miércoles, 9 de abril de 2025

Gustosamente provinciano

 

Antonio Moreno
El viaje de las bibliotecas
Newcastle Ediciones. Murcia, 2025.

La difusión de un libro tiene mucho que ver con la editorial en que se publica y su capacidad de promoción. Pero no todos los libros son para el gran público, no todos tienen cabida en las empresas editoriales en las que los beneficios han de ser superiores a las pérdidas si quieren sobrevivir. Por eso son tan importantes las editoriales al margen, casi un capricho personal, sin las cuales la literatura de un tiempo y de un país resultaría mucho más pobre.

            Buena parte de la obra en prosa del poeta Antonio Moreno, por no decir toda ella, se ha escrito de espaldas a los intereses del mercado. El viaje de las bibliotecas constituye la más reciente muestra de esas secretas maravillas de las que los lectores avisados –una, si no inmensa, al menos nutrida minoría-- no tardan en tener noticia, buscar y celebrar.

La nostalgia de otros tiempos presuntamente mejores ha hecho que libros, librerías y bibliotecas se pongan de moda e intervengan en la trama de novelas de éxito. Pero el viaje de Antonio Moreno es de cercanías, se limita a los alrededores del lugar en que vive, Elche, y sus bibliotecas poco tienen que ver con la mítica de Alejandría o con la no menos mítica y turistificada Shakespeare & Co. Se trata de sencillas  bibliotecas municipales frecuentadas sobre todo por estudiantes y jubilados.

            Algunos de los lugares que visita, como Orihuela y Monóvar, tienen un cierto nombre en la historia de la literatura, pero otros, como Crevillente o Sax, muchos lectores los oirán por primera vez. Importa poco eso. A Antonio Moreno, más que la evocación de autores importantes relacionados con la localidad que visita, sean Miguel Hernández, Azorín o Gil-Albert, le interesan las gentes con las que se encuentra: bibliotecarios o limpiadoras de la biblioteca, vecinos del pueblo, y sobre todo la atmósfera de cada lugar.

            Los suyos son viajes, alguien despectivamente los calificaría de excursiones, casi siempre de un solo día, realizados entre febrero y junio de 2024, según indica la fecha de cada capítulo, pero en los que hay lugar también para el viaje en el tiempo: “Pienso en nuestra vida juntos. En la de Bárbara y en la mía. Y en un abrir y cerrar de ojos, como un soplo, desfilan en la memoria los tres años que pasamos aquí, en Alcoy, hace ya treinta y cinco. ¡Éramos tan jóvenes…! Me acuerdo bien de cuando vinimos a vivir a aquel piso de la calle Luis Braille, el único que encontramos. Un primer piso oscuro y gélido en un barrio hacinado, vulgar y feo. Eso nos decíamos cuando llegamos, con alguna lástima de nosotros mismos, sin saber que aquel sería un tiempo feliz, de días totalmente nuestros, imprescindibles y concentrados”.

            Años y leguas, como la obra de Gabriel Miró, podía haberse titulado este libro, que en buena parte transcurre por los mismos escenarios. Pero nada tiene que ver la prosa sensual, cuajada de metáforas precisas y deslumbrantes, casi prosa poética de Miró, con el decir en voz baja, confidencial, de Antonio Moreno. La fórmula de Ortega para referirse a Azorín podría aplicársele con igual exactitud: “primores de lo vulgar”.

            Viajero a la contra, que se fija en aquello que los demás desdeñan o miran sin ver, Antonio Moreno parece estar también a la contra de los tiempos acelerados y digitalizados en que vivimos. Las bibliotecas que visita, con su calma y su silencio, le parecen consulados de un mundo que está a punto de dejar de existir. A veces, al leerlo, recordamos la frase de Hölderlin: “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”.

Antonio Moreno es un maestro de la atención al detalle, de la evocación, de la creación de atmósferas, pero chirrían algunas de sus reflexiones en un libro por lo demás tan sabio y lúcido: “La poesía hoy resulta anacrónica. Parece demasiado interior, demasiado atenta para una época de suyo externa y desatenta”. Basta, sin embargo, quitarse  los anteojos del prejuicio para darse cuenta de que la poesía hoy resulta tan anacrónica, o tan poco anacrónica, como ayer, que abundan los recitales de poesía, que se publican más libros de poesía que nunca, que hay tantos poetas como siempre, que después de la música, Internet ha sido el mejor invento para hacer que el poema vuele por el mundo desprendido del papel impreso.

Continúa Antonio Moreno: “La tecnificación digital en todos los órdenes cotidianos ha desustanciado la existencia efectiva de los seres y las cosas. La realidad ha adquirido un carácter intangible y gaseoso porque se ha transmutado en un ente virtual, de naturaleza etérea”. ¿Seguro? La tecnificación digital –por decirlo con sus palabras-- nos acerca al amor o al amigo que están lejos, incluso en otro continente, pero no nos impide hacer el amor como siempre, piel con piel, ni tomar una cerveza con los amigos en el bar de la esquina. Amplía posibilidades, no las limita.

Y aún sigue: “Pocos están aquí. Cuando viajamos en tren o en autobús, es raro que nadie contemple ya el paisaje; cada uno mira su pantalla”. ¿Y qué diferencia hay entre mirar una pantalla y mirar un libro o un periódico, como ocurría antes, cuando también pocos pasaban el viaje mirando por la ventanilla? Aparte de que en la pantalla también se puede estar hojeando el periódico o leyendo el libro de moda.

Pero son los menos estos descosidos, aunque yo me fije especialmente en ellos porque son tópicos que de tan repetidos acaban no siendo puestos en cuestión. Para elogiar el mundo de los libros y las bibliotecas no necesitamos denigrar estos días “bárbaros y digitales, donde las humanidades y las letras importan cada vez menos”. ¿Seguro? Porque libros, en formato tradicional, se publican cada vez más y las bibliotecas públicas son más y mejores que hace medio siglo, cuando el autor era niño. Y el que ahora no haya en ellas solo libros, no las empobrece, sino todo lo contrario.

Pero eso es lo menos importante. No leemos a Antonio Moreno por sus opiniones sobre las nuevas tecnologías, sino por su sabiduría vital, su desengañada lucidez, su apuesta por un arte de vida “gustosamente provinciano”: el universo cabe en un grano de arena.

           

miércoles, 2 de abril de 2025

Disparate y verdad

 

Miguel Martínez
Hermano pulpo
Diputación de Soria. Soria, 2025

Entre tantos poetas indistinguibles, he aquí uno inconfundible; entre tantos poetas correctamente aburridos, he aquí uno que nos hace sonreír y reír y nunca nos deja indiferentes.

            Miguel Martínez, madrileño de 1982, ha encontrado desde muy pronto su manera, su marca personal. Profesor de filosofía, interesado por la ciencia, sus temas no son los habituales –al menos en apariencia-- ni tampoco el modo de tratarlos con un humor disparatado y una imaginería insólita.

            Hermano pulpo es su cuarto libro de poemas y ha obtenido un veterano premio, el Leonor de poesía. El título remite al “hermano lobo” de San Francisco de Asís que glosó en versos bien conocidos Rubén Darío. Con espíritu franciscano, Miguel Martínez muestra su amor a todas las criaturas, pero las que él suele escoger, de los cefalópodos a los equinodermos, no son las preferidas por los poetas.

            Cada una de las partes del libro –salvo la última--, se inicia con una cita de un manual de zoología (o de la Wikipedia). La que encabeza la primera, “La inteligencia de los cefalópodos”, comienza así: “Los cefalópodos son una clase de invertebrados marinos pertenecientes al filo de los moluscos. Existen unas 700 especies, comúnmente llamadas pulpos, calamares, sepias y nautilos”.

            Detrás de una cita semejante, si no es irónica, esperaríamos encontrarnos con un poeta de aliento dieciochesco, moralizante y divulgativo. Qué sorpresa se llevarán los lectores que no conozcan a Miguel Martínez al leer “Hermano pulpo”, el poema que da título al libro. Es un monólogo que podría interpretar Woody Allen en un escenario –pero el propio autor tampoco lo haría mal, si juzgamos por sus lecturas en YouTube--; el poeta le habla al pulpo, al que considera “su semejante, su hermano”, como en el famoso verso de Baudelaire: “Querido pulpo / mon semblable mon frère / yo tampoco me lo podía creer cuando era niño / pero no era broma, estamos solos / y en la última cama de hospital / no vendrá mamá pulpo a rescatarnos. / La vida es esperar al tiburón definitivo / entre el tedio, la belleza y el espanto”. No termina ahí el poema, sino que añade un final anticlimático, una divertida variación del “carpe diem”.

            Con la sonrisa en los labios y una continua sensación de asombro ante su inédita imaginería, leemos los poemas de Miguel Martínez, pero también nos oprimen a menudo el corazón, especialmente en la sección final, “Madrastra naturaleza”, que incluye tres desasosegantes poemas dedicados a la vejez del padre (hay otro igualmente conmovedor en la primera parte, “Hijo”), en los que Miguel Martínez se permite bordear la falacia patética sin incurrir en ella. Destaca especialmente por su originalidad “El descendimiento Roger Van der Weyden”, con su entrelazamiento del microcosmos y el macrocosmos, la desnudez del padre que sale de la ducha a los 79 años y el inevitable acabamiento del universo. “Somos tristes cascotes con pestañas”, afirma: “se nos está haciendo añicos la galaxia / nos despistamos un segundo / y se nos desploma traidora la belleza”.

            El humor es en Miguel Martínez el excipiente de una desoladora, por realista, visión del mundo, de un unamuniano “sentimiento trágico de la vida”. Lo que él dice ya lo dijeron Schopenhauer y Cioran y tantos otros desde Sófocles (“Lo mejor para el hombre es no haber nacido”), pero él lo dice de una manera distinta. Antes citamos a Woody Allen, el comienzo de “Cesárea” nos recuerda algún monólogo de Gila: “Como nacer me dio pereza / lo fui dejando para luego / al médico le dije voy más tarde / a mi padre mañana te confirmo / a mi madre nada porque ella / ya sabía que daba a luz / un signo de interrogación”. El poeta se imagina a sí mismo, “dada su inclinación al drama”, empuñando el cordón umbilical con aires shakesperianos y preguntándose: “¿Ser o no ser? Voy a pensarlo / dadme un poco más de tiempo”.

            Inconfundible Miguel Martínez, aunque a veces nos muestre ecos de otros poetas, como al comienzo de “Masai mara”, que utiliza al comienzo la misma técnica casi de greguería de Miguel d’Ors en “Pequeño testamento”, o “Voy andando junto a un acantilado sin quitamiedos” que reescribe “Para que yo me llame Ángel González”, sin que desmerezca junto al texto que le sirve de modelo.

            Uno de los recursos más característicos de Miguel Martínez son las comparaciones disparatadas. Si en “Gastroscopia”, el esófago del poeta es una casa en la que cabe todo el mundo (“pueden celebrar dentro de mi / sus cumpleaños y sus jubilaciones / al fondo hay sitio / usted también, señor anestesista / que pase la historia de la medicina”), en “Haciendo historia” revive la historia de la humanidad cada mañana: “Me levanto con un sueño paleolítico / desayuno tostadas de mamut / busco refugio en la Altamira de mi váter / son las 10 y ya completamente bípedo / me lavo los dientes con el hacha bifaz / y se me ocurre la rueda y la escritura”. Otro poema, “El tiempo es una perra pequeña y despeinada”, comienza así: “Vuelvo a casa y me encuentro el Holocausto / mi perra se ha comido a Primo Levi / las marchas de la muerte en el pasillo / las cámaras de gas por toda la cocina / los uniformes a rayas, las vallas eléctricas / y los barracones convertidos en confeti”. Esa perra que destroza un libro se convierte al final del poema “en una puta metáfora del tiempo”.

            Apenas hay poema en Hermano pulpo que no encierre, por conmovedor que resulta el tema, una sonrisa, una extrañeza y un hallazgo feliz.

El riesgo de un estilo muy personal –y con un cierto descuido de la puntuación, todo hay que decirlo-- es que la manera se convierta en manierismo, en una mecánica fórmula. Pero no hay poeta de verdad que no asuma sus riesgos.