martes, 8 de julio de 2025

Tertulias de antaño: La biblioteca de noche

 

 

José Havel · Silvia Ugidos · Javier Almuzara

Inés Toledo · Caterina Valdés 

José Havel 

Cuando tenía dieciséis años, Alberto Manguel alternaba sus estudios con el trabajo en una librería anglo-alemana de Buenos Aires. Un día cierto cliente que tenía dificultades con la vista, tras seleccionar tres o cuatro raros libros, le preguntó si no podía ir a leerle un rato por la noche, ya que su madre, que era quien lo hacía habitualmente, había cumplido los noventa años y se cansaba con facilidad. Ese cliente se llamaba Jorge Luis Borges.

Silvia Ugidos 

Nada tiene de extraño que Alberto Manguel se haya convertido en el mayor experto en la historia de los libros y de las bibliotecas, en su más apasionado defensor. Cuando sus compañeros del colegio se pasaban los ratos libres discutiendo de fútbol, él charlaba con Borges de Chesterton, de Spinoza y de la historia de la eternidad.

Javier Almuzara 

“Con la temeridad de la juventud, mientras mis amigos soñaban con hechos heroicos en el campo de la ingeniería o el derecho, las finanzas o la política nacional, yo soñaba con llegar a ser bibliotecario”, escribe en el prólogo a su más reciente libro, La biblioteca de noche. Su afición a los viajes pareció decidir otra cosa. Pero el destino siempre acaba cumpliéndose y ahora vive entre estanterías cada vez más numerosas cuyos límites han acabado confundiéndose con los de la propia casa.

Inés Toledo 

La biblioteca de noche nos habla de esa casa-biblioteca en la que ha terminado asentándose este escritor errante que nació en Buenos Aires, pasó su infancia en Israel, tiene la nacionalidad canadiense y escribe en inglés. Una casa, asentada en una colina al sur del Loira, que antes fue templo romano en honor de Dionisos y luego granero y más tarde iglesia cristiana.

Caterina Valdés 

Un lugar mágico, ciertamente. Un lugar en el que a Borges, que se imaginaba el paraíso bajo la especie de una biblioteca, le habría gustado vivir.

José Havel 

Borges, sin embargo, no tenía demasiados libros en su apartamento de la calle Maipú. Alberto Manguel nos lo describe minuciosamente. Los libros ocupaban un espacio “mesurado, discreto y ordenado”, nada del laberinto bibliográfico, de la infinita biblioteca de Babel que se imaginaban sus lectores.

Inés Toledo 

Vargas Llosa visitó por primera vez a Borges a mediados de los años cincuenta. Con la osadía de la juventud, no dudó en preguntarle lo que otros se limitaban a pensar. “Maestro –le dijo—, qué raro que no viva usted en una casa más lujosa y con más libros”. Borges se ofendió bastante ante aquella impertinencia. “A lo mejor en Lima hacen las cosas así –respondió—, pero aquí en Buenos Aires somos menos devotos de la ostentación”.

José Havel 

Tras referirse a inmensa biblioteca propia y a la más reducida de su maestro, Alberto Manguel nos habla de otras muchas en este libro fascinante. Bibliotecas que todavía podemos visitar, como la fastuosa biblioteca parisina de Santa Genoveva,  y bibliotecas que están fuera del mapa y del calendario, como la mítica biblioteca de Alejandría, de la que tanto se ha hablado, de la que tan poco se sabe con certeza.

Caterina Valdés

De las muchas bibliotecas a las que se refiere Alberto Manguel, yo me quedo con una que no se alberga en ningún edificio suntuosamente palaciego. En 1990 el ministro de Cultura de Colombia se propuso organizar un sistema de bibliotecas itinerantes que llegara a los lugares más recónditos del país. Diseñó para eso unas bolsas de color verde de gran capacidad que pueden plegarse fácilmente para poder transportarlas llenas de libros y a lomos de burros hasta la selva y la sierra. Allí las bolsas se desdoblan y se cuelgan de un poste o de un árbol para que los lugareños puedan curiosear y elegir el libro que prefieran. La “biblioburro” –así la llaman-- me parece la más fascinante biblioteca.

Javier Almuzara

Yo me quedo con la biblioteca neoyorquina de la calle 42. Allí están los libros de todo el mundo al alcance de todo el mundo. Después de darme una vuelta por su majestuoso interior, después de curiosear en los catálogos (y de ver que no falta ningún libro de interés, ni siquiera los míos) me gusta sentarme en las escalinatas, custodiadas por leones, que dan a la Quinta Avenida. Siempre en ese momento me vienen a la memoria los versos de Juan José Tablada: “Mujeres que pasan por la Quinta Avenida / tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida”.

Silvia Ugidos

Yo, si tuviera que escoger una biblioteca, no me iría tan lejos. Me quedo con la biblioteca del Fontán, ahora en obras, que abre sus puertas en medio de la colorista algarabía del mercadillo.

José Havel 

Yo prefiero la biblioteca de Avilés, abierta sobre el parque de Ferrera. Ninguna otra me parece que incite tanto a la lectura.

Javier Almuzara 

Todas las bibliotecas son sucursales de la biblioteca de Alejandría, todas son mágicas e infinitas para el niño asombrado que entra en ellas por primera vez.. En todas, hasta en la más modesta, hasta en la que cuelga de un árbol y un biblioburro ha transportado a lo largo de la selva, podemos hacer un descubrimiento que nos cambie la vida.

Silvia Ugidos 

Al poeta chileno Oscar Hahn ese descubrimiento le llegó en la biblioteca de la Universidad de Iowa. Estaba abierta al público hasta las dos de la mañana y él solía acudir a ella alrededor de la media noche. Le gustaba ir a esa hora porque había menos gente y el ambiente era como de claustro medieval o de biblioteca visitada en algún sueño. Recorría los pasillos entre las largas filas de estantes mirando los lomos de los libros como lo haría una cámara cinematográfica que realizara un travelling.

Javier Almuzara

Una noche sus ojos se detuvieron en el lomo de un volumen que decía Flor de enamorados. Era un cancionero anónimo del siglo XVI. Aquellos versos de amor le fascinaron y los fue copiando con su propia letra, poniéndolos en castellano moderno, haciéndolos suyos. Cualquier biblioteca no es más que un espejo al que nos asomamos para descubrir nuestra propia cara.


Silvia Ugidos 

Por amor gané y perdí

y si me ganase hoy día

otra vez me perdería.


Javier Almuzara

Quien de amor no fue vencido

no sabe qué es ser amado

ni tampoco ser ganado

ni tampoco ser perdido

Por ser perdido y querido

por quien quiero todavía

otra vez me perdería.


Silvia Ugidos

Aprendí de mi querer

esta forma de jugar:

se pierde para ganar

se gana para perder.

Piérdome por más valer

y aunque sé que sufriría

otra vez me perdería. 


Javier Almuzara

Quiero en el amor perderme

porque pretendo ganarme

y de tal modo adentrarme

que no pueda devolverme.

Aunque amor gustase verme

desdeñado de alegría

otra vez me perdería.





1 comentario:

  1. Hace unos veinte años, para un programa de cultura de la televisión pública asturiana, nos encargaron una serie de minitertulias en las que comentáramos algún libro. Todavía pueden verse esos programas en YouTube bajo el título de "Café con libros". He encontrado los guiones, que yo firmaba (también me ocupaba del montaje final) y me parece curioso publicar algunos en estos meses de verano en que descansa el suplemento de cultura en que aparecen mis reseñas.

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