jueves, 26 de agosto de 2010
Jaime Gil de Biedma: Humano, demasiado humano
Jaime Gil de Biedma
El argumento de la obra. Correspondencia
Edición de Andreu Jaume
Lumen, Barcelona, 2010
“Usted trabaja casi siempre sobre emociones de una sola veta, con un sentido y una dirección bien definidos, y yo suelo inclinarme más bien por las emociones entreveradas y un tanto contradictorias”, escribe Gil de Biedma a Francisco Bejarano a acusarle recibo de su primer libro. “Entreverada y contradictoria” fue, sin duda, su propia vida y en toda su complejidad aparece en este epistolario, ejemplarmente prologado por Andreu Jaume. Quienes conozcan a Gil de Biedma por la biografía de Miguel Dalmau o por la reciente película, El cónsul de Sodoma, se sentirán sorprendidos por la última larga carta que escribió, una de las pocas de los últimos años que no es mera muestra de cortesía literaria. Dionisio Cañas preparaba una selección poética para la editorial Cátedra y, en el prólogo, según le comenta, pensaba insertarla en la tradición homoerótica. Nada más conocer esa intención le manda un telegrama: “Recibida ayer tu carta del día 1 que me ha dejado muy preocupado. Te escribo hoy mismo. Un abrazo”. A Gil de Biedma, gravemente enfermo, le obsesiona que pueda desvelarse el secreto de su doble vida: “Para quien solo me conoce de la sociedad literaria y de sus mundos afines, donde mi homosexualidad es un hecho universalmente conocido y respetado, le resulta difícil comprender que en los medios familiares y de trabajo en que vivo y he vivido siempre, mi situación es completamente otra, muy peculiar. Muchos, o casi todos, saben a qué atenerse pero jamás se han dado por enterados. Gracias a ello he podido llevar una vida privada de casi absoluta libertad con toda discreción. Pero si algún hecho ‘público’ –una mención en letra impresa— les forzara a darse por enterados, sé que su reacción sería inmediata y feroz, con tal de no pasar por cómplices de una inmoralidad ‘pública’, que pensarían que redunda también en desdoro suyo”. El final de la carta todavía hace daño a quienes le admiramos. A finales de los años ochenta, enfermo de sida (una enfermedad que entonces se asociaba casi exclusivamente a los homosexuales), a pocos meses de su muerte, le aterra pensar en la reacción de sus familiares y compañeros de trabajo cuando no tengan más remedio que enterarse de su orientación sexual: “En fin, por la prontitud con que te respondo y por la desmesurada extensión de mi respuesta te harás cargo de la hondísima preocupación que me causa tu proyecto. Encarecidamente te ruego, como amigo, que te abstengas de crearme posibles complicaciones en mi vida personal, que bastante desgraciada y complicada la tengo ya. Por favor te lo pido”.
El argumento de la obra reúne lo fundamental de la correspondencia del poeta. Quedan fuera, sin embargo, algunas cartas, como la siguiente a Gabriel Celaya (fechada el 3 de julio de 1964 y todavía, según creo, inédita): “Querido Gabriel, anoche terminé de leer tu Exploración de la poesía. Enhorabuena. Es un libro verdaderamente interesante, de una vivacidad intelectual rara en nuestra crítica de poesía. Y ambicioso en un sentido también poco frecuente: los tres momentos de la creación poética explorados por ti dicen mucho sobre la naturaleza de la poesía y le ponen a uno –a uno que es poeta— a pensar en el inquietante animal del que es jinete, menos doméstico de lo que nos hace creer la familiaridad con que recurrimos a sus servicios. Es posible que la cualidad que dé a tu libro su peso y su sabor más propios sea una profunda experiencia de la poesía, a un nivel que los poetas y los críticos españoles difícilmente alcanzamos, porque tendemos a fijarnos exclusivamente en la poesía –y en algunos casos, peores, porque tendemos a sustituir la poesía por otra cosa”.
Este epistolario no es un añadido menor y prescindible, una curiosidad para eruditos, como suele ser lo habitual. Es una sincopada autobiografía, el mejor acercamiento posible a las diversas facetas de un personaje irritante a ratos y siempre seductor. Un acierto que no sea siempre el escritor quien nos hable: así tenemos algunas muestras de sus otras facetas, del perspicaz abogado, del diligente ejecutivo.
Al principio –cartas de los años cincuenta— se nota su voluntad de hacer literatura, de lucir su cultura y su inteligencia. Asistimos fascinados a sus esgrimas verbales con Carlos Barral, en cada línea un alarde de su ironía y de su cultura cosmopolita (paradójicamente, cuando pretendió entrar en la Escuela Diplomática le suspendieron en el examen de cultura general y redacción), y luego las cartas intercambiadas con Joan Ferraté nos permiten asomarnos al taller en que se escriben sus poemas (Gil de Biedma es, sin duda, uno de los poetas más lúcidos que haya existido nunca: podía dar razón incluso de cada una de las comas de sus versos). De distinto orden resultan las cartas intercambiadas con Gustavo Durán, que fue músico, musa de algunos artistas del 27, afamado general republicano, alto funcionario de las Naciones Unidas y sin duda el modelo al que le habría gustado parecerse. En el verano de 1966 pasó una temporada en Atenas, invitado por él. Siempre la recordaría como una de sus últimas estancias en el paraíso. Algo de aquella felicidad queda en su poema “La calle Pandrossou”: “Era un lunes de agosto / después de un año atroz, recién llegado. / Me acuerdo que de pronto amé la vida, / porque la calle olía / a cocina y a cuero de zapatos”.
Las anotaciones de Andreu Jaume son breves y atinadas; aclaran, para el lector común, buena parte de las referencias. No todas. En enero de 1975, responde a las disculpas que le ha enviado Francisco Brines: “Tu carta se anticipó a todo: no conozco ese poema tuyo y el rumor no había llegado a mis oídos, cosa nada extraña puesto que apenas hago vida social de literato”. Habría sido conveniente indicar que el rumor aludía a que “Poeta póstumo”, uno de los epigramas del entonces último libro de Brines, Aún no, tenía como destinatario a Gil de Biedma: “Sorprende la noticia, pues me dicen / que escribes versos muy desvergonzados / (versos de tu experiencia cotidiana, / presumo con certeza), y que esperas / que se publiquen póstumos…”
La excusa no pedida confirma, más que desmiente, que él era el destinatario del epigrama (ya corrían rumores sobre las posible obscenidades de su diario inédito), pero no le da ninguna importancia; las bromas quedaban en el terreno de la literatura, no tocaban al individuo “cotidiano y tributable” que había detrás de los versos: “No te preocupes: la cosa no merece la pena y en ningún caso hubiera sospechado de ti una intención malévola, que por otra parte tampoco sería nada grave sino algo humano y literariamente legítimo: los dos tenemos ya la suficiente experiencia como para saber distinguir entre la obra, el personaje o mascarón literario y el patético y respetable ser humano que está oculto tras de una y otro, sea en el propio caso o en el de un compañero amigo”.
En estas cartas, tras el personaje, a ratos insoportablemente inteligente, asoma el ser humano que se encubría y descubría tras él: entreverado, contradictorio y, al final, caídas todas las defensas, conmovedoramente patético.
jueves, 19 de agosto de 2010
Ariadna Efron: Novela familiar
Ariadna Efron
Marina Tsvetáieva. Mi madre
Circe, Barcelona, 2009
De Marina Tsvietáieva no nos interesan únicamente sus versos fulgurantes y su prosa prodigiosa; de igual manera nos fascina la historia de su vida, iniciada en el Moscú de 1892, dentro de la alta burguesía intelectual, y concluida, por propia mano, en 1940.
Marina Tsvietáieva tuvo tres hijos. La mayor, Ariadna Efron, heredó su precoz genialidad. En los años setenta, poco antes de su muerte, escribió los recuerdos de quien ya se había convertido en uno de los poetas fundamentales del siglo XX. Esos recuerdos son los que ahora se traducen al español, no del ruso, sino de la versión francesa (de ahí que la transcripción del apellido de la escritora no sea la habitual). Cuenta en ellos que su madre la enseñó a leer “de corrido y con bastante inteligencia” a los cuatro años, a escribir a los cinco y a llevar un diario íntimo al año siguiente. Fragmentos del diario se intercalan en estos recuerdos. La autora insiste en que no han sido corregidos, pero nosotros no acabamos de creérnoslo. En diciembre de 1918 (había nacido en 1912) fecha una anotación en que retrata a la escritora: “Mi madre es muy extraña. Mi madre no se parece en nada a una madre. Las madres siempre admiran a sus hijos y a los niños en general, pero a Marina no le gustan los niños pequeños”. Tras aludir luego a sus ojos verdes, su nariz aguileña, sus labios de color rosado, añade: “Mi madre es triste, rápida; le gustan la Poesía y la Música. Escribe versos. Es paciente siempre lo soporta todo. Se enfada y ama. Siempre tiene que ir corriendo a algún lado. Tiene un gran corazón, una voz que acaricia y andares rápidos. Marina siempre lleva sortijas. Marina lee por la noche. Casi siempre hay una chispa de malicia en sus ojos”. Y concluye con una frase tan inverosímil para una niña de seis años como todo lo anterior: “A veces anda como si estuviera perdida, y de pronto parece como si despertara: se pone a hablar, y luego otra vez como si se marchara a alguna parte”.
Quienes han leído los escritos autobiográficos y las cartas de Marina Tsvietáieva, magistralmente recopilados por Tzvetan Todorov en Confesiones. Vivir en el fuego, saben de las difíciles relaciones que la escritora tuvo con su hija. Hasta los diez años, la consideró su mejor poema; luego dejó de interesarle porque le pareció que se había convertido en una niña como las demás, y todos sus afanes se centraron en Gueorgui Efron, su último hijo, que nació en 1925. “Hay que mimar a los hijos varones –escribió—, puede que tengan que ir a la guerra”. En la guerra, a los diecinueve años, moriría ese niño al que ella había mimado tanto.
Los días duros de la Revolución y del exilio en Checoslovaquia fueron para Ariadna días felices, un periodo —el único de su vida, precisa—, “de espacio y de libertad”: “El recuerdo de los años de infancia conserva el lado bueno de las cosas, los ojos de los niños no retienen más que lo hermoso de cuanto les rodea, sus oídos solo son sensibles a las cosas interesantes, divertidas y graciosas”. Por eso, contra lo que pudiera esperarse, no hay amargura ninguna en estas páginas, a la vez edulcoradas y llenas de detalles exactos.
No fue fácil la vida de Ariadna Efron. La niña precoz y genial que pronto desilusionó a su madre (quizá no fue culpa suya: Marina amaba y admirada tan apasionadamente que era difícil que no terminara desilusionándose), se convirtió en una adolescente rebelde que gozaba atormentándola. En su exilio francés, idealizaba cada vez más a la Unión Soviética, a donde regresó en 1937. Allí estaba ya su padre, Serguei Efron, de errática trayectoria personal y política (tras haber luchado contra los soviéticos se había puesto secretamente a su servicio y había participado en el asesinato de un refugiado político). Entre los dos, y con la entusiasta colaboración del pequeño Mur, obligaron a una Marina consciente de lo que la esperaba a regresar a su país. El mismo año en que ella llega a Rusia detienen a su marido y a su hija, los entusiastas del nuevo régimen que la habían embarcado en la aventura. El primero es ejecutado poco después; la segunda no será liberada hasta 1955.
Recobrada la libertad, Ariadna Efron pasó los veinte años que le quedaban de vida en reunir los dispersos manuscritos de su madre y en darlos a conocer. Sin ella, todo –o casi todo— se habría perdido y Marina Tsvietáieva no sería hoy más que un nombre en un índice, un olvidado poeta menor, un borroso ejemplo más de la represión soviética.
Los hermosos y fragmentarios recuerdos reunidos en Marina Tsvietáieva, mi madre constituyen un acto de expiación. A hacer más dura y más difícil la vida de la escritora contribuyeron con aplicación sus seres queridos: el marido, los hijos. Y quizá más que ninguno, aquel en que volcaría finalmente todo su amor, el pequeño Mur, que se convirtió en un adolescente “monstruosamente egoísta, sin miramiento alguno por los sentimientos de nadie”, como escribe Dmitri Sezeman, que fue su amigo y que trata de disculparle: “había sido educado en la creencia de que era el centro del universo”. Fue él quien consiguió finalmente lo que ni su marido ni su hija habían conseguido: que Marina dejara el exilio de París para regresar a la URSS. Y allí la atormentó hasta el último momento. Los vecinos de la escritora, tras su ahorcamiento, declararon haber escuchado, en los últimos días, violentas discusiones entre la madre y el hijo y “cómo él le demandaba constantemente unos lujos que ella no podía darle”.
Ariadna Efron tenía talento de escritora, y estas páginas lo demuestran sobradamente, pero prefirió sacrificarlo para dedicarse a la obra de su madre. Vivía de hacer traducciones, muy precariamente pagadas, y todo el tiempo libre lo dedicaba a preparar los poemas y las prosas de Marina Tsvietáieva y a luchar contra la censura para lograr que se publicaran. Inexplicablemente –pero cuántas cosas inexplicables hay en esta historia, en cualquier historia— nunca renunció a sus ideales comunistas.
jueves, 12 de agosto de 2010
Oscar Wilde: El rey mendigo
Herbert Lottman
Oscar Wilde en París
Tusquets, Barcelona, 2009
Hay escritores que no pierden su capacidad de seducción. Uno de ellos es Oscar Wilde. Nunca nos cansamos de recordar sus dichos ingeniosos, como nunca nos cansamos de escuchar la historia de su desventura.
¿Puso la genialidad en su vida y solo el talento en sus obras, como le dijo a André Gide? No parece que sea enteramente cierto. El tiempo, que ha convertido en arqueología a tantos escritores de su época, apenas si ha añadido alguna arruga al encanto de su prosa.
Importa poco que la biografía de Oscar Wilde haya sido contada infinitas veces. Siempre se pueden añadir algunas precisiones, arrojar nueva luz sobre enigmas que parecen indescifrables, como su destructiva relación con Lord Alfred Douglas o su incapacidad final para la escritura.
El interés de Herbert Lottman por las estancias de Oscar Wilde en París está relacionado con su propia biografía: “Si el autor de estas líneas puede permitirse un apunte personal, recuerdo que a mi llegada a París, hace ya medio siglo, disponía de un apartamento que me habían conseguido unos amigos y que se hallaba al lado del hotel d’Alsace; pues bien, en la mayoría de las fotografías de la fachada del hotel puede verse una de las ventanas de mi habitación, situada en la primera planta, como la de Wilde. Mi apartamento daba también a un patio, y de haber vivido Wilde entonces, habríamos mirado los mismos árboles, y tal vez habríamos podido conversar por encima de la pared de separación”.
En París vivió Oscar Wilde los días de su triunfo, en 1891, cuando era el escritor de moda y todo el mundo se esforzaba en adularle; en París vivió los años finales, viendo cómo le volvían la espalda quienes antes se vanagloriaban de ser amigos suyos. Incluso André Gide se avergonzaba de sentarse públicamente a su lado. En el homenaje que le dedicó tras su muerte, llegó a afirmar que “Wilde no es un gran escritor”. No era el único que pensaba lo mismo. Jules Renard quiso hacer en su diario una gracia que resultó cruelmente profética: “Consiento en firmar la petición a favor de Oscar Wilde, siempre que dé su palabra de no volver a… escribir”.
Herbert Lottman conoce bien las fuentes inglesas y francesas, pero ignora por completo las de habla española (estudiadas por Sergio Constán en Wilde en España). Uno de los grandes amigos de Oscar Wilde en los años de París fue un escritor guatemalteco, Enrique Gómez Carrillo, que le dedicó abundantes páginas en uno de los tomos de sus memorias, En plena bohemia, publicado en 1919. Podríamos pensar que esos recuerdos están fantaseados, como tantos otros que cita Lottman con alguna reserva. Hay que tener en cuenta que Oscar Wilde, a los pocos años de su fallecimiento, se convirtió casi en un género literario y todo el mundo que había tenido algún trato con él, por superficial que fuera, se dedicó a inventar anécdotas y apólogos que supuestamente le habían escuchado.
Pero lo fundamental de su relación con Oscar Wilde lo contó Gómez Carrillo ya en su primer libro, Esquisses, aparecido en 1892. Su valor historiográfico resulta así indudable. Carrillo no solo fue amigo de Wilde en sus años de gloria, también le trató en los años finales. Baroja cuenta en sus memorias cómo, allá por 1899, estando un día sentado en un café cercano al Moulin Rouge con él y con Manuel y Antonio Machado, pasó por allí Oscar Wilde y Carrillo se levantó en seguida a saludarle. Baroja ofrece un retrato del escritor en aquellos años finales: “Oscar Wilde era alto, demasiado alto, con un cuerpo de hombre grande y un tanto destartalado. Iba vestido de gris; llevaba un sombrero blando, una indumentaria vulgar. Tenía la cara larga, pálida, y un poco caballuna; las manos enormes, así como fláccidas y muertas, y los pies, por el estilo. Sabiendo quién era, daba la impresión de un fantasma. No sabiéndolo, parecía un hombre vulgar. No tenía nada de ese aire trágico y dramático que tienen a veces las ruinas humanas”.
Todos los escritores españoles o hispanoamericanos que en los años del modernismo pasaban por París tenían como guía a Gómez Carrillo. A muchos de ellos les presentó a Oscar Wilde, quien por esas fechas frecuentaba un bar del Boulevard des Italiens, el Kalisaya. Allí solía reunirse en torno a las cinco con amigos como Jean Moréas o Ernest La Jeunesse. Una tarde se encontraba Gómez Carrillo en ese lugar acompañando a Galdós. Cuando llegó Oscar Wilde, no fue necesario que se lo presentara, porque el propio escritor, que había oído el nombre de Galdós, “se aproximó a nuestra mesa –cuenta Carrillo— y me dijo, quitándose el sombrero e inclinándose con su exquisita distinción de gran señor de Londres: ¿Me hace usted el favor de presentarme al ilustre autor de Marianela?”. Galdós se puso de pie y estrechó la mano de su admirador. No intercambiaron ninguna palabra más. Marianela, con el subtítulo de “A Story of Spanish Love”, se había traducido al inglés en 1892.
Aunque se centre en las estancias en París, no se limita Lottman a hablar de ellas. La entera biografía del escritor está compendiada en estas breves páginas, escritas con agilidad periodística. Los admiradores de Oscar Wilde, junto a algunas informaciones consabidas, encontrarán en ellas bastantes datos nuevos, minucias quizá que no cambian nuestra imagen del autor de La importancia de llamarse Ernesto, pero que nos lo vuelven más conmovedoramente cercano, aunque no menos grande ni menos enigmático.
jueves, 5 de agosto de 2010
John Julius Norwich: El paraíso de las ciudades
John Julius Norwich
Venecia en el siglo XIX
Editorial Almed, Granada, 2010
Traducción de Andrés Arenas y Enrique Girón
¿Qué se puede decir de nuevo sobre Venecia?, se preguntaba Goethe en el siglo XVIII y se pregunta John Julius Norwich al comienzo de éste su último libro (por el momento) sobre la ciudad.
Cuando se cree haberlo dicho todo sobre Venecia, siempre queda lo más importante por decir. Norwich nos ofrece una serie de retratos de viajeros ilustres y una síntesis de dos momentos históricos, la desaparición casi por deserción de la milenaria República en 1797 y su fugaz resurrección en 1848.
El primer visitante del que se ocupa es Napoleón, que solo pasa diez días en la ciudad, a finales de 1807, pero que dejó en ella una huella perdurable, para bien y para mal. Eliminó iglesias, añadió jardines, completó la Piazza de San Marcos, saqueó cuanto pudo.
Poco después de la caída de Napoleón, llega Lord Byron, el más famoso de los viajeros venecianos, que a Norwich no le simpatiza demasiado. El escritor se rindió de inmediato al encanto de la ciudad: “Venecia me agrada tanto como me esperaba, y esperaba mucho. Es uno de esos lugares que uno tiene la sensación de conocer antes de haberlo visto siquiera, y uno de los que más me ha cautivado después de Oriente. Me encanta el melancólico colorido de sus góndolas y el silencio de sus canales. Ni siquiera me disgusta la visible decadencia de la ciudad, y aunque me entristece lo extraño de su desvaído lujo… conserva a pesar de todo mucho de su antiguo esplendor”.
En Venecia, Lord Byron sedujo a incontables mujeres (su media era una por la mañana, una o dos por la noche), realizó diversas proezas natatorias (como llegar nadando desde el Lido hasta la Salute y luego continuar por el Gran Canal), trató de aprender armenio, escribió un sin fin de divertidas y escabrosas cartas y algunos de sus mejores versos.
Otro inglés excéntrico que contribuyó como pocos a la fama de Venecia fue John Ruskin, el esteta minuciosamente erudito. Según se viene repitiendo desde el siglo XVIII (y quizá desde antes), creyó que la ciudad estaba a punto de desparecer y por eso quiso, en Las piedras de Venecia, su obra más famosa, dejar constancia de todos los pormenores de aquel lugar único. Contrató escaleras y andamios para no dejar moldura ni escultura sin estudiar ni dibujar. Su mujer Effie (que un día se atrevió a preguntar, algo extrañada, a su madre si era normal que, después de varios años de matrimonio, continuara siendo virgen) escribió en una carta: “John causa un enorme asombro en todos cuantos le observan en Venecia y me parece que no saben bien si se trata de un perturbado profundo o de alguien muy sabio. Nada consigue distraerle y, tanto si la plaza está atestada de gente o vacía, lo vemos haciendo daguerrotipos con un paño negro cubriéndole la cabeza o bien trepando por los capiteles repletos de polvo, o incluso con telarañas como si acabara de regresar de un viaje con una bruja en su escoba. Después cuando baja al suelo se queda de pie, inmóvil, para que Domenico le cepille cuidadosamente ante el asombro de los espectadores que le rodean”.
La Venecia del siglo XIX, para los viajeros ingleses, no solo fue lugar de erudición, reposadas charlas y poéticas melancolías. Algunos buscaban en ella una manera de escapar del puritanismo victoriano. John Addington Symonds cuenta en sus memorias cómo se sintió deslumbrado por un joven que encontró en una taberna del Lido y al que citó para el día siguiente en las Zattere, muy cerca de su casa: “Apareció a la hora convenida caminando con aire brioso y militar… Me había pasado todo el día pensando cómo era posible que un hombre de este tipo pudiera aceptar tan fácilmente la invitación de un extraño… Me inclino a pensar que la respuesta se explica de forma simple. Este joven era por naturaleza despreocupado, sin mucho dinero y además dispuesto a lograrlo como fuera. Aparte de esto –lo sé porque él mismo me lo ha contado— los gondoleros venecianos están tan acostumbrados a este tipo de invitaciones que no se lo piensan a la hora de complacer el capricho de los amantes ocasionales”. Copia a continuación Symonds el soneto que escribió sobre ese primer encuentro, cavafiano antes de Cavafis, aunque no se publicaría hasta muchos años después: “No es un sueño. Seguro que estuvo aquí / y se sentó a mi lado en el duro y bajo lecho; / teníamos el vino a nuestro alcance, y yo le dije: / Toma el oro, aumentará nuestro gozo”. Quizá no es un gran poema, pero está escrito con una naturalidad entonces impensable: “Sí, estuvo aquí. Nuestras manos, entre risas, crearon / un pequeño lío con su cinturón, camisa, pantalones y zapatos”.
Las síntesis biográficas que Norwich nos ofrece de los visitantes más o menos conocidos de la Venecia del siglo XIX tienen la dosis justa de erudición; cada capítulo se lee como un relato independiente, obra de un excelente narrador.
Por estas páginas cruzan Wagner, escuchando de incógnito su propia música, interpretada por las bandas militares austríacas, y extrañándose de que al final nadie aplauda (los venecianos considerarían un acto de traición aplaudir a los invasores); Henry James tratando de hundir en la laguna las ropas de una vieja amiga, de cuyo suicidio se siente culpable; el barón Corvo, con sus eróticas y heréticas extravagancias, y poetas como Browning o pintores como Whistler y Sargent.
La atención de John Julius Norwich se centra en el mundo anglosajón. Los traductores han querido completar el libro con un repaso a la presencia española en Venecia, a veces especialmente destacada, como ocurre con Mariano Fortuny y Madrazo, quien en 1899 alquiló una buhardilla en el palacio Pesaro degli Orfeo y acabó convirtiendo ese palacio –hoy museo a él dedicado— en su residencia y en el taller de su plural y fascinante obra. El prólogo de los traductores constituye el germen de otro libro.
“El que está en Venecia, cree estar en Venecia. Solo el que sueña con Venecia está verdaderamente en Venecia”, podríamos decir parafraseando a Ramón Gómez de la Serna. Quizá eso explique el inmarchitable atractivo de la ciudad.