Capital de tercer
orden
Ángel María Pascual
Ulises. Sevilla.
2010.
En 1947, se publicó un libro que pudo haber tenido tanta
importancia en la historia de la poesía española como Hijos de la ira,
de Dámaso Alonso, y que sin embargo quedó al margen como una curiosidad apenas
leída. Su autor era Ángel María Pascual, falangista de la primera hora, quien
junto a su mentor, el llamado “cura azul”, Fermín Yzurdiaga, tuvo un destacado
papel en los primeros tiempos de la guerra civil cuando Pamplona se convirtió,
con la publicación de Arriba España, el primer diario de la Falange, y
de Jerarquía, la primera revista literaria de los sublevados, en la
capital intelectual del franquismo, en una nueva Atenas, como quería la
propaganda.
Fermín
Yzurdiaga, después de una fulgurante carrera política, sería defenestrado en
1938 por las presiones de la jerarquía eclesiástica El obispo de Pamplona,
Marcelino Olaechea, el primero que calificó de Santa Cruzada a la guerra civil,
no veía con buenos ojos que, aunque siempre proclamara su fervor católico, aceptara
cargos políticos sin el previo permiso de sus superiores. Además, y contra lo
que pudiera pensarse, la iglesia y la Falange (al menos hasta que pasó a ser
controlada directamente por Franco) no estuvieron en buena sintonía. Se
recelaba de que pudiera derivar hacia un cierto componente neopagano, como el
nazismo. De hecho, fue un elogio de
Hitler lo que motivó la caída en desgracia de Yzurdiaga; en un discurso radiado
a toda la zona sublevada se refirió a él como “caudillo de la raza alemana, que
al volverse a la vieja historia de su pueblo, se encuentra en las selvas
vírgenes con los dioses Nibelungos y con el dios Votán”.
Ángel María
Pascual tenía más talento literario que Yzurdiaga y una vocación política más
volcada hacia el ámbito provincial. Culto a la manera renacentista, maestro de
la tipografía, buen dibujante, destacó como articulista en una época en que rigor
literario de la prosa en los periódicos no era la excepción, sino la norma:
pensemos en Rafael Sánchez Mazas, en Eugenio Montes, en tantos colaboradores
primero de Jerarquía y luego de Vértice, El Español o La Estafeta
Literaria. Murió joven (había nacido en 1911), el mismo año en que publicó
su primer libro de poemas. Antes había publicado una obra entre la ficción y la
parábola política, Amadís, y posteriormente aparecerían otros libros
suyos, especialmente sus Glosas a la ciudad, recopilación de artículos
que acierta a convertir –siguiendo la lección de Eugenio d’Ors-- la crónica
municipal en piezas literarias de primera magnitud.
Capital
de tercer orden poco tiene que ver con el resto de la obra de Ángel María
Pascual. Quizá por eso solo el último poema, el soneto “Envío”, que disuena del
resto (como las garcialasistas liras de “Soledad”), llegaría a ser bien
conocido: en 1962 le puso música Marciano Cuesta Polo y se convirtió en uno de
los himnos más populares del Frente de Juventudes.
Antes de
que otro de los vencedores, Camilo José Cela, nos mostrara con La colmena el
revés de la retórica triunfal, en lo que se había convertido el Madrid creativo
y bullente de antes de la guerra civil, Ángel María Pascual reflejó en Capital
de tercer orden la esperpéntica realidad de aquel “burgo podrido”, la
clerical Pamplona, que él, al apoyar la sublevación de 1936, había soñado
convertir en una nueva Atenas, en la ciudad ideal del Renacimiento.
No hay, por
supuesto, ninguna crítica política directa en el libro, no podía haberla, pero
la desaparición de toda la brillante retórica falangista ya resulta
suficientemente significativa. Son poemas descriptivos, sin nada del intimismo
confesional que suele asociarse a la poesía, incluso podríamos decir que
costumbristas, pero su costumbrismo ha pasado por los espejos valleinclanescos
del Callejón del Gato y aprendido la lección de Gutiérrez Solana, aunque Ángel María
Pascual también tenía otros maestros. Uno de los poemas, “Casino”, comienza con
un verso de Jovellanos: “Déjame, Arnesto, déjame que llore”. Y detrás de ambos
se encuentra la lección de Juvenal.
Hay piezas
de rechinante feísmo, casi apuntes carpetovetónicos, como “Urinario”, y otras
atemperadas por los ecos del prosaísmo sentimental posmodernista, como “Un
balcón”. De la corrupción de la ilusiones trata esa pieza magistral que es
“Vitrina de fotógrafo”, con esos “palos de un teatro de fantoches” vislumbrados
al trasluz de una ventana como final de la feliz fotografía de boda.
“Melopea
parda” se titula uno de los poemas y el último verso, que repite la palabra
reiterada en todos los versos (“Pardo, pardo, pardo, pardo, pardo”) resumen
bien en lo que se había convertido (“Color de miseria, nacional tabardo. / Todo
es pardo”) la España que él había soñado azul y oro. No resulta aventurado
pensar que más de un lector relacionaría el término reiterado hasta la saciedad
y cada vez más cargado de connotaciones negativas con la residencia del jefe
del Estado y, metonímicamente, con el propio Franco.
Hay pocas
concesiones al lirismo convencional en estos versos. Si acaso, como en
“Mercado”, al comienzo y al final. “Una luz matinal unge la plaza / con el óleo
del sol recién nacido”, comienza. “Y en lo alto hacia la torre de oro / un
cándido revuelo de palomas”. Entre ambos, la minuciosa descripción del mercado
con un pintoresquismo no exento de sordidez.
Desengaño
político, desengaño religioso. En esta “capital de tercer orden”, la Pamplona
de la posguerra convertida en símbolo de la realidad española, como antes la
Orbajosa galdosiana o la Vetusta de Clarín, la verdadera religiosidad está
ausente, aunque abunden los clérigos y los rituales. Ese es el sentido, a mi
entender, de “Viático en el suburbio”.
Capital
de tercer orden ha tenido algunas reediciones que no sirvieron para
destacar su valor excepcional (y no es extraño: la primera, de 1971, estuvo a
cargo de la “Cofradía del pimiento seco de Pamplona”). Esperemos que esta nueva
edición –en la que por cierto falta el subtítulo del libro: “Versos del amor de
disgusto”-- cambie su suerte, aunque el prestigio de la colección
“Avant-Garde”, dirigida por Juan Bonilla y Luis Antonio de Villena, no va
acompañado de una adecuada difusión.
“Porque sé
que los sueños se corrompen / he dejado los sueños”, le hace decir Luis García
Montero a Jovellanos en uno de sus más memorables poemas. Ángel María Pascual
vivió lo suficiente para comprobar la corrupción de sus sueños y dejarnos
testimonio de ello en este libro. El camino que habría seguido después --el de
Dionisio Ridruejo o el de Rafael García Serrano-- no lo sabemos. Pero ahí
quedan su prosas, con tanta verdad y tanta inteligencia por debajo de la epocal
retórica, y este grito inconformista, desasosegante, este retrato en blanco y
negro de la España más negra.