jueves, 22 de julio de 2010
Gabriel Pozo: Lo que Emma Penella sabía
Gabriel Pozo
Lorca, el último paseo
Ultramarina, Granada, 2009
414 páginas
Un día de noviembre del año 2003, en la rotonda del Palace, la actriz Emma Penella recibe a un periodista. No es una entrevista más, consecuencia del éxito de una serie televisiva –Aquí no hay quien viva— que acaba de rescatarla del olvido. La entrevista es a petición suya. El periodista, que trabaja en El Ideal de Granada, ha publicado un reportaje sobre la implicación de algunos redactores de ese periódico, que ahora pertenece a otra empresa, en el asesinato de Lorca. El principal de esos implicados era precisamente el padre de la actriz, Ramón Ruiz Alonso.
Esa entrevista –que Emma Penella no quiso que se publicara antes de su muerte— constituye el mayor atractivo de Lorca, el último paseo, un libro descuidadamente escrito (la primera obra de Luis Rosales, Abril, se convierte en Azul), que no contiene nuevas revelaciones fundamentales sobre el asesinato del poeta, pero que sí está lleno de curiosos y conmovedores detalles.
Gabriel Pozo confirma lo fundamental. Fue la ambición política de Ramón Ruiz Alonso, el hombre de Gil Robles en Granada, quien puso a García Lorca en el disparadero. Ramón Ruiz Alonso era linotipista y redactor de El Ideal, el diario granadino de la empresa de El Debate, pero no era un empleado más del periódico: sus andanzas políticas (por dos veces resultó elegido diputado, aunque la segunda elección resultara anulada) ocupaban a menudo la primera página. Comenzada la guerra, solo los falangistas podían disputarle protagonismo en el nuevo régimen. Y contra los falangistas, tanto como contra el poeta, iba la denuncia que escribió apresuradamente a máquina en la redacción del periódico.
Cuando Gabriel Pozo entró a trabajar en El Ideal todavía quedaban viejos redactores que habían conocido a Ruiz Alonso, pero ese nombre solo se pronunciaba en voz baja y con miedo. Le costó conseguir algún dato sobre un redactor estrella que, sin embargo, había sido literalmente borrado de los archivos del periódico. Lo que le contaron fue que, durante un tiempo, se jactaba de la muerte de Lorca como su principal hazaña, como su mayor mérito para ocupar un puesto importante en el franquismo.
Pero el asesinato de Lorca supondría la muerte política de Ruiz Alonso. El eco que de inmediato tuvo en el extranjero, el descrédito que supuso para unos golpistas que se quisieron presentar como “defensores de la civilización occidental cristiana” (la frase es de Unamuno), hizo que el propio Franco quisiera saber lo que había pasado y tratara de desligarse del asunto, oficialmente solo un desdichado accidente obra de incontrolados.
Ruiz Alonso había cometido otro error. Su libro Corporativismo, publicado en 1937, en el que formulaba sus ideas para el nuevo régimen, llevaba un prólogo de Gil Robles, el apoyo fundamental en su carrera política. Pero Gil Robles, el hombre fuerte de la república de derechas, era ahora un peso muerto.
A Ruiz Alonso le pusieron un discreto negocio, una imprenta, en un barrio de Madrid y allí vivió durante casi cuarenta años, siempre temeroso, sin querer hacer vida social, dedicándose al cuidado de sus hijas, varias de las cuales llegarían a ser famosas. Él nunca les habló de su pasado. Emma Penella cuenta cómo se enteraron. En una fiesta, en la que había mucha gente del espectáculo y su hermana Terele, “que era guapísima y despampanante”, llamaba especialmente la atención, una conocida actriz dijo en voz alta, para que se enterase todo el mundo: “Quién se habrá creído esa que es, si es la hija del que mató a García Lorca”. Volvieron llorando a casa y le contaron al padre lo que había ocurrido: “Entonces mi padre se encerró en la planta de arriba y allí estuvo varios días sin salir ni siquiera a comer. Cuando tenía alguna crisis de este tipo, reaccionaba encerrándose varios días”.
El asesinato de Lorca, en la España de Franco, fue durante décadas un secreto a voces. En los primeros tiempos todos los que intervinieron en él se jactaron de haberlo hecho e incluso hubo bastantes que fantasiosamente se atribuyeron haber tomado parte en la “hazaña”. Pero luego, desde el propio régimen, llegó la consigna del silencio. Tuvieron que ser investigadores extranjeros quienes lo rompieran. Cuando uno de los primeros, Claude Couffon, publicó en 1951, en Le Figaro, el resultado de sus investigaciones, Luis Rosales amenazó incluso con matarle (quien tan bien conocía el asunto, callaba más que nadie y no había olvidado el matonismo falangista).
Todos sabían, y de ahí la críptica polémica que tuvo lugar en 1972 entre los diarios Ya, sucesor de El Debate, y El Alcázar. Por aquellas fechas se colocó una lápida en el teatro de la Comedia, donde se había fundado la Falange, y donde se representaba Yerma. Luis Apostúa escribió: “El retorno a la vida activa de la Falange es bien visible”. Y desde el falangista El Alcázar replicaron que, si Apostúa quería saber algo de la muerte de Lorca, que preguntara en su propia católica empresa.
Todos sabían, como en la Alemania nazi del exterminio judío, pero todos en la España del franquismo obedecieron la consigna de callar y mirar para otro lado. Y el que más calló fue el que más sabía, Ramón Ruiz Alonso.
Vivió con miedo en la España de Franco, pero cuando Franco murió ese miedo se convirtió en terror. Sin duda temió que, al cambiar las tornas, hicieran con él lo que él había hecho con tantos en la Granada de 1936. Se marchó a Estados Unidos, donde vivía otra de sus hijas, y allí murió en 1978. Antes de morir le contó a Emma Penella lo que la actriz le contó a Gabriel Pozo en la rotonda del Palace una tarde otoñal del 2003. Su padre había cargado con culpas que no eran solo suyas. Si denunció a Lorca, fue por órdenes superiores, órdenes que venían de Sevilla, de Queipo de Llano. Y no se trataba de matar a Lorca, por supuesto que no, solo de asustarle un poquito para que denunciara a Fernando de los Ríos, el político socialista que era el verdadero enemigo.
La piadosa patraña que Ruiz Alonso le contó a su hija antes de marchar a Estados Unidos era, sin duda, la que él se contó a sí mismo durante cuarenta años. Pero lo más probable es que ni él mismo llegara a creérsela.
En el asesinato de Lorca la justicia miró, y sigue mirando, para otro lado (ni siquiera considera necesario encontrar su cadáver), pero no por eso el principal asesino, el que puso en marcha el perverso mecanismo imparable, dejó de recibir su castigo. Y también sus hijas tuvieron que vivir con ese peso sobre el corazón. Cuando Emma Penella trajo las cenizas de su padre a España no se atrevió a poner su nombre sobre la tumba donde las depositó.
Este libro añade nuevos datos a una historia que aún no ha terminado de contarse. Sabemos ya que el asesino tiene una tumba sin nombre. Pero el asesinado, el desaparecido un día de agosto de 1936, todavía no tiene tumba.
Esa maravillosa generación sirvió, entre otras cosas, para dar testimonio de la realidad que la propaganda de la dictadura quiso tapar sistemáticamente. Ahora bien, no poner nombre en la tumba de ese pobre hombre me parece un gesto feo. Hay que saber perdonar, sobre todo a la gente acabada.
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