Rafael Alarcón Sierra
Renacimiento.
Sevilla, 2020.
La literatura cumple muchas funciones. Una de ellas, y no la
menos importante, retener el tiempo, ser memoria de la humanidad.
¿Y no es
esa la tarea de la historia?, replicarán algunos. Por supuesto, pero la
historia sin literatura se queda muda, se reduce a la frialdad de los
documentos, a la sequedad de los datos sin alma.
Hace poco
más de un siglo, volar era una aventura. Los aviadores eran los nuevos
argonautas y quienes se atrevían a acompañarlos estaban obligados a contarlos,
a dejar constancia de su aventura, aunque fuera tan nimia como ir de Madrid
hasta Lisboa o incluso de Guadalajara hasta Madrid.
Nuestro futuro está en el aire reúne, al
cuidado de Rafael Alarcón Sierra, algunas de las más destacadas páginas que los
escritores españoles dedicaron a la aviación. La primera novela en que los
aviones –“velívolos” los llamaba el autor, Francisco Camba– tienen un lugar
destacado fue publicada en 1911. Ver alzarse del suelo a un avión deja a los
espectadores atónitos, “como si no pudieran creer en el milagro”: “Se hacía
carne el ensueño siempre amado del hombre, y era poesía la realidad sin nada
perder de su belleza, más grande acaso por comenzar a ser humana”. El
traqueteante artilugio, que siempre parecía a punto de descacharrarse, que eran
entonces los aeroplanos se metamorfosea: “Primero fue, casi al ras de las
tribunas, con sus alas longas y su huso enorme, una gigantesca libélula que
abandona un prado florido; luego, por su sola blancura y por su gallardía, fue
una gaviota afrontando el viento del mar; ahora, tras las nieblas de la
distancia, un poco oscuro sobre la turquesa del cielo, era un águila fuerte y
magnífica, cerniéndose más allá de las cumbres: las ruedas inmóviles tenían,
desde tan lejos, el contorno todo de unas garras. Después fue un canto de
gloria corriendo en el azul infinito”.
No tardaría
aquel milagro en perder su magia, en hacerse costumbre. En 1928, César González-Ruano
escribe: “Se me antoja un poco pueril contar, como si yo fuera el primer
viajero aéreo las emociones del viaje”. Ya algunos años antes Julio Camba los
había desmitificado con su humorismo conceptual, aunque todavía eran cosa de
pocos y audaces aventureros: los viajeros acomodados y acostumbrados a la
comodidad preferían la tranquilidad del zepelín, ese crucero de los aires.
Una de las
partes del libro se dedica a la época de la Gran Guerra, cuando el avión
descubrió que servía para algo más que para llevar pasajeros de un lado a otro.
Destacan en la selección las páginas de Valle-Inclán, no en vano tituladas
“Visión estelar de un momento de guerra”. Desde los aires, el mundo se ve de
otro modo y fueron muchos los escritores que trataron de reflejarlo.
Algunos de
los más apasionantes capítulos se dedican a los grandes reportajes viajeros
publicados en los periódicos de la época: “Al Senegal en avión”, de Luis de
Oteyza, o “La vuelta a Europa en avión”, del inevitable Manuel Chaves Nogales.
El pionero es Corpus-Barga con su “París-Madrid. Un viaje en el año 19” , crónicas publicadas en el
diario El Sol que tuvieron el honor
de ser reunidas en un elegante volumen por Juan Ramón Jiménez.
En la
narrativa de vanguardia, como en la poesía ultraísta, la aviación ocupa un
lugar destacado. El antólogo selecciona capítulos de Juan Chabás, Antonio
Espina o Felipe Ximénez de Sandoval, junto a abundantes greguerías de Ramón
Gómez de la Serna: “Por el orgullo con que bajan del avión, los viajeros que
acaban de aterrizar parece que han hablado con Dios y que nos traen su
mensaje”, “La luna sobre el mar es aviador y buzo”, “La hélice es el trébol de
la velocidad”.
Tan
importante como la antología –un viaje en el tiempo, un recuento de sueños y
fascinaciones olvidadas– es el estudio preliminar, de más de cien páginas.
Comienza hablándonos de los vuelos imaginarios, sigue con los primeros vuelos
aerostáticos, nos lleva luego del planeador a la edad de oro de la aviación. Una
sintética enciclopedia que sabe no abrumarnos con la erudición.
Las notas
al texto ayudan a situarlo en su contexto y resultan ejemplares en su concisa
precisión. Nuestro futuro está en el aire
constituye así un volumen doblemente ejemplar: por las páginas que
selecciona –muchas de ellas poco conocidas, aunque de autores bien conocidos– y
por el tino y la inteligencia del editor, uno de los estudiosos de la
literatura española contemporánea que continúa, prestigiándola, una tradición
filológica que parecía perdida entre elucubraciones teóricas y erudiciones
inanes.