sábado, 19 de noviembre de 2016

Rafael Reig, parodia de manual


La cadena trófica
Manual de literatura para caníbales II
Rafael Reig
Tusquets. Barcelona, 2016.

La cadena trófica, desde las líneas iniciales, se nos presenta como una saga familiar escrita en primera persona: “Me llamo Benito Belinchón y soy el último de mi sangre sobre la tierra”. Los antepasados de Benito Belinchón conocieron a Espronceda, a Galdós, a García Lorca y desde su punto de vista desenfadado y desmitificador nos enteramos de algunos de los entresijos de la historia de la literatura.
            El problema es que el autor se olvida pronto del punto de vista adoptado y la historia de una familia se entremezcla con un manual alternativo –los capítulos terminan con un apartado de “Ejercicios prácticos” y otro titulado “Para saber más”– que de ninguna manera podría haber escrito un Benito Belinchón que se pasó la vida embarcado y ocupado en servir de alivio erótico a la marinería.
            Rafael Reig no es un principiante, así que los errores de principiante que comete sin duda son deliberados. Algunos –como abundantes notas informativas que prescinden de la comicidad habitual en el texto– dejarían de serlo si las memorias de Benito Belinchón se nos presentaran, dentro de la ficción, como editadas por un erudito contemporáneo. Tras la frase “hay muchos más chiflados dentro que fuera de Leganés”, se explica en nota, como en las ediciones escolares que algunos llaman críticas: “El célebre manicomio de Leganés se inauguró con el nombre de Casa de Dementes de Santa Isabel en 1851. Su degradación fue muy rápida, no tuvo abastecimiento de agua potable hasta 1912…” y continúa así con otras precisiones que fácilmente podemos encontrar en la Wikipedia.
            Pero Rafael Reig no caricaturiza a ningún erudito a la violeta como autor del manual que entremezcla confusamente con las memorias de Benito Belinchón y por eso es a él a quien debemos atribuirle los errores. “El teatro romántico es, en general, legible y a veces hilarante en su truculencia: El estudiante de Salamanca, Don Álvaro o la fuerza del sino, Don Juan Tenorio, etcétera”. En los ejercicios prácticos, le pide a los alumnos que expliquen “el éxito prolongado y multitudinario” del Don Juan frente al “relativo fracaso” de la obra de Espronceda. Pero El estudiante de Salamanca no es una obra de teatro, así que mal puede competir con el Tenorio, sino un largo poema lírico-narrativo al que el autor llama “cuento”.
            De oídas parece escribir Rafael Reig cuando señala más de una vez que Rubén Darío comienza sus memorias con el recuerdo de que un tío suyo “le llevó en una expedición a caballo para que conociera el hielo” y converte a García Márquez en voluntario o involuntario plagiario. El primer recuerdo de Darío es otro (“Un día yo me perdí. Se me buscó por todas partes”), aunque ciertamente más adelante encontramos la frase a la que alude Reig: “Por él aprendí, pocos años más tarde, a andar a caballo, conocí el hielo, los cuentos pintados para niños, las manzanas de California y el champaña de Francia”.
            No importan demasiado estas minucias eruditas, y menos en un libro que se vende como novela (un género en el que cabe cualquier cosa), pero no me resisto a dejar de señalar que en la disparatada semblanza que hace de Azorín –quizá la más desquiciadamente gratuita del libro– indica lo siguiente (teóricamente quien lo escribe es Benito Belinchón, pero seguro que, a esas alturas del libro, el autor ya ni siquiera se acuerda de ello): “En 1910, el jueves 19 de mayo, Azorín publica en ABC un artículo titulado ‘Dos generaciones’; allí es donde habla por primera vez de la que se acaba de inventar, a la que llama ‘generación del 96’. Más tarde la denomina ‘generación del 97’. No se aclara. Son tanteos”. Para dar tantas precisiones Reig-Belinchón está mal informado. “Allá por 1896 vinieron de provincias a Madrid algunos muchachos con ambiciones literarias y se reunieron aquí con otros que comenzaron a escribir”, comienza su artículo. Más adelante se refiere “a la generación literaria que se inició en 1896”, pero sigue sin darle nombre, algo que ocurre después y que tampoco tiene demasiado importancia. Las confusas ideas sobre las generaciones literarias de Reig-Belinchón (que solo exageran un poco las de ciertos estudiosos anticanon) obligarían a algunas precisiones. No es el momento.
            El tono ensayístico, más o menos desenfadado (el autor se pone serio cuando habla de César Vallejo), no es el único de La cadena trófica. Hay pasajes brillantes en que se compara la historia literaria con la historia natural (se habla de termitas, ornitorrincos, aves de cetrería) y otros de una comicidad que hará las delicias de quienes gustan de los apolillados chistes de Jaimito y de películas sobre adolescentes en celo al estilo de Porky’s: Emilia Pardo Bazán, en una reunión literaria, masturba por debajo de la mesa con un pie a Galdós y con el otro a Menéndez Pelayo; Azorín, que todavía se firma José Martínez Ruiz, “suda copiosamente al saber que don Benito se acuesta con una norteamericana y tirita cuando se corre la voz de que se ha tirado a S. M. la reina”.
           ¿Hace falta seguir? Junto a estos ejemplos resulta venial que nos presente a Luis García Montero y a Almudena Grandes abrazados y cantando: “Benet y vamos a todos con flores a Marías”. O la burla de una entrevista a Pérez-Reverte, tan fuera de lugar en unas supuestas memorias de una tal Benito Belinchón como casi todo lo demás.
            Continúa Rafael Reig con La cadena trófica el “manual de literatura para caníbales” que había iniciado con Señales de humo. Si entonces se detenía en el siglo XVIII, ahora comienza con el siglo XIX y la llegada de los románticos. Ambos volúmenes pretenden ser, junto a una disparatada reescritura de la historia de la literatura española, una novela humorística y un libro de texto. Esos tres elementos, aparte de sus propias insuficiencias, están apresurada y descuidadamente ensamblados; eso hace que el lector medianamente atento –no el amable reseñista que continúa la publicidad por otros medios: en la solapa aparecen elogios de Carlos Pardo, Luis Alberto de Cuenca, Juan Cruz– se sienta pronto defraudado.


2 comentarios:

  1. Cuando los novelistas que hablan con cierto desdén de la Academia ejercen como historiadores de la literatura (aunque sea bajo el paraguas de la novela o el artículo de periódico, donde parece que se permiten más licencias que en el ensayo publicado como tal), se demuestra que la mayoría de ellos no solo desconocen la materia sobre la que escriben, sino que, además, no hacen ningún esfuerzo por cotejar los datos que proporcionan al lector y que este suele creer -y luego reproducir- por venidos avalados con una firma. Lo que comentas de Azorín me ha recordado el libro de Manuel Vicent, "Los últimos mohicanos" (Alfaguara), donde reúne unas semblanzas de escritores-periodistas que publicó previamente en "El País", a cual más indocumentada. Y se podrían poner más ejemplos, algunos de autores que conoces bien.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muy de acuerdo con lo que dices, amigo Fuster. El bueno de Rafael Reig escribe unas cosas... Pero no es el único.

      JLGM

      Eliminar