lunes, 26 de marzo de 2012

El buen hacer y las malas mañas de Francisco Rico

“Lázaro de Tormes”
Lazarillo de Tormes
Edición, estudio y notas de Francisco Rico.
Real Academia Española / Galaxia Gutemberg. Barcelona, 2011


Los méritos de Francisco Rico como estudioso y editor de los clásicos no necesitan ser subrayados. Desde hace medio siglo ha aplicado su mucho saber, su no menor sentido común (y su instinto comercial, podríamos añadir) a un campo en que toda arbitrariedad tenía su asiento. El texto, para el habitual editor de los clásicos (y de los contemporáneos que alcanzan esa consideración), no era más que un pretexto que le permitía lucir, viniera o no a cuento, su erudición. Francisco Rico, en sus ediciones y en las que ha dirigido, ha tratado de poner coto a esa mala costumbre. Notas, solo las imprescindibles, y en dos niveles: a pie de página, y lo más sucintamente redactadas, las de tipo léxico, las que permiten entender un texto de otra época; al final del volumen –y solo para estudiosos–, las variantes textuales y otras informaciones complementarias.
            Los méritos de Francisco Rico, decía, no necesitan ser subrayados. No cabe decir lo mismo de sus arbitrariedades, genialidades y –por qué no darles el nombre preciso– malas mañas intelectuales, que solo se comentan en voz baja.
            Su nueva edición del Lazarillo de Tormes culmina una labor iniciada en 1967. Aprovecha Rico la ocasión para poner en su sitio a quienes, como Rosa Navarro Durán, han hecho en estos últimos años aportaciones que se pretenden renovadoras y que no siguen enteramente la senda trazada por él. A Rosa Navarro Durán la llama en nota “antigua alumna y siempre amiga”, pero la hace quedar como una alumna poco aventajada cuando no enteramente estulta: atribuye el Lazarillo a Alfonso de Valdés, que murió en 1532, y ni siquiera se ocupa de rebatir las razones que sitúan la redacción de la obra en 1530.
            Pero las razones que da Rico para suponer que la novela se escribió poco antes de su primera impresión (en 1552 o1553) no son ni más ni menos concluyentes que las de Rosa Navarro para situarla a finales de los años veinte.  Veamos uno de los argumentos de Rico. “Y como la antiquísima arca –leemos en el Lazarillo–, por ser de tantos años, la hallase sin fuerza y corazón, antes muy blanda y carcomida, luego se me rindió y consintió en su costado, por mi remedio, un buen agujero”. En esas líneas encuentra una “diáfana adaptación” de Garcilaso: “Se rindió la señora / y al siervo consintió que gobernase / y usase de la ley del vencimiento”. Es posible que a algunos lectores no les parezca tan “diáfana”, pero aunque lo pareciera resulta difícil de aceptar el razonamiento que sigue: “Una evocación de ese tipo no puede proceder del conocimiento casual de la Canción cuarta a través de un manuscrito: nace de una familiaridad con la poesía del toledano que solo se explica tras la princeps de 1543 y sus posteriores reimpresiones; y cuanto más años después de 1543, tanto más claramente”. ¿Quiere decir Rico que solo podía conocer bien, y aludir a ellos en su prosa, unos versos de Garcilaso si los había leído impresos y no en manuscrito? ¿Y que estaría más familiarizados con ellos si dispusiera de varias ediciones y no de una sola? De ser así, no podría haber habido admiradores ni imitadores de Góngora durante su vida, ya que sus grandes poemas se editaron póstumamente.
            A los datos ciertos, Rico les añade abundantes suposiciones, unas más verosímiles que otras, pero no es este el lugar para referirse a ellas. Me limitaré a señalar lo que me parece un perfecto ejemplo de las “malas mañas” intelectuales a las que aludía antes. Tiene que ver con su “antigua alumna y siempre amiga”. Al comienzo de la novela hay un pasaje problemático: “De manera que, continuando la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar”. Ese “brincaba” y ese “calentar” han traído de cabeza a los sucesivos editores. Con dificultad pasaban el “brincar”, pero de todas todas se les atragantaba el “calentar” (ya José Caso, en los años sesenta, propuso “acallaba”). Pero Rico no encuentra nada raro en el texto y explica “calentaba” según Covarrubias: “Calentar en la cama… arroparse”. O sea que Lázaro hacía dar saltos a su hermanito y luego lo metía en la cama y lo arropaba bien; con pocos niños pequeños ha tratado quien no ve extraña esa secuencia.
Rosa Navarro ha propuesto una lectura del pasaje que parece bastante más atinada que la habitual. Llegó a ella gracias a un pasaje de la Tragicomedia de Lisandro y Rosalía, publicada en Salamanca en 1542. Dice así: “Cuando era niña yo la brizaba, y con el trebejo la acallaba, y con otras cosas de niñez con que los niños en aquella edad se suelen regocijar”. “Brincaba”, escrito “brincava” sería una errata por “briçava”, que significa, “mecía”, “acunaba” y eso es lo que hacía Lázaro con su hermanito para “acallarle” cuando lloraba.
            La interpretación puede ser discutible. Lo que no parece discutible es que, publicada por primera vez en la revista Edad de Oro (2009) y repetida en otros lugares, Francisco Rico ha de conocerla. Pero entre las muchas publicaciones de Rosa Navarro que incluye en su bibliografía no se encuentra ese artículo, y en el aparato crítico considera “inadmisible” una propuesta de A. Ruffinatto, pero ni menciona la bastante más admisible de su antigua alumna. Y trae en apoyo de su tesis una cita de un Tratado de patología que nos deja perplejos: al niño “debenlo calentar con trebejuelos y con bonos sones y cantares sabrosos que l’alegren”. Como los editores que tanto critica, Francisco Rico pretende explicar un pasaje confuso con una cita que necesita una todavía mayor explicación.
            Pero dejemos a un lado tiquis miquis eruditos (apasionantes, por otra parte) y vayamos a la más curiosa novedad de esta edición. Al contrario que en las más antiguas conocidas, de 1554, el texto no aparece como anónimo, sino que lleva nombre de autor: “Lázaro de Tormes”. Y es que –sensacional descubrimiento–  el Lazarillo no es una obra anónima, sino apócrifa, esto es, atribuida a un autor supuesto, como los Cantos de Ossian. Los primeros lectores del Lazarillo lo leían como una obra auténtica, como la carta de un pregonero, al menos al principio, aunque luego poco a poco pudieran ir entrando en sospechas de su carácter ficticio, y así quería que lo leyeran el desconocido autor, que calló su nombre, no por miedo a la Inquisición (que prohibió el texto, no se sabe por qué, ya que, según Rico, las críticas anticlericales de la obra las compartían “obispos y sacerdotes, franciscanos, dominicos y agustinos, conservadores y erasmistas y, desde luego, el pueblo menudo”), sino para dar mayor verosimilitud a una obra con la que inauguraba un nuevo género literario: la novela moderna.


            ¡Curioso concepto de verosimilitud el de Francisco Rico! Un pregonero analfabeto –Rico no está seguro de que sea analfabeto–, al que han pedido información sobre un “caso” que le atañe dicta una carta a un escribano y la comienza de la siguiente manera: “Yo por bien tengo que cosas tan señaladas y por ventura nunca vistas y oídas vengan a noticia de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido, pues podría ser que alguno que las lea halle algo que le agrade, y a los que no ahondaren tanto les deleite. Y a este propósito dice Plinio que ‘no hay libro por malo que sea que no contenga algo bueno’”. Esas líneas no forman parte de una carta, sino que son el prólogo de un libro (por mucho que Rico, al quitar los epígrafes de las primeras ediciones, pretenda ignorarlo). Lázaro de Tormes no es el autor apócrifo de La vida de Lazarillo de Tormes; y de sus fortunas y adversidades, sino solo el narrador y protagonista, como Pascual Duarte no es el autor apócrifo de La familia de Pascual Duarte.
            Critica Rico las atribuciones modernas del Lazarillo basadas en “semejanzas tomadas a ojo de buen cubero” o en “corazonadas”. ¿Qué habría que decir de la suya, que parece una ingeniosa ocurrencia de café que se viene abajo en cuanto se vuelve a leer la obra? Mejor no decir nada y limitarse a citar la sabia reflexión del niño Lázaro cuando ve a su hermanito asustarse de su padre, tan negro como él: “¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!”.

jueves, 22 de marzo de 2012

Máximo José Kahn: Alemán, español, judío

Mario Martín Gijón
La patria imaginada de Máximo José Kahn. Vida y obra de un escritor de tres exilios
Valencia. Pre-Textos, 2012

Junto a los grandes nombres de la edad de plata de la cultura española, la que abarca el primer tercio del siglo XX, hubo otros menores, pero en absoluto desdeñables, que contribuyeron a su esplendor. Uno de ellos fue Máximo José Kahn, colaborador del diario El Sol, de La Gaceta Literaria, de la Revista de Occidente, amigo en el exilio americano de Rosa Chacel y de Juan Gil-Albert, convertido hoy en poco más que un nombre en un índice. Mario Martín Gijón, uno de los más rigurosos e inteligentes investigadores jóvenes, lo rescata ahora de la sombra en un volumen bien documentado y minucioso quizá hasta el exceso.
            De Máximo José Kahn interesa tanto el personaje como la obra. Había nacido en Alemania, en 1897, y su verdadero nombre era Maximilian Josef Kahn. De familia judía, pero alejada de la ortodoxia y muy integrada en la cultura alemana, estudió en Berlín. Le afectó profundamente la derrota de Alemania en la Gran Guerra, aunque no tanto como a su hermano, que no pudo soportarla y acabó suicidándose. En 1921, para huir de las consecuencias de la catástrofe, se trasladó a España. Fue en España donde se inventó una nueva identidad judía. Su familia era asquenazí (Kahn es la germanización de Cohen), pero él se identificó con la cultura sefardita hasta el punto de inventarse otros orígenes. Contaba, según refiere Juan Gil-Albert, que su apellido no era otro que el Cano español y sus ascendientes procedían de Asturias. Acabó fijando su residencia en Toledo y convirtiéndose en el mayor valedor de la rama sefardí de los judíos, a los que considera parte esencial de la cultura española. Llega a afirmar que “ibero” y “hebreo” tienen el mismo origen, que el cante hondo procede de los cantos religiosos judíos, que “la guasa sefardita” es idéntica a la andaluza (la contrapone “al chiste asquenasita”).
            Pero más importante que esa peculiar recreación de su identidad judía (“también la verdad se inventa”, diría Machado), fue la labor realizada por Kahn, durante los años veinte y primeros treinta, como intermediario entre la literatura alemana y española. Escritor perfectamente bilingüe dio puntual noticia a los lectores de cada uno de esos países de las novedades que se estaban produciendo en el otro. La llegada del nazismo interrumpiría esa labor.
            Durante la guerra civil, cumpliría uno de sus sueños: fue nombrado cónsul de la República en Salónica, quizá la ciudad donde la cultura sefardita había alcanzado su mayor desarrollo, aunque desde la incorporación a Grecia, en 1910, había comenzado a decaer. Menos de una década después de su llegada, los judíos de Salónica serían casi íntegramente exterminados.
            Tras la derrota, vinieron los campos de concentración, el exilio a México y luego a Argentina. Poco a poco, Kahn se iría sintiendo menos español y más judío. En Argentina casi dejó de relacionarse con los exiliados republicanos para integrarse en la comunidad judía, tan pujante en aquel país.
            Cuando tuvo conocimiento cabal de la barbarie del Holocausto, se convirtió en otra persona; dejó de lado sus inventadas veleidades sefarditas, dejó de considerarse alemán y español y quiso ser solo judío, un judío ortodoxo, sin contagios reformistas ni asimilacionistas: “Fue el judaísmo el que dio a los hombres su mejor libro, su mejor ley, su mejor poesía, su mejor amor, su mejor ritmo vital y su mejor dios: Dios”.
En contundentes aforismos fue expresando Kahn su nueva concepción del judaísmo, tan diferente de la que había defendido en su etapa española: “Ni el socialismo ni el anarquismo ni ninguna otra tendencia política pueden hacer al judío más justiciero, socialmente, que la justicia decalogal”, “Cada uno de nosotros puede tener que morir mañana por judío. ¿No sería grotesco que tuviera que sufrir como mártir de una causa que no defendió?”, “En este mundo sufrimos porque somos judíos. En el otro mundo sufriremos porque no fuimos judíos”. El escritor deja de hablar a todos para dirigirse solo a los miembros de su credo.
            El radicalismo cada vez mayor de Kahn acabó distanciándole de la propia comunidad judía argentina. De hecho, su último libro, Arte y torá, que dejó listo para su publicación en 1953, el mismo año de su muerte, todavía permanece inédito y durante un tiempo estuvo perdido.
            Mario Martín Gijón se ocupa detalladamente no solo de las dos novelas, los dos libros de ensayo y la traducción de Jehudá Haleví, en colaboración con Gil-Albert, que Kahn llegó a publicar, también lo hace de sus artículos dispersos y de su obra inédita. Resulta fatigosa, y quizá inútil, tanta demorada atención a unos textos que el lector difícilmente tendrá ocasión de conocer.
            Quizá la investigación aniversaria, al ocuparse de autores contemporáneos, equivoca sus objetivos. No se trata de fatigar archivos y hemerotecas para acumular cuantos más datos mejor sobre un escritor olvidado; antes habría que preocuparse de poner al alcance de los lectores lo que se considera válido de su obra. Si es que hay en ella algo válido porque el tiempo inmisericorde hace que la mayoría de los escritores olvidados estén muy justamente olvidados.
¿Merece una reedición la novela, de peculiar erotismo, Año de noches? ¿Es Efraín de Atenas algo más que un costumbrista y proustiano compendio de vida judía? Tras leer a Mario Martín Gijón, minuciosamente imparcial, implacablemente exhaustivo, no acabamos de saber si Máximo José Kahn merece ser rescatado del olvido como un escritor de obra todavía viva o solo como un personaje menor de una época mayor de la literatura española.

jueves, 15 de marzo de 2012

Jon Juaristi: Suma de varia intención

Jon Juaristi
Renta antigua
Visor. Madrid, 2012

Desde su primer libro, de 1985, Jon Juaristi, tan cambiante por otra parte en sus adscripciones ideológicas, se ha mantenido fiel a una manera de concebir la poesía que enlaza con la de los poetas de su generación, pero que a la vez resulta inconfundiblemente personal.
            Aquel primer libro, ya desde el título, Diario de un poeta recién cansado, jugaba a la parodia, al humor, al chiste más o menos fácil. La nueva versión de la lorquiana casada infiel decía así: “Yo me la llevé a la playa / la noche de Aberri Eguna, / pero tenía marido / y era de Herri Batasuna”. Muy citada resulta también otra nimiedad: “Con Barthes / ni te cases / ni te embarques”.
            En Renta antigua, después de tantos años, se sigue manteniendo fiel al gusto por la parodia más o menos ocurrente. El final de “Restaurante chino” repite los versos de una canción de Alberto Cortez, sin otro cambio que la desaparición de una “m”: “Cuando tú te hayas ido / me envolverán las sobras”. La enumeración caótica de “Ligero de equipaje” termina jugando con los versos últimos, tan citados, del “Retrato” machadiano: “y así que parta el ave que nunca ha de tornar / me encontraréis a bordo después de facturar”.
            ¿Un poeta menor, ocurrente, ingenioso, a la manera de cierto Ángel González? Ciertamente eso es Jon Juaristi, pero no solo eso. Y también un poeta que gusta de la rima fácil, del ripio. El pareado con el que comienza “Dos de Mayo”, uno de los poemas más extensos del libro, no habría desdeñado firmarlo Campoamor: “Me llevó un fervoroso sentimiento / al pie del venerable monumento”.
            Jon Juaristi es un poeta paradójico. Todos sus libros, muy breves, en torno a los veinte poemas, podían llevar el título del segundo de ellos: Suma de varia intención. El poeta amante del ripio y del decir conversacional no duda en cambiar de registro y mostrarse como un virtuoso de la versificación, un prodigioso artífice de la nueva y la vieja retórica. El soneto no tiene secretos en sus manos –como no las tenía en las de su maestro Blas de Otero– y sabe darle la vuelta, parodiarlo, hacerle sonar como no había sonado hasta ahora.
            Todos los tonos, todas las intenciones caben en la poesía de Jon Juaristi. “And old master” constituye un homenaje a uno de sus maestros, “al doctor Mainer”, y una reflexión en dodecasílabos sobre la Literatura y la Historia, a la manera de Auden, otro de sus maestros.
            Juaristi, el ingenioso Juaristi, gusta de pensar en verso. Sus poemas son canto y cuento y también metafísica que no se atreve, o sí, a decir su nombre. El extenso “Canto de frontera”, que cierra el libro, toma su título de Abel Martín: “Brinda, poeta, un canto de frontera / a la muerte, al silencio y al olvido”. Es quizá el más ambicioso de sus textos. Un poema filosófico, a la manera de los que Antonio Machado atribuía a sus complementarios, escrito con sorna, con mucha sorna, pero sin que se quede en mero juego con las grandes palabras, las esperanzas escatológicas y los conceptos trascendentales. Las coplas de pie quebrado remiten a Jorge Manrique: “Entrarás en el Olvido / sin Rencor & sin Tristeza, / pues no en vano / habrás antes conocido / la firme Naturaleza / de lo Humano”. Las caprichosas mayúsculas le dan un tono intemporal, acentúan su artificiosidad. A la memoria nos vienen los versos en que Antonio Machado se refería a la filosofía neoplatónica de su tiempo: “Dicen que el ave divina / trocada en pobre gallina / por obra de las tijeras / de aquel sabio esquilador / (fue Kant un esquilador / de las aves altaneras, / toda su filosofía / un sport de cetrería), / dicen que quiere saltar / las bardas del corralón / y volar / otra vez hacia Platón. / Hurra, sea, / feliz será quien lo vea”.
            Un tono semejante emplea Juaristi (añadiéndole sus desautomatizadoras mayúsculas): “Pero mejor un Chantaje / a la Manera Kantiana / que le amargue la Mañana / al Cobrador del Peaje: / ‘Obra de Modo que sea / tu Aniquilación Probable / un Proceder Reprobable / & una injusticia muy Fea, / ea’. / Si este Kant no era Judío / –es decir del Pueblo Mío–, / que venga Dios & lo vea, / y como Kant prescribía / donde no alcanza la Fe, / ponga la Filosofía / su Granito de Café”.
            El Dios de Juaristi, como el de Machado, es “el ser que hizo la nada”, el Dios de cierta mística judía. Juaristi, un converso al judaísmo, se ha referido –en estudios que algo deben a la fantasiosa elucubración– a los ecos que de la teología hebrea hay en Antonio Machado, cuyos antepasados eran al parecer cristianos nuevos.
Como buen converso, Juaristi a veces se excede. “Se escribió el Cohelet para estas ocasiones”, dice el verso final de un poema, aludiendo al libro de la Biblia que en español se conoce tradicionalmente como Eclesiastés.
            Muy distinto es el otro poema extenso incluido en Renta antigua. “Dos de Mayo” parodia las odas heroicas del XIX, los versos de la tradición liberal y nacionalista que pudiera encarnar Quintana. El gusto por la humorística digresión le viene del Espronceda de El diablo mundo (quien a su vez la aprendió en Byron, lo mismo que el ya mencionado Auden), pero el modelo inmediato parece proceder de un poeta menor, Antonio Casero, mencionado en el texto. Se lee con gusto esta puesta en solfa de ciertos mitos patrioteros, aunque la intención final no resulte clara y todo quede en un divertimento.
            En los otros poemas de Renta antigua alternan ironía y lirismo, bromas y veras, ejercicios de estilo y algún que otro desahogo. De los ejercicios, quizá el menos logrado es “Coral de los talmudistas de Oswicim”, un forzadísimo calambur en el que un mismo verso (“Nos esperaba el camión en la plaza del pueblo”) se repite catorce veces cambiando el sentido sin cambiar los sonidos.
            No faltan las referencias a Euskadi (“A un gudari de 1968” se refiere a los orígenes de Eta, en los que participó, de manera muy ajena al simplismo habitual), ni los brindis amicales ni los poemas familiares. A su hijo Íñigo (“el ancla poderosa / que me mantiene fijo en esta orilla” decía en un poema de su libro anterior, Viento sobre las lóbregas colinas) le dedica “Amor y pedagogía”, y un olvidado ministro de la Segunda República, Tomás Bilbao, protagoniza otro de los poemas.
            Sentimental e intelectual, desmañado y preciosista, coloquial y rebuscado, Jon Juaristi parece un poeta incapaz de ser sublime sin interrupción. Sus lectores nunca se lo agradeceremos bastante.

jueves, 8 de marzo de 2012

La mujer y el pelele

Anne Sebba
Esa mujer. La vida íntima de Wallis Simpson
Editorial Lumen. Barcelona, 2012

En la crónica rosa del siglo XX todavía sigue conmoviendo la historia de un rey, Eduardo VIII, que renunció a su trono por amor a una mujer divorciada, Wallis Simpson, con la que las convenciones sociales le impedían casarse. Pero la verdadera historia poco tiene que ver con la edulcorada leyenda.
            La verdadera historia, tal como nos la cuenta Anne Sebba, con una rigurosa y en muchos casos novedosa documentación (y algún ligero lapsus, como escribir que el conde Ciano fue fusilado por los antifascistas), constituye, sin pretenderlo, una eficaz diatriba contra esa antigualla que, incomprensiblemente, continúa gozando de buena salud: la monarquía.
            El príncipe de Gales, el heredero de la corona de Inglaterra y del imperio británico, nunca superó el nivel intelectual de los catorce años. Sus amantes le llamaban Peter Pan y “el hombrecillo”. Mientras fue príncipe sus únicas ocupaciones eran viajar de un país a otro e ir de fiesta en fiesta. En las revistas populares su imagen resultaba tan habitual como la de cualquier estrella de cine.
            Wallis Simpson era una mujer ambiciosa y voluntariosa, y quizá no enteramente una mujer: parece que había nacido genéticamente varón, aunque con apariencia femenina. Anne Sebba no se muestra concluyente al respecto, aunque ciertas operaciones no bien explicadas y la incapacidad de tener hijos apuntan en esa dirección.
            Tras un primer matrimonio poco afortunado, residió algún tiempo en China, primero en Shanghai y luego en Pekín. La leyenda sobre sus especiales habilidades sexuales que la harían irresistible viene de aquella época. En los años veinte, Shanghai tenía más prostitutas que ninguna otra ciudad del mundo, “con una jerarquía bien definida que figuraba en las guías”. Anne Sebba las enumera: “En lo alto de la jerarquía estaban los cantantes de ópera varones, que eran los más caros; después venían las cortesanas de primera clase, seguidas de las cortesanas corrientes, las prostitutas de las casas de té, las prostitutas callejeras, las que estaban en los fumaderos de opio, las de las casas de manicura que ofrecían sexo de pie y las prostitutas de los muelles, a veces llamadas ‘hermanas del agua salada’, que trabajaban con marineros y estaban en el peldaño más bajo de la escala”.
            Anne Sebba se esfuerza en liberar a Wallis Simpson de los prejuicios antifeministas propios de la época. Lo cierto es que, en aquellos años, cuando todavía la capacitación profesional no estaba extendida entre las mujeres, el único medio que tenían para ascender en la escala social era el matrimonio, y el más eficaz medio de enriquecerse una discreta y adecuada selección de amantes. No era guapa, pero sí de personalidad fuerte y manejaba con destreza todas las artes del halago.
            Cuando Wallis conoció al príncipe de Gales estaba casada con Ernest Simpson y había ascendido mucho en la escala social. Tenía casa en Londres y sus fiestas frecuentes estaban consideradas entre las más elegantes y divertidas. Wallis era amiga de la entonces amante del príncipe y, junto a su marido, comenzó a ser invitada a su residencia para amenizar las veladas. No tardó en hacerse dueña de la situación. La amante oficial tuvo que ausentarse unos días y cuando volvió no tardó en darse cuenta de que sobraba. El príncipe de Gales encontró en Wallis la mujer que necesitaba: le peinaba, le reñía a menudo, se burlaba de él en público y en privado, mientras seguía oficialmente casada –y quizá enamorada– de su marido. “El hombrecillo”, como le llamaba, no era más que un buen negocio, el mejor con el que se había encontrado nunca: en cuanto la veía enfadada le regalaba una suntuosa joya, especialmente diseñada para ella por Cartier o por algún otro afamado joyero.
            Ser príncipe de Gales perpetuo habría sido el ideal de aquel tarambana que gustaba de ser castigado como un niño travieso. Pero murió su padre y de pronto se convirtió en el rey Eduardo VIII, con todas las obligaciones y responsabilidades que el cargo traía consigo. No pudo soportarlo. Su empeño en casarse con Wallis Simpson, que ya estaba casada, parece motivado por el deseo de escapar de aquel embrollo. Escapó antes de las solemnes ceremonias de la coronación, previstas para comienzos de 1937.
            Las leyes del divorcio eran especialmente complicadas y absurdas en Inglaterra. El divorcio solo se concedía a solicitud de uno de los cónyuges, si se demostraba que el otro había cometido adulterio. El marido de la adúltera Wallis tenía que fingir un adulterio para que ella quedara libre y pudiera casarse con el rey.
            Una absurda historia aquella historia que pone de relieve la hipocresía social de la época, pero sobre todo el absurdo de una institución, la monarquía, capaz de entregar la jefatura del Estado a quien el ciego azar decida, sin importar que tenga las mínimas condiciones para el cargo o no.
            De haberse llevado a cabo los deseos del rey, en los años duros de la Guerra Mundial, Wallis Simpson, gran admiradora de Hítler, habría sido, no la reina consorte de Inglaterra, sino la verdadera reina: el rey no tomaba un vaso de agua sin mirarla antes para pedirle su aprobación.  Inglaterra no habría entrado entonces en guerra con Alemania, Estados Unidos tampoco, la Unión Soviética habría sido derrotada, en Francia, en Italia, en España tendríamos regimenes totalitarios, Alemania sería la locomotora de Europa… No habría judíos en el mundo.
            La dependencia y la sumisión que Wallis Simpson despertó en el rey de Inglaterra le jugó una mala pasada. Ella habría sido feliz toda la vida siendo la amante del rey, coleccionando joyas, y conservando a su marido, con el que nunca rompió del todo. Pero el rey se obsesionó con convertirla en reina, aunque para ello hubiera que forzar las leyes del divorcio.
            Esa obsesión cambió, para bien, la historia de Europa. El epílogo, tras la abdicación, duró casi cuarenta años. El duque de Windsor vivió obsesionado con conseguir para su mujer el título de Alteza Real y ella con acumular joyas y fortuna. Sus intervenciones políticas durante la Segunda Guerra Mundial siempre favorecieron, directa o indirectamente a Alemania y perjudicaron a su país.
            Curioso sistema político la monarquía, un sistema que permite que pueda ocupar la más alta jefatura del Estado un pelele infantiloide. Claro que los ingleses no le veían así: la censura y la autocensura de los medios de comunicación hacía que lo tuvieran por un simpático estadista. Es otro de los rasgos de ese curioso sistema político. Que, sin embargo, y a pesar de los Eduardos y las Wallis, parece que incomprensiblemente todavía funciona.

jueves, 1 de marzo de 2012

Ingenuo preceptista, sabio lector

Veinte sonetos de Quevedo con comentarios
Esteban Torre
Espuela de Plata. Sevilla, 2012

¿A quién va dirigida esta edición de veinte sonetos de Quevedo, seleccionados, parafraseados y comentados por Esteban Torre? En especial, se nos dice en el prólogo, “a los estudiosos de la literatura española en las facultades de letras, filología y humanidades”. Pero algunas de sus observaciones parecen indicarnos que están destinadas, no ya a los “estudiosos”, sino ni siquiera a los estudiantes de letras, sino a los alumnos de primaria: “La rima es siempre consonante perfecta. No piense el lector que, si encontramos ‘debo’ y ‘cebo’, por ejemplo, rimando –en el soneto ‘Salmo I’—  con ‘nuevo’ y ‘llevo’, existe imperfección en la rima. Es esto algo que atañe meramente a la grafía y no a los sonidos”.
Tampoco existe “imperfección”, añade más adelante, en rimar “desiertos” con “muertos”. Pero quien ignora esas cosas elementales seguramente ignora también qué es un soneto y quién es Quevedo: Esteban Torre, si quiere ser coherente, debería explicarlo. No lo hace. Aunque no deja de incurrir en otras ingenuidades: “Es de destacar el hecho de que, en estos veinte sonetos, son prácticamente inexistentes las asonancias entre cuartetos y tercetos, cosa por lo demás frecuente en poetas de la talla de Garcilaso de la Vega. Las rimas consonantes de los cuartetos, por un lado, y la de los tercetos, por otro, pueden formar entre sí rimas asonantes, lo cual produce un efecto indeseable. Las preceptivas actuales así lo señalan”.  ¿Las preceptivas actuales? ¿Y en relación con el soneto? Luego resulta que, entre los textos seleccionados, también los hay en que aparecen esas asonancias y Torre las disculpa con que son “poco perceptibles”. No necesitan disculpas, por supuesto.
            El prólogo desanima al lector. Parece más obra de un benemérito aficionado que de un catedrático emérito de Teoría de la Literatura (Esteban Torre lo es de la Universidad de Sevilla). Pero, si tenemos la paciencia de seguir leyendo, en seguida cambia nuestra opinión.
En primer lugar están los sonetos de Quevedo, bien conocidos muchos de ellos, pero que siempre apetece releer. Esteban Torre los imprime limpiamente, sin afearlos con notas, invitándonos a una primera lectura exenta de interferencias. Luego parafrasea, estrofa a estrofa, cada uno de ellos. Hace lo mismo que Dámaso Alonso con las Soledades gongorinas: una traducción en prosa. ¿Trabajo inútil? No. La teoría de algunos estudiosos y poetas de que la poesía está al margen de la literatura y de la inteligibilidad es muy reciente: aún no ha cumplido un siglo. Hasta entonces la poesía, incluso la más difícil, podía y debía ser comprendida: solo si era bien comprendida resultaba posible disfrutarla plenamente.
Al final de uno de sus sonetos escribe Quevedo: “Breve suspiro, y último, y amargo, / es la muerte, forzosa y heredada: / mas si es ley, y no pena, ¿qué me aflijo?”. En este caso la “traducción” resulta fácil. La que nos ofrece Esteban Torre dice así: “La muerte es un breve suspiro, y el último, y en verdad amargo; además de ser inexcusable, y heredada de nuestros primeros padres, que nos legaron la pérdida de la vida eterna en el paraíso. Pero si es una ley universal, y no un castigo universal, ¿por qué me entristezco?”
            No siempre resulta tan fácil la paráfrasis, dada la concisión verbal quevediana y las continuas referencias culturales que pueden resultar ajenas al lector de hoy. Esteban Torre nos invita a releer después el soneto. Y ciertamente sentimos que se ha iluminado sin perder nada de su magia ni de su misterio.
            A continuación vienen los comentarios, que nos ofrecen informaciones útiles de muy diversos tipos, subrayan la especial expresividad de algunos versos (“que contra el tiempo su dureza atreve”) y dejan traslucir de ven en cuando al preceptista de otros tiempos (tratando de disculpar, por ejemplo, alguna de esas asonancias que parecen obsesionarle).
            No señala Esteban Torre algunos de los evidentes ecos de Quevedo en la poesía posterior (su consideración de la muerte como “ley” y no como “pena” se encuentra en el final de uno de los más conocidos sonetos de Guillén: “Muerte a lo lejos”), pero sí enumera sus antecedentes. A ciertos lectores es posible que les sorprenda comprobar lo mucho que estos sonetos, tan personales y tan inconfundibles, deben a la tradición, y como algunos de los más famosos son traducciones o recreaciones de textos ajenos. Es el caso del dedicado a Roma (“Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!”) que procede de un poeta francés, Joaquim du Bellay (“Nouveau venu, qui cherches Rome en Rome”), quien a su vez parece que lo tomó de un poeta neolatino, Janus Vitales (“Qui Roman in media quaeris novas advena Roma”). Otros poetas fueron también seducidos por esos versos, como el inglés Edmund Spenser, y el español, coetáneo de Quevedo, Luis Martín de la Plaza: “Peregrino que, en medio della, a tiento / buscas a Roma, y de la ya señora / del orbe no hallas rastro: mira y llora / de sus muros por tierra el fundamento”. La comparación con unos y con otros en nada hace desmerecer los versos de Quevedo, como tampoco que uno de sus más memorables sonetos, el que define al amor, sea versión, literal en algún verso, de Camoens (“es herida que duele y no se siente” escribe Quevedo; “é ferida que dói e nao se sente”, Camoens).
            Tras las paráfrasis, tras los comentarios de Esteban Torre, volvemos a leer los sonetos de Quevedo y son los mismos y son distintos y nos vuelven a deslumbrar como recién escritos.
            A Esteban Torre, traductor ejemplar de Pessoa y de los simbolistas franceses, no tardamos en perdonarle sus ingenuidades de preceptista. Al contrario que tanta académica erudición, sus comentarios no emborronan los poemas. Todo lo contrario: les quitan oscuridad y telarañas, nos ayudan a verlos como la primera vez.