Antonio Moreno
El viaje de las bibliotecas
Newcastle Ediciones. Murcia, 2025.
La difusión de un libro tiene
mucho que ver con la editorial en que se publica y su capacidad de promoción.
Pero no todos los libros son para el gran público, no todos tienen cabida en
las empresas editoriales en las que los beneficios han de ser superiores a las
pérdidas si quieren sobrevivir. Por eso son tan importantes las editoriales al
margen, casi un capricho personal, sin las cuales la literatura de un tiempo y
de un país resultaría mucho más pobre.
Buena parte de la obra en prosa del poeta Antonio Moreno,
por no decir toda ella, se ha escrito de espaldas a los intereses del mercado. El
viaje de las bibliotecas constituye la más reciente muestra de esas
secretas maravillas de las que los lectores avisados –una, si no inmensa, al
menos nutrida minoría-- no tardan en tener noticia, buscar y celebrar.
La
nostalgia de otros tiempos presuntamente mejores ha hecho que libros, librerías
y bibliotecas se pongan de moda e intervengan en la trama de novelas de éxito.
Pero el viaje de Antonio Moreno es de cercanías, se limita a los alrededores
del lugar en que vive, Elche, y sus bibliotecas poco tienen que ver con la
mítica de Alejandría o con la no menos mítica y turistificada Shakespeare &
Co. Se trata de sencillas bibliotecas
municipales frecuentadas sobre todo por estudiantes y jubilados.
Algunos de los lugares que visita, como Orihuela y
Monóvar, tienen un cierto nombre en la historia de la
literatura, pero otros, como Crevillente o Sax, muchos lectores los oirán por
primera vez. Importa poco eso. A Antonio Moreno, más que la evocación de
autores importantes relacionados con la localidad que visita, sean Miguel
Hernández, Azorín o Gil-Albert, le interesan las gentes con las que se
encuentra: bibliotecarios o limpiadoras de la biblioteca, vecinos del pueblo, y
sobre todo la atmósfera de cada lugar.
Los suyos son viajes, alguien despectivamente los
calificaría de excursiones, casi siempre de un solo día, realizados entre
febrero y junio de 2024, según indica la fecha de cada capítulo, pero en los
que hay lugar también para el viaje en el tiempo: “Pienso en nuestra vida
juntos. En la de Bárbara y en la mía. Y en un abrir y cerrar de ojos, como un
soplo, desfilan en la memoria los tres años que pasamos aquí, en Alcoy, hace ya
treinta y cinco. ¡Éramos tan jóvenes…! Me acuerdo bien de cuando vinimos a vivir
a aquel piso de la calle Luis Braille, el único que encontramos. Un primer piso
oscuro y gélido en un barrio hacinado, vulgar y feo. Eso nos decíamos cuando
llegamos, con alguna lástima de nosotros mismos, sin saber que aquel sería un
tiempo feliz, de días totalmente nuestros, imprescindibles y concentrados”.
Años y leguas, como la obra de Gabriel Miró, podía
haberse titulado este libro, que en buena parte transcurre por los mismos
escenarios. Pero nada tiene que ver la prosa sensual, cuajada de metáforas precisas
y deslumbrantes, casi prosa poética de Miró, con el decir en voz baja,
confidencial, de Antonio Moreno. La fórmula de Ortega para referirse a Azorín
podría aplicársele con igual exactitud: “primores de lo vulgar”.
Viajero a la contra, que se fija en aquello que los demás
desdeñan o miran sin ver, Antonio Moreno parece estar también a la contra de
los tiempos acelerados y digitalizados en que vivimos. Las bibliotecas que
visita, con su calma y su silencio, le parecen consulados de un mundo que está
a punto de dejar de existir. A veces, al leerlo, recordamos la frase de
Hölderlin: “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”.
Antonio
Moreno es un maestro de la atención al detalle, de la evocación, de la creación
de atmósferas, pero chirrían algunas de sus reflexiones en un libro por lo
demás tan sabio y lúcido: “La poesía hoy resulta anacrónica. Parece demasiado
interior, demasiado atenta para una época de suyo externa y desatenta”. Basta,
sin embargo, quitarse los anteojos del prejuicio para darse cuenta de que la
poesía hoy resulta tan anacrónica, o tan poco anacrónica, como ayer, que
abundan los recitales de poesía, que se publican más libros de poesía que
nunca, que hay tantos poetas como siempre, que después de la música, Internet
ha sido el mejor invento para hacer que el poema vuele por el mundo desprendido
del papel impreso.
Continúa
Antonio Moreno: “La tecnificación digital en todos los órdenes cotidianos ha
desustanciado la existencia efectiva de los seres y las cosas. La realidad ha
adquirido un carácter intangible y gaseoso porque se ha transmutado en un ente
virtual, de naturaleza etérea”. ¿Seguro? La tecnificación digital –por decirlo
con sus palabras-- nos acerca al amor o al amigo que están lejos, incluso en
otro continente, pero no nos impide hacer el amor como siempre, piel con piel,
ni tomar una cerveza con los amigos en el bar de la esquina. Amplía
posibilidades, no las limita.
Y
aún sigue: “Pocos están aquí. Cuando viajamos en tren o en autobús, es raro que
nadie contemple ya el paisaje; cada uno mira su pantalla”. ¿Y qué diferencia
hay entre mirar una pantalla y mirar un libro o un periódico, como ocurría
antes, cuando también pocos pasaban el viaje mirando por la ventanilla? Aparte
de que en la pantalla también se puede estar hojeando el periódico o leyendo el
libro de moda.
Pero
son los menos estos descosidos, aunque yo me fije especialmente en ellos porque
son tópicos que de tan repetidos acaban no siendo puestos en cuestión. Para
elogiar el mundo de los libros y las bibliotecas no necesitamos denigrar estos
días “bárbaros y digitales, donde las humanidades y las letras importan cada
vez menos”. ¿Seguro? Porque libros, en formato tradicional, se publican cada
vez más y las bibliotecas públicas son más y mejores que hace medio siglo, cuando
el autor era niño. Y el que ahora no haya en ellas solo libros, no las
empobrece, sino todo lo contrario.
Pero
eso es lo menos importante. No leemos a Antonio Moreno por sus opiniones sobre
las nuevas tecnologías, sino por su sabiduría vital, su desengañada lucidez, su
apuesta por un arte de vida “gustosamente provinciano”: el universo cabe en un
grano de arena.