lunes, 28 de febrero de 2022

Primero la revolución

 

 

Hoy las barricadas
Crónicas de la revolución española, 1933-1937
Anita Brenner
Traducción, introducción y edición crítica de Eduardo San José

Poco dirá al lector español el nombre de Anita Brenner. Hija de inmigrantes judíos letones, nació en México, y siempre se consideró mexicana, aunque la mayor parte de su vida transcurrió en Estados Unidos y toda su obra de antropóloga, periodista y activista cultural la escribió en inglés.

            En 1933, cuando aún no había cumplido treinta años, vino a España y trató de explicar a los lectores de The New York Times o The Nación, publicaciones de las que era corresponsal, lo que suponía la República española en aquel tiempo de crisis de las democracias y de ascenso de Hitler al poder. Volvería luego, ya comenzada la guerra civil, y siguió publicando crónicas hasta 1937, cuando la rebelión y el aplastamiento del POUM, pero parece que la mayor parte de ellas no eran fruto de la observación directa, sino de los informes que le enviaban sus amigos españoles, ligados a la izquierda anticomunista.

            Anita Brenner (se llamaba Hana, pero siempre firmó con el diminutivo familiar) pensó preparar un libro con sus artículos y escribir una novela sobre su experiencia española. No hizo ni una cosa ni otra, pero lo primero —con las crónicas publicadas e inéditas, que ella conservó cuidadosamente en su archivo— lo hace ahora, con minuciosidad ejemplar, Eduardo San José, que da en esta recopilación una buena muestra de lo que puede y debe ser el trabajo universitario. Un apéndice, “Personas del drama”, nos ofrece las biografías sintéticas de los personajes mencionados por Brenner, todos ellos relevantes en su momento, pero la mayoría hoy olvidados.

            Hoy las barricadas —el título procede de la autora, pero quizá no resulta del todo afortunado— nos ilustra sobre lo que “permanece y dura” del periodismo y lo que en él resulta perecedero. Anita Brenner no quiere ser una cronista al uso. En el espléndido prólogo autobiográfico que pensaba poner a sus escritos españoles, y que aquí se reproduce, se presenta como “miembro de la llamada Generación Perdida” que se ahoga “sentada en el fondo de un pozo en Nueva York”. Habla luego en plural: “Nosotros no somos la gente que perdió sus propiedades en 1929. Somos los que se criaron planeando cómodas vidas de éxito, sin tener idea de que los cimientos económicos de esas existencias había colapsado bajo nuestros pies”. Y continúa: “Equipados con el bagaje de los libros, tenemos que encontrar ahora la forma de vivir en el mundo de los hechos”.

            Las crónicas de Anita Brenner sobre la revolución española, sobre la frustrada (en su opinión, casi desde el principio) República, no quieren ser simples reportajes, sino reflexiones ensayísticas sobre la estructura económica de España y su peculiar historia, pero hoy lo que salva al libro es lo que tiene precisamente de crónica de unos años que el paso del tiempo y la confrontación ideológica irían emborronando.

            No podemos tomar demasiado en serio afirmaciones como que “Isabel II fue una reina alegre y escandalosamente democrática, pero reinó en medio de dificultades. Su revolución desde arriba zigzagueó entre revueltas desde abajo, estallidos carlistas y golpes de Estado en el seno de las rivalidades entre liberales”. Su reinado no terminó “en el levantamiento republicano de 1868”, porque la Gloriosa no fue un movimiento republicano.

            Más interesante que las divagaciones de la autora sobre la historia de España son sus referencias a Unamuno, a quien presenta siempre como un heraldo del fascismo. Tras hablarnos de las simpatías de Unamuno por Gil Robles, afirma que le aseguró que “el fascismo es la única solución”. En otro capítulo escribe: “Unamuno truena: ¡El fascismo es la única respuesta!”. Y más adelante llegará a poner en su boca que “el fascismo es su única esperanza”. El lector echa de menos esa entrevista con Unamuno, que no sabemos si se publicó, aunque Eduardo San José menciona en el prólogo una semblanza inédita del rector salmantino, “Spain’s Honest Man”, sin explicarnos por qué no la incluye en el volumen.

            Otro de los protagonistas de estas crónica es Gil Robles: “Era el presidente de la organización juvenil jesuita los Hijos de San Luis. Es un hombre rollizo, cetrino y sonriente, con ojos de botón, nariz corta, labios carnosos y un hoyuelo en la mejilla. Asistió al congreso nazi de Núremberg y regresó con muchas ideas, pero cuando ensaya el saludo fascista se convierte en un gesto de invocación sacerdotal. Los obreros le llaman el Sacristán”. Anita Brenner reproduce más de una vez una frase que le oyó decir a Gil Robles: “A Hitler le llevó catorce años alcanzar el poder; nosotros estaremos en él en la mitad de tiempo”.

            Las mejores crónicas, o las que hoy nos interesan más, son las que nos hablan de hechos concretos, como la situación de los judíos: “Las calles de Barcelona están llenas de judíos que temen decir que son judíos. Los españoles sonríen. Tres de ellos se burlan en la mesa de un café de un muchacho sefardí que intenta venderles una corbata de poco valor. Los hombros caídos, el sombrero hasta las orejas, los rasgos inequívocos. Insiste en que es griego. ‘Bien, pero —dicen los españoles—  cómo es que hablas español entonces’. El muchacho responde que muchos griegos lo hablan. ‘Sí, los griegos judíos’, dicen los españoles. El joven confiesa que en Grecia vivió en un barrio judío y que aprendió español de ellos. No hay forma de engañarlo, persuadirlo o forzarlo a decir que es judío”. Esta anécdota refleja mejor el antisemitismo presente en España que todas las reflexiones en loor de los sefardíes.

            De los más interesantes del volumen, resulta el capítulo en que nos habla de cómo ha cambiado la situación de la mujer en los dos años de República con motivo de la primera vez en que puede votar. Y espléndida la crónica titulada “Cuestión de honor”, donde se nos cuenta la sesión de las Cortes celebrada el 20 de diciembre de 1933 y en la que se debate la cuestión de confianza al gobierno de Lerroux. Es un ejemplo del mejor periodismo, del que nos permite recuperar un momento de la historia con las menores interferencias ideológicas posibles.

            Abundan esas interferencias en los últimos capítulos, en los que Anita Brenner, cercana a los postulados anarquistas y trotskistas, se convierte en portavoz de la propaganda anticomunista. En muchas de esas críticas tiene razón, por supuesto, pero estaba equivocada al creer que la revolución española se convirtió, durante la guerra civil, en contrarrevolución al defender el gobierno de Negrín eslóganes como “Venced a Franco; la revolución, después”. No sabemos si después habría sido posible; lo que sí sabemos —Anita Brenner parece que no—  es que no era posible antes. Un capítulo final, ya de 1941, hasta ahora inédito, crítica la actuación de las organizaciones del exilio lideradas por Negrín y Prieto, pero lo hace con un tono directamente panfletario.

            Un libro insólito y apasionante que ayuda a completar el mosaico —que nunca se completará del todo— de lo que fue la guerra y la revolución en España.

jueves, 24 de febrero de 2022

Crónica universal

 

 

1922
Antonio Rivero Taravillo
Pre-Textos. Valencia, 2022.

Hace ahora un siglo, en 1922, ocurrieron acontecimientos importantes en la historia de la literatura, como no han dejado de recordarnos las páginas culturales de los periódicos, que viven en gran parte de esas efemérides. Entre ellos, el más importante, el que está en la memoria de todos, la publicación del Ulises, esa novela de James Joyce que al parecer cambió la historia de la novela, aunque la mayoría de los lectores de novelas ni se enterara. Algo similar se dice de un poema, La tierra baldía, de T. S. Eliot, que también marcaría un antes y un después en la poesía y que sigue siendo muy citado —algunos de sus versos se han convertido en proverbio: “Abril es el mes más cruel”—, aunque quizá no más leído que la celebérrima novela.

            Ocurrieron muchas cosas en ese annus mirabilis y Antonio Rivero Taravilllo, traductor, poeta, ensayista, autor de impactantes libros de viaje, parece querer contárnoslas todas. “Menos es más”, afirma la famosa frase atribuida a Mies Van der Rohe. Quizá no siempre sea así, pero de lo que no cabe duda es de que “más es menos” con frecuencia. Rivero Taravillo, laborioso, estudioso, hombre de letras ejemplar, parece saberlo todo de ese período de la historia literaria —y no solo: se habla de pintura, escultura, del arte en general—  europea. Pero recrear ese mundo ante los lectores no es solo cuestión de encontrar el estilo adecuado, divulgativo sin trivialización, preciso sin pedantería: es necesario seleccionar y dar con el punto de vista que evite la dispersión.

            La selección de acontecimientos, junto a la vocación enciclopédica, da una impresión de cierta gratuidad. ¿Qué pinta Pessoa en esta crónica de americanos en París que dieron un golpe de timón en la historia literaria del mundo? Uno de los capítulos del libro —“Muchas voces”— nos lo presenta de vuelta en  A Brasileira, su café favorito, que acaba de ser reformado. Aprovecha Rivero Taravillo para relacionar a Pessoa con Eliot, para informarnos de que unas líneas suyas mencionan el Ulises y para hacer un poco de literatura: “Cuando por fin Pessoa, Caeiro, Soares y  los demás abandonan el café, cada uno, que sabe lo que ha consumido, paga religiosamente a escote”. El capítulo siguiente nos habla de Cavafis tomando como pretexto que, en 1922, se jubila “de su puesto a tiempo parcial en un negociado de irrigación del Departamento de Obras Públicas”. No deja de informarnos de los poemas que escribió ese año ni de que algún tiempo después una traducción de “Ítaca” (se reproduce la versión española del poema) se publicará en The Criterion, la famosa revista dirigida por Eliot.

            No hay selección, sino acumulación, en este acopio de informaciones sobre autores que son también personajes y están rodeados de anécdotas. Eliot pedirá colaboración para su revista a Juan Marichalar, “influyente hombre de letras colaborador de El Sol y la Revista de Occidente”, y el narrador de esta crónica con elementos de ficción nos precisará que “Marichalar le envía un ejemplar de Índice, la pulquérrima revista de Juan Ramón Jiménez, y publicará en el tercer número de The Criterion, ya en octubre, un artículo sobre literatura española contemporánea y, posteriormente, una colaboración regular titulada a veces ‘Carta de Madrid’ y en otras ocasiones ‘Carta de España’. Están de moda esas epístolas informativas de la actualidad artística y literaria: las despacharán Pound sobre París y el mismo Tom desde Londres”. ¿Quién nos cuenta estas cosas? ¿Quién nos refiere a continuación que “Índice es una revista que Jiménez mima con todo cuidado y tienen que sortear las dificultades de la imprenta y de algún colaborador, como cuando a última hora ha tenido que despachar una ilustración que le ha parecido en extremo fea”? El propio Rivero Taravillo, sin duda, en su papel de bien informado divulgador cultural. Por cierto, se le olvida aludir a que el primer trabajo importante en español sobre el Ulises, “James Joyce en su laberinto” se publica en Revista de Occidente. Lo firma Antonio Marichalar y es una espléndida pieza literaria, no solo crítica, con ese novelero comienzo en que una dama aristocrática dama llega en su Rolls a Shakespeare and Company a adquirir el libro del que todos hablan. Lo recoge en Mentira desnuda (1933), esa obra maestra del ensayismo de vanguardia.

Pero por el último capítulo, “Adieu”, nos enteramos de que no es lo que parece, de que el libro tiene un narrador de ficción. “Dos amigos”, otro de los capítulos de 1922, comienza así: “Charles es el mejor amigo de Pierre. Ambos proceden de Burdeos, donde se conocieron de niños, y ahora viven en París en la misma pensión pero llevando vidas muy distintas una de la otra. Alto, enjuto, con cabellera crespa e ígnea, Charles estudia letras en la Sorbona o al menos está matriculado. Pierre, que nunca ha podido estudiar aunque lee todo lo que su trabajo le permite, despacha coñac, absenta y lo que se tercie en cafetuchos y, últimamente, en locales de mayor prosapia”. Dos personajes de ficción que podían haber ayudado a convertir esta minuciosa crónica en una novela basada en hechos reales. El narrador de este capítulo es el narrador omnisciente decimonónico, pero resulta que al final nos enteramos de que quien habla de sí mismo en tercera persona es el propio Charles, quien tras una vida un tanto bohemia —robaba libros, le robó a Hemingway su famosa maleta perdida llena de manuscritos— se hizo profesor. Lo que hemos leído —esa crónica en tercera persona— es lo que le oyó contar a Pound y a otros, rellenando los intersticios de la narración con lo que él mismo se puso a investigar. Y ha escrito estas noticias de su juventud, ya jubilado, en un año en que la juventud anda algo rebelde: 1968 (podía ser cualquier otro año, pero a las revueltas de mayo se alude expresamente).

Todo ese capitulo final parece, y es, un inverosímil pegote para dar coherencia a un material informativo y erudito, curioso y nada desdeñable, pero algo indigesto tal como está, y que habría necesitado una nueva cocción, un implacable Ezra Pound que actuara como editor.

jueves, 17 de febrero de 2022

Melancólico destino

 

José Luis Cano y la memoria del 27
Silvia Gallego Serrano
Centro Cultural de la Generación del 27. Málaga, 2021.

Melancólico destino el de José Luis Cano. Durante cuarenta años manejó el poder literario en la España de Franco, aunque por delegación; luego, en los nuevos tiempos de la democracia, sería arrumbado por unos y por otros.

Tras la guerra civil, hubo varios intentos de reanudar la vida literaria, recosiendo desgarraduras. En dos de las principales actividades, intervino muy activamente José Luis Cano: la creación de Adonáis y la fundación de la revista Ínsula. En ambos casos, contaba con un mentor importante, Vicente Aleixandre, quien encabezaba la resistencia interior en el mundo literario, sobre todo poético, frente a los Rosales, los Panero, los intelectuales del régimen agrupados en torno al  Instituto de Cultura Hispánica y la revista Cuadernos Hispanoamericanos.

            Tanto la colección y el premio Adonáis como la revista Ínsula siguen existiendo hoy, pero ya no son lo que eran, solo mantienen el nombre. Adonáis fue importante, con alguna excepción, durante veinte años, hasta 1963, que fue cuando Cano dejó de hacerse cargo de ellos. Ínsula, a partir de los años ochenta, cuando paso a depender de la  editorial Planeta. Se convirtió entonces en una publicación universitaria, de escaso interés literario, dedicada a editar los trabajos necesarios para la promoción de los profesores.

            Durante cuarenta años, Ínsula marcó el rumbo de la literatura española que iba surgiendo al margen de las directrices oficiales y recuperó a los autores exiliados. Gracias a ella se volvió a hablar en España de Cernuda, de Max Aub, de Francisco Ayala, de tantos nombres básicos del siglo XX.

            José Luis Cano, nacido en 1911, había estado en contacto con el grupo malagueño de los poetas del 27. Mantenía una relación casi fraternal con Emilio Prados y una admiración incondicional hacia Luis Cernuda, que se aprovechó lo que pudo de sus servicios y siempre le trató con poca consideración.

            José Luis Cano, activo divulgador literario, contribuía a formar prestigios desde su sección “El libro del mes”, de la revista Ínsula y desde sus antologías.

            Las malas lenguas decían que un poco afortunado poema de Cernuda (“Lo ruin en tu sino / no excluye lo cretino…”) se lo había dedicado a él en un momento de irritación (el destinatario parece ser más bien Emilio Prados, una de las bestias negras de Cernuda). Unas líneas del diario de Jaime Gil de Biedma, del que se publicó un anticipo en 1974 con el título de Diario del artista seriamente enfermo (más valioso por cierto el anticipo que el diario completo), debieron de dolerle especialmente: “Voy esta mañana a ver a José Luis Cano en CAMPSA. Cano es una nulidad respetable y obligada. Para quien utilizase su revista Ínsula  —Ínsulsa que decía Natalia Cossío— como instrumento de medir la temperatura intelectual en nuestro país, él poesía un valor de referencia grandísimo: era el cero en el termómetro. Uno podía confortarse pensando que el poeta Regúlez está generalmente a diecisiete sobre Cano y tiritar de tedio con el crítico Gutiérrez, cuyos artículos marcan nueve bajo Cano. Se trataba además de un cero relativo y medido en estrictos grados centígrados. Ahora la revista Ínsula lleva varios meses suspendida y ni termómetro tenemos”.

            La displicencia de Gil de Biedma representaba una idea generalizada. José Luis Cano tenía aspiraciones literarias —había publicado varios libros de versos—, pero pocos las tenían en cuenta. Era solo un servicial secretario de los Vicente Alexandre y de los grandes nombres del exilio.

            Antes de desaparecer por el escotillón (como García Nieto, como Leopoldo de Luis, como tantos nombres de entonces), tuvo su momento de gloria con la concesión del premio Nobel a Vicente Aleixandre; era como si le hubiesen dado a él, que siempre estuvo al lado del maestro. Tras la muerte de Alexandre, en 1984, publicó su correspondencia y el libro que, a la larga, será no solo el más interesante de los suyos, sino también quizá de Aleixandre, Los cuadernos de Velingtonia.

            José Luis Cano murió en 1999, cuando ya era un hombre de otro tiempo al que de vez en cuando se le dedica algún homenaje más o menos municipal.

            Quiso, en los últimos años, volver a la creación literaria, dejar de lado su papel de turiferario del 27 y de los ingratos poetas jóvenes. Publicó varios tomos de  memoria, nuevos versos. Pero si se le recuerda, si se le seguirá recordando y leyendo, es por una obra en la estela de las Conversaciones con Goethe de Eckermann o de otra obra más cercana y poco conocida, pero que no cansa nunca, el Juan Ramón de viva voz, de Juan Guerrero Ruiz, cofundador con él de Adonáis y con quien tiene tantos puntos de contacto.

            José Luis Cano merece un libro muy distinto del que le dedica Silvia Gallego Serrano, José Luis Cano y la memoria del 27, demasiado oficialista y poco comprensivo, muy tesis doctoral en el peor sentido de la palabra, muy lleno de convencionales palabras de homenaje. Ciertos aspectos de la biografía del escritor --su papel durante la guerra civil, su trabajo como funcionario en CAMPSA que le permitió ejercer la mal pagada profesión de crítico--, merecían haber recibido alguna atención. Y también el loco amor que le llevó a romper una relación de medio siglo y que le inspiró los Poemas a Susana (1978), entonces una alumna suya –un poco a la manera de la Katherine Whitmore de Pedro Salinas—y luego profesora de literatura. No parece que ella participara de esa pasión. En este libro, le recuerda así: “Para mí, José Luis Cano era y sigue siendo un ser irrepetible: un padre y abuelo devoto, un amigo como ningún otro –nos hacía creer a todos que nosotros éramos su amigo a amiga mejor--, un gran aficionado del cine, y una piedra angular en la literatura hispánica del siglo XX”. Seguro que esas palabras, de hacer llegado a conocerlas, le dolería bastante más que las del hiriente Jaime Gil de Biedma.

           

           

jueves, 10 de febrero de 2022

El enigma Salazar

 

La increíble historia de António Salazar, el dictador que murió dos veces
Marco Ferrari
Traducción de Juan Vivanco Gefaell
Debate. Barcelona, 2021.

Marco Ferrari fue uno de los jóvenes izquierdistas italianos deslumbrados por la Revolución de los Claveles, como tantos otros en aquella Europa de los años setenta. A ella le dedicó un libro, A la revolución en dos caballos, que luego sería llevado al cine (es la última película en la que intervino Francisco Rabal). De esa revolución y de las víctimas de la dictadura vuelve a hablar en este volumen, solo en parte dedicado a la “increíble historia” del dictador, el hombre “que murió dos veces”, según nos indica en el título. El libro está escrito en un ameno tono ensayístico, no exento de imprecisiones. Comienza con una frase muy efectista, como de relato de García Márquez, pero que no se corresponde con la realidad: “El imperio cayó por culpa de Augusto Hilário, un simple y humilde callista”. Lo cierto es que el imperio tardó todavía seis años en caer desde el momento en que Salazar, cuando iba a ser atendido por el callista, se sentó en una silla que cedió y el golpe inició su decadencia física.

            En los años sesenta, Salazar, el dictador perpetuo (como Franco, en España) era una figura pintoresca y de otro tiempo. De austeridad ejemplar, vivía solo, acompañado de un ama de llave, dona María, que se ocupaba de todos los aspectos prácticos de la vida de Salazar desde su juventud. No se permitía el más mínimo despilfarro de las cuentas públicas: en el palacete de Belem, donde residía como jefe del gobierno, había dos contadores: uno para el piso bajo, donde estaba su despacho de jefe de Gobierno, y otro para el piso superior, donde se situaban sus estancias privadas (todos los gastos de estas corrían a su cargo).

            Pero no siempre fue Oliveira Salazar una incomprensible reliquia pintoresca que se mantenía en el poder gracias a la PIDE, la eficaz fuerza represiva del régimen, y ser un eficaz bastión del anticomunismo. Su llegada al poder le diferencia de todos los otros dictadores. No lo obtuvo  por la fuerza, sino por su talento para las finanzas. Los militares que acabaron con la democracia portuguesa (tras el período de inestabilidad que sucedió a la proclamación de la república en 1910) le fueron a buscar a su cátedra de Coímbra en 1926 para que se ocupara del ministerio de Finanzas. Pidió manos libres para ejercerlo. No consiguió la libertad de acción que quería y a los 13 días abandonó el cargo. Le volvieron a llamar e 1928. Su peso en el gobierno sería cada vez mayor, hasta que en 1932 ocupa el cargo de primer ministro, en el que continuaría de manera real hasta 1968 y de manera virtual hasta 1970 (estas son las dos muertes de las que habla Ferrari, sus sucesores le hicieron creer que seguía al mando).

            ¿Cómo pudo un hombre austero, dedicado a los números, sin carisma alguno, ser tenido por la encarnación misma del alma portuguesa? A finales de los años veinte y principios de los treinta, la democracia liberal parecía cosa del pasado. El modelo del nuevo gobernante era entonces Mussolini, a quien pronto surgieron imitadores en los más diversos países, desde Primo de Rivera en España hasta Mustafá Kemal en Turquía. Tendemos a juzgar a Mussolini por su trágico final y por sus desvaríos tras convertirse en marioneta de Hitler, pero en 1932 cuando Emil Ludwig publicó sus Conversaciones con Mussolini, un resonante éxito mundial, era admirado por todos y Churchill llegó a decir que “si fuese italiano, vestiría la camisa negra de los fascistas de Mussolini”.

            En los años treinta, Salazar suscitaba la admiración de buena parte de los intelectuales europeos, comenzando por Paul Valery, que prologaría el libro de António Ferro Salazar El hombre y su obra, que en su versión española fue prologado por Eugenio d’Ors. Hubo un tiempo en que Salazar representaba la nueva política “del espíritu” (la expresión es de Valery) y como tal admirado e imitado por toda la derecha europea.

            El papel que Goebbels, el mago de la propaganda, representó para Hitler, lo representó para Salazar António Ferro, un hombre de Orpheu, el principal órgano de expresión del movimiento vanguardista portugués a cuyo frente estaba Fernando Pessoa.

            Sin Antonio Ferro, Salazar no habría llegado a ser lo que fue. Ferro creó el mito. Comenzó dándole legitimidad ante los monárquicos portugueses al conseguir que el rey, don Manuel II, le elogiara desde su exilio de Londres en una entrevista de 1930: “El señor Oliveira Salazar es un hombre superior, sin duda. Que los portugueses dejen al señor Oliveira Salazar continuar su obra. Él es una esperanza de nuestro resurgimiento económico y el crédito de Portugal en el extranjero gana con su permanencia en la cartera de Finanzas”. Salazar estaba por encima del enfrentamiento entre republicanos y monárquicos, era el nuevo don Sebastián. Al frente del Secretariado de Propaganda Nacional, creado a su imagen y semejanza, António Ferro dio una imagen atractiva, y acorde con los tiempos, del rígido seminarista que fue siempre Salazar. Trajo a Lisboa a Marinetti, a Pirandello, a Maeterlinck, a Unamuno, a Eliot. Fue el quien le dio a Pessoa, su reconocido maestro, el premio por su libro Mensagem, el premio que tan mal sentó a sus jóvenes admiradores, todos ellos antisalazaristas.

            Como una dictadura tan arcaica como la de Salazar, pudo durante un tiempo representar la modernidad de la derecha europea, es un enigma que no nos aclara este libro, pero que resulta mucho más fascinante que las muchas pintorescas anécdotas que en él se contienen.

jueves, 3 de febrero de 2022

La paradoja del olvido

 

 

Volvoreta. El secreto de Barba Azul. Las siete columnas. El bosque animado.
Wenceslao Fernández Flórez
Edición de Miguel González Somovilla
Biblioteca Castro. Madrid, 2021.

Hay escritores a los que, siempre que se les recuerda, se recuerda que están olvidados. Ocurrió con César González-Ruano, con Chaves Nogales, con Elena Fortún; está comenzando a ocurrir con Francisco Umbral. A González-Ruano se le rescató del olvido para devolverle, tras acusaciones varias, al más piadoso olvido; Chaves Nogales y Elena Fortún parecen estar de moda; no es aventurado profetizar que pronto dejarán de estarlo.

            Wenceslao Fernández-Flórez pertenece a esa clase de escritores, muy leídos en su tiempo, que dejaron de serlo cuando pasó ese tiempo. Pero siempre tuvo lectores que le recordaran y buscaran sus libros, sobre todo en las librerías de viejo, y críticos que se ocuparan de él, comenzando por José-Carlos Mainer, en el polo opuesto de su espectro ideológico.

            Que Fernández Flórez fue un escritor de derechas, confortablemente instalado en el ABC, no es algo que pueda ponerse en duda. Pero su derechismo ofrece muchos matices. Pocos ataques tan contundentes a la hipócrita moral de la católica España como su todavía impactante Relato inmoral (1927); pocas críticas tan irónicamente precisas a los pilares de la sociedad burguesa como Las siete columnas, una de las tres novelas que Miguel González Somovilla rescata ahora en una colección —la mejor que se publica actualmente— de “Autores clásicos españoles”.

            Todos esos matices, que aproximaban a Fernández Flórez, al igual que a su paisano Julio Camba, a cierta acracia, se perdieron, como no podía ser de otra manera, en el 36. Tuvo entonces que esconderse en diversos domicilios y refugiarse primero en la embajada de Argentina y luego en la de Holanda para salvar su vida en un Madrid donde múltiples milicias revolucionarias campaban sin control. Contó el horror de aquellos días en una serie de crónicas que fueron apareciendo en un periódico lisboeta, Diário de Notícias, y que en esa su versión portuguesa serían recogidas en un volumen, O terror vermelho (1038), como parte de la propaganda franquista.

            Ahora se traduce al español ese volumen, que Fernández Flórez nunca quiso incorporar a su bibliografía, y que Miguel González Somovilla considera como la primera parte de una trilogía sobre la guerra civil que se continuaría con Una isla en el mar rojo y La novela número 13. Pero no hay tal trilogía. El terror rojo, poco después de publicado, sería reelaborado y convertido en Una isla en el mar rojo. Aquellas crónicas de urgencia, escritas en primera persona, se pasarían a la tercera y se les añadiría una ligera trama novelesca. Fernández Flórez lo deja claro en la nota preliminar, en la que afirma que no sabe cómo clasificar su libro si como novela (“es más bien hijo de mi memoria que de mi fantasía”) o como historia (“pero hay un hilo irreal con que van unidos los sucesos”). Casi todas las páginas de El terror rojo pasan tal cual al nuevo libro, pero se atenúan o desaparecen los más feroces ataques a los políticos republicanos. Fernández Flórez había logrado salvar la vida gracias a la intercesión de Indalecio Prieto y, sobre todo, de Julián Zugazagoitia, a cuyo favor testificaría poco después, aunque con menos suerte. A Fernández Flórez la visión del mundo en blanco y negro propiciada por la guerra civil le duró poco. En enero del 39, cuando termina Una isla en el mar rojo, ya conocía lo suficientemente la retaguardia de la zona nacional para saber que arribistas y asesinos (aunque esto último no lo podía decir) había en los dos lados. Pocas veces una novela presuntamente panfletaria termina con un dardo al propio bando que dice defender. Al incorporarse, desde Francia, a la zona “liberada”, coincide el protagonista con un empleado ministerial que le cuenta su vida y el futuro prometedor que le espera muerto Rivas, su jefe. “¿Anselmo Rivas? No murió, estábamos en la misma Legación y aún queda allí, sano y salvo”. La desilusión de que aquel hombre que esperaba un futuro glorioso en la nueva España se expresa en las palabras que cierran la novela: “¡Un hombre como Rivas! ¡Tan derechista, tan católico, con un cargo tan elevado en la Administración! Pero, ¿a quien matan entonces esos miserables?”

            No extraña que al reeditarse algunas de las novelas de Fernández Flórez en la posguerra, a pesar de que él fuera amigo personal del caudillo (hasta donde eso es posible), sufrieran cortes de la censura o de la autocensura. Fernández Flórez nunca fue militarista ni clerical y por aquellos años, con el ejército y la iglesia, pocas bromas.

            Contra lo que algunos pudieran pensar, no está olvidado Fernández Flórez por ser un escritor de derechas, sino porque el tiempo no perdona y buena parte de su obra —fue un escritor prolífico y desigual— ha envejecido y perdido la gracia de una comicidad con frecuencia un tanto mecánica. De las cuatro novelas que Somovilla rescata, la primera, Volvoreta, su primer gran éxito, es un melodrama costumbrista algo alejado de la sensibilidad actual. Las dos novelas siguientes, El secreto de Barba Azul y Las siete columnas podrían emparentarse con las novelas intelectuales de Pérez de Ayala y con las vanguardistas de Jardiel Poncela. Su pesimista reflexión sobre la condición humana evita la solemnidad y nos llega envuelta en sales irónicas que la preservan del enmohecimiento.

            Pero a quien no conozca, o tenga prejuicios sobre Fernández Flórez, yo le aconsejaría que comenzara su lectura por cualquiera de las “estancias”, así llama a los capítulos, que constituyen El bosque animado. La titulada, por ejemplo, “Primavera en el pazo”. Si después de leer esa maravillosa historia de amores y encantamientos, no queda deslumbrado para siempre es que carece de sensibilidad literaria.

            El bosque animado se publicó por primera vez en 1943, pero había comenzado a escribirse mucho antes, en los años veinte, cuando algunas de las historias que lo componen aparecieron en la prensa. Tras la literatura militante, en una España que no le gustaba del todo, pero que no admitía la menor discrepancia, Fernández Flórez quiso volver los ojos a una Galicia de otro tiempo y al margen del tiempo, a lo más cercano al paraíso que había conocido y nos dejó un libro —no una novela, cada “estancia” vale por sí misma— en el que se entrelazan mil y una historias a la vez cotidianas y prodigiosas, una particular reescritura de la que más de una vez declaró su obra favorita, Las mil y una noches.

            No se limita Fernández Flórez a ser el autor de El bosque animado, pero le bastaría este título para ocupar un lugar de excepción en la literatura española.