Para matar el recuerdo. Memorias españolas
Barcelona. Lumen, 2011.
La más reciente película de Clint Eastwood, todavía no estrenada, se centra en las peculiares relaciones que Edgar Hoover, director del FBI, azote de mafiosos, criptocomunistas y homosexuales, mantuvo durante toda su vida adulta con Clyde Tolson, su lugarteniente.
No menos peculiares parecieron ser las que mantuvo Luis Buñuel con su guionista favorito, Jean-Claude Carrière. Este fue su método de trabajo durante más de veinte años: “Nos levantábamos a las siete y media, cada cual tomaba el desayuno donde quería, luego tres cuartos de hora para pasear, escribir cartas o descansar; después tres horas de trabajo, siempre en mi habitación, comida juntos a la una de la tarde, siesta durante media hora, tres horas más de trabajo por la tarde, otra media hora de reposo, una copa en un bar y finalmente cena, a veces a solas y otras rodeados de amigos”. Por la mañana, lo primero que hacían –como Borges y su madre— era contarse los sueños que habían tenido. Viajan juntos con frecuencia. En el parador de Úbeda vivieron “casi solos durante dos meses” (solo algunos cazadores se quedaban allí de tarde en tarde). Alguna vez al director las ideas se le ocurren en medio de la noche y entonces le pide al guionista que vaya a su habitación porque no puede esperar. Cuando ensayan el guión en el que están trabajando, interpretando cada uno un personaje, Buñuel “suele escoger el papel femenino”. Durante la preparación de Belle de jour, Francisco Rabal se convirtió en el guía de ambos por las casas de citas madrileñas: “A veces, pero en raras ocasiones, Paco y yo –nunca Luis— nos llevábamos alguna chica a la torre. En ocasiones se peleaban por él, y a veces las compartíamos”. A la mañana siguiente, el director de cine quería conocer todos los detalles de la velada. Escuchaba en silencio, explica Carrière, quien añade con cierta ingenuidad: “¿Lamentaba acaso no haberse unido a nosotros? No lo sé. Tenía entonces sesenta y tres años, era robusto, Jeanne Moreau lo encontraba ‘muy atractivo’ y, sin embargo, durante nuestros veinte años de amistad jamás le conocí la menor aventura, ni siquiera venial, ni una sola noche”.
¿Y quién era este Jean-Claude Carrière con quien Luis Buñuel quiso compartir los últimos veinte años de su vida? Si lo tuviéramos que juzgar por estas memorias, un completo fraude intelectual. El conocimiento de la cultura española que demuestra no va más allá del de un turista poco informado, salvo quizá en bares y restaurantes. Doy algunos ejemplos. Habla de Toledo y escribe: “Unos amigos españoles me aseguraron que algunas casas habían sido construidas sobre una muralla romana, otras sobre una árabe y que otras habían sido levantadas por los masones católicos (conversos) y que resultaba casi imposible distinguirlas”. ¿Qué masones católicos son esos que se identifican con los conversos? Sobre la sintaxis de la frase no diré nada: todo el libro está redactado así, como por alguien no muy ducho en el uso del lenguaje escrito (y no creo que sea culpa de la traductora, Paula Sanz Cifuentes).
Comparando el francés con el español, se sorprende de que muchas palabras que en francés empiezan por “f” en español comiencen por “h” y comenta: “Como en todos los secretos, seguramente hay una explicación para esto, pero la desconozco”. Tantos amigos intelectuales y a ninguno se le ha ocurrido hablarle del origen latino de ambas lenguas.
Tras la vuelta de Fernando VII, España entraría en un periodo de oscurantismo que no desaparecería “hasta la famosa generación de Unamuno, Valle-Inclán, Ortega y Gasset”, es decir –precisa—“hasta el siglo XX”. De la revolución del 68, de Clarín, no parece haber tenido noticias.
Ya en una obra anterior, Nadie acabará con los libros, conversaciones con Umberto Eco, había afirmado Carrière que en España, por culpa de la Inquisición , no hubo literatura erótica hasta el siglo XX. En estas memorias nos enteramos de la fuente de tan peregrina afirmación. Cuenta que, paseando por las aceras de Madrid, se encontró una tarde con Fernando Trueba. Se fueron a cenar juntos y el director español le habló de su infancia en la España franquista, entre otras cosas: “También me dijo que no conocía ningún texto erótico de la literatura española anterior al siglo XX, tan concienzudo había sido el trabajo de la Inquisición. Como es natural, este fenómeno resulta inconcebible para un francés, del mismo modo que se lo hubiera parecido a un romano del siglo I o a un italiano del Renacimiento”. Dan ganas de ir a la librería más próxima, comprar dos ejemplares de El jardín de Venus, de Samaniego, o El arte de las putas, de Moratín padre, y enviárselos a Trueba y Carrière (pero me da la impresión que Trueba no iba a necesitarlos).
¿Y qué decir de la historia del padre de Fernando Rey que supuestamente le contó el propio Fernando Rey? Cierto que fue un general republicano, ayudante de campo de Azaña, condenado a muerte tras la guerra civil, pero todo lo demás es delirante fantasía: “Franco fue informado de ello (Fernando no sabía por quién) y encontró una argucia administrativa para salvarlo del paredón. El general estuvo unos años en prisión con apellido falso y más tarde fue liberado, pero con una condición: tenía que ser declarado oficialmente muerto. No podía dejarse ver ni salir de su casa, donde vivió treinta años en la misma habitación”. Su mujer fue declarada “viuda simbólica de la guerra” —extraña condición administrativa— y gracias a ello “cobraba una pensión”. Lo cierto es que Fernando Casado Veiga fue condenado a muerte, conmutada la pena por treinta años y luego (como Buero Vallejo, como tantos) salió en libertad más o menos vigilada y se ganó la vida como profesor de matemáticas en diversas academias particulares.
Pero no se vayan porque aún hay más. Nos habla de José Bergamín, que fue su gran amigo, y escribe: “En el exilio fundó una revista de referencia, Cruz y Raya, muy valorada hoy en día”. Pero todo el mundo sabe –salvo Carrière y sus editores— que Cruz y Raya, junto a la Revista de Occidente, es una de las publicaciones fundamentales de la España republicana.
Resultaría cruel seguir con la antología de lapsus, pero no me resisto a dejar de citar una última perla, que no debería faltar en ninguna antología del surrealismo: “Un día llegamos a pararnos en una capilla en la que escuchamos cantar a un coro de monjas de clausura. Era una impresión totalmente diferente a la que podíamos haber tenido en los cabarets de Barcelona”. ¡Menuda sorpresa debieron llevarse el ilustre director y su inseparable guionista al comprobar que las monjas de clausura no cantan como las cabareteras!
Parece que los grandes grupos editoriales –Lumen forma parte de Random House Mondadori— han prescindido de la figura del editor responsable que lee los libros antes de publicarlos y hace al autor las observaciones pertinentes. Quizá saben que no es necesario. Seguro que este volumen –curioso a pesar de todo, especialmente por lo que dice sin querer decirlo— recibe los vagos elogios habituales en los suplementos habituales por reseñistas que continúan la publicidad editorial por otros medios y que han tomado la precaución de limitarse solo a hojearlo.
Ese Belle de tour que por ahí queda bien «vale una pisa» (que estoy algo acatarrado). Exclente comentario, salgo a comprarme el volumen.
ResponderEliminarAJR
Gracias por señalar la errata. Ya está corregida.
ResponderEliminarJLGM
De nada. Ya se sabe que las ratas son exclentes roedores. ¡Qué plaga! Pero no deberíamos dejar de combatirlas o acabarán royendo el sentido..., si es que no lo han hecho ya.
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