jueves, 27 de febrero de 2014

Prim y las teorías de la conspiración


Matar a Prim
Francisco Pérez Abellán
Planeta. Barcelona, 2014

Con motivo del segundo centenario de su nacimiento, la Comisión Prim –creada y dirigida por Francisco Pérez Abellán– ha vuelto a estudiar las extrañas circunstancias que rodearon la muerte del general con resultados sorprendentes: Juan Prim y Prats, presidente del Consejo de Ministros, hombre fuerte en un parlamento que acababa de votar el nombramiento de Amadeo de Saboya como rey de España, no murió a consecuencia de los disparos que se hicieron contra él en la calle del Turco sino que fue estrangulado con un cinturón mientras reposaba en el palacio de Buenavista y quien apretó ese cinturón sería, o bien directamente el general Serrano, regente del reino, o bien un colaborador suyo bajo su atenta mirada.
            ¿Sensacionales revelaciones? Sin duda alguna, pero tan creíbles como otras que se hacen a lo largo de Matar a Prim, un enfático, confuso y reiterativo volumen que pocos historiadores se tomarán la molestia de leer y refutar. Francisco Pérez Abellán no solo descubre que Prim fue estrangulado, sino también que cuatro magnicidios que siguieron al suyo, los de Cánovas (1897), Canalejas (1912), Dato (1921) y Carrero Blanco (1973), estuvieron inspirados en él y siguieron la misma “plantilla consolidada: asesinos por encargo como autores materiales y órdenes llegadas del entorno del poder, del juego político, de las altas esferas”. Incluso llega a insinuar que si Serrano dio muerte a Prim, Franco estaba al tanto del día y la hora de la muerte de Carrero. Y no insinúa sino afirma que el mismo esquema se aplicó en el asesinato de Kennedy.
            Otra revelación, esta a propósito de la ajetreada vida sentimental de la reina Isabel II: “En un estado de exaltación sin freno, Isabel quiso divorciarse de su marido para casarse con Serrano. Vivía el amor como la adolescente entregada que era”. Creíamos que el divorcio se había aprobado en España el año 1981, pero Pérez Abellán nos descubre que ya existía en el XIX y que una reina podía divorciarse, volverse a casar y seguir siendo reina.
            También descubre que la investigación de Antonio Pedrol Rius, autor del libro Los asesinos de Prim (aclaración de un enigma histórico), publicado en 1960, estaba inspirada directamente por Franco, que ya comenzaba a pensar en un Borbón como sucesor suyo y quería limpiar a esa dinastía de cualquier responsabilidad en el magnicidio. Ese hecho inverosímil –buena cosa le importaría a Franco, que tan mal se llevaba con don Juan de Borbón, lo que hubieran hecho o dejado de hacer otros Borbones en el siglo XIX– le sirve para devaluar el análisis del voluminoso sumario que realiza Pedrol Rius y sus conclusiones.
            Lo curioso es que la manipuladora intención que achaca al anterior investigador coincide con la que Pérez Abellán explicita en el, cuando menos curioso, “Mensaje al rey Juan Carlos I de los científicos de la Comisión Prim” que coloca al frente del volumen: “Me honro en comunicarle que, al contrario de lo que se ha afirmado sin base alguna y se sostiene con impertinencia saducea, la línea legitimista que representa su tatarabuelo Alfonso XII no tuvo nada que ver en la conspiración que acabó con el magnicidio del general Juan Prim y Prats, presidente del Consejo de Ministros y ministro de la Guerra en 1870. En realidad, debe decirse que lo asesinaron enemigos feroces de los Borbones alfonsinos. Nos encanta haber podido rendir este servicio a la monarquía y al pueblo de España”.
            Pero nunca nadie achacó intervención alguna al futuro Alfonso XII, que entonces tenía trece años, en la muerte de Prim. Otra cosa es que, como afirma Torres-Dulce, y el propio Abellán cita, a consecuencia de esa muerte “comience a emerger otro proyecto, el de la restauración borbónica, la dinastía que derrocó Prim y que había jurado que jamás, jamás volvería al trono”.  
            Muy larga vida tuvieron los asesinos del general Prim, si hemos de creer a Pérez Abellán. Tras la publicación en los años sesenta del libro de Pedrol Rius que alertaba de que el sumario contenía “verdaderas toneladas de dinamita política” (Pérez Abellán entrecomilla esta frase, pero no parece que Pedrol Rius dijera tal cosa), “cómplices de los asesinos” se dedicarían a sustraer unas partes del sumario y a inutilizar otras, emborronándolas y manchándolas con tinta hasta volverlas ilegibles. A no ser que la complicidad resulte hereditaria, los cómplices de los asesinos deberían tener por esas fechas más de ciento cincuenta años.
            Pero lo que deduce Pérez Abellán de ese sumario cargado de “dinamita política” –aunque él lo cuenta de la manera más farragosa y repetitiva posible– es que los asesinos materiales, encabezados muy probablemente por Paul y Angulo, estaban próximos al partido republicano, pero fueron financiados por agentes relacionados con Serrano y, sobre todo, con el duque de Montpensier, el gran enemigo político de Prim. De hecho, al sumario se le dio carpetazo cuando una hija de Montpensier se casó con el rey Alfonso XII; no convenía seguir investigando las posibles implicaciones en el asesinato del padre de la reina.
            ¿Añade algo Pérez Abellán a lo ya sabido? En su opinión, no solo añade algo sino que –para decirlo en su pintoresco estilo– descubre, “de una vez por todas, las falsedades históricas que los intelectuales de pitiminí, los falsos historiadores y los novelistas de la falsificación no han dejado de difundir durante casi siglo y medio de leyendas interesadas”. Si hemos de hacerle caso, tras su libro han de reescribirse los manuales de historia de España.
            El cadáver del general Prim se ha conservado momificado y del análisis de sus restos, llevado a cabo por la doctora María del Mar Robledo en el Hospital Universitari Sant Joan, de Reus, se deduce que las heridas recibidas en la calle del Turco “dejaron al general impedido desde el momento de la emboscada”, por lo que los comunicados oficiales que hablaban de la levedad de las heridas y de que el general estaba consciente y había subido por su propio pie las escaleras del palacio de Buenavista no reflejaban la verdad, buscaban ganar tiempo para encontrar una salida a la complicada situación que planteaba la desaparición del hombre fuerte del régimen. En el análisis de los restos se encontraron también unas marcas en el cuello que la doctora considera “compatibles con una posible estrangulación a lazo”. Estos dos hechos constituyen la aportación del libro de Pérez Abellán (y de la Comisión Prim, "una institución voluntaria y altruista") al estudio del magnicidio.
            Y el primero de ellos convierte en absurdas todas las elucubraciones que se hacen sobre el segundo. Si el tipo de heridas que Prim sufrió en la calle del Turco “hizo que su cuerpo se quedara prácticamente sin sangre, lo que facilitó que el cadáver se momificara de forma natural”, ¿qué sentido tiene que alguien estrangulara al moribundo en su lecho de muerte? Y ese alguien no sería cualquiera sino el propio Serrano o alguno de sus ayudantes, los mismos que estaban difundiendo las noticias de la levedad de las heridas.
            Matar a Prim debería estudiarse en las escuelas de periodismo como ejemplo de lo que no debe ser el periodismo de investigación: un mínimo de hechos verdaderos y un máximo de hipótesis ni demostradas ni demostrables, y a menudo contradictorias. No se trata de un libro de historia, ni de divulgación histórica, sino de un cuento, vagamente inspirado en hechos reales, y muy mal contado.

lunes, 24 de febrero de 2014

Para qué sirve una novela


¡Melisande! ¿Qué son los sueños?
Hillel Halkin
Libros del Asteroide. Barcelona, 2014

Los géneros literarios tienen también su historia, como todo en este mundo. El de la novela es curioso. De ser un subgénero, un entretenimiento menor que ni siquiera merecía unas líneas en los tratados de retórica y poética pasó a ser el género mayor, aquel que todo escritor –como el poema épico durante el siglo XVI– debería intentar al menos una vez en su vida.
            Es lo que hace Hillel Halkin con ¡Melisande! ¿Qué son los sueños?, su primera novela, aparecida cuando ya había cumplido los 73 años. Hasta entonces había destacado en la traducción (del yidish o del hebreo al inglés), en la crítica, en el ensayo, en el libro de viajes, todo ello –o buena parte–  relacionado con la cultura judía. Hillel Halkin, nacido en Nueva York en 1939, emigró a Israel en 1970.
            Esta primera novela, como suele ser habitual, tiene mucho de autobiográfica. Y no serán pocos los lectores que lamenten haya caído en la generalizada tentación de novelar y no se decidiera directamente a escribir las memorias de sus años de formación en los Estados Unidos de la década del cincuenta y del sesenta, cuando se pasa del maccarthismo a la revolución cultural.
            El artificio para convertir la memoria en novela rechina con cierta frecuencia. Al contrario de lo que suele ser habitual en los escritores norteamericanos, Hillen Halkin no parece haber contado con un editor profesional que le advirtiera de la incongruencia entre el recurso literario utilizado para poner en marcha la narración y el que encontramos al final.
            La novela comienza cuando el narrador –un profesor de filosofía clásica– se encuentra en el aeropuerto de Madrid, donde hace escala para Málaga, con un compañero del bachillerato al que hace décadas que no ve. Charlan de los viejos tiempos y menciona a otros compañeros de entonces, los dos mejores amigos del protagonista, Ricky Silverman y Mellie Milgram. Añade que el verdadero nombre de Mellie era Melisande, “me lo dijo una vez”. “¿Sí?”, pregunta el narrador como si esa noticia le viniera de nuevas. No se vuelve a hablar más de Madrid ni de Málaga ni del fortuito encuentro que sirve de pretexto para rememorar la relación del narrador con los dos amigos, especialmente con Mellie. Ella será –a partir de la tercera página– la destinataria de la evocación, que se inicia con los versos de Heine de los que procede el título (“Melisande! Was ist Traum?”) y con un “¿Recuerdas, Mellie?”. Pero en el capítulo final el autor parece haberse olvidado de ese comienzo. Nos cuenta en él que hace dos meses recibió una carta de Mellie, su exmujer, en la que le anuncia que pasará a visitarle. Las últimas líneas anticipan el encuentro: “Cogeremos un taxi hasta mi casa. Le he pedido a una mujer que ponga un poco de orden en casa y voy a llenar la nevera. Te enseñaré dónde está todo y me trasladaré a la cabaña. Antes de eso, te entregaré este libro. Lo empecé el mismo día en que recibí tu primera carta”. Toda la novela es así una larga carta en la que se rememoran los encuentros y desencuentros con Mellie, desde los tiempos del instituto, cuando ambos –junto con Ricky– formaban el comité de dirección de una revista literaria hasta que el narrador se retira a una isla griega, Sforzos, la más pequeña de las Cícladas. ¿Qué sentido tiene aquel encuentro en el aeropuerto de Madrid? ¿Cuándo tuvo lugar, antes o después de retirarse a la isla griega? ¿No debería comenzar la novela con la llegada de la primera carta, que es la que desencadena la larga respuesta rememorativa (otra carta, como el “De profundis” de Oscar Wilde y no un “libro”, como la denomina el narrador por torpeza autorial)?
            No es ese el único descosido estructural de ¡Melisande! ¿Qué son los sueños? A lo largo de la novela nos vamos encontrando con referencias a diversos libros y con notas de la protagonista guardados en ellos. Un ejemplo: “Como con Cindy. Saca las chuletas de cordero del congelador” aparece en Éléments de Linguistique Romane de Bourciez, mientras que en Latin Grammar de Gildersleeve y Lodge (“tercera edición, revisada y ampliada” se nos informa) lo que aparece es “Si hierves agua, usa un cazo. Hay lejía en la tetera”. La conservación de esas notas tiene que ver con la antigua costumbre judía “de no destruir jamás ningún escrito que contenga el nombre de Dios, incluso aunque solo fuera una invocación para recibir sus bendiciones escrito en la cabecera de una carta o una nota, incluso si solo era un epíteto dedicado a él. Todos esos fragmentos de papel se guardaban en un almacén especial”. Pero el narrador no los guarda en un ningún sitio especial, sino azarosamente en los libros de su biblioteca, biblioteca que, cuando abandona su carrera académica, parece haberse llevado completa con él a la isla griega: “Leo mucho. Leo libros que ya había leído hace tiempo, los que me traje a Sforzos”. ¿Resulta verosímil que se llevara, para releer, un manual de lingüística románica o una gramática latina? ¿Resulta verosímil que escondiera en cualquier volumen al azar esas notas que le importaban tanto y que fuera descubriéndolas en los dos meses en que escribió sus recuerdos? ¿Y qué sentido tiene –podríamos añadir– el relato bíblico que constituye el capítulo quinto?
            Una vida no tiene por qué ser verosímil, una novela que se quiere realista sí –quien dice verosímil dice coherente en su artificio–, si pretende que el lector le preste atención hasta el final o, si es paciente, no se sienta defraudado por el final.
            ¡Melisande! ¿Qué son los sueños? vale por todo lo que no tiene de novela, que es mucho: por el relato de una amistad y una iniciación literaria, por la evocación de una ciudad y de un país, por el solitario viaje a París, por el recuento de lecturas (no por la mención de los libros con notas) y películas, por el viaje a Oriente y el final trágico de Ricky, símbolo de tantas desnortadas e ilusionadas vidas de entonces, por los encuentros y desencuentros en la relación matrimonial... Y es quizá en este último aspecto donde encontramos la razón por la que Hillel Halkin ha decidido escribir una novela en lugar de unas memorias: ciertas verdades que no se pueden contar en primera persona si no se dan como ficticias.
            La novela –incluso una novela tan torpe, quizá tan deliberadamente torpe como esta– puede acercarse más a la verdad de una vida que cualquier relato autobiográfico.   

sábado, 15 de febrero de 2014

Instantáneas de Juan Ramón Jiménez


Por obra del instante. Entrevistas
Juan Ramón Jiménez
Edición de Soledad González Ródenas
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2013
  
Si algo tuvo claro Juan Ramón Jiménez, y desde muy temprano, fue del lugar central que ocupaba en la historia de la literatura española. Por eso, no solo se ocupó una y otra vez de preparar una edición definitiva de su poesía completa, siempre incompleta, sino que también tenía la intención de acompañarla con una serie de volúmenes complementarios. Uno de esos volúmenes reuniría su epistolario; otro, las entrevistas que concedió a lo largo de su vida.
            Esos proyectos, como todos los suyos, quedaron incompletos. Soledad González Ródenas reúne ahora en Por obra del instante todas las entrevistas que han podido ser localizadas (varias de ellas se conservan solo en la copia que guardó el poeta) y les añade una serie de semblanzas y evocaciones que contribuyen a perfilar la cambiante imagen del poeta a lo largo del tiempo.
            Cuando se publica la primera de estas entrevistas, en 1901, el poeta aún no ha cumplido veinte años, pero ya su nombre comienza a destacar entre los cultivadores del modernismo. La última es de 1958, poco antes de su muerte, y la solicita él mismo para aclarar que, si no desea regresar a España, no es por motivos políticos: “Mi familia desea que yo vuelva a España y si no quiero volver ahora es por razones sentimentales, porque desde el año 50 he vivido aquí hasta la muerte de mi querida esposa y todo me la recuerda y yo prefiero morir en Puerto Rico donde ella está enterrada”.
            Juan Ramón Jiménez, a quien desde muy pronto rodeó una leyenda caricaturizadora, se preocupó siempre de dejar las cosas claras. Muchas de las entrevistas que le hicieron fueron rectificadas públicamente por él, y en más de un caso dejó constancia en la copia que guardaba de la opinión que tenía de los entrevistadores. “¡Mujer idiota!” escribe en una de ellas y en otra –olvidándose de Platero– califica como “Burro” a un ignorante que equivoca todos los nombres.
            De muy desigual valor son las entrevistas reunidas por González Ródenas; algunas –como las descalificadas por el poeta– muy merecedoras del piadoso olvido de las hemerotecas. La mejor de todas las que se le hicieron al poeta no está en este volumen. No podía estarlo porque ella misma ocupa dos volúmenes en su edición definitiva. Se trata de Juan Ramón de viva voz, donde Juan Guerrero Ruiz, a la manera de Eckermann, fue transcribiendo todas las conversaciones que tuvo con el poeta desde su primer encuentro en 1913 hasta el último, en 1936. Para la etapa del exilio hay otro libro fundamental, Conversaciones con Juan Ramón Jiménez, de Ricardo Gullón.
            Juan Ramón Jiménez fue todo un personaje (un contradictorio personaje: Cernuda habló de un Jiménez-Jekyll y de un Jiménez-Hyde); de ahí que de él no solo nos interese su obra literaria. En su primera etapa, quería vivir al margen de la sociedad literaria, dedicado solo a su labor creadora. Luego se tomó muy en serio su papel de maestro: alentaba, corregía, publicaba a los jóvenes. Y los censuraba en público y en privado cuando se desviaban lo más mínimo de sus indicaciones o caían en la tentación de acercarse a otros maestros.
            En 1936 a la guerra literaria, en la que tan activo se mostró en poeta, le sucedió otra guerra, ya nada metafórica. Juan Ramón Jiménez abandonó España ya ese mismo año, pero desde el primer momento –al contrario que otros tempranos exiliados como Marañón o Pérez de Ayala– se dedicó a hacer declaraciones en favor de la República. Su posición política no sería del todo bien entendida, y las más significativas entrevistas a partir de esa fecha tienen menos que ver con la literatura que con la historia.
            La consagración de Juan Ramón Jiménez como el poeta más popular y apreciado en todo el ámbito de la lengua española tuvo lugar, no en 1956, cuando se le concedió el premio Nobel, sino en 1948. Ese año participó en una triunfal gira de conferencias por Argentina y Uruguay. Acostumbrado a las lecturas en colegios y universidades, le sorprendió la organización profesional de esas charlas y la publicidad que las acompañaba: “Cuando vine y vi en el muelle mi nombre en grandes carteles, como un torero, me disgusté mucho, porque no sabía que venía a teatros, sino que creí que iba a realizar mis conferencias en salones”. Él estaría dispuesto a dar conferencias incluso gratuitas, pero se lo impide el contrato. “¿A qué precio estaban las localidades?”, le pregunta a uno de sus entrevistadores. “A 12 pesos la platea. Es un poco caro y muchos no pudieron ir por ese motivo”. Juan Ramón le responde que a él le gusta dar charlas en las escuelas, pero que en Argentina no ha podido hacerlo porque tiene un contrato que se lo impide: “Como los concertistas, tengo que pedir permiso para hablar. Yo no pongo precio ni me entero”.
            Durante 1948 se le hicieron a Juan Ramón Jiménez más entrevistas que en ningún otro momento de su vida. Eran entrevistas promocionales organizadas por la empresa que organizaba las conferencias.
            “El periodismo habla de lo que pasa; la literatura, de lo que no pasa” se ha dicho. En este volumen de entrevistas con un poeta se habla mucho de literatura, como no podía ser de otra manera, pero también de historia y de vida. Juan Ramón aparece con todas sus luces y sus sombras; en estatura natural cuando él mismo redacta las respuestas (abundan los cuestionarios) y reducido al nivel de su interlocutor (a menudo, no excesivo) en los demás casos.

viernes, 7 de febrero de 2014

Lorenzo Oliván y la rosa de los vientos



Nocturno casi
Lorenzo Oliván
Tusquets. Barcelona, 2014

No sabemos si Lorenzo Oliván, al igual que Juan Ramón Jiménez –uno de sus primeros y más admirados maestros–, ha renunciado a sus libros iniciales y sentido la tentación de ir destruyendo los ejemplares que encuentra. Lo que sí sabemos es que algunos de sus lectores, ante el hermetismo de su obra última, echan de menos el ingenio, la brillantez formal y la directa emoción de Único norte o La eterna novedad del mundo.
Lorenzo Oliván ha pasado de ser un poeta fácil, que se entrega incluso en una distraída lectura, a ser otro que requiere toda nuestra atención, que no entiende la poesía como un simple desahogo sentimental, sino como un riguroso ejercicio del pensamiento. Al contrario que otros compañeros de generación, no ha querido limitarse a lo consabido y aplaudido y ha pretendido ir más allá.
Pero el poeta sigue siendo el mismo en lo fundamental. Es la suya una poesía de la meditación, pero construida a través de la mirada, no de abstracciones y vaguedades pseudofilosóficas.
Al trasluz de sus versos se ve la “marca de agua” de un poeta que ha ido creciendo sin renunciar a sus raíces. Así, el poema “Azul luz irreal”, que lleva al comienzo una cita de Wallace Stevens, constituye una variación, una espléndida variación, de un conocido soneto de Gerardo Diego en el que la luz se vuelve “diafanidad de ausencia vespertina”, anuncio de una revelación. También la “azul luz irreal sobre la nieve” convierte a la ciudad en escenario “de una inminente representación”. En el terceto final del soneto “vivo latir de Dios nos goteaba, / risa y charla de Dios libre y desnuda”, mientras un pájaro canta celebrando el prodigio; en el poema de Oliván, “tímida y deshaciéndose de lastre, / cae al final, / muy al final, / la noche”. Y cae de rodillas. “Juro que de rodillas”, afirma el último verso. En uno y otro poema asistimos a una “Revelación” (así se titula el soneto de Gerardo Diego) encarnada en un especial paisaje.
Otro poema, “Canícula”, puede relacionarse con un poema famoso de Juan Ramón Jiménez. El poeta convaleciente siente la caricia del sol: “Como un perro de luz lames mi lecho blanco, / y yo pierdo mi mano por tu pelo de oro, caída de cansancio”. En el poema de Oliván un rayo de la luz de fuera se filtra en el cuarto en penumbra en que escribe: “Contemplo en el asombro de mi carne / esta misericordia de la luz, / su domesticación jamás innoble, / perro que lame a aquel en quien confía”.
No pretenden disminuir estas comparaciones la originalidad del poeta. Sirven, por el contrario, para subrayarla. Lo mismo que ocurriría si ponemos en relación los poemas dedicados al tren por Antonio Machado con los que Lorenzo Oliván dedica al mismo tema. Así comienza “El ojo”: “Todo son pasajeros, pasajeros / al tren, tiznada aurora / y horizontes / de vías, punto en fuga a la ciudad”. Y en “El viaje”, al machadiano ajetreo de “maletas y corazones” en un vagón de tercera, se contrapone el traqueteo que “criba toda el alma, / limpia rítmicamente / impurezas” y trae al pensamiento “lo más alado y grácil que hay en él”. Más evidente resulta la relación –sin mimetismo alguno– de un poema como “Piña” y el Claudio Rodríguez de “Gorrión” o de “La espuma”.
La experiencia amorosa, tan presente en la poesía primera de Oliván, tampoco falta en este libro en el que el poeta sigue siendo el mismo, pero cernido y acendrado, aunque a menudo juegue a fingirse otro. “Casual” comienza preguntándose “cuánto de azar y de destino / hay en cada poema” y termina tratando de fijar la belleza “con una sola imagen” fugaz, sin nexos ni raíces: “tú mordiste tus labios levemente  / y a partir de ese instante tus palabras / no dijeron lo mismo que decían”. En “Unidad” un encuentro erótico en la playa nocturna resulta el inevitable colofón del anhelo de unidad de la arena, las aguas y los astros.
La poética de Lorenzo Oliván se expresa en el poema “Anclaje”. El poeta trabaja con el aire, los silencios y las sombras; corre el riesgo de que “lo sutil y lo huidizo” de la poesía le arrastre a la inexistencia, le convierta en fantasma. Por eso necesita “llegar al hueso de las cosas” para encontrar un “anclaje férreo” en lo real.
Los mejores poemas de Lorenzo Oliván no pierden nunca ese anclaje con el mundo externo, aunque sometan a una extrema alquimia los datos de los sentidos –de la vista, sobre todo: el ojo es protagonista– o la anécdota experiencial o culturalista (hay un homenaje a Ornette Coleman y otro a Mark Rothko).
Dos poemas satíricos nos muestran su capacidad para el epigrama. “Festín de sombras” es uno de ellos: “En sombras, / con su hocico a ras del suelo, / roen meticulosamente el aire / de febril humedad y ávido moho / que habita en la calumnia”. El otro, más breve, una pequeña obra maestra, se titula “Apunte para un retrato”.
Cierto que no todos los poemas están a la misma altura, como no podía ser de otra manera. Cierto que algunos –especialmente los poemas en prosa– muestran una cierta proclividad a confundir desleída vaguedad con hondura conceptual, pero en lo fundamental Lorenzo Oliván sigue siendo fiel a la rosa juanramoniana de sus comienzos, ahora metamorfoseada en “la rosa de los vientos / ebria y quieta / libre y presa a la vez / de todos los contrarios”.



martes, 4 de febrero de 2014

Gaziel, periodismo y literatura


De París a Monastir
Gaziel
Prólogo de Jordi Amat.
Libros del Asteroide. Barcelona, 2014

El periodismo y la literatura mantienen unas relaciones tan íntimas que a menudo llegan a ser incestuosas. Las obras literarias, antes de aparecer en libro, se anticipan muy a menudo en diarios y revistas, mientras que, por otra parte, abundan los libros tan coyunturales y efímeros como la mayor parte de los artículos periodísticos.
            Pero el mejor periodismo es siempre literatura, gran literatura, aunque a menudo críticos y estudiosos tiendan a ignorarlo. Como Manuel Chaves Nogales, tan felizmente recuperado, Agustí Calvet, que hizo famoso antes de la guerra civil el pseudónimo de Gaziel, es uno de los grandes nombres de la literatura catalana y española.
            Un conflicto bélico, el que comenzó ahora hace un siglo, le convirtió en periodista y otro terminó en 1936 con su trabajo como periodista, aunque no afortunadamente con su labor de escritor. Tras regresar del exilio, en 1940, publicó varios libros memorialísticos y de viajes; tras su muerte, en 1967, aparecieron sus fundamentales Meditaciones en el desierto.
            En agosto de 1914 tenía Calvet veintiséis años y se encontraba en París preparando un doctorado en filosofía. El inicio de la Gran Guerra, que nadie se imaginaba iba a ser tan duradera y feroz, le animó a comenzar un diario, más atento a los cambios que se producían en el ambiente urbano que a sus estados de ánimo. A poco de regresar a Barcelona, otro gran periodista, otro gran escritor, Miquel dels Sants Oliver, codirector de La Vanguardia, conoció esas anotaciones y le animó a publicarlas por entregas en el periódico. Al año siguiente aparecieron en volumen con el título de Un estudiante en París.
            El éxito de las entregas periodísticas y del libro animó al aprendiz de filósofo a seguir su labor como cronista. De París a Monastir, aparecido en 1917 y nunca antes reeditado, recoge las crónicas publicadas en La Vanguardia entre noviembre de 1915 y marzo de 1916. Ese hecho, y el título tan poco significativo, podría hacernos pensar que nos encontramos ante una obra menor, una mera curiosidad, uno de tantos libros como se publicaron durante el conflicto para satisfacer el interés del público ante aquella desmesurada catástrofe.
            Pero no hay tal. De París a Monastir es una obra maestra de la literatura de viajes y de la literatura a secas, como muy bien señala el excelente prólogo de Jordi Amat. La introducción del autor, por el contrario, resulta un tanto desafortunada. Pretende situar al lector en el contexto histórico en que se sitúa su viaje: “Si yo te introdujera sin preparación alguna, curioso lector, en el caos de confusión, de luchas políticas, de pasiones desbordadas y de sacrificios sangrientos en que estuvo sometida la región balcánica al finalizar el año 1915, quizá te aturdirías y te sería molesto recorrer a solas el torbellino de impresiones que ofrezco al vaciar, ante tus ojos, mi repleto carnet de viaje”.
            El lector se aburre ante el pormenorizado análisis de la situación de Grecia y en los Balcanes en 1915; animan poco esas páginas iniciales –lúcidas y bien ponderadas, pero sobre un asunto que nos queda lejos–  a seguir leyendo. Todo lo contrario que ocurre si comenzamos por el verdadero principio, por el primer capítulo. De París a Monastir no necesita notas, aclaraciones sobre la actualidad de entonces. Como en una buena novela, como en cualquier obra literaria, todo lo que necesitamos saber nos lo cuenta el autor en su diario de viaje, un diario en el que hay lugar para el lirismo, para el humor costumbrista, para el análisis político (válido entonces y ahora), para la aventura, para la minuciosa constatación de los desastres de la guerra, aquella y cualquier otra guerra. Para lo que no hay sitio en estas páginas es para la toma de partido, como hicieron la mayoría de los escritores españoles del momento, a favor de uno o de otro de los bandos contendientes; Gaziel solo está del lado de las víctimas.
            Sorprende, por eso, desde nuestra perspectiva actual, la escasa simpatía que muestra por los judíos sefardíes, que entonces formaban la mayor parte de la población de Salónica y que serían, pocas décadas después, exterminados por los nazis durante la ocupación alemana de Grecia.
            La situación de Grecia en aquellos años, que tan tediosa nos resultaba en la introducción, es reflejada en el libro con una verdad y una vivacidad verdaderamente admirables. El enfrentamiento entre Venizelos y el rey Constantino adquiere caracteres de tragedia antigua; ambas partes esgrimen sus razones (convincente resulta la entrevista con Venizelos, pero no lo son menos las palabras del representante del monarca).
            ¿Y qué decir de la descripción de Salónica, la ciudad griega en la que acampan las tropas francesas e inglesas? Un capítulo se ocupa del campamento francés, otro del británico; son dos magistrales ejemplos de atención a los pequeños detalles significativos, que le permiten generalizar  –al estilo de lo que luego haría Salvador de Madariaga– sobre las diferencias entre los dos pueblos.
            “En tierras de lobos” se titula uno de los capítulos que narran el viaje, a través de las montañas cubiertas de nieve, hasta la ciudad de Monastir, último territorio de Serbia aún no ocupado. El gran narrador que fue Gaziel, que luego quedaría un tanto suplantado por el analista político, por el ensayista, queda patente en estas páginas, lo mismo que en las que refieren el paso por las ciudades italianas –Génova, Milán, Nápoles–, los días de navegación en el destartalado vapor Adriátikos o la estancia en el monasterio ortodoxo de Megaspileon.
            De todas las escenas vividas –señala Gaziel en el capítulo final– no quedará nada dentro de pocos años años; serán borradas por otras escenas no menos dramáticas. Cuando se trata de la actualidad –añade–, somos curiosos como niños; cuando la actualidad se hace historia, cuando pasan los años, solo nos interesa la línea general de los acontecimientos.
            A menos que se acierte a convertir la simple crónica, el relato de un mes de viaje a los conflictivos Balcanes de 1915, en literatura. Es lo que hace Gaziel en esta secreta obra maestra.
            El periodismo nos cuenta lo que ha pasado; la literatura, lo que pasó y sigue pasando cada vez que volvemos a recorrer las páginas de un libro. 

domingo, 2 de febrero de 2014

Trivialidades y milagros: Una antología del haiku


Un viejo estanque
Edición de Susana Benet y Frutos Soriano
La Veleta. Granada, 2013

El haiku, la estrofa-poema japonesa de solo diecisiete sílabas que alguien ha definido como el soneto de los haraganes –y que quizá sería mejor calificar como el soneto de los contemplativos–, es algo más que una composición poética: una visión del mundo.
            En lengua española se comenzó a cultivar a finales del modernismo y tuvo una primera moda en los años veinte, coincidiendo con el auge de las vanguardias. Ni Juan Ramón Jiménez ni Antonio Machado (“Junto al agua negra, / olor de mar y jazmines. / Noche malagueña”) fueron inmunes a ella, pero la interpretaron aproximándola a la poesía popular española. Otros poetas, siguiendo la moda del momento, la confundieron con la greguería. Y algo en común tienen haikus y greguerías, ciertamente, pero no el rebuscado ingenio, sino la mirada desprejuiciada e ingenua sobre la realidad.
            La moda del haiku ha vuelto a cobrar fuerza en las últimas décadas, unida a la de otro género breve, el microrrelato, y a ambas les ha dado impulso la existencia de Internet, que permite grupos de aficionados al margen de la distancia y el contacto personal.
            En una página web, El rincón del haiku, se encuentra el origen de Un viejo estanque, que a pesar de subtitularse “antología del haiku contemporáneo en español”, tiene tanto de centón como de antología. En esa página surgió la idea, de ella proceden muchos de los textos seleccionados, escritos tanto por poetas “profesionales” –digámoslo así– como por aficionados. Es muy probable que el lector de poesía, incluso el buen conocedor de la poesía contemporánea, no haya oído nunca nombrar a la mayoría de los autores antologados, casi un centenar y medio. Algunos nombres sí que le resultarán familiares –Luis Antonio de Villena, Jenaro Talens, Andrés Trapiello–, pero las muestras que de ellos se nos ofrecen no destacan especialmente en el conjunto. Y echamos en falta a algún brillante cultivador del haiku, a la par que de las estrofas tradicionales, Luis Alberto de Cuenca.
            En ningún otro género poético sería posible una antología como esta, llena de nombres desconocidos y de piezas memorables. Los cultivadores del haiku parecen jugar en una liga especial a la del resto de los poetas. Algunos de ellos solo han escrito, o solo han publicado, haikus, como es el caso de Emilio Gavilanes, de quien acaba de aparecer su segundo libro, El gran silencio, en la misma colección que publica Un viejo estanque. Abundan en ese libro los haikus memorables: “Se rompió el hilo. / Cada vez más lejanos / cometa y niño”, “En la hoja seca / que arrastra el río / viaja una hormiga”.
            El haiku, debido a su brevedad, tiende a ser impersonal, intercambiable entre un poeta y otro. Los mejores haikus tienen algo de “art trouvé”, de objeto encontrado, parece que se han escrito solos, que son obra del azar. Y ciertamente el azar combinatorio, la escritura automática, pueden ofrecer hallazgos sorprendentes. Los haikus dan la impresión de que se escriben solos, como las buenas instantáneas se hacen en un abrir y cerrar de ojos.
            Y es que los haikus, como todas las obras literarias, pero ellos muy especialmente, requieren la colaboración con el lector. Una colaboración tan grande que incluso puede llegar a decirse que es el lector el verdadero autor. Por eso para muchos lectores, incapaces de ver más allá de unas pocas palabras, a menudo las mismas, una colección de haikus no pasa de un amontonamiento de naderías.  
            Y no es que falten las naderías, las trivialidades, en cualquier colección de haikus. No escasean, ciertamente, en Un viejo estanque, a veces firmadas por poetas conocidos.
            Al lector le corresponde hacer su antología en esta nutrida recopilación de más de medio millar de mínimos poemas. Conviene prescindir, al menos en un primer momento de los nombres. Hojear acá y allá hasta dar con el milagro, y luego dejarle su tiempo, no anular de inmediato ese deslumbramiento con otros: “Apenas nada, / ese jirón de niebla / desvaneciéndose”, “Para el aroma / nocturno del jazmín / no hay alambradas”, “Aire de haiku / la luna tras las ramas / le da a la tarde”, “Un perro pisa / la luna y la deshace. / Charco de lluvia”.
            La luna, la nieve, la lluvia, las mariposas son  protagonistas habituales de los haikus, pero cualquier aspecto de la realidad cotidiana, para el que sabe mirar, para el que sabe escuchar los silencios, puede convertirse en haiku: “En el café / el espejo y la anciana / ya no se miran”, “De la mesa del pobre / caen unas migas, / festín de hormigas”, “Pinta en el coche / sucio de su vecina / un corazón”.
            En una primera lectura los haikus parecen intercambiables de un autor a otro (y en muchos casos así es: representan menos una personalidad que una tradición), pero una lectura más atenta nos permite ir distinguiendo estilos, formas de ver el mundo. Los de Jesús Aguado recrean el mundo de la India, que conoce bien: “Hilan los saris / en la calle con cerdos. / Basura y seda”. Andrés Newman le da a los suyos una atmósfera urbana, y en los mejores acierta a enlazar con los tradicionales: “Persecución. / En el retrovisor / la luna llena”. Susana Benet, antóloga que no ha querido (en contra de la mala costumbre habitual) antologarse a sí misma, prefiere tomar como tema la doméstica cotidianidad: “Pelo patatas. / Del día solo quedan / mondas de hastío”.
            Un libro para leer sin prisa, para leerlo una y otra vez sin terminar de leerlo nunca, en el que están muy cerca la nadería y la sorpresa, la trivialidad y el milagro. Tan cerca, que a veces es el mismo poema el que brilla o se apaga según el estado de ánimo del lector. El haiku ya lo hemos dicho es algo más que un género poético. Es un estado de ánimo, una visión del mundo y, además, conviene advertirlo, resulta sumamente contagioso. Será raro el lector que no acabe anotando un haiku propio en los márgenes de Un viejo estanque. Y quien hace un haiku hace un ciento.