Don de la noche
Susana Benet
Pre-Textos. Valencia,
2018.
El haiku se
muestra más propenso a la mixtificación que cualquier otro género poético.
Incluso al lector experimentado le cuesta a veces distinguir (recordemos el tan
citado haiku de Basho sobre el salto de la rana) entre una nadería y una obra
maestra.
Susana
Benet ha conseguido el milagro de que sus haikus resulten inconfundibles. No
hay en ellos ningún pastiche orientalizante: se limitan a reflejar su cotidianidad
con una mirada distinta; a ver, como quería Blake, el universo en un grano de
arena, toda la belleza del mundo en un tiesto con flores.
Cuando no
escribe haikus, Susana Benet conserva el espíritu sugerente y minimalista de
sus diecisiete sílabas. No hay apenas anécdota en los breves poemas de Don de la noche, solo una mirada
asombrada y sabia sobre la realidad de todos los días.
Leves
acuarelas paisajísticas parecen muchos de estos poemas. “Impresión de la
mañana” se titula el primero de ellos: “Están rotas las nubes. / Un manto
desgarrado cubre el cielo. / Las ramas de los árboles desnudos / atraviesan los
pálidos jirones. / Una dulce quietud invade el aire / tras semanas de viento
enloquecido. / Las plantas en sus tiestos / parecen dormitar agradecidas / por
esa amable tregua / que sumerge las hojas y las flores / en luz apaciguada”.
Ese “viento
enloquecido” lo volvemos a encontrar en el poema “Vientos”, en el que la autora
explicita lo que el lector ya había adivinado: que todo paisaje, como afirmó Amiel, es un
estado del alma: “Cerradas las ventanas / se agita en mi interior / otro viento
que agita y acelera / el paso silencioso de las horas”.
Lo mismo
podemos comprobar en “Otro día” (“Otro día en que el viento / zarandea las ramas
de los árboles…”), cuya segunda parte contrasta con la objetividad descriptiva
de la primera: “Parece que ese viento / arranque de mi mente las ideas, / las
agite en furioso torbellino / y las aleje de mí como los pétalos / que no
llegan jamás a despuntar”.
La terraza
de su casa, ese ámbito a la vez interior y exterior, constituye el escenario de
la mayor parte de los poemas de Susana Benet. En el que se titula precisamente
“La terraza” nos describe ese pequeño universo, con su “hondo silencio
vegetal”, el gato que dormita, las nubes que van cubriendo el cielo, y donde
ella, “una mente que observa”, se siente de pronto “un cuerpo extraño”.
Ese gato
que dormita reaparece en varios poemas, acentuando la sensación de interior
doméstico. En “Sonora mañana”, poema construido todo él sobre la sinestesia,
“traza sobre el aire / la nota musical de su maullido”; en “Gato cazador” –otra
mínima maravilla– vigila agazapado la mano que escribe “como si / pudiese
alguna letra / saltamontes / alzar de pronto el vuelo”.
No podía
faltar la presencia de la muerte en este doméstico paraíso. “Chaqueta” y
“Adormecida” evocan a seres queridos en la ropa que aún les sobrevive o en el
recuerdo de una costumbre familiar. Menos anecdótico, pero no menos memorable,
resulta “Ausencia”.
Muchos de
lo poemas de Susana Benet parecen hechos de nada, de palabras cotidianas, se
resisten al análisis, no acertamos a encontrar dónde está su misterio. El
lector apresurado puede ver solo una banalidad, una enumeración de consabidos
tópicos en “El día”: “Qué pronto la mañana / se ha convertido en tarde. / En
los cercanos árboles / ya palidece el sol. / Llega la noche. / Otro día que
pasa / rozándome los ojos, / donde dura un instante / el brillo de la luna”. No
hace falta ni una palabra más para reflejan toda la fugacidad y la belleza de
la vida, de cualquier vida.
Hay libros
de poemas que no necesitan recomendación ni exégesis, que funcionan –al
contrario que tanto arte contemporáneo– sin prospecto, sin excipiente teóricos.
Basta abrir Don de la noche por
cualquier página –“Llegada”, “Tu mano
entre las flores”– para sentirse seducido por una poesía que acierta a reflejar
sin énfasis retórico ni rebuscamientos léxicos, con las menos palabras
posibles, la magia, el misterio, el asombro de la cotidianidad.