La cadena trófica
Manual de literatura para caníbales II
Rafael Reig
Tusquets. Barcelona,
2016.
La cadena trófica,
desde las líneas iniciales, se nos presenta como una saga familiar escrita en
primera persona: “Me llamo Benito Belinchón y soy el último de mi sangre sobre
la tierra”. Los antepasados de Benito Belinchón conocieron a Espronceda, a
Galdós, a García Lorca y desde su punto de vista desenfadado y desmitificador
nos enteramos de algunos de los entresijos de la historia de la literatura.
El problema
es que el autor se olvida pronto del punto de vista adoptado y la historia de
una familia se entremezcla con un manual alternativo –los capítulos terminan
con un apartado de “Ejercicios prácticos” y otro titulado “Para saber más”– que
de ninguna manera podría haber escrito un Benito Belinchón que se pasó la vida
embarcado y ocupado en servir de alivio erótico a la marinería.
Rafael Reig
no es un principiante, así que los errores de principiante que comete sin duda
son deliberados. Algunos –como abundantes notas informativas que prescinden de
la comicidad habitual en el texto– dejarían de serlo si las memorias de Benito
Belinchón se nos presentaran, dentro de la ficción, como editadas por un
erudito contemporáneo. Tras la frase “hay muchos más chiflados dentro que fuera
de Leganés”, se explica en nota, como en las ediciones escolares que algunos
llaman críticas: “El célebre manicomio de Leganés se inauguró con el nombre de
Casa de Dementes de Santa Isabel en 1851. Su degradación fue muy rápida, no
tuvo abastecimiento de agua potable hasta 1912…” y continúa así con otras
precisiones que fácilmente podemos encontrar en la Wikipedia.
Pero Rafael Reig no caricaturiza a ningún erudito a la violeta como autor del manual que
entremezcla confusamente con las memorias de Benito Belinchón y por eso es a él
a quien debemos atribuirle los errores. “El teatro romántico es, en general,
legible y a veces hilarante en su truculencia: El estudiante de Salamanca, Don Álvaro o la fuerza del sino, Don Juan
Tenorio, etcétera”. En los ejercicios prácticos, le pide a los alumnos que
expliquen “el éxito prolongado y multitudinario” del Don Juan frente al “relativo fracaso” de la obra de Espronceda.
Pero El estudiante de Salamanca no es
una obra de teatro, así que mal puede competir con el Tenorio, sino un largo poema lírico-narrativo al que el autor llama
“cuento”.
De oídas
parece escribir Rafael Reig cuando señala más de una vez que Rubén Darío
comienza sus memorias con el recuerdo de que un tío suyo “le llevó en una
expedición a caballo para que conociera el hielo” y converte a García Márquez
en voluntario o involuntario plagiario. El primer recuerdo de Darío es otro
(“Un día yo me perdí. Se me buscó por todas partes”), aunque ciertamente más
adelante encontramos la frase a la que alude Reig: “Por él aprendí, pocos años
más tarde, a andar a caballo, conocí el hielo, los cuentos pintados para niños,
las manzanas de California y el champaña de Francia”.
No importan
demasiado estas minucias eruditas, y menos en un libro que se vende como novela
(un género en el que cabe cualquier cosa), pero no me resisto a dejar de
señalar que en la disparatada semblanza que hace de Azorín –quizá la más
desquiciadamente gratuita del libro– indica lo siguiente (teóricamente quien lo
escribe es Benito Belinchón, pero seguro que, a esas alturas del libro, el
autor ya ni siquiera se acuerda de ello): “En 1910, el jueves 19 de mayo,
Azorín publica en ABC un artículo titulado ‘Dos generaciones’; allí es donde
habla por primera vez de la que se acaba de inventar, a la que llama
‘generación del 96’ .
Más tarde la denomina ‘generación del 97’ . No se aclara. Son tanteos”. Para dar
tantas precisiones Reig-Belinchón está mal informado. “Allá por 1896 vinieron
de provincias a Madrid algunos muchachos con ambiciones literarias y se
reunieron aquí con otros que comenzaron a escribir”, comienza su artículo. Más
adelante se refiere “a la generación literaria que se inició en 1896” , pero sigue sin darle
nombre, algo que ocurre después y que tampoco tiene demasiado importancia. Las
confusas ideas sobre las generaciones literarias de Reig-Belinchón (que solo
exageran un poco las de ciertos estudiosos anticanon) obligarían a algunas
precisiones. No es el momento.
El tono
ensayístico, más o menos desenfadado (el autor se pone serio cuando habla de
César Vallejo), no es el único de La
cadena trófica. Hay pasajes brillantes en que se compara la historia
literaria con la historia natural (se habla de termitas, ornitorrincos, aves de
cetrería) y otros de una comicidad que hará las delicias de quienes gustan de
los apolillados chistes de Jaimito y de películas sobre adolescentes en celo al
estilo de Porky’s: Emilia Pardo
Bazán, en una reunión literaria, masturba por debajo de la mesa con un pie a
Galdós y con el otro a Menéndez Pelayo; Azorín, que todavía se firma José
Martínez Ruiz, “suda copiosamente al saber que don Benito se acuesta con una
norteamericana y tirita cuando se corre la voz de que se ha tirado a S. M. la
reina”.
¿Hace falta seguir? Junto a estos ejemplos resulta venial que nos presente a Luis García Montero y a Almudena Grandes abrazados y cantando: “Benet y vamos a todos con flores a Marías”. O la burla de una entrevista a Pérez-Reverte, tan fuera de lugar en unas supuestas memorias de una tal Benito Belinchón como casi todo lo demás.
¿Hace falta seguir? Junto a estos ejemplos resulta venial que nos presente a Luis García Montero y a Almudena Grandes abrazados y cantando: “Benet y vamos a todos con flores a Marías”. O la burla de una entrevista a Pérez-Reverte, tan fuera de lugar en unas supuestas memorias de una tal Benito Belinchón como casi todo lo demás.
Continúa
Rafael Reig con La cadena trófica el
“manual de literatura para caníbales” que había iniciado con Señales de humo. Si entonces se detenía
en el siglo XVIII, ahora comienza con el
siglo XIX y la llegada de los románticos.
Ambos volúmenes pretenden ser, junto a una disparatada reescritura de la
historia de la literatura española, una novela humorística y un libro de texto.
Esos tres elementos, aparte de sus propias insuficiencias, están apresurada y
descuidadamente ensamblados; eso hace que el lector medianamente atento –no el amable
reseñista que continúa la publicidad por otros medios: en la solapa aparecen
elogios de Carlos Pardo, Luis Alberto de Cuenca, Juan Cruz– se sienta pronto
defraudado.
Cuando los novelistas que hablan con cierto desdén de la Academia ejercen como historiadores de la literatura (aunque sea bajo el paraguas de la novela o el artículo de periódico, donde parece que se permiten más licencias que en el ensayo publicado como tal), se demuestra que la mayoría de ellos no solo desconocen la materia sobre la que escriben, sino que, además, no hacen ningún esfuerzo por cotejar los datos que proporcionan al lector y que este suele creer -y luego reproducir- por venidos avalados con una firma. Lo que comentas de Azorín me ha recordado el libro de Manuel Vicent, "Los últimos mohicanos" (Alfaguara), donde reúne unas semblanzas de escritores-periodistas que publicó previamente en "El País", a cual más indocumentada. Y se podrían poner más ejemplos, algunos de autores que conoces bien.
ResponderEliminarMuy de acuerdo con lo que dices, amigo Fuster. El bueno de Rafael Reig escribe unas cosas... Pero no es el único.
EliminarJLGM