lunes, 24 de febrero de 2025

Azorín y algunos descosidos

 

       Francisco Fuster
Azorín, clásico y moderno
Alianza Editorial. Madrid, 2025.

¿Tiene sentido una nueva biografía de Azorín, un autor para muchos sabido y olvidado, casi una mención del bachillerato y de los viejos trabajos académicos sobre la generación del 98 y el modernismo? Tiene sentido: su vida de escritor atraviesa desde la regencia de María Cristina, a finales del siglo XIX, hasta los años sesenta, los del desarrollo económico del franquismo tras el abandono de la autarquía. Y no fue un mero espectador, de gran lucidez en muchas ocasiones, sino que siempre, junto a su vocación literaria, tuvo otra de intervención política. Y en todos esos años ocupó un lugar central en la escena literaria española: pocos tan elogiados y admirados, pocos tan denostados.

            De Azorín creemos saberlo todo, pero nos queda mucho por conocer. Francisco Fuster resume con agilidad lo consabido y arroja luz sobre aspectos menos conocidos, como sus tejemanejes en la vieja política o el carácter presuntamente venal de algunas de sus publicaciones (Un discurso de La Cierva al parecer le sirvió, entre otras varias prebendas, para que el político loado le donara unos cuantos miles de pesetas). Su apoyo a Juan March, en los años de la República, antes de ser recompensado con el primer premio de la Fundación March, además de bien retribuido, contó con la colaboración de los abogados del banquero a la hora de nutrir de argumentos jurídicos los artículos en que pedía su libertad.

            El epistolario de Azorín –abundantemente utilizado por Francisco Fuster-- ofrece diversas pistas biográficas que aún no se han seguido. Dos ejemplos: en una carta de 1905 a Ramón Pérez de Ayala le pregunta si quiere escribirle alguno de sus artículos de Blanco y Negro; en otra, a Mariano Rodríguez de Rivas, indica que en París fue “agente de cambio de prisioneros”, pero que la más elemental discreción “le veda hablar de aquel período histórico”.

            Hay un Azorín apolillado, ciertamente, y otro que nos avergüenza un poco, como sus alabanzas al político de turno del que esperaba alguna prebenda (aunque esos claroscuros añaden interés al personaje), pero queda muchas páginas que han envejecido menos que las de cualquiera de sus contemporáneos.

            El meritorio empeño biográfico de Francisco Fuster queda, sin embargo, lastrado por descuidos y errores, unos nimios y otros no tanto, que acreditan la falta de una atenta revisión. Ya en el primer párrafo nos encontramos con que, tras afirmar que, “aunque varios biógrafos le atribuyen la condición de primogénito, no lo es, pues tiene un hermano mayor, Luis, al que no llega a conocer pues fallece de forma prematura, a los siete meses de edad”, añade que “es el tercero de los nueve hijos que tienen sus padres”. Otra afirmación peregrina: Casares Quiroga presidirá “el que acaba siendo el último gobierno de la Segunda República”. Un corrector añadiría: “antes del comienzo de la guerra civil”.

            Hay errores de más bulto: la llegada al poder de Maura en 1907 no supuso el inicio de la campaña del “¡Maura, no!”, que tuvo su origen en la represión de la Semana Trágica; José María Valverde no dijo que, si Azorín hubiera dejado de escribir en 1915, podría haber pasado a la historia “como introductor de toda la literatura española de protesta y reforma social, y hasta quizá se habría visto que su estilo inauguraba, en nuestro idioma, la posibilidad de una prosa aplicada a ver, a fondo, la realidad del país”. En 1915 ya había realizado Azorín su viraje conservador y publicado sus encomios de La Cierva; la fecha que da Valverde es la de 1905.

            Acostumbra Fuster a fundamentar sus afirmaciones en opiniones ajenas, de las que a menudo, para saber quién las formula tenemos que recurrir a las notas del final porque en el texto no se nos indica el nombre. En la página 214, leemos: “Desde el punto de vista simbólico, la importancia de octubre de 1934 reside en que, cuando estalla la guerra civil, varios intelectuales –entre los cuales figuran liberales como Marañón, Ortega y Gasset o Baroja-- situaron el origen del conflicto en la Revolución de Asturias, y culpan a la República de haber permitido el auge de un comunismo radical de tinte soviético”. Para fundamentar esa afirmación una nota nos remite al libro de Jordi Gracia La resistencia silenciosa, en el que tampoco encontramos ninguna justificación, salvo la referencia a un folleto propagandístico de Marañón publicado en 1938, donde se añade que, el caso de Marañón, casi parece que la guerra “empezó en su domicilio particular, cuando el conde de Romanones, que además es paciente suyo, y muy rácano, ha de ir cediendo a la evidencia del cambio de régimen antes de la caída del sol”. Divagaciones de tono ensayístico, como estas de Jordi Gracia, no pueden servir de apoyo a la afirmación de que Ortega o Baroja, al igual que luego harán los revisionistas como Pío Moa, situaron el origen de la guerra civil en 1934.

            Conviene tener también cierta precaución a la hora de incluir como documento biográfico lo que es solo ficción caricaturesca. La semblanza que José María Carretero, El Caballero Audaz, ofrece del paso de Azorín por la subsecretaría de Instrucción Pública, añadida a una entrevista que le hizo para La Esfera cuando la reproduce en uno de los tomos de Galería, publicados en los años cuarenta (antes había aparecido en Lo que sé por mí), no es el testimonio de ningún testigo presencial, carece de validez como dato biográfico.

            No invalidan estas observaciones, y otras que podríamos añadir, el libro de Francisco Fuster, pero para el lector atento le quitan “presunción de veracidad”, que es la cualidad esencial de cualquier investigador. Alguna ventaja tiene este hecho: más de una vez me he dedicado a confirmar por mi cuenta algunas de las afirmaciones de Fuster, y puedo garantizar que la mayoría están bien fundadas. Y que vale la pena volver sobre Azorín porque sus mejores páginas, algunas de ellas todavía perdidas en las páginas de los periódicos o más editadas en algunas de las revueltas misceláneas de los últimos años, ganan con el paso del tiempo. Y el autor, anarquista y franquista, republicano federal y todo lo contrario, estuvo lejos de ser el santo de palo en que algunos quisieron convertirle o que él mismo fingió ser en más de una ocasión.

martes, 18 de febrero de 2025

Niña prodigio, esforzada superviviente

 

Marina Patrón Sánchez
Josefina de la Torre. Una biografía
Renacimiento. Sevilla, 2005.

Muchas vidas caben en una vida. Josefina de la Torre, nacida en 1907 en el seno de una familia burguesa que había dado, y seguiría dando, nombres destacados en la vida artística y cultural española, parecía predestinada a convertirse en una de las principales figuras de la literatura española.

En 1917, Margarita Nelken le dedicó un artículo en un diario madrileño con el título de “Una poetisa de ocho años” (le quitaba dos, como si fuera necesario acentuar la precocidad). Su hermano Claudio de la Torre, una de las figuras destacadas de la nueva literatura, la ayudó a relacionarse y a promocionar su obra. En 1924 viaja por primera vez a Madrid y en una exposición de su primo Néstor, el gran pintor modernista, queda fascinada por el retrato de un joven. Su hermano Claudio se acercó entonces para presentarle a un amigo escritor, Juan Chabás, que era precisamente el modelo del retrato. Fue su primer amor, al que siguió un enamoramiento con Luis Buñuel, que tampoco acabó bien, aunque en este caso parece que afortunadamente, a juzgar por lo que su rival, Jeanne Rucar, quien se casaría con el cineasta, cuenta en sus memorias: “No tuvimos ni ideas ni responsabilidades compartidas. Él decidía todo: dónde vivir, las horas de comer, nuestras salidas, la educación de los hijos, mis aficiones, mis amistades”.

En 1927 –de tanto simbolismo para la literatura española-- la poeta casi adolescente publica su primer libro, Versos y estampas, y en el mismo privilegiado lugar, los suplementos de la revista Litoral, en que aparecieron los primeros libros de Cernuda o Aleixandre. Su mentor fue Pedro Salinas.

De la gestión editorial del segundo libro, Poemas de la isla, de 1930, se ocuparía Juan Chabás. Pero el fin de aquel amor, boicoteado por la familia de la poeta y por la indecisión de Chabás, debida a su precariedad económica, dificultó su difusión. Culminación del prestigio como poeta de Josefina de la Torre fue su inclusión, junto a Ernestina de Champourcin, en la segunda edición, aparecida en 1934, de la mítica antología de Gerardo Diego. Luego, aunque seguiría editando acá y allá algún texto (e incluso tuvo su etapa de novelista rosa y policíaca con el pseudónimo de Laura de Cominges), desapareció como escritora hasta su tardía resurrección en los años ochenta. Ni siquiera la menciona el antiguo gran admirador Juan Chabás en su Literatura española contemporánea, publicada en La Habana en 1953, ni la incluye en su antología Poetas de todos los tiempos que, en la parte española, concluye precisamente con Ernestina de Champourcín.      

            Pero la literatura era solo uno de los intereses de Josefina de la Torre: la música y el teatro le atraían igualmente, y en ambos destacó desde niña. Con su hermano Claudio colaboraría desde los años veinte en actividades teatrales y cinematográficas. Durante la posguerra, su actividad principal sería la de actriz, en algún caso con compañía propia, en la mayor parte de las ocasiones desempeñando pequeños papeles.

            Josefina de la Torre parece que quiso facilitarle el trabajo a un futuro biógrafo. Escribió diarios, minuciosas agendas, guardó cartas, recortes periodísticos, cualquier documento que pudiera dejar constancia de su trayectoria vital. Marina Patrón Sánchez ha tenido en cuenta todo ese material y también el diario de la madre de la escritora, Francisca Millares, una figura fundamental en su vida. El resultado es un volumen que interesa más por la figura de la protagonista que por las referencias a la obra literaria, quizá un tanto menor.

            No llegó a ser lo que estaba predestinado a ser aquella niña prodigio que deslumbró a la buena sociedad de Las Palmas a comienzos del siglo XX. Se interpuso una guerra civil, en la que se vio forzada a tomar partido alistándose a la Falange, y también su condición de mujer que tenía que estar bajo la protección continua de la madre y el hermano mayor. Quizá para escapar de esa sujeción se casó por primera vez en enero de 1954. La convivencia no llegó a durar tres meses, pero el matrimonio duró hasta que murió el marido en 1977. Solo entonces se pudo casar, a los setenta años, con quien llevaba décadas de convivencia semiclandestina, su gran amor, el actor Ramón Corroto, veintitrés años más joven, pero que sin embargo moriría veintidós años antes.

            Mucho de melodrama hubo en la larga vida de Josefina de la Torre, que tuvo tiempo para trabajar en una tienda de modas y para poner un puesto en el Rastro junto a su cuñada, la escritora Mercedes Ballesteros, viuda de Claudio de la Torre.

Del olvido, desvanecida su fama como actriz, no solo en el teatro, también en el cine, la radio y la televisión, la rescataría la juvenil relación con la generación más famosa de la literatura española, con aquellos años veinte que tras la guerra civil se mitificarían y que mientras transcurrían no parecían tener mayor importancia. “Noticias de Madrid, ninguna”, le escribe Chabás en una carta de 1927. “No pasa nunca cada. Va y viene Lorca por los cafés. Y, no se sabe cuándo ni dónde, se esconde y hace cosas magníficas. Cada vez mejor. Fernández Almagro publicará pronto un libro. Azorín fracasa otra vez en el teatro Se casa Moreno Villa. Da un banquete Ramón Gómez de la Serna. Alberti no sale de casa si no viene a Madrid Sánchez Mejías. Y escribe versos como los de Litoral y Revista de Occidente que son ya casi poesía pura. Todo eso es la actualidad. Y hace frío. Y se estrenan unos filmes magníficos. Y se cantan en la calle tres o cuatro charlestones más”.

            Un profesor norteamericano, Carlos Reyes, traduciendo la antología de Gerardo Diego, encontró los versos de Josefina de la Torre. No sabía si estaba viva o muerta. Se pasó una década investigando sobre ella y en 1999 consiguió que le recibiera en su casa. Josefina de la Torre moriría tres años después, a punto de cumplir los noventa y cinco. Tuvo tiempo de conocer el nuevo interés por su obra y por su figura, convertida en una de las heroínas de un tiempo sombrío.

jueves, 13 de febrero de 2025

Ingenuidad y compromiso

 

Ernesto Cardenal
Prosas dispersas
Prólogo de Luce López-Baralt
Selección e introducción de Juan Carlos Moreno-Arrones Delgado
Fundación Banco Santander. Madrid, 2024.

En una de las “Disertaciones” –así se titula la sección-- incluidas en Prosas dispersas, afirma Ernesto Cardenal que la suya, aunque bastante divulgada, “no es una gran poesía”. Y añade que, si hay alguna grandeza en ella, sería una grandeza pequeña que se debe “a motivos extraliterarios, a que sus temas y su inspiración han sido la causa de nuestros pueblos, la causa de nuestra América y su Revolución”.

            Y acierta en lo que dice. Aunque escribió mucho durante su larga vida, si por algo cuenta en la historia de la literatura es por sus libros primeros, anteriores al triunfo de la revolución sandinista. Luego el personaje devoró al autor. Aunque en su etapa final, su poesía se alejó del compromiso y la propaganda para adentrarse en un especie de espiritualidad cósmica muy ligada a los avances científicos, sus dilatadas elucubraciones no despertaron gran interés ni entre los interesados por la literatura ni entre los aficionados a la ciencia.

            Estas Prosas dispersas se incluyen en una benemérita colección de la Fundación Banco de Santander titulada “Obra fundamental”, pero que rara vez publica obras fundamentales, sino obras menores de autores mayores o menores. “Obra principal cardenaliana” titula su prólogo el autor de la selección, pero es una afirmación más que dudosa, a la que sigue una inexactitud reiterada en las primeras líneas: “El libro que ahora tiene entre sus manos pretende aunar toda la obra en prosa de Ernesto Cardenal”; “recopilar toda su obra en prosa y publicarla en una única edición” habría sido su último proyecto.

            No reúne toda la obra en prosa de Ernesto Cardenal este libro, sino una selección de sus textos dispersos, tal como el título indica, reunidos por el propio autor, si hemos de hacer caso al prologuista. En una buena parte, son escritos muy circunstanciales cuyo rescate no parece estar justificado.

            “Recuerdo de un paseo con el poeta Benedetti en La Habana” contiene afirmaciones de candorosa ingenuidad propagandística. Así explica Benedetti, según recuerda Cardenal, el desabastecimiento de las tiendas cubanas: “En Uruguay hacen mil carteras de señora y son carísimas y casi nadie las puede comprar y por eso las tiendas de mi país están llenas de carteras. Aquí, cuando hacen carteras, tienen que hacer cuarenta mil y todo el mundo las compra y por eso no hay carteras. Quiero decir, no hay carteras en las tiendas porque las carteras las tiene la gente”. Peor todavía es la justificación de los fusilamientos de jóvenes idealistas en la fortaleza de La Cabaña que, según nos dice, le hizo Cintio Vitier: aunque ellos no lo supieran, “estaban siendo utilizados por agentes de la CIA y batistianos”.

            Simplona propaganda, que nadie se atrevería a utilizar hoy, encontramos en muchos de estos textos. Los policías de Nicaragua, tras el triunfo de la revolución sandinista, escriben poesía porque no eran como la policía de Europa: “Tanto el ejército como la policía estaban compuestos por los que habían sido guerrilleros. Y por lo tanto también eran jóvenes. Estaban llenos de sentimientos de amor; habían combatido en la revolución por amor, y había muchas mujeres entre ellos, Por eso en la policía había teatro, y danza, y grupos musicales, y talleres de poesía (como los había también en el ejército)”. Incluso había un taller de poesía en el Servicio de Inteligencia y Contrainteligencia de la Seguridad del Estado”. Por eso, “con esta policía de la revolución nunca se vieron en Managua a los policías arrojando bombas lacrimógenas al pueblo, ni repeliéndolos con mangueras de agua, ni llevando máscaras ni escudos antimotines”; todo lo contrario de lo que ocurría en Londres, donde la policía apaleaba a los obreros en huelga.

            La creación de talleres de poesía es uno de los logros de los que Ernesto Cardenal estaba más orgulloso. Su labor como ministro de Cultura consistió en buena parte en extenderlos por todo el país. Llegó a elaborar unas reglas para escribir poesía que fueron muy elogiadas por la prensa extranjera, según afirma más de una vez. “El Tablet de Londres escribió asombrado que la normas poéticas de Pound, comprensibles tan solo por los más cultos de lengua inglesa, fueron presentadas en forma sencilla a los obreros y campesinos”.

            Se incluyen en Prosas dispersas esas normas para escribir poesía de las que Cardenal estaba tan orgulloso. “Es fácil escribir buena poesía y las reglas para hacerlo son pocas y sencillas”, afirma al comienzo, con lo que anima poco a seguir leyendo.

           “Los versos no deben ser rimados”, leemos en la primera regla. Y lo explica: “No hay que buscar después de una línea que termine con corazón otra que termine con León, o si termina con Sandino, haya otra que termina con destino. La rima suele ser buena en las canciones, y es muy apropiada para las consignas o los anuncios”. Una cosa es que los poemas no necesiten utilizar la rima y otra que no deban utilizarla, pero parece que Cardenal no es muy amigo de sutilezas.

            Escribir como pintar o cantar puede ser un entretenimiento personal, un desahogo o un recuso pedagógico. Nadie niega el encanto de los dibujos que hacen los niños o el interés de los poemas –sobre todo para ellos mismos-- que los aficionados escriben en un taller de poesía, pero hace falta mucha ingenuidad para pensar que en eso consiste llevar la cultura “al pueblo”. Ese “pueblo” que en los Maratones de Poesía que organizaba Cardenal “estaba oyendo ininterrumpidamente desde la mañana hasta la noche a poetas profesionales y también obreros y campesinos y soldados y policías”. Al parecer, tales actividades –que a mi me parecen más bien casi una forma de tortura, como ser obligados a escuchar entero un discurso de Fidel Castro-- fueron muy elogiados en la Unión Soviética por “el poeta de multitudes” Evtuchenko.

            Las páginas que se salvan de esta recopilación, que no contribuirá a agrandar el prestigio del autor, son las que tienen que ver con su ingreso en la Trapa y su encuentro con Thomas Merton, con su retiro a la isla de Solentiname, con el recuerdo de viejos amigos. También ofrece observaciones de interés “Poesía de los Estados Unidos”, el prólogo a la selección y versión de poetas norteamericanos que realizó con José Coronel Urtecho.

            La posteridad de un escritor depende de que su obra caiga en buenas manos –no en la de acríticos devotos-- que sepan cribar lo perecedero de lo que sigue conservando interés para los lectores. No es eso lo que ha ocurrido con esta recopilación de la prosa dispersa y circunstancial de Ernesto Cardenal.

           

martes, 4 de febrero de 2025

La comedia humana

  


Edgar Lee Masters
Antología de Spoon River
Traducción, introducción y notas de Eduardo Moga
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2025.
 

“Habent sua fata libelli”, tienen su destino los libros, dice un aforismo clásico. Edgar Lee Master (1868-1950) escribió medio centenar de volúmenes de los más diversos géneros literarios. Todos se los ha llevado la trampa, de ninguno se acuerda nadie hoy, salvo de uno: esta Antología de Spoon River, ya bien conocida del lector español y que ahora vuelve a traducir y prologar modélicamente Eduardo Moga.

            La primera edición apareció en 1915 y el éxito fue inmediato, menos por parte de la crítica (aunque contó con el elogio de los más alerta, como Ezra Pound) que de los lectores: se sucedieron las ediciones y pronto las traducciones. Edgar Lee Master había escrito una obra en apariencia muy local (contaba la vida en una población del Medio Oeste norteamericano), pero de interés universal y fácil de trasladar a cualquier lengua: su valor no radicaba en la experimentación o el artificio lingüísticos, sino en el mundo inédito para la poesía que mostraba y en la manera que tenía de hacerlo (en la “inventio” y en la “dispositio”, que dirían los retóricos clásicos, más que en la “elocutio”).

            El título resulta un tanto engañoso. Esta Antología no tiene nada de antología. No es una colección de poemas atribuidos a distintos autores, ni una colección de epitafios inspirados en la Antología griega, aunque esa obra estuviera en su origen. Los epitafios clásicos compendian una vida en unos pocos versos y a veces están escritos en primera persona, pero su intención epigramática y por lo general apologética tiene poco que ver con el lenguaje a menudo coloquial y sin censuras morales con que se expresan los dos centenares y medio de personajes que aparecen en esta especie de comedia humana, tragicomedia más bien, que algo tiene de miniatura del ciclópeo empeño de Balzac o de los novelistas del naturalismo.

            Más que de epitafios, podríamos hablar de monólogos dramáticos. El primer poema del libro, “The Hill”, “La colina”, alude al cementerio y es una variación del manriqueño tópico del “ubi sunt”: “¿Dónde están Elmer, Herman, Bert, Tom y Charley. / el pusilánime, el fortachón, el payaso, el bebedor, el camorrista? / Duermen, están durmiendo todos en la colina”.

            El libro parece inspirado en una de esas sesiones espiritistas que tan de moda estuvieron a finales del siglo XIX y comienzos del XX. El poeta se convierte en el médium a través del cual escuchamos las voces de los muertos. No deja de ser una curiosa coincidencia que, por las mismas fechas del año 1914 en que Edgar Lee Masters comienza a escribir los poemas de su Antología, a Pessoa se le aparece inesperadamente el primer heterónimo y maestro de todos los demás, Alberto Caeiro. En un caso y otro, los poemas se amontonan y el poeta más que escribir parece transcribir las voces que escucha en su cabeza. El resultado tiene poco que ver con lo que entonces se entendía por poesía: versos medidos, rima, sentimentalismo, lenguaje convencionalmente literario y deudor de reconocidos maestros.

            Eduardo Moga, en un prólogo que resume bien todo que se ha dicho de Edgar Lee Masters y su obra principal, destaca la importancia de una escritura en libertad y casi automática, de un dejarse llevar por la inspiración, de “una ignorancia que conduce al creador al mejor resultado, al que acierta en el corazón mismo de lo pretendido, sin saber –aunque intuyéndolo oscuramente--  que era eso lo que pretendía”.

            En la precisa erudición de Eduardo Moga –que tiene la elegancia de referirse a las traducciones anteriores sin subrayar los defectos para ponderar la suya, cosa poco frecuente--, no faltan algunas atinadas observaciones sobre la poesía en general: “el empeño por encajar todos los elementos de la creación en un molde conforme a la tradición, sostenido por los conocimientos que se poseen y las técnicas que se dominan, palidece –o apaga-- el descubrimiento verdadero; se acomoda uno a las exigencias del oficio –y puede alcanzar objetivos plausibles--, pero se escapan los hechos vivos: los que bullen en el subsuelo del pensamiento, en la penumbra de la conciencia individual y el espíritu colectivo”.

            Nunca entendió del todo Edgar Lee Masters lo que había hecho con Antología de Spoon River. Por eso a la serie de poemas escritos casi a vuela pluma, en el tiempo en que le dejaba libre su trabajo de abogado, y que fue publicando en un periódico a medida que los escribía, como si de una novela por entregas se tratara, quiso añadirles dos textos de más empeño: la parodia de la épica clásica que titula “La Espuniada” (la atribuye a un poeta de Spoon River) y un epílogo dialogado que trata de emular a Goethe y su Fausto. El lector haría bien en prescindir de esos pegotes, aunque puedan no carecer de valor para el estudioso, como han hecho algunos editores contraviniendo la intención del autor, algo casi nunca recomendable, pero alguna vez necesario.

            Los críticos más conspicuos de su tiempo desdeñaron la Antología de Spoon River porque consideraban que eso no era poesía (hoy hablarían despectivamente de “parapoesía”), sino historietas y cuentecillos, a menudo escabrosos, contados en una prosa coloquial cortada como si fuera verso. Pero cuando se ha convertido en aburrida hojarasca la mayor parte de la gran poesía que ellos admiraban, nos siguen emocionando estas pobres gentes de un pueblo perdido que en sus desdichas e ilusiones compendian las de la humanidad.