jueves, 19 de agosto de 2010
Ariadna Efron: Novela familiar
Ariadna Efron
Marina Tsvetáieva. Mi madre
Circe, Barcelona, 2009
De Marina Tsvietáieva no nos interesan únicamente sus versos fulgurantes y su prosa prodigiosa; de igual manera nos fascina la historia de su vida, iniciada en el Moscú de 1892, dentro de la alta burguesía intelectual, y concluida, por propia mano, en 1940.
Marina Tsvietáieva tuvo tres hijos. La mayor, Ariadna Efron, heredó su precoz genialidad. En los años setenta, poco antes de su muerte, escribió los recuerdos de quien ya se había convertido en uno de los poetas fundamentales del siglo XX. Esos recuerdos son los que ahora se traducen al español, no del ruso, sino de la versión francesa (de ahí que la transcripción del apellido de la escritora no sea la habitual). Cuenta en ellos que su madre la enseñó a leer “de corrido y con bastante inteligencia” a los cuatro años, a escribir a los cinco y a llevar un diario íntimo al año siguiente. Fragmentos del diario se intercalan en estos recuerdos. La autora insiste en que no han sido corregidos, pero nosotros no acabamos de creérnoslo. En diciembre de 1918 (había nacido en 1912) fecha una anotación en que retrata a la escritora: “Mi madre es muy extraña. Mi madre no se parece en nada a una madre. Las madres siempre admiran a sus hijos y a los niños en general, pero a Marina no le gustan los niños pequeños”. Tras aludir luego a sus ojos verdes, su nariz aguileña, sus labios de color rosado, añade: “Mi madre es triste, rápida; le gustan la Poesía y la Música. Escribe versos. Es paciente siempre lo soporta todo. Se enfada y ama. Siempre tiene que ir corriendo a algún lado. Tiene un gran corazón, una voz que acaricia y andares rápidos. Marina siempre lleva sortijas. Marina lee por la noche. Casi siempre hay una chispa de malicia en sus ojos”. Y concluye con una frase tan inverosímil para una niña de seis años como todo lo anterior: “A veces anda como si estuviera perdida, y de pronto parece como si despertara: se pone a hablar, y luego otra vez como si se marchara a alguna parte”.
Quienes han leído los escritos autobiográficos y las cartas de Marina Tsvietáieva, magistralmente recopilados por Tzvetan Todorov en Confesiones. Vivir en el fuego, saben de las difíciles relaciones que la escritora tuvo con su hija. Hasta los diez años, la consideró su mejor poema; luego dejó de interesarle porque le pareció que se había convertido en una niña como las demás, y todos sus afanes se centraron en Gueorgui Efron, su último hijo, que nació en 1925. “Hay que mimar a los hijos varones –escribió—, puede que tengan que ir a la guerra”. En la guerra, a los diecinueve años, moriría ese niño al que ella había mimado tanto.
Los días duros de la Revolución y del exilio en Checoslovaquia fueron para Ariadna días felices, un periodo —el único de su vida, precisa—, “de espacio y de libertad”: “El recuerdo de los años de infancia conserva el lado bueno de las cosas, los ojos de los niños no retienen más que lo hermoso de cuanto les rodea, sus oídos solo son sensibles a las cosas interesantes, divertidas y graciosas”. Por eso, contra lo que pudiera esperarse, no hay amargura ninguna en estas páginas, a la vez edulcoradas y llenas de detalles exactos.
No fue fácil la vida de Ariadna Efron. La niña precoz y genial que pronto desilusionó a su madre (quizá no fue culpa suya: Marina amaba y admirada tan apasionadamente que era difícil que no terminara desilusionándose), se convirtió en una adolescente rebelde que gozaba atormentándola. En su exilio francés, idealizaba cada vez más a la Unión Soviética, a donde regresó en 1937. Allí estaba ya su padre, Serguei Efron, de errática trayectoria personal y política (tras haber luchado contra los soviéticos se había puesto secretamente a su servicio y había participado en el asesinato de un refugiado político). Entre los dos, y con la entusiasta colaboración del pequeño Mur, obligaron a una Marina consciente de lo que la esperaba a regresar a su país. El mismo año en que ella llega a Rusia detienen a su marido y a su hija, los entusiastas del nuevo régimen que la habían embarcado en la aventura. El primero es ejecutado poco después; la segunda no será liberada hasta 1955.
Recobrada la libertad, Ariadna Efron pasó los veinte años que le quedaban de vida en reunir los dispersos manuscritos de su madre y en darlos a conocer. Sin ella, todo –o casi todo— se habría perdido y Marina Tsvietáieva no sería hoy más que un nombre en un índice, un olvidado poeta menor, un borroso ejemplo más de la represión soviética.
Los hermosos y fragmentarios recuerdos reunidos en Marina Tsvietáieva, mi madre constituyen un acto de expiación. A hacer más dura y más difícil la vida de la escritora contribuyeron con aplicación sus seres queridos: el marido, los hijos. Y quizá más que ninguno, aquel en que volcaría finalmente todo su amor, el pequeño Mur, que se convirtió en un adolescente “monstruosamente egoísta, sin miramiento alguno por los sentimientos de nadie”, como escribe Dmitri Sezeman, que fue su amigo y que trata de disculparle: “había sido educado en la creencia de que era el centro del universo”. Fue él quien consiguió finalmente lo que ni su marido ni su hija habían conseguido: que Marina dejara el exilio de París para regresar a la URSS. Y allí la atormentó hasta el último momento. Los vecinos de la escritora, tras su ahorcamiento, declararon haber escuchado, en los últimos días, violentas discusiones entre la madre y el hijo y “cómo él le demandaba constantemente unos lujos que ella no podía darle”.
Ariadna Efron tenía talento de escritora, y estas páginas lo demuestran sobradamente, pero prefirió sacrificarlo para dedicarse a la obra de su madre. Vivía de hacer traducciones, muy precariamente pagadas, y todo el tiempo libre lo dedicaba a preparar los poemas y las prosas de Marina Tsvietáieva y a luchar contra la censura para lograr que se publicaran. Inexplicablemente –pero cuántas cosas inexplicables hay en esta historia, en cualquier historia— nunca renunció a sus ideales comunistas.
Lástima que no sea traducción del original. Por el precio y la categoria de la autora y su madre, ya podía...
ResponderEliminarVaya, grata introducción al libro y estremecedor final.
ResponderEliminar¿No se te ocurre un comentario menos ovio, anónimo tocayo?
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