jueves, 29 de septiembre de 2022

Cara a cara

  

Conversaciones sobre la vida
Ramón de la Vega
Sevilla. Renacimiento, 2022.
 

El género de la entrevista inventada, de los encuentros imaginarios con personajes históricos, cuenta con una larga tradición y un cierto descrédito. Ramón de la Vega consigue darle una vuelta de tuerca y en Conversaciones sobre la vida nos ofrece cuatro esbozos de novela y otros tantos debates con Schopenhauer, Freud, Nietzsche y Leopardi.

            En el prólogo —que quizá debería ser epílogo, al ocuparse del “cómo se hizo”—, nos indica que al principio pensó en dialogar desde su hoy con el ayer de cuatro de los grandes nombres de nuestra cultura; luego le pareció más verosímil dejarles esas charlas a un contemporáneo.

            En el capítulo dedicado a Schopenhauer, se trata de un personaje obsesionado con el mundo de las apariciones, el mesmerismo y las teorías del magnetismo animal. Por eso, entre las páginas del filósofo, siempre prefirió las páginas dedicadas “a las visiones de fantasmas y, en especial, sus referencias a casos tan espectaculares como el de una tal señora Smith, quien, en cierta ocasión, sentada en el salón de su casa, vio un cadáver tendido detrás de su silla y murió algunos días después, o la visión que tendría el mismísimo Goethe en un recodo del camino que le alejaba de la mujer a la que amaba cuando se vio a sí mismo, a caballo y con la misma ropa con la que en efecto cabalgaría ocho años más tarde de regreso a aquella misma mujer”.

            Quien dialoga con Freud es un diplomático de la República española destinado a París en 1934. Cuando se encuentra con el creador del psicoanálisis, en la Viena de 1938, ya sabe que la guerra está perdida. Antes nos ha hablado de la Francia que encontró en 1934: “Había cruzado los Pirineos felicitándome de poder alejarme de la agitación que vivía España y, sin embargo, una vez aquí, me encontré con un país profundamente dividido que cerca estuvo de caer en su propia guerra civil”. La mitificada historia de la Resistencia ha borrado lo que el invasor tuvo de libertador para muchos franceses: “Recuerdo la tormenta política que supuso la victoria de Léon Blum en las elecciones de mayo de 1936. La derecha parecía dispuesta a todo para provocar la caída de su Gobierno y desde muy pronto se organizaron en las calles manifestaciones en torno a un grito hoy tristemente famoso: Mieux Hitler que Blum, mejor Hitler que Blum, coreado por los antisemitas y los disciplinados grupos de la Liga de derechas”. Dialogando con Freud descubre que la guerra “sería inconcebible sin las exigencias del inconsciente y todos los oscuros instintos que este encierra”. La pesimista visión que Freud tiene del ser humano es reforzada por una cita de Goethe, el triunfador por antonomasia: “No quisiera lamentarme de mi destino, pero en el fondo solo he tenido dolor y pesadumbre a lo largo de mi vida y puedo afirmar que, en 75 años, no he gozado ni cuatro semanas de auténtico bienestar. Mi vida ha sido un perpetuo rodar de la piedra que debe volver a subir”.

            Un profesor de lengua y literatura francesa en un Gymnasium de la ciudad de Núremberg es el interlocutor de Nietzsche, a quien encuentra en la plaza San Carlo de Turín poco más de un año antes de que perdiera la razón para siempre. Ha leído sus libros, le sigue, le admire, pero no puede estar por completo de acuerdo con él. Y ese desacuerdo es lo que impide que la conversación sea un mero pretexto para resumir las ideas de Nietzsche.

            Antes del encuentro con Leopardi, en el Palazzo Cammarota de Nápoles, nos encontramos con una historia de amor y política que evoca los Episodios nacionales galdosianos. Se habla de apasionados amores imposibles en la época de la sublevación de Riego y la década ominosa posterior. En el invierno de 1835, el protagonista de esta historia, que ha descubierto los poemas de Leopardi en una librería de viejo, poemas que memoriza para tratar de acostumbrar sus sentimientos “a la cadencia de su inteligencia desengañada y luminosa”, decide viajar a Italia para encontrarse con el poeta, al que tanto admira, pero de cuyo absoluto pesimismo no puede participar. Le contrapone el ejemplo de Epicuro, quien a pesar de que sufría constantes dolores, “construyó una filosofía basada en la fortaleza de ánimo y en la superación de todos los miedos”.

            Tras discutir —por persona interpuesta— con esos cuatro analistas de la condición humana, Ramón de la Vega formula una teoría propia, que él denomina de la dualidad emocional: “por una parte, el infortunio general y, por otra, la alegría individual, dos experiencia a las que deberían darse dos respuestas diferentes”. En un caso, la averiguación de las causas del malestar y sus posibles soluciones; en el otro, la aceptación del misterioso origen psicológico de nuestros momentos de entusiasmo. Debemos racionalizar las penas, pero dejar que nos arrastren ciegamente las alegrías.

            No es necesario, sin embargo, participar de las conclusiones de Ramón de la Vega para sentirse enriquecido por un libro que aúna la ficción con el ensayo y se atreve a enfrentarse de manera no convencional con las grandes cuestiones de la existencia.

jueves, 22 de septiembre de 2022

Retórica y ayer

 

Epigramas, diatribas y reparos
Francisco Castaño
Hiperión. Madrid, 2022.

Los poetas son muy dados —y en esto se parecen al resto de los seres humanos— a sostenella y no enmendalla. Francisco Castaño —poeta de la generación de Luis Alberto de Cuenca o Jon Juaristi—  ha llevado su reacción contra la poesía moderna, llamémosla así, más lejos que ninguno: no solo reacciona contra la informal vanguardia, sino contra el abandono del corsé de rima consonántica que propició el Juan Ramón Jiménez de Diario de un poeta recién casado.

            Hasta hace poco más de un siglo, la rima se consideraba algo consustancial con la poesía. Campoamor podía acercarla más y más a la prosa, al lenguaje de todos los días, pero nunca se atrevió a prescindir de la rima, siendo capaz por mantenerla de incurrir en cualquier ripio: “Me dijo, al verme triste, una chilena: / siempre habrá una mujer junto a una pena”. En Manuel Machado y en los poetas modernistas sigue muy presente, aunque el repiqueteo de los consonantes —“Yo, poeta decadente, / español del siglo XX…”— tienda a ser sustituido por las más ligeras asonancias que vienen de Bécquer y la poesía popular.

            Francisco Castaño, en Epigramas, diatribas y reparos, nos muestra su voluntad de arcaísmo desde la ortografía: comienza cada verso con mayúscula, como los poetas de otro tiempo y los más desidiosos poetas de hoy, incapaces de corregir las imposiciones de un programa de texto, que interpreta cada salto de línea como cambio de párrafo. ¿Una cuestión menor? Es posible, pero la ortotipografía habitual en cada época puede tener mucho de arbitrariedad sin por eso tener nada de capricho. Su función es facilitar la lectura y para ello busca volverse invisible. La mayúscula tras el punto —y solo en ese caso, salvo en los nombres propios— facilita ver cada frase en su conjunto y de ese modo darle la entonación adecuada, algo imprescindible para entenderla, incluso en la lectura mental. Utilizar la mayúscula al comienzo de cada verso viene a ser como querer parecer más elegante utilizando pajarita en lugar de corbata.

            “Tras darle muchas vueltas al magín, / aventuro mi víspera del fin” comienza su libro Francisco Castaño. Ese pareado de rima en aguda ya nos pone en guardia sobre lo que nos vamos a encontrar. El pareado, por su valor nemotécnico, saltó de la poesía a la publicidad: “A mí plin, / yo duermo con Pikolín”. No ha sido desterrado por completo —Borges lo utiliza al final de muchos de sus sonetos—, pero hoy tiene a menudo un cierto componente paródico y humorístico. “¿Quién dirá los enredos de la rima”, se quejaba Verlaine. Y Francisco Castaño da buena muestra de ello en muchos de los poemas de su  libro. La décima “Neumática aplicada” puede servir de ejemplo: “El espíritu, si sopla, / lo hace donde quiere. / Y puede / que se quede con la copla / según y cómo se quede / tras la expiración. / Y dónde. / Porque unas veces se esconde / y otras se queda a la vista. / Pero hace falta un oído/ que de cauce a ese soplido / para que en verdad exista”. La primera frase y la última nos dicen todo lo que nos quiere decir el poema: que el espíritu sopla donde quiere, pero que hace falta un oído “que de cauce a ese soplido”. Todo lo demás, y muy especialmente esa copla puesta ahí para rimar con sopla, no es más que prescindible relleno. Como relleno es todo lo que precede a los dos versos finales —“Una cosa es ser justo / y otra cosa es ser juez”— en “Douceur de l’énigme”.

            Entre tantos ejercicios retóricos y juegos de ingenio —“Siete respuestas prontas ingeniosas” se titula una de las secciones del libro—, sorprende algún poema como “De la herencia de Abraham”, ajuste de cuentas familiar, enésima variación sobre la carta al padre de Kafka: “Sé que sobre él he hablado con dureza / —se diría que soy una excepción, / quizá otros hijos otros padres tengan / igual que el mío y callan por pudor—. / ¿Quién puede reprocharme que lo hiciera? / Por lo que él sabe, él, desde luego, no”.

            Ajuste de cuentas con el padre; evocación de los tiempos de la dictadura y de la actividad política de entonces, cuando “nos equivocamos de aliados, / pero no de enemigos”; machadianos “proverbios y cantares”, algo machacones a veces —como la serie que comienza “Mala cosa llevarse mal consigo” y que se completa con “que no remedia ni el mejor amigo”, “y tener a quien ama de testigo”, “y estar pendiente solo de su ombligo”— y donde no escasea la moraleja de final de fábula: “Ni la miel en su dulzor / puede absolver a la abeja / que nos clava su aguijón”.

            Contra el versolibrismo, el surrealismo, el hermetismo y otros ismos escribe Francisco Castaño, empeñado en demostrarnos que la métrica tradicional —-la de fray Luis y Unamuno— sigue siendo válida para expresar las inquietudes y desengaños de hoy. Lo consigue a veces, pero demasiado a menudo nos hace recordar unos versos de Verlaine que él —buen conocedor y traductor de la poesía francesa— se sabe sin duda de memoria: “¿Quién dirá los enredos de la rima? / ¿Qué niño sordo o qué negro loco / nos forjó este adorno que suena / a hueco y falso bajo la lima?”. Pero que también —todo hay que decirlo— propicia inesperados, inéditos, memorables hallazgos.

miércoles, 14 de septiembre de 2022

La novela de un novelista

 

Ahora o nunca
Miguel Sánchez-Ostiz
Renacimiento. Sevilla, 2022.

Miguel Sánchez-Ostiz, en los años ochenta y primeros noventa, era uno de los nombres más destacados de la nueva literatura española. Renovó el género del diario con La negra provincia de Flaubert, abriendo el camino que luego seguirían otros nombres de su generación como Andrés Trapillo o José-Carlos Llop; cultivó con fecundidad y brillantez el artículo literario; ganó el premio Herralde de novela; destacó como poeta. Era un escritor todo terreno, dueño de un mundo propio, imaginativo y erudito.

            No ha dejado de escribir y de publicar (apenas hay año en que no aparezcan dos o tres nuevos libros), pero su figura literaria ha virado de la centralidad a la marginalidad. De las editoriales con presencia en el mercado y en los suplementos culturales —Anagrama, Seix Barral, Espasa-Calpe—, ha pasado a otras independientes y poco visibles, como la Pamiela de sus comienzos, dispersas por los más diversos lugares.

            A ese hecho, a ese desmoronamiento de la cima a la sima, vuelve una y otra vez en Ahora o nunca, su último diario publicado, que se corresponde con el año 2016. La razón parece encontrarla en la publicación de Las pirañas (1993), una novela contra la corrupción política e inmobiliaria en la que se reconocieron algunos personajes o personajillos de su natal Pamplona y que motivaría incluso una agresión contra su persona. No sería la única. En este diario se refiere a otras y en una de sus colecciones de artículos, Palabras cruzadas, encontramos este sorprendente párrafo: “El caso es que uno de los personajes de mi novela Un infierno en el jardín, un adolescente sin futuro o sin otro futuro que ser un parásito y un hampón que vende mierda pura en las discotecas de la zona, y que tenía la vaga pretensión de que en mi novela había hablado de él o de la punta de macarras que son su familia y sus amigos y los amigos de su familia y demás parientes e interesados, me estaba esperando en la calle de la urbanización famosa con un bate de béisbol para partírmelo en la cabeza o partirme la cabeza con el bate”. ¿Uno de los personajes de su novela le agrede en la realidad porque pretende que en la novela se ha hablado de él? Misterios de la autoficción.

            Miguel Sánchez-Ostiz parece haber pasado de la vaga y amena literatura de sus comienzos a cultivar el improperio a la manera del austriaco Bernhard o del colombiano Fernando Vallejo y algunos de sus paisanos han tenido menos paciencia que los de esos escritores. Pero quizá las razones de las broncas y enfrentamientos de Sánchez-Ostiz con sus vecinos —en este diario hay algunas muestras de ellas—  no sean solo literarias.

            En Ahora o nunca abundan las referencias a su escritura diarística, a veces con desusada impiedad: “Escribir un auténtico diario es abrirse uno mismo, asomarse, ponerse en claro, y eso no creo que lo haya hecho nunca. Naderías, poses, balbuceos y jeremiadas. No lo he utilizado para reflexionar, sino para dejar el huevito, me temo, la cagalita. Franqueza con uno mismo, difícil franqueza esa”.

            Es un diario este escrito, para decirlo a la manera barojiano, “desde la última vuelta del camino”. Como afirma Gil de Biedma en un famoso poema, envejecer y morir se convierten en el argumento de la obra.

            La madre de D., la compañera del autor, muere y el padre ha de ser ingresado en una residencia. Pocas veces se han escrito páginas tan desoladoras sobre lo que supone desalojar una casa y buscar un “moridero”, uno de esos lugares terminales en los que toda desolación tiene su asiento.

            No, no son fáciles de leer estas páginas escritas sin trampa ni cartón, a pesar de todas las dudas del autor sobre la sinceridad de los diarios, sobre lo que hay de pose literaria en la mayoría de ellos. Sánchez-Ostiz está entero y verdadero, con sus luces y sus sombras, en unas páginas que no ahorran exabruptos ni jeremiadas, pero en las que también hay lugar para los paseos por el valle del Baztán, donde vive (qué sugerentes sus breves pinceladas paisajísticas), y para las rememoraciones de Bolivia, un país que visitó frecuentemente y al que ha dedicado más de un libro.

            Hay también un viaje a París, en el que el hoy se mezcla con los recuerdos de otros viajes juveniles, y un constante ir y venir a Biarritz y Bayona. No faltan las visitas a librerías de viejo, los hallazgos en mercadillos, las evocaciones de personajes noveleros, de sombras a lo Patrick Modiano. También está presente Baroja, del que se nos revela uno de esos secretos que motivaron la ruptura de Sánchez-Ostiz con la familia del escritor, después de haberle dedicado tantos estudios importantes.

            En estos últimos años, tras su ruptura con el medio literario oficial, Sánchez-Ostiz se ha convertido en un asiduo de la redes sociales, que le han permitido seguir en contacto frecuente con lectores y detractores. Contra ellas arremete a menudo en el diario: “No eres tú quien maneja la red, sino la pieza cobrada sin otro arte que el haberte dejado atrapar por señuelos varios, y el tiempo vuela”. Tienen, ciertamente, sus ventajas, pero también importantes inconvenientes: “Antes escribía libros siguiendo un proyecto que requería atención e intensidad. Ahora escribo tuits, post, fragmentitos de no sé qué que llamo ‘diario volátil’ por llamarlo de alguna manera…, pompas de jabón, aerolitos que se pierden en la niebla de la Red”.

            Escribir un diario, si es algo más que un artificio literario, supone darle armas al enemigo. Si los detractores de Sánchez-Ostiz leyeran estas páginas encontrarían abundantes argumentos para denigrarle. Frente a sus espléndidos artículos de la primera época —los recogidos en Las estancias del Nautilus, de 1997, por ejemplo— los que escribe ahora en diarios digitales o locales “salen solos, basta un repaso de titulares o de repique de redes sociales”, y por eso se disipan con la efímera actualidad.

            Comentarios de actualidad, sobre los desmanes de la derecha, los sanfermines o los sucesos de Alsasua, hay bastantes en este libro, en esta novela de un novelista que nos atrae y nos rechaza casi en cada página, pero que no pierde nunca ese encanto descabalado de los últimos textos barojianos.

martes, 6 de septiembre de 2022

Alta sociedad político-literaria

 

 

Mentideros de la memoria
Gonzalo Celorio
Tusquets. Barcelona, 2022.

Entre la hagiografía y la chismografía, Gonzalo Celorio ha escrito un libro de memorias literarias que se lee casi siempre con la sonrisa en los labios. Gonzalo Celorio es novelista y ensayista, pero también ha ocupado importantes cargos culturales en su país. México, y lo que nos cuenta tiene a menudo que ver más con esa dedicación que con su labor estrictamente literaria. México compite con la antigua Unión Soviética en las ayudas oficiales al arte y la literatura. Pocos escritores mexicanos de los últimos cien años no habrán recibido cargos y ayudas gubernamentales. En algunos casos, pensemos en Carlos Fuentes, gozaron durante la mayor parte de su vida de un rango casi ministerial.

            Un poco caricaturescamente podríamos decir que “Mis borracheras con gente importante” no habría sido un título inadecuado para este libro, o para buena parte de él. Como en los homenajes y estudios sobre la generación del cincuenta —y no solo—, el alcohol es destacado protagonista.

            Las páginas menos interesantes del libro son las que tienen que ver con el circunstancial homenaje, como el primero de los capítulos dedicados a Julio Cortázar, “Pudo más el cronopio que la fama”, leído poco después de su muerte, al que el propio autor se refiere como “un texto que preparé apresuradamente para la ocasión” en el otro capítulo que le dedica, “La cama de Julio Cortázar”, que algo tiene de divertida autoficción con su parodia de Rayuela incluida. Así describe su encuentro sexual con Françoise, la secretaria de Ugné Karvelis, que quería ejercer de todo poderosa viuda del escritor: “apenas le amalé el noema, pues a ella, hay que decirlo, se le agolpó el clémiso y sí, los dos caímos en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes… Hasta que la copa quedó preparada: el cáliz humedecido y fragante, el tallo alto”.

            En algunos casos, aunque el autor no lo pretenda, el lector no puede dejar de asombrarse ante el despilfarro de dinero público que suponen buena parte de los encuentros de más o menos afamados escritores, incluidos los que juegan a la marginación, como Juan Goytisolo. Baste un ejemplo. En el año 2000, el expresidente colombiano Belisario Betancur organizó en Bogotá un Encuentro Iberoamericano de Escritores con el lema de “El amor y la palabra”. Las condiciones de la invitación eran ´”particularmente generosas”, según indica Gonzalo Celorio: vuelo en primera clase para el escritor y acompañante, alojamiento en hotel de cinco estrellas, asistencia personal de un edecán y de un chófer, un cheque de cinco mil dólares. Teniendo en cuenta que los invitados fueron ciento dos, se puede calcular el coste de un evento cuyo propósito era que “los participantes provenientes de diversos países del mundo manifestaran su solidaridad con un país en el que la violencia se había enseñoreado de la vida cotidiana y ponía en constante riesgo los valores que siempre lo habían caracterizado: su nobleza, su alegría, su imaginación, su belleza, su voz pulcra y respetuosa, su buen decir, su creatividad poética”. Los elogios al país anfitrión de los participantes pudieron ser sinceros, pero desde luego tenían poco de desinteresados.

            Están escritos estos Mentideros de la memora —que contaron, por supuesto, con el apoyo del Sistema Nacional de Creadores de Arte de México—, en su mayor parte, con un estilo coloquial, como de desenfada conversación de sobremesa. Comienzan, sin embargo, con la desventurada historia de un compañero de la primera juventud, hijo ilegítimo —así se decía— del poeta Jaime Sabines,  que pone de relieve el clasismo de la sociedad mexicana.

            Pero abundan más la anécdotas que buscan el regocijo del lector, aunque no siempre lo consigan, como en el caso de las protagonizadas por Alfredo Bryce Echenique, cuya locuacidad y dependencia etílicas tienen poco de divertidas, aunque el autor se empeñe en lo contrario, hasta terminar con el sainete de los reiterados plagios cuando no estaba en condiciones de cumplir con sus encargos periodísticos. Un pasaje resulta particularmente significativo (de Gil de Biedma se contaba algo semejante): “Estuve con él en casa de Héctor Aguilera Camín —¿o fue en casa de Sealtiel Alatriste?—cuando, para poder echarse unos tragos con nosotros, se extrajo dolorosamente las pastillas subcutáneas de Antabus   —un medicamente que provoca un rechazo violento al alcohol e incluso puede causar la muerte si se toma una sola copa—, que le había implantado en Madrid, bajo la piel de la barriga, el doctor Colondrón para que dejara de beber”.

            Uno de los capítulos, “Tópicos del equívoco, la sorpresa, el sonrojo, el milagro y la fascinación”, le saca punta a los problemas que plantean las diferencia entre el español de México y el de la península. “Dicen, o más bien inventan...”, comienza. Si no todas las anécdotas que en él se refieren son verídicas, todas están contadas con la gracia del buen conversador. Se incluyen también —resultan más prescindibles— fragmentos de los discursos que Gonzalo Celorio redactó para diversas personalidades.

            Con un eutrapélico relato del viaje a México, con pretexto universitario, de Umberto Eco, concluye Mentideros de la memoria, una miscelánea grata y menor que también vale como testimonio histórico y que dice más de lo que dice, o de lo que creer decir, de un autor, un país y una época.

           

           

viernes, 2 de septiembre de 2022

Un raro oficio

Una poética editorial
Constantino Bértolo
Trama editorial. Madrid, 2022.

Se podría pensar que la recopilación de las intervenciones de un editor en libros colectivos y congresos gremiales carece de interés para el lector común. Y así es en la mayoría de los casos, pero no cuando se trata de un editor como Constantino Bértolo, que fue director de la editorial Debate y fundador de Caballo de Troya. Sabe bien de lo que habla, tiene ideas muy claras sobre la edición, arte y negocio, y no le falta sentido del humor. Baste un ejemplo. Refiriéndose a los libros que a él le interesa publicar, libros “en los que la inteligencia y el placer sean compatibles”, descalifica a los best sellers habituales en un solo párrafo: “Libros que cuenten conflictos reales y no más misterios, en plan del manuscrito del diablo que los ángeles escondieron debajo de la Sábana Santa, que la mano de Fátima introdujo durante un crepúsculo en la catedral del mar y que, para escándalo de los hombres que no amaban a las mujeres, encontraría, en un amanecer con luna nueva, un niño con un pijama a rayas que, a la sombra del viento y los pilares de la tierra, soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina”.

            Una poética editorial, como tantos otros volúmenes recopilatorios, puede empezar a leerse por cualquier capítulo. Yo aconsejaría hacerlo por “Libros que me han hecho daño”, que constituye una espléndida síntesis de una novela de formación que tiene mucho de generacional. Esto es lo que dice de El espacio literario, de Maurice Blanchot: “A quien a sus dieciocho años, recién ingresado en la Universidad, la pedantería y la vida interior le rezumaban en forma de frases horizontalmente profundas y exquisitamente sentenciosas, nada peor seguramente le puede ocurrir que encontrarse con un libro que basa su inteligencia en lo opaco, lo inefable y lo ambiguo”.

            Para escándalo de muchos, Bértolo se atreve a hablar “de la Revolución soviética en su momento estalinista” sin las descalificaciones habituales y contraponer su estética a la de la sociedad capitalista, donde la literatura se concibe “como manual de autoayuda para gentes que viven y se viven como excedente, gentes a las que no les pasa nada. La crítica vigilando que los personajes sean redondos, complejos, con mucha vida interior y merecedores de al menos dos visitas semanales al psiquiatra”. Y es que “por literatura hemos venido entendiendo algo parecido al veraneo: un lugar para el disfrute de aquellos privilegiados que, por educación y sensibilidad, estaban capacitados para pasearse con gozo y aprovechamiento por los más altos y bellos jardines que el humanismo ha ido construyendo, letra a letra, libro a libro, desde que el hombre empezó a hacer uso de la palabra”.

            Constantino Bértolo es un intelectual marxista, algo que hoy constituye una rareza, y esa condición añade atractivo a sus consideraciones sobre el mercado literario y los cambios que en él se han producido en las últimas décadas. A su entender, antes intervenían en ese mercado “productores de necesidades literarias, necesidades de lectura, que no estaban constreñidos en su actividad por las leyes del beneficio literario”. Hoy sería el propio sistema mercantil, que solo se orienta por la búsqueda del mayor beneficio en el plazo más corto, el que determina lo que hay que leer, el único canon real lo constituiría la lista de libros más vendidos. Y eso continuará así, en su opinión, mientras los medios de producción sigan siendo de propiedad privada.

            Como suele ser habitual en los críticos de la decadencia actual, en los profetas del apocalipsis, Bértolo acierta más cuando señala los males contemporáneos que cuando ofrece soluciones. La crítica literaria, que antes servía para orientar a los lectores, ahora se ha convertido en una asistenta mal pagada de los departamentos de promoción. La pluralidad editorial es una engañifa: el ochenta por ciento de la superficie de las librerías se lo reparten dos grupos editoriales con sus múltiples sellos. Todo eso es verdad, pero también es verdad que esos grandes grupos editoriales no solo editan premios Planetas, Pérez-Reverte, Catedrales del mar y best sellers internacionales. Necesitan autores de prestigio, aunque vendan poco. El prestigio, el riesgo, la apuesta, también son valores y por eso crean Caballo de Troya o compran editoriales como La Bella Varsovia.

            El de editor es un oficio raro, o varios oficios en uno. Todo editor sueña con editar libros que se vendan bien, pero de los que además pueda sentirse orgulloso. Y si una y otra cosa no coinciden en los mismos títulos, procura invertir parte de los beneficios de los primeros en los segundos.

            La edición nunca ha sido una actividad estrictamente comercial, aunque inevitablemente lo sea. Pocas actividades han tenido tanta ayuda institucional, directa o indirecta. El ochenta por ciento de los títulos visibles en las librerías buscan el beneficio económico, pero el ochenta por ciento de lo que se publica carece de interés comercial, lo financia la vanidad de los autores, sus necesidades de promoción académica o directamente el dinero público.

            Los lectores no solo son seducidos por la publicidad editorial, también son mimados por los editores. En pocos sectores, a pesar de la concentración de empresas, hay tanto donde elegir. Ningún supermercado está tan surtido como una buena librería. No faltan editores dispuestos a satisfacer al lector más exquisito y amante de la rareza. Pero no son productos que se ofrecen en el escaparate, el lector que sabe lo que quiere no ignora que hay que esforzarse para conseguirlos.

            Estemos o no de acuerdo con él, pocas veces podemos contar con un interlocutor tan lúcido y fértil como Constantino Bértolo. Tras leerle, y tratar de refutarle más de una vez, entendemos mejor, no solo los mecanismos de la edición, sino los trampantojos del mercado y de la sociedad contemporánea.