“Lázaro de Tormes”
Lazarillo de Tormes
Edición, estudio y notas de Francisco Rico.
Real Academia Española / Galaxia Gutemberg. Barcelona, 2011
Los méritos de Francisco Rico como estudioso y editor de los clásicos no necesitan ser subrayados. Desde hace medio siglo ha aplicado su mucho saber, su no menor sentido común (y su instinto comercial, podríamos añadir) a un campo en que toda arbitrariedad tenía su asiento. El texto, para el habitual editor de los clásicos (y de los contemporáneos que alcanzan esa consideración), no era más que un pretexto que le permitía lucir, viniera o no a cuento, su erudición. Francisco Rico, en sus ediciones y en las que ha dirigido, ha tratado de poner coto a esa mala costumbre. Notas, solo las imprescindibles, y en dos niveles: a pie de página, y lo más sucintamente redactadas, las de tipo léxico, las que permiten entender un texto de otra época; al final del volumen –y solo para estudiosos–, las variantes textuales y otras informaciones complementarias.
Los méritos de Francisco Rico, decía, no necesitan ser subrayados. No cabe decir lo mismo de sus arbitrariedades, genialidades y –por qué no darles el nombre preciso– malas mañas intelectuales, que solo se comentan en voz baja.
Su nueva edición del Lazarillo de Tormes culmina una labor iniciada en 1967. Aprovecha Rico la ocasión para poner en su sitio a quienes, como Rosa Navarro Durán, han hecho en estos últimos años aportaciones que se pretenden renovadoras y que no siguen enteramente la senda trazada por él. A Rosa Navarro Durán la llama en nota “antigua alumna y siempre amiga”, pero la hace quedar como una alumna poco aventajada cuando no enteramente estulta: atribuye el Lazarillo a Alfonso de Valdés, que murió en 1532, y ni siquiera se ocupa de rebatir las razones que sitúan la redacción de la obra en 1530.
Pero las razones que da Rico para suponer que la novela se escribió poco antes de su primera impresión (en 1552 o1553) no son ni más ni menos concluyentes que las de Rosa Navarro para situarla a finales de los años veinte. Veamos uno de los argumentos de Rico. “Y como la antiquísima arca –leemos en el Lazarillo–, por ser de tantos años, la hallase sin fuerza y corazón, antes muy blanda y carcomida, luego se me rindió y consintió en su costado, por mi remedio, un buen agujero”. En esas líneas encuentra una “diáfana adaptación” de Garcilaso: “Se rindió la señora / y al siervo consintió que gobernase / y usase de la ley del vencimiento”. Es posible que a algunos lectores no les parezca tan “diáfana”, pero aunque lo pareciera resulta difícil de aceptar el razonamiento que sigue: “Una evocación de ese tipo no puede proceder del conocimiento casual de la Canción cuarta a través de un manuscrito: nace de una familiaridad con la poesía del toledano que solo se explica tras la princeps de 1543 y sus posteriores reimpresiones; y cuanto más años después de 1543, tanto más claramente”. ¿Quiere decir Rico que solo podía conocer bien, y aludir a ellos en su prosa, unos versos de Garcilaso si los había leído impresos y no en manuscrito? ¿Y que estaría más familiarizados con ellos si dispusiera de varias ediciones y no de una sola? De ser así, no podría haber habido admiradores ni imitadores de Góngora durante su vida, ya que sus grandes poemas se editaron póstumamente.
A los datos ciertos, Rico les añade abundantes suposiciones, unas más verosímiles que otras, pero no es este el lugar para referirse a ellas. Me limitaré a señalar lo que me parece un perfecto ejemplo de las “malas mañas” intelectuales a las que aludía antes. Tiene que ver con su “antigua alumna y siempre amiga”. Al comienzo de la novela hay un pasaje problemático: “De manera que, continuando la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar”. Ese “brincaba” y ese “calentar” han traído de cabeza a los sucesivos editores. Con dificultad pasaban el “brincar”, pero de todas todas se les atragantaba el “calentar” (ya José Caso, en los años sesenta, propuso “acallaba”). Pero Rico no encuentra nada raro en el texto y explica “calentaba” según Covarrubias: “Calentar en la cama… arroparse”. O sea que Lázaro hacía dar saltos a su hermanito y luego lo metía en la cama y lo arropaba bien; con pocos niños pequeños ha tratado quien no ve extraña esa secuencia.
Rosa Navarro ha propuesto una lectura del pasaje que parece bastante más atinada que la habitual. Llegó a ella gracias a un pasaje de la Tragicomedia de Lisandro y Rosalía, publicada en Salamanca en 1542. Dice así: “Cuando era niña yo la brizaba, y con el trebejo la acallaba, y con otras cosas de niñez con que los niños en aquella edad se suelen regocijar”. “Brincaba”, escrito “brincava” sería una errata por “briçava”, que significa, “mecía”, “acunaba” y eso es lo que hacía Lázaro con su hermanito para “acallarle” cuando lloraba.
La interpretación puede ser discutible. Lo que no parece discutible es que, publicada por primera vez en la revista Edad de Oro (2009) y repetida en otros lugares, Francisco Rico ha de conocerla. Pero entre las muchas publicaciones de Rosa Navarro que incluye en su bibliografía no se encuentra ese artículo, y en el aparato crítico considera “inadmisible” una propuesta de A. Ruffinatto, pero ni menciona la bastante más admisible de su antigua alumna. Y trae en apoyo de su tesis una cita de un Tratado de patología que nos deja perplejos: al niño “debenlo calentar con trebejuelos y con bonos sones y cantares sabrosos que l’alegren”. Como los editores que tanto critica, Francisco Rico pretende explicar un pasaje confuso con una cita que necesita una todavía mayor explicación.
Pero dejemos a un lado tiquis miquis eruditos (apasionantes, por otra parte) y vayamos a la más curiosa novedad de esta edición. Al contrario que en las más antiguas conocidas, de 1554, el texto no aparece como anónimo, sino que lleva nombre de autor: “Lázaro de Tormes”. Y es que –sensacional descubrimiento– el Lazarillo no es una obra anónima, sino apócrifa, esto es, atribuida a un autor supuesto, como los Cantos de Ossian. Los primeros lectores del Lazarillo lo leían como una obra auténtica, como la carta de un pregonero, al menos al principio, aunque luego poco a poco pudieran ir entrando en sospechas de su carácter ficticio, y así quería que lo leyeran el desconocido autor, que calló su nombre, no por miedo a la Inquisición (que prohibió el texto, no se sabe por qué, ya que, según Rico, las críticas anticlericales de la obra las compartían “obispos y sacerdotes, franciscanos, dominicos y agustinos, conservadores y erasmistas y, desde luego, el pueblo menudo”), sino para dar mayor verosimilitud a una obra con la que inauguraba un nuevo género literario: la novela moderna.
¡Curioso concepto de verosimilitud el de Francisco Rico! Un pregonero analfabeto –Rico no está seguro de que sea analfabeto–, al que han pedido información sobre un “caso” que le atañe dicta una carta a un escribano y la comienza de la siguiente manera: “Yo por bien tengo que cosas tan señaladas y por ventura nunca vistas y oídas vengan a noticia de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido, pues podría ser que alguno que las lea halle algo que le agrade, y a los que no ahondaren tanto les deleite. Y a este propósito dice Plinio que ‘no hay libro por malo que sea que no contenga algo bueno’”. Esas líneas no forman parte de una carta, sino que son el prólogo de un libro (por mucho que Rico, al quitar los epígrafes de las primeras ediciones, pretenda ignorarlo). Lázaro de Tormes no es el autor apócrifo de La vida de Lazarillo de Tormes; y de sus fortunas y adversidades, sino solo el narrador y protagonista, como Pascual Duarte no es el autor apócrifo de La familia de Pascual Duarte.
Critica Rico las atribuciones modernas del Lazarillo basadas en “semejanzas tomadas a ojo de buen cubero” o en “corazonadas”. ¿Qué habría que decir de la suya, que parece una ingeniosa ocurrencia de café que se viene abajo en cuanto se vuelve a leer la obra? Mejor no decir nada y limitarse a citar la sabia reflexión del niño Lázaro cuando ve a su hermanito asustarse de su padre, tan negro como él: “¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!”.