jueves, 24 de febrero de 2011
La costumbre de no leer o Juan Ramón y sus editores
Juan Ramón Jiménez
Alerta
Visor, Madrid, 2010
Texto preparado por Javier Blasco
Prólogo de Armando Romero
Eduardo Aunós, un conocido político de la época de Primo de Rivera y del primer franquismo, fue famoso por su erudita grafomanía. En la colección Austral puede encontrar el curioso algunas de sus obras. Eugenio d’Ors, que tuvo que elogiarlo muchas veces en público, decía de él en privado que “si hubiera leído tantos libros como ha escrito, sería sin duda el hombre más culto del mundo”. En su monumental Biografía de Venecia (1948), dedicada precisamente a d’Ors (“que a ejemplo de los Dux venecianos se desposa con la sabiduría a la que ofrenda cotidianamente el anillo nupcial de sus glosas”), el anónimo colaborador le gastó la broma de confundir el puente de Rialto con el de los Suspiros: ni el autor ni ninguno de sus entusiastas comentaristas en la prensa de entonces se percató de ello.
Y es que hay libros que no se leen, no ya por el público al que parecen destinados, sino ni siquiera por sus autores, editores, prologuistas. Algún ejemplo de ello he señalado ya en la elegante edición que con motivo del trienio Zenobia-Juan Ramón Jiménez (2006-2008) publica Visor en colaboración con la Diputación de Huelva (y algunas otras instituciones públicas). Frente a la anterior edición en tomos sueltos de lo fundamental de la obra del poeta, aparecida en 1981 con motivo del centenario, esta ofrece la peculiaridad de dedicar un amplio espacio –siete tomos— a la prosa crítica, en buena parte desconocida y llena de sorpresas para la mayor parte de los lectores del poeta.
La última entrega aparecida se titula Alerta y está, según nos dice el prologuista, Armando Romero, basada “en sus proyectadas charlas radiofónicas a principio de la década del 40 en Washington”. No hay ninguna otra indicación sobre la procedencia de los textos. Una peculiaridad de la serie es carecer de notas a la edición: sus prólogos no tienen una intención erudita, están encargados por lo general a prestigiosos escritores que tratan de ofrecer (y a menudo lo consiguen) una lectura atractiva y actual de la poesía de Juan Ramón Jiménez. Pero cuando se trata de obras que el poeta dejó a medio hacer (más de la mitad de las suyas) esas anotaciones no son capricho académico, sino necesidad: el editor se ve forzado a intervenir, a ser de algún modo coautor, y debe dejar constancia de esa intervención.
Armando Romero, prologuista de Alerta, no ha leído, o no ha leído con la suficiente atención, el libro que prologa. En caso contrario, se habría dado cuenta de que los textos reunidos proceden no solo de intervenciones radiofónicas, sino también de sus clases. En uno de los capítulos dedicados a Miguel de Unamuno escribe: “La primera parte de la conversación es una lectura. Observo que ustedes toman más notas cuando leo que cuando hablo. Y la síntesis de Unamuno se limita mejor con la escritura que con la palabra. Lo que más me importa en estas clases es ser claro y conciso. Suplico al Dr. R. O. que me dé la hora”.
No ha leído el libro el prologuista, no lo ha leído tampoco quien figura en la portada como encargado de la preparación del texto, Javier Blasco, catedrático de Literatura y uno de los mayores expertos en la poesía de Juan Ramón y en el modernismo. El caso de Javier Blasco, que dirige la colección junto a Francisco Silvera, es aún más incomprensible. Los criterios generales de la edición (ya sabemos que los particulares de cada tomo no figuran en ninguna parte) han decidido publicarlos, no al comienzo, como sería lo lógico, sino en el último tomo de índices, un tomo que, cinco años después de comenzada la publicación, todavía no ha aparecido, ni se sabe cuándo aparecerá. Pero el lector curioso puede encontrarlos anticipadamente en el número monográfico que la revista Cuadernos Hispanoamericanos (julio-agosto 2007) dedicó al poeta con el título de “El hilo del laberinto: escritura y conciencia en inacabable metamorfosis”. Entre otras muy inteligentes reflexiones sobre los problemas editoriales que plantea la obra de Juan Ramón Jiménez, siempre en constante revisión, se nos dice que los fragmentos, los borradores de un texto, deben incluirse en apéndice y no en el cuerpo del libro que el moderno editor se ocupa de organizar.
Si Javier Blasco hubiera leído el libro cuyo texto teóricamente ha preparado habría colocado en apéndice, y no tras el primer prólogo, un segundo prólogo que no es más que una incompleta versión inicial (casi todos sus párrafos terminan de la misma manera: con un “etc.”).Y no es el único caso.
Aparte de estas desidias –debidas seguramente a que quienes aceptaron este encargo por parte de las instituciones públicas correspondientes delegaron en exceso en colaboradores desatentos—, Alerta es un libro espléndido, una buena muestra del Juan Ramón Jiménez que menos ha envejecido. Hay un largo capítulo, “El modernismo poético en España y en Hispanoamérica”, en el que autobiografía y crítica se mezclan de ejemplar manera. Las páginas que se dedican a Unamuno, un escritor que pudiera parecer en las antípodas suyas, siguen siendo inteligente y amorosamente iluminadoras, a pesar de tanto como se ha escrito sobre el rector salmantino.
Junto a la crítica hay también autocrítica. De su libro Arias tristes (que acaba de aparecer en esta misma colección excelentemente prologado por Aurora Luque) nos dice “que influyó, por desgracia, en América y en España, con su lamentable pesimismo necio”. Y al Diario de un poeta recién casado lo considera “la jactancia impertinente de un joven sorprendido que no quiere asustarse y sí asustar”.
Las páginas dedicadas a la poesía norteamericana quizá ayuden más a entender la poesía del propio Juan Ramón, un crítico que se esfuerza siempre por estar bien informado, pero que rehúye deliberadamente la aséptica imparcialidad. El radical rechazo de Eliot se refuerza con la caricatura, a medio camino entre el surrealismo y los dibujos animados, de su apariencia física: “Yo me represento a T. S. Eliot (por su obra y por las fotografías de su persona) como un ente monstruoso humano (esas orejas de elefante, esos ojos de óptica, ese mentón de cartón piedra), que tiene una y sola mano, grande como un anuncio de guante de mano, en vez de cabeza, y dos cabezas inadvertidas en vez de manos”.
Si a partir de los años veinte, cuando aumentó su capacidad creativa a la vez que su obsesión autocrítica, Juan Ramón Jiménez fue incapaz de ordenar adecuadamente su obra, quizá no debemos ser demasiado exigentes con los editores que, a su muerte, han intentado poner orden en el caos, farragoso a ratos y a menudo deslumbrante, de sus inéditos. Pero no estaría mal que algunos editores se exigieran un poco más a sí mismo o controlaran un poco mejor la utilización de su nombre.
jueves, 17 de febrero de 2011
Alain de Botton: Un himno a la inteligencia
Alain de Botton
Miserias y esplendores del trabajo
Traducción de Alfonso Barguñó Viana
Lumen, Barcelona, 2011
Con una cita del “Canto a los oficios”, de Walt Witman, comienza Alain de Botton un fascinante ensayo que tiene tanto de novedosa indagación sociológica como de poema épico. Podía haber comenzado igualmente con los versos de la “Oda marítima”, de Fernando Pessoa: “A solas conmigo, en el muelle desierto, esta mañana de verano, / miro hacia la barra, miro hacia lo Indefinido, / miro y me alegra ver, / pequeño, negro y claro, un trasatlántico que entra”.
Un buque, “The Goddess of the Sea”, entra en el puerto de Londres. Como Fernando Pessoa, Alain de Botton nos hace conscientes de toda la magia y el misterio que hay en ese hecho aparentemente trivial: “Solo el recorrido del buque ya es impresionante. Hace tres semanas que partió de Yokohama y, desde entonces, ha hecho escala en Yokkaichi, Censen, Bombay, Estambul, Casablanca y Rotterdam. Hace apenas unos días, mientras la lluvia caía sobre las naves industriales de Tilbury, el buque comenzó su ascenso en el mar Rojo bajo el sol implacable mientras una familia de cigüeñas de Yibuti lo sobrevolaba en círculo. Las grúas de acero que ahora se mueven sobre el casco se deshacen de un cargamento heterogéneo de hornos de convección, zapatillas deportivas, calculadoras, fluorescentes, anacardos y animales de juguetes de vivos colores. Las cajas de limones de Marruecos acabarán en las estanterías de las tiendas del centro de Londres al caer la tarde. Al amanecer habrá en York televisores nuevos”.
El más trivial de los objetos cotidianos lleva tras sí una historia que nos asombraría escuchar. Cualquier supermercado resulta, para el que sabe mirar y ver más allá de lo que aparece a primera vista, una edición ilustrada de las mil y una noches. Tras un “Made in Pakistan”, Miguel d’Ors –en un poema memorable-- trató de imaginarse las manos que lo habían hecho posible: “¿A quién pertenecíais, manos menesterosas?, / ¿qué vida estaba tras vosotras, qué / ilusiones, qué rostros, / qué penas y qué nombres?, ¿qué puñado / de monedas ilusas / contasteis un minuto después de haber cerrado / este envoltorio?”. Una camisa “comprada en las rebajas” le sirve para descubrir que “todas las vidas son una misma Vida”.
Alain de Botton habla de lo mismo, pero con una perspectiva distinta. Lo que a él le interesa subrayar es lo que hay de creatividad, belleza e inteligencia (no de explotación de trabajadores cercanos o remotos) en todo aquello que solemos aceptar como un mal necesario: los grises almacenes de las afueras de las ciudades, las torres del tendido eléctrico, los lugares donde se almacenan los desechos industriales.
En contra del tópico habitual, se atreve a hablarnos de la “abrumadora belleza, sin alma e impecable, que caracteriza a muchos de los centros de trabajo del mundo moderno”. Por ejemplo, los veinticinco inmensos almacenes, que situado junto a tres autopistas principales, “están a cuatro horas por carretera del ochenta por ciento del Reino Unido, y todas las semanas, principalmente por la noche, distribuyen una parte muy considerable de los materiales de construcción, artículos de papelería, alimentos, muebles y ordenadores suministrados en el país”. En lo alto, con vista a seis carriles de autopista, hay un local al que acuden los camioneros que acaban de descargar o están esperando para recoger la mercancía: “Quien sienta desagrado por la vida doméstica encontrará consuelo en esta cafetería embaldosada y brillantemente iluminada, que huele a patatas fritas y gasolina, ya que da la reconfortante sensación de ser un lugar en el que todo el mundo está de paso y, por lo tanto, no existe el ambiente de unión o convivencia que pondría en evidencia de forma humillante la propia alienación”. Los lugares de paso –un sociólogo habló de “no lugares” y ese impropio término sigue en uso— no son un mal menor, una de las nefastas consecuencias del mundo moderno, sino un logro de la inteligencia.
Hasta las Maldivas viaja Alain de Botton, acompañado de un fotógrafo, para seguir hacia atrás el viaje de unos filetes de atún fresco que encuentra amontonados en una estantería. Al leer esa crónica ilustrada, recordamos las novelas de aventuras del siglo XIX, como cuando nos habla de los barcos que entran y salen en el puerto. Pero para resultar apasionante no necesita ir muy lejos ni alentar el ensueño de aventura que hay en todos los sedentarios. Uno de los capítulos nos lleva a las oficinas centrales en Europa de una de las más importantes empresas de auditoría del mundo, situadas en un transparente bloque de oficinas cerca de la Torre de Londres, al otro lado del Támesis. Pocos oficios más prosaicos, pocas páginas más iluminadoras y apasionantes.
En el gran poema de la vida moderna que es Miserias y esplendores del trabajo hay lugar para el costumbrismo y el humor, como en “Emprendedores”, visita a una convención donde los que tienen ideas para nuevos negocios acuden en busca de financiación. También acierta a darles una sorprendente vuelta de tuerca a los tópicos clásicos, como el de las ruinas. Un error al tomar la salida de una autopista le conduce, no a su residencia en Los Ángeles, sino en dirección sudeste, hacia el desierto de Mojave. Extraviado, ha de pasar la noche en un motel. Cuando va a dar una vuelta por la ciudad cercana, se encuentra con un aeropuerto en el que aparece que acaba de aterrizar una gran flota internacional. Al acercarse, ve que a unos les falta el morro, a otros el fuselaje posterior. Aquellos aviones que se estaban desintegrando le parecen el equivalente moderno de lo que “el Coliseo de Roma debió de ser para el joven Edward Gibbon”.
Miserias y esplendores del trabajo –las fotografías de Richard Baker no constituyen un mero adorno— nos enseña a ver el mundo de otra manera. No solo las catedrales y los objetos que guardan los museos son dignos de admiración: “Los pasillos de un supermercado medio contienen veinte mil productos, de los cuales cuatro mil son refrigerados y deben reemplazarse cada tres días; los restantes dieciséis mil hay que reponerlos cada dos semanas”. Cuánta inteligencia, cuánto esfuerzo, qué prodigiosa organización es necesaria simplemente para que, sin darle importancia, carguemos el carro de la compra con esta fruta que se nos apetece, aquel queso parmesano, esos filetes de atún fresco “pescado con sedal en las Maldivas”.
jueves, 10 de febrero de 2011
El enigma Laforet
Anna Caballé, Israel Rolón
Carmen Laforet. Una mujer en fuga
RBA / Círculo de Lectores, Barcelona, 2010
Entre los muchos y desmesurados elogios que Carmen Laforet recibió tras la publicación de Nada, el de Azorín resultó involuntariamente profético. “Réspice a Carmen” se titula el curioso artículo, aparecido en Destino el 21 de julio de 1945. Adopta la forma de una irónica reprimenda (o “réspice” en el rebuscamiento léxico del autor): “Tiene usted veinticuatro años. ¿Y usted cree que a esa edad se puede hacer lo que usted ha hecho? ¿Qué es eso de publicar una bellísima novela a una edad en que se suelen publicar tanteos, probaturas, ensayos”.
Poco más de una década después, cuando lo reproduce en 1956 el volumen Escritores, las palabras finales estaban a punto de ser una definitiva verdad: “¡Ah, Carmen, Carmen Laforet! ¡Qué cosas hacen los jóvenes que no saben lo que hacen! Por lo menos, júrenos usted que no lo hará más; necesitamos esa declaración para nuestra tranquilidad. Y si acaso toma usted la pluma, lo que Dios no quiera, para escribir otra novela, que no sea como Nada, es decir, una novela nueva, sino una novela vulgar, pesada, prolija, sin observación minuciosa y fiel, sin entresijos psicológicos que nos hagan pensar y sentir. Solo de este modo atenuará usted su primera funesta falta”.
Haciendo caso a la reprimenda de Azorín, siete años tardó Carmen Laforet en publicar otra novela, y esa novela, La isla y los demonios, estaba muy cerca de ser “una novela vulgar”. En el mismo año de 1952 reunió, con el título de La muerta, los cuentos que había ido escribiendo hasta entonces. “No es novelista de un solo libro, como algunos temieron a raíz del silencio que siguió a Nada”, se nos dice en la solapa. Y unas líneas más arriba se elogia el “vigor y el interés novelesco” de esa novela con una curiosa y descalificatoria manera: “no se localizan en el estilo, desmañado y fácil; ni en el argumento, que parece confesión; ni en la técnica, inadvertida por poco pretenciosa”.
La única novela de Carmen Laforet que puede suscitar hoy un interés semejante al de Nada en el famélico blanco y negro de los años cuarenta es una novela en la que ella es también protagonista, pero no autora. Se titula Carmen Laforet. Una mujer en fuga y la han escrito Anna Caballé, la máxima especialista en los estudios biográficos, e Israel Rolón, que hace algunos años editó la correspondencia entre la escritora y Ramón J. Sender, quien se enamoró de ella con un amor nunca correspondido (los grandes afectos de Carmen Laforet fueron siempre mujeres). Es un libro minuciosamente desolado, que nos lleva, sin un respiro, de la cima que le cayó encima como una inesperada lotería a la sima por la que fue deslizándose durante toda su vida sin parecer que llegaba nunca al fondo.
A Carmen Laforet –una joven inquieta, sensible, sin demasiadas preocupaciones intelectuales— el azar le jugó una mala pasada, pareciendo todo lo contrario. Conoció en Madrid, a donde se había trasladado para estudiar Derecho, a un joven editor, Manuel Cerezales, y decidió llevarle el manuscrito de una novela en la que relataba, de manera muy transparente, su reciente experiencia barcelonesa como estudiante de Filosofía y Letras. El editor, que pronto se convertiría en su novio y luego en su marido, se dio en seguida cuenta de la espontaneidad y la fuerza de aquellas páginas, que disonaban de la retórica del momento, y sugirió retoques, quizá reescribió algunos pasajes, eliminó capítulos, mecanografió luego el texto y aconsejó a la autora que lo enviara a un premio recién creado, el Nadal. Lo ganó, derrotando a un autor famoso, César González Ruano (que se llevó muy a mal el fracaso: “Pero ¿cuándo se ha visto en un premio literario que se prefiera un desconocido a un escritor amigo de renombre?”) y el resto de la historia es desde hace tiempo historia de la literatura.
Carmen Laforet no tardó en odiar aquella novela que le había dado la fama, y que siendo la más suya, no era enteramente suya. También pronto se distanciaría de Manuel Cerezales, del que acabó separándose en 1970, que intelectualmente valía más que ella y que nunca se había fiado enteramente de ella. Quería seguir siendo su mentor, controlar sus escritos y sus apariciones públicas, evitar que las experiencias matrimoniales se convirtieran en materia literaria. Cuando Carmen Laforet consiguió librarse de su marido ya era tarde: lo llevaba dentro. Ella misma fue su más riguroso crítico: acabó rompiendo todo lo que escribía, y finalmente siendo incapaz de escribir una línea.
Seiscientas páginas dedican Anna Caballé e Israel Rolón a resolver el enigma de Carmen Laforet, esa mujer siempre en fuga de sí misma. Desdeñaba todo lo que tenía que ver con la literatura, no quería ser escritora y sin embargo vivió siempre de lo derechos de autor –era una exigente negociadora al respecto— y de los anticipos sobre libros que no escribiría nunca.
Proponen los biógrafos varias hipótesis para solucionar ese enigma. Ninguna acaba de convencernos del todo, salvo la más sencilla: que el inesperado éxito de una novela juvenil —que apareció en el momento justo y expresó, sin pretenderlo, el desánimo de toda una generación de españoles— colocó en la primera línea literaria a una escritora menor, de escaso aliento. Al principio, su marido la ayudó a no hacer demasiado el ridículo en entrevistas y artículos. Cuando quiso volar sola, no fue capaz. Se esforzaba por no ser autobiográfica, por no exhibir demasiado su intimidad, en la que no faltaron las pasiones inconfesables, y eso era lo único que sabía hacer. Sus artículos valían poco, sus conferencias defraudaban siempre. Y sin embargo, convertida en mito, recibía continúas invitaciones, mientras que de su marido –y de tantos otros que valían más que ella— nadie se acordaba. Fue muy sensible al desprecio que hacia ella sintieron Cela (que al principio temió que su éxito le hiciera sombra), Barral y tantos otros escritores. Y había algo más: una enfermedad mental que se fue acentuando con los años.
Quizá el misterio de Carmen Laforet –como el misterio de la realidad, según Alberto Caeiro— sea “no tener misterio ninguno”.
Carmen Laforet. Una mujer en fuga
RBA / Círculo de Lectores, Barcelona, 2010
Entre los muchos y desmesurados elogios que Carmen Laforet recibió tras la publicación de Nada, el de Azorín resultó involuntariamente profético. “Réspice a Carmen” se titula el curioso artículo, aparecido en Destino el 21 de julio de 1945. Adopta la forma de una irónica reprimenda (o “réspice” en el rebuscamiento léxico del autor): “Tiene usted veinticuatro años. ¿Y usted cree que a esa edad se puede hacer lo que usted ha hecho? ¿Qué es eso de publicar una bellísima novela a una edad en que se suelen publicar tanteos, probaturas, ensayos”.
Poco más de una década después, cuando lo reproduce en 1956 el volumen Escritores, las palabras finales estaban a punto de ser una definitiva verdad: “¡Ah, Carmen, Carmen Laforet! ¡Qué cosas hacen los jóvenes que no saben lo que hacen! Por lo menos, júrenos usted que no lo hará más; necesitamos esa declaración para nuestra tranquilidad. Y si acaso toma usted la pluma, lo que Dios no quiera, para escribir otra novela, que no sea como Nada, es decir, una novela nueva, sino una novela vulgar, pesada, prolija, sin observación minuciosa y fiel, sin entresijos psicológicos que nos hagan pensar y sentir. Solo de este modo atenuará usted su primera funesta falta”.
Haciendo caso a la reprimenda de Azorín, siete años tardó Carmen Laforet en publicar otra novela, y esa novela, La isla y los demonios, estaba muy cerca de ser “una novela vulgar”. En el mismo año de 1952 reunió, con el título de La muerta, los cuentos que había ido escribiendo hasta entonces. “No es novelista de un solo libro, como algunos temieron a raíz del silencio que siguió a Nada”, se nos dice en la solapa. Y unas líneas más arriba se elogia el “vigor y el interés novelesco” de esa novela con una curiosa y descalificatoria manera: “no se localizan en el estilo, desmañado y fácil; ni en el argumento, que parece confesión; ni en la técnica, inadvertida por poco pretenciosa”.
La única novela de Carmen Laforet que puede suscitar hoy un interés semejante al de Nada en el famélico blanco y negro de los años cuarenta es una novela en la que ella es también protagonista, pero no autora. Se titula Carmen Laforet. Una mujer en fuga y la han escrito Anna Caballé, la máxima especialista en los estudios biográficos, e Israel Rolón, que hace algunos años editó la correspondencia entre la escritora y Ramón J. Sender, quien se enamoró de ella con un amor nunca correspondido (los grandes afectos de Carmen Laforet fueron siempre mujeres). Es un libro minuciosamente desolado, que nos lleva, sin un respiro, de la cima que le cayó encima como una inesperada lotería a la sima por la que fue deslizándose durante toda su vida sin parecer que llegaba nunca al fondo.
A Carmen Laforet –una joven inquieta, sensible, sin demasiadas preocupaciones intelectuales— el azar le jugó una mala pasada, pareciendo todo lo contrario. Conoció en Madrid, a donde se había trasladado para estudiar Derecho, a un joven editor, Manuel Cerezales, y decidió llevarle el manuscrito de una novela en la que relataba, de manera muy transparente, su reciente experiencia barcelonesa como estudiante de Filosofía y Letras. El editor, que pronto se convertiría en su novio y luego en su marido, se dio en seguida cuenta de la espontaneidad y la fuerza de aquellas páginas, que disonaban de la retórica del momento, y sugirió retoques, quizá reescribió algunos pasajes, eliminó capítulos, mecanografió luego el texto y aconsejó a la autora que lo enviara a un premio recién creado, el Nadal. Lo ganó, derrotando a un autor famoso, César González Ruano (que se llevó muy a mal el fracaso: “Pero ¿cuándo se ha visto en un premio literario que se prefiera un desconocido a un escritor amigo de renombre?”) y el resto de la historia es desde hace tiempo historia de la literatura.
Carmen Laforet no tardó en odiar aquella novela que le había dado la fama, y que siendo la más suya, no era enteramente suya. También pronto se distanciaría de Manuel Cerezales, del que acabó separándose en 1970, que intelectualmente valía más que ella y que nunca se había fiado enteramente de ella. Quería seguir siendo su mentor, controlar sus escritos y sus apariciones públicas, evitar que las experiencias matrimoniales se convirtieran en materia literaria. Cuando Carmen Laforet consiguió librarse de su marido ya era tarde: lo llevaba dentro. Ella misma fue su más riguroso crítico: acabó rompiendo todo lo que escribía, y finalmente siendo incapaz de escribir una línea.
Seiscientas páginas dedican Anna Caballé e Israel Rolón a resolver el enigma de Carmen Laforet, esa mujer siempre en fuga de sí misma. Desdeñaba todo lo que tenía que ver con la literatura, no quería ser escritora y sin embargo vivió siempre de lo derechos de autor –era una exigente negociadora al respecto— y de los anticipos sobre libros que no escribiría nunca.
Proponen los biógrafos varias hipótesis para solucionar ese enigma. Ninguna acaba de convencernos del todo, salvo la más sencilla: que el inesperado éxito de una novela juvenil —que apareció en el momento justo y expresó, sin pretenderlo, el desánimo de toda una generación de españoles— colocó en la primera línea literaria a una escritora menor, de escaso aliento. Al principio, su marido la ayudó a no hacer demasiado el ridículo en entrevistas y artículos. Cuando quiso volar sola, no fue capaz. Se esforzaba por no ser autobiográfica, por no exhibir demasiado su intimidad, en la que no faltaron las pasiones inconfesables, y eso era lo único que sabía hacer. Sus artículos valían poco, sus conferencias defraudaban siempre. Y sin embargo, convertida en mito, recibía continúas invitaciones, mientras que de su marido –y de tantos otros que valían más que ella— nadie se acordaba. Fue muy sensible al desprecio que hacia ella sintieron Cela (que al principio temió que su éxito le hiciera sombra), Barral y tantos otros escritores. Y había algo más: una enfermedad mental que se fue acentuando con los años.
Quizá el misterio de Carmen Laforet –como el misterio de la realidad, según Alberto Caeiro— sea “no tener misterio ninguno”.
jueves, 3 de febrero de 2011
Frederic Eden: Un jardín y silencio
Frederic Eden
Un jardín en Venecia
Gallo Nero, 2010
De los muchos rincones secretos de Venecia, acaso el más secreto hoy en día, es un jardín que se esconde detrás de una prisión. En un tiempo fue famoso, “El jardín del Edén”, pero hace años que nadie se pasea por él, salvo el viento y los fantasmas. Está en la alargada isla de la Giudecca, no lejos de una iglesia que suelen frecuentar los turistas, la del Redentore, pero pocos se acercan hasta su herrumbrosa verja de entrada. Prefieren pasear por la fundamenta, contemplando el hermoso panorama de la ciudad al otro lado del canal, llegarse hasta la otra iglesia de Zitelle, tomar allí el vaporetto.
El jardín del Edén es, en realidad, el jardín de Eden, de Frederic Eden, que adquirió el huerto que luego convertiría en jardín el año 1884. Frederic Eden era uno de tantos aristócratas ingleses como en el siglo XIX escogieron Venecia para vivir; dificultades articulatorias le habían convertido casi en un inválido: “Llegué flotando en una góndola sin la molestia o incordio que me producen la silla de ruedas o el carruaje. Ni ruido, ni moscas, ni polvo. Un aire tan suave que apenas podría llamársele brisa; un sol que calienta y en raras ocasiones quema; una luz suave y de una blancura velada, que te permite leer sin que el resplandor te fatigue; un clima que no exige nada a nadie…”
El jardín fue creciendo poco a poco, ampliándose, tropezando con las mil y una dificultades que ofrece el suelo de Venecia (fango y escombros, continuas infiltraciones de agua salada) para la vida vegetal: la ciudad fue un tiempo conocida como la tomba dei fiori, la tumba de las flores, salvo que crecieran en macetas, en patios y terrazas.
En 1903, en Country Life, una de esas minuciosas y fascinantes revistas inglesas dedicadas a la aristocrática vida en el campo, contó Eden la historia de su jardín. Ha pasado más de un siglo y esas páginas conservan intacta, como la ciudad de Venecia, toda su capacidad de seducción.
En Venecia no hay lugar para la monotonía: “De todos los lugares de la tierra es el más variable en cuanto a sus estados de ánimo. Los cambios en sus colores son tan drásticos de un día para otro, y en ocasiones de una hora a la siguiente, como los cambios de un mes para otro, o incluso de estación en estación, en climas más nórdicos. Esta variabilidad, que desespera a su aplicado estudioso, es la alegría de su ocioso amante”.
Para crear su jardín veneciano, en aquel lugar que había sido huerta de un convento, y que ahora se volvía de espaldas a Venecia y abría los ojos al azul y a las islas de la laguna, Frederic Eden tuvo en cuenta dos contrapuestos modelos: un jardín escocés, los jardines de la Alhambra. El jardín de Ross-shire, con la vieja pared del castillo al norte, descendía hasta el sur y estaba protegido de los vientos fríos por setos altos; terminaba en un prado y en un arroyo con truchas. En nada se parece el clima de Escocia al de Venecia, pero la disposición de los dos jardines era la misma, solo que ahora el castillo era una prisión y “como silencioso sustituto del arroyo de truchas teníamos la laguna”. A Frederic Eden no pareció molestarle el poco amigable vecino que le había tocado en suerte. Todo lo contrario: la prisión le resultaba tan útil como lo era para la sociedad, “pues, aunque es triste para los que se ven encerrados en su silencio, el resguardo del viento norte y del ruido es una bendición muy apreciada por el jardín y por nosotros”.
En Granada, “unos arroyuelos de agua brillante, traída por conductos generalmente invisibles, dan bebida y vida a unos jardines maravillosos”. Del Generalife (para él, las dos maravillas de España eran el paisaje de la Vega, visto desde la Alhambra, y los cuadros del Museo del Prado) tomó Eden el uso de albercas y las sutiles maneras de utilizar el agua, no solo para el riego, sino como un elemento más de la magia del jardín.
Cuando murió Frederic, en 1916, ya su jardín había sido escenario de numerosas historias. No hubo personaje importante del fin de siglo que no paseara por sus senderos. Cocteau le dedicó un poema en el que lo llama “jardín exquisitamente fatal, / sepulcro enmarañado de rosas”: una discusión en aquel lugar idílico llevó a un joven amigo a tomar la decisión de suicidarse; lo hizo, muy teatralmente, disparándose un tiro en los escalones de Santa María de la Salute.
Posteriormente, el jardín sería propiedad de la princesa Aspasia de Grecia, cuya hija Alejandra se casaría con el destronado rey Pedro de Yugoslavia. Uno de los invitados habituales era el novelista inglés Cecil Roberts, muy leído en su día, quien en Un año de mi vida, su diario de 1950, habla de aquel jardín, ya para entonces poblado de espectros: “Un sol completamente rojo cubre la laguna en los atardeceres, y tiñe de escarlata el bajo muro de ladrillo que rodea el espacio donde los cipreses se elevan oscuros, destacando contra el cielo cuajado de estrellas, y donde en los últimos días de otoño las uvas cuelgan en gruesos racimos a lo largo de los emparrados. Más allá del alto muro, se divisa una espléndida vista de la cúpula y las torres de la iglesia del Redentor”.
Un jardín en Venecia es la historia de un jardín y es algo más. Las comparaciones de Frederic Eden a veces nos hacen sonreír. Elegir una pérgola es tan delicado, afirma, como elegir esposa; lo primero que hay que hacer es decidir para qué se quiere: “Algunos hombres buscan una esposa que sea como una amiga, constante u ocasional; otros, como una compañera, una dulce compañera día y noche; otros, que sea una administradora que lo gestione todo, y que a menudo se convierte en tirana; algunos quieres sirvientas, y de ellas pueden llegar a hacer esclavas”. Algo semejante pasaría con las pérgolas: las que son buenas para las parras no sirven para las rosas.
El último propietario conocido fue un austríaco que murió en el año 2000 y que, en sus últimos tiempos, dejó el jardín a su suerte, abandonado, colonizado por las plantas silvestres. Así sigue, así pueden verle los pocos curiosos que rodean los muros de la prisión y se acercan a su puerta. Pero el breve libro de Frederic Eden –también él una secreta maravilla— nos permite abrir esa puerta, retroceder en el tiempo, escuchar el murmullo moro de las aguas, admirar la cúpula del Redentores sobre las vides y las rosa.
Un jardín en Venecia
Gallo Nero, 2010
De los muchos rincones secretos de Venecia, acaso el más secreto hoy en día, es un jardín que se esconde detrás de una prisión. En un tiempo fue famoso, “El jardín del Edén”, pero hace años que nadie se pasea por él, salvo el viento y los fantasmas. Está en la alargada isla de la Giudecca, no lejos de una iglesia que suelen frecuentar los turistas, la del Redentore, pero pocos se acercan hasta su herrumbrosa verja de entrada. Prefieren pasear por la fundamenta, contemplando el hermoso panorama de la ciudad al otro lado del canal, llegarse hasta la otra iglesia de Zitelle, tomar allí el vaporetto.
El jardín del Edén es, en realidad, el jardín de Eden, de Frederic Eden, que adquirió el huerto que luego convertiría en jardín el año 1884. Frederic Eden era uno de tantos aristócratas ingleses como en el siglo XIX escogieron Venecia para vivir; dificultades articulatorias le habían convertido casi en un inválido: “Llegué flotando en una góndola sin la molestia o incordio que me producen la silla de ruedas o el carruaje. Ni ruido, ni moscas, ni polvo. Un aire tan suave que apenas podría llamársele brisa; un sol que calienta y en raras ocasiones quema; una luz suave y de una blancura velada, que te permite leer sin que el resplandor te fatigue; un clima que no exige nada a nadie…”
El jardín fue creciendo poco a poco, ampliándose, tropezando con las mil y una dificultades que ofrece el suelo de Venecia (fango y escombros, continuas infiltraciones de agua salada) para la vida vegetal: la ciudad fue un tiempo conocida como la tomba dei fiori, la tumba de las flores, salvo que crecieran en macetas, en patios y terrazas.
En 1903, en Country Life, una de esas minuciosas y fascinantes revistas inglesas dedicadas a la aristocrática vida en el campo, contó Eden la historia de su jardín. Ha pasado más de un siglo y esas páginas conservan intacta, como la ciudad de Venecia, toda su capacidad de seducción.
En Venecia no hay lugar para la monotonía: “De todos los lugares de la tierra es el más variable en cuanto a sus estados de ánimo. Los cambios en sus colores son tan drásticos de un día para otro, y en ocasiones de una hora a la siguiente, como los cambios de un mes para otro, o incluso de estación en estación, en climas más nórdicos. Esta variabilidad, que desespera a su aplicado estudioso, es la alegría de su ocioso amante”.
Para crear su jardín veneciano, en aquel lugar que había sido huerta de un convento, y que ahora se volvía de espaldas a Venecia y abría los ojos al azul y a las islas de la laguna, Frederic Eden tuvo en cuenta dos contrapuestos modelos: un jardín escocés, los jardines de la Alhambra. El jardín de Ross-shire, con la vieja pared del castillo al norte, descendía hasta el sur y estaba protegido de los vientos fríos por setos altos; terminaba en un prado y en un arroyo con truchas. En nada se parece el clima de Escocia al de Venecia, pero la disposición de los dos jardines era la misma, solo que ahora el castillo era una prisión y “como silencioso sustituto del arroyo de truchas teníamos la laguna”. A Frederic Eden no pareció molestarle el poco amigable vecino que le había tocado en suerte. Todo lo contrario: la prisión le resultaba tan útil como lo era para la sociedad, “pues, aunque es triste para los que se ven encerrados en su silencio, el resguardo del viento norte y del ruido es una bendición muy apreciada por el jardín y por nosotros”.
En Granada, “unos arroyuelos de agua brillante, traída por conductos generalmente invisibles, dan bebida y vida a unos jardines maravillosos”. Del Generalife (para él, las dos maravillas de España eran el paisaje de la Vega, visto desde la Alhambra, y los cuadros del Museo del Prado) tomó Eden el uso de albercas y las sutiles maneras de utilizar el agua, no solo para el riego, sino como un elemento más de la magia del jardín.
Cuando murió Frederic, en 1916, ya su jardín había sido escenario de numerosas historias. No hubo personaje importante del fin de siglo que no paseara por sus senderos. Cocteau le dedicó un poema en el que lo llama “jardín exquisitamente fatal, / sepulcro enmarañado de rosas”: una discusión en aquel lugar idílico llevó a un joven amigo a tomar la decisión de suicidarse; lo hizo, muy teatralmente, disparándose un tiro en los escalones de Santa María de la Salute.
Posteriormente, el jardín sería propiedad de la princesa Aspasia de Grecia, cuya hija Alejandra se casaría con el destronado rey Pedro de Yugoslavia. Uno de los invitados habituales era el novelista inglés Cecil Roberts, muy leído en su día, quien en Un año de mi vida, su diario de 1950, habla de aquel jardín, ya para entonces poblado de espectros: “Un sol completamente rojo cubre la laguna en los atardeceres, y tiñe de escarlata el bajo muro de ladrillo que rodea el espacio donde los cipreses se elevan oscuros, destacando contra el cielo cuajado de estrellas, y donde en los últimos días de otoño las uvas cuelgan en gruesos racimos a lo largo de los emparrados. Más allá del alto muro, se divisa una espléndida vista de la cúpula y las torres de la iglesia del Redentor”.
Un jardín en Venecia es la historia de un jardín y es algo más. Las comparaciones de Frederic Eden a veces nos hacen sonreír. Elegir una pérgola es tan delicado, afirma, como elegir esposa; lo primero que hay que hacer es decidir para qué se quiere: “Algunos hombres buscan una esposa que sea como una amiga, constante u ocasional; otros, como una compañera, una dulce compañera día y noche; otros, que sea una administradora que lo gestione todo, y que a menudo se convierte en tirana; algunos quieres sirvientas, y de ellas pueden llegar a hacer esclavas”. Algo semejante pasaría con las pérgolas: las que son buenas para las parras no sirven para las rosas.
El último propietario conocido fue un austríaco que murió en el año 2000 y que, en sus últimos tiempos, dejó el jardín a su suerte, abandonado, colonizado por las plantas silvestres. Así sigue, así pueden verle los pocos curiosos que rodean los muros de la prisión y se acercan a su puerta. Pero el breve libro de Frederic Eden –también él una secreta maravilla— nos permite abrir esa puerta, retroceder en el tiempo, escuchar el murmullo moro de las aguas, admirar la cúpula del Redentores sobre las vides y las rosa.
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