jueves, 30 de junio de 2011

El caso Florbela

José Carlos Fenández
Florbela Espanca. Poetisa del Amor
Esquilo. Badajoz, 2011.

Hay poetas que interesan tanto por su obra como por la novela de su vida. Uno de ellos es Fernando Pessoa; otro, Florbela Espanca. La fortuna crítica de ambos ha sido, sin embargo, contrapuesta. Fernando Pessoa, tras su muerte, fue creciendo y creciendo en el aprecio de lectores y estudiosos hasta desplazar, casi por completo, a todos sus contemporáneos; Florbela conoció también póstumamente el éxito popular, pero los críticos la miraron siempre por encima del hombro: les pareció demasiado espontánea, demasiado apasionada, demasiado femenina, en el más misógino sentido de la palabra.
            El grueso volumen que José Carlos Fernández le dedica –cerca de mil páginas—no parece que vaya a contribuir a mejorar ese aprecio. No es un estudio escrito con rigor académico, sino con fervor autodidacta. El autor es un especialista en conocimientos esotéricos, en simbolismos iniciáticos. Por eso incluye, como apéndice, una extensa carta astral de Florbela Espanca firmada por Isabel Areias y establece continuas comparaciones con Fernando Pessoa, a quien tanto le preocuparon esas cuestiones.
            Fernando Pessoa nunca se interesó por Florbela, no la menciona en sus escritos, y sin embargo circula un poema presuntamente suyo a ella dedicado. José Carlos Fernández, a pesar de reconocer que no se incluye en ninguna recopilación de inéditos de Pessoa, lo considera auténtico. “Duerme, duerme, alma soñadora, / hermana gemela de la mía”, comienza ese poema. Un admirador de ambos escribió esos versos, que Pessoa nunca podría haber escrito: “Criatura extraña, espíritu inquieto, / lleno de ansiedad, / tal como yo creabas mundos nuevos, / lindos como tus sueños, / y vivías en ellos, vivías soñando como yo”. Nunca Pessoa diría de sí mismo que “creaba mundos nuevos” ni calificaría de “lindos” a esos mundos.
            El análisis literario que de la poesía de Florbela ofrece José Carlos Fernández en las páginas finales de su estudio es de una candorosa ingenuidad. Se limita a elogiar ejemplos del uso de las distintas figuras literarias: “¿Podemos encontrar un quiasmo –o sea, una repetición en X en el seno de dos versos u oraciones— tan simple, tan bello, tan evocador, tan significativo y filosófico, como el que escribe Florbela en una postal dedicada a su cuñada Vitoria Moutinho al cumplir once años?”.
            Pero, a pesar de todo ello, este grueso volumen, tan lleno de buenas intenciones como manifiestamente mejorable, está lejos de carecer de interés. Si la segunda parte incluye su poesía completa, en edición bilingüe, la primera, dedicada a la biografía, consiste fundamentalmente en una selección de sus cartas y en una amplia muestra del diario que escribió durante el último año de su vida. Es la propia Florbela quien firma la mayoría de las páginas de este libro; de ahí su valor.
            Florbela Espanca fue una mujer que no se resignó a cumplir el papel que en el primer tercio del siglo XX se reservaba a las mujeres: escandalizaron sus tres divorcios, sus intentos de llevar una vida independiente, la franqueza de su poesía erótica. Con frecuencia tuvo que resignarse a que corrigieran sus escritos: lo hicieron los primeros editores; lo hizo el último, el profesor italiano Guido Battelli, a pesar de que la admiraba y fue quien más contribuyó a la difusión de su obra. Una mujer entonces era siempre un menor de edad, al que había que guiar para impedir se despeñara por malos caminos.
            Tuvo muchos amores Florbela (se enamoraba con facilidad y se desilusionaba con la misma rapidez), pero quizá sus dos únicos verdaderos amores fueron una mujer, Julia Alves, y Apeles Espanca, su hermano. Con Julia Alves, que era subdirectora de Modas y bordados, la revista en la que publicó muchos de sus primeros poemas (y el título resulta bien significativo del público al que se destinaban), mantuvo una apasionada correspondencia durante varios años, pero nunca llegó a conocerla personalmente. Apeles Espanca murió, en accidente de aviación, a los treinta años. Antes había manifestado su intención de suicidarse. Florbela logró, al parecer, disuadirle: “Pero no ves tú, mi querido hijo, que es un crimen pensar en aniquilar todo lo que hay en ti de admirable, tu inteligencia, tu carácter, todo lo que hace de ti un ser aparte, un ser único en el mundo, porque tú tienes desde la belleza física hasta la moral, tú eres una criatura excepcional; y mira alrededor de ti, nunca nadie dejó de quererte nunca”.
            Apeles Espanca muere en 1927; el avión que pilotaba desaparece en el Tajo; no se encontraron sus restos. Tres años después, el día de su cumpleaños (“es el mejor regalo que puedo hacerme”, confiesa a algunas amigas, que piensan que habla en broma) se suicida. Lo prepara todo minuciosa, macabramente: incluso envía a Helana Calas, una amiga, dinero para que pueda pagar el billete y visitarla ese día. “Ven el sábado lo más tarde –le dice—porque el lunes hago años y el domingo tenemos que preparar los salones”. Aquella noche Florbela dijo que no quería dormir en la habitación del matrimonio, que prefería dormir en otro cuarto. Pide que no la despierten al día siguiente, que la dejen dormir. Murió en torno a las dos de la mañana, que era la hora en que había nacido 36 años antes. Debajo del colchón encontraron dos frascos vacíos de Veronal y en su mesita un vaso de leche. Sus últimas voluntades estaban en un cajón, debajo de su ropa interior. Pide que la entierren cubierta de flores, que deben llenar por completo el ataúd y que en él incluyan los fragmentos del avión en que se estrelló su hermano, que guardaba religiosamente.
            Había publicado dos libros de sonetos, dejaba listo para la imprenta el más importante de los suyos, Charneca em Flor, que apareció muy poco después, al cuidado del profesor Battelli. Moría la mujer, comenzaba el mito.
            Pero ese mito no fue como el de Fernando Pessoa. Los críticos serios, los historiadores de la literatura, siempre miraron un poco por encima del hombro la obra confesional y apasionada de aquella poetisa de vida tan escandalosamente melodramática que no quiso limitarse al papel de aplicada colaboradora de Modas y bordados y demás labores propias de su sexo.

jueves, 23 de junio de 2011

Andrés Trapiello: De la vida retirada

Andrés Trapiello.
Capricho extremeño
Editora Regional de Extremadura.
Mérida, 2011.


No siempre, por no decir casi nunca, la opinión de un autor sobre su obra resulta la más adecuada. Cree Andrés Trapiello que los miles de páginas de su Salón de los pasos perdidos —diecisiete tomos publicados hasta la fecha— no deberían volver a publicarse de otro modo que como él los dispuso: “Cada libro tiene su orden y alterarlo extractando un fragmento es alterar el todo y, fatalmente, el fragmento”. Capricho extremeño, la antología publicada por primera vez en 1999, y que ahora se reedita convertida en otro y el mismo libro constituiría una excepción. “Nunca antes ni nunca tampoco después” volverá a permitir algo semejante.
Pero la literatura tiene sus propias leyes, con dificultad admite el modo imperativo. En Salón de los pasos perdidos hay una fabulosa colección de fragmentos, de muy desigual extensión –van desde las dos líneas hasta las casi cien páginas— que valen por sí mismos y que además presentan muy diversas valencias combinatorias. La estructura que les ha dado su autor —cada tomo se nos ofrece como el diario novelado de un año— es solo una de las posibles. Se pueden establecer otras combinaciones: las hagiografías de escritores amigos, las sarcásticas caricaturas de los rivales o de los amigos que han dejado de serlo, una colección de relatos de viaje, de visitas a las librerías de viejo… No faltan tampoco unas pungentes memorias de infancia y juventud ni unas minuciosas escenas de la vida conyugal. Fácil resulta profetizar que estos nuevos episodios nacionales y personales rara vez se reeditarán en su totalidad (aunque algunos ya se han reeditado en bolsillo), al contrario que los de Galdós, pero a cambio constituirán una cantera inagotable –como ocurre con la obra en prosa y verso de Juan Ramón Jiménez— de la que irán surgiendo nuevos títulos años tras año.
Ordenadas de distinta manera las mismas páginas nos dicen cosas distintas. Es lo que ocurre con este Capricho extremeño, que, en contra de lo que podrían sugerir título y prólogo, ni es un capricho de unos editores regionales ni tienen un interés meramente localista.
Son páginas virgilianas, cercanas a menudo a la prosa poética, pero en las que no falta la precisa observación realista, a veces con una nota de negro humor, páginas que ningún escritor de hoy podría escribir sin que nos sonaran a artificioso pastiche.
Durante los últimos treinta años Andrés Trapiello ha alternado la residencia en Madrid –paseos por el Rastro, opiniones contundentes sobre esto y aquello, sobre este y aquel, intrigas de la vida literaria—con las largas demoras en el Pago de San Clemente, situado cerca de Trujillo, donde posee "una casa vieja, un jardín y unos olivos". Allí ha querido llevar una vida de ilustrado propietario rural de otros tiempos (no muy distinta nos imaginamos que sería la de algunos contemporáneos de Horacio, Cervantes o Meléndez Valdés).
Detrás de Capricho extremeño se reconocen fácilmente los maestros. Uno de los más presentes es Miguel de Unamuno, el Unamuno de la intrahistoria y de las glosas de la vida familiar: “Observo a mis hijos, las horas muertas que se les vuelven siglos, el aburrimiento de buena parte de sus jornadas, y no puedo acordarme sino de aquellas horas mías muertas, y en cambio vivas ahora, resucitadas en ellos”. También están, claro, Azorín y el más cercano Muñoz Rojas de Las cosas del campo (en el último tomo del diario se traza de él una memorable semblanza). Pero el conjunto no podía haberlo escrito más que Andrés Trapiello. Solo él es capaz de escribir con la misma pasión y fruición de una lagartija, del dulce de membrillo, de las ciruelas, de las interminables siestas del verano extremeño, de las noches estrelladas, del humo que asciende y se deshace: “Más hermoso que el propio fuego del hogar serán siempre las hilachas del humo saliendo de la chimenea, humo azulado en la mañana de otoño, humo dormido entre las ramas enfermas de los olmos viejos. Y si el fuego es presente, el humo es presente y pasado y, para el viajero que lo ve de lejos, quieto en el valle sobre las casas viejas, para él sobre todo, que camina hacia la aldea, es nada más que futuro: el hogar que espera”.
Como en los diarios de otro tiempo, como en la vida rural, los cambios atmosféricos están muy presentes en unas páginas que, a veces, pocas veces, parecen un arcaizante ejercicio de estilo. El propio autor ironiza sobre ello. Pero la lluvia, la rara nieve, los días nublados, los días de sol, el prodigio del amanecer, los dilatados atardeceres aciertan a ser mostrados como lo que realmente son: milagros únicos, aunque infinitamente repetidos.
Unas pocas historias ajenas, unos pocos personajes, se ofrecen como contrapunto: el antiguo soldado alemán que apareció un día por el colegio en que el autor estuvo internado, el dueño de un cine de Trujillo, el retorcido aldeano que se contrapone al tópico idealizador: “Yo no sé de dónde se habrán sacado eso de la sabiduría de los hombres del campo. Por uno sabio, se topa con cien brutos y desalmados. Por un juicioso, cien berrocales y borrachos”.
No es, contra lo que pudiera parecer, Capricho extremeño un libro menor hecho de retazos más o menos brillantes. No deberían perdérselo ni los aficionados al campo ni, sobre todo, los que lo detestan.
Bastaría este título –y no es más que una gota en la desigual inmensidad de su obra— para otorgar a Andrés Trapiello un puesto singular en la historia de la literatura española. Debería permitir que más editores diligentes y buenos conocedores de su obra fueran extrayendo (y quizá limpiándolas de cierta ganga) las muchas obras ya impresas y sin embargo inéditas que se encuentran dispersas en ella.

jueves, 16 de junio de 2011

Luis Alberto de Cuenca: En la biblioteca de Babel



Luis Alberto de Cuenca
Libros contra el aburrimiento
Edición de Luis Miguel Suárez
Reino de Cordelia, Madrid, 2011


Hay dos modos de ejercer la crítica literaria. Clarín y Valera pueden ejemplificarlos. El primero era burlón y agresivo, no dejaba pasar una, sabía poner siempre a la mediocre pretenciosidad en su sitio, sin por eso dejar de subrayar la excelencia (Galdós encontró en él, desde el comienzo, a su mejor comentarista). Valera, en cambio, no perdía nunca sus buenas maneras de diplomático; los posibles reproches quedaban siempre envueltos en las volutas de su prosa educada y cordial; a menudo daba la impresión de que no acertaba a distinguir entre los versos ocasionales de cualquier dama de la alta sociedad y los poemas de Rosalía de Castro (a quien, por cierto, no incluyó en su florilegio de poetas del siglo XIX, en el que no falta condesa o marquesa que alguna vez pergeñara una estrofa).
            Luis Alberto de Cuenca tiene poco de Clarín y mucho de Juan Valera, con quien comparte además el buen conocimiento de la cultura clásica. Le gusta escribir desde la cordialidad generosa; sus reseñas están llenas de abrazos, agradecimientos, detalles personales, anécdotas aparentemente prescindibles: “El otro día –así comienza una semblanza de poco más de treinta líneas sobre Carmen Jodra— fui a Barcelona, a la Universitat Pompeu Fabra, invitado por José María Micó, que acaba de publicar una extraordinaria traducción castellana del Orlando furioso. Él no estaba, porque tenia que grabar un programa de televisión, y encargó a otro profesor de la casa, Eloy Fernández Porta, que me atendiese”.
Si encuentra algo que reprochar al autor reseñado, se lo calla educadamente. No hace lo mismo cuando se trata de criticar la “miopía socialista” o la “intransigencia nacionalista” que –en su opinión— han llevado a nuestros estudiantes a “una brutal ignorancia en materia de Humanidades”; tampoco cuando el editor no respeta los modos eruditos habituales: “Lamentamos que una vez más las notas figuren al final del volumen y no a pie de página, que es donde deberían figurar”.
            En principio, nada puede parecer menos atractivo que un acrítico centón con todas esas breves reseñas que Luis Alberto de Cuenca ha ido publicando, desde hace varias décadas, en el suplemento cultural del Abc. Abrimos Libros contra el aburrimiento  —atinado título, sugestiva portada— llenos de prejuicios, pero leemos acá y allá y el entusiasmo con el que se nos habla de la nueva edición de un clásico o de un tebeo, de una obra maestra de la literatura o de una monografía erudita sobre un tema muy menor se nos acaba contagiando.
            Libros contra el aburrimiento nos enseña a leer en simpatía, a no distinguir entre la llamada alta cultura y la cultura popular. Luis Alberto de Cuenca es un sabio, lo sabe todo de muchas cosas, pero eso no le impide glosar “a Mortadelo y Filemón, la pareja de hecho más justamente célebre de la historia del cómic patrio”, con el mismo entusiasmo que el dedicado a Dido y Eneas.
            Misteriosamente, todo lo que nos sobraba en la lectura periodística de estos artículos (las referencias autobiográficas, el irse por las ramas curriculares, los minuciosos detalles bibliográficos) encuentra su sentido en las páginas de este nutrido volumen.
            No solo se reúnen reseñas. Hay lugar también para las necrológicas y en ellas no faltan los curiosos apuntes autobiográficos: “Volvió luego a Galicia –se nos dice de Ramiro Fonte—, y allí le localicé allá por 2003 para que interviniera en el encargo que el presidente Aznar me hizo de poner letra al himno nacional. Al final fuimos cuatro poetas de diferentes regiones españolas –Ramiro, Jon Juarista, Abelardo Linares y el que suscribe— quienes acometimos y dimos fin a aquella empresa, pero fue Jon quien pergeñó la mayor parte de la versión definitiva”.
            La agrupación temática trata de poner orden en este fascinante maremagnum, que dice mucho de los plurales intereses del autor. “Oriente” nos habla, entre otras cosas, del cuento más antiguo del mundo, la mejor novela china y los fantasmas japoneses de Lafcadio Hearn; en “Religión y folklore” los héroes cristianos alternan con Caperucita, los mitos con Internet; dos secciones muy nutridas se dedican al mundo clásico y a la Edad Media; siguen luego, en orden cronológico, los capítulos que van desde el Renacimiento hasta la época contemporánea. Tras hablar de los cómics y del cine, aún hay sitio para dos complementos: “Varia” y “En cursiva”.
            Dejando a un lado las opiniones políticas del autor (que no se cuida de disimular, pero que tampoco exhibe con excesiva frecuencia), lo más discutible del volumen son sus referencias a la literatura contemporánea. De Las moras agraces, el primer libro de Carmen Jodra, nos dice que “ha supuesto para su generación lo mismo que supuso para la mía Arde el mar, de Pedro Gimferrer, mi nunca bien ponderado maestro: una auténtica revolución estética”. Añade que hay un antes y un después de ese libro en la poesía española última, como puede percibir “cualquier lector sensato y sensible”. El artículo se fecha en 2005. Si dudosa resultaba tal afirmación entonces; equivocada sin ninguna duda resulta desde la perspectiva actual.
            Pero bien mirado esas discrepancias no hacen sino añadir encanto a una miscelánea que es como una inagotable biblioteca de Babel. Abierto por cualquier página, nos encontramos con un ameno guía que con erudito entusiasmo nos sugiere la lectura de un libro. Aunque no siempre le hagamos caso, siempre es un placer escucharle.

jueves, 9 de junio de 2011

Manuel Moyano: Todas las aventuras




Manuel Moyano
Teatro de ceniza
Menoscuarto, Palencia, 2011


Pocos géneros literarios se prestan tanto al fraude como el haiku y el microrrelato. Al igual que en el arte conceptual, el espectador tiene que poner tanto de su parte que acaban siendo, en buena medida, cuestión de fe. Aunque no harían falta ejemplos, yo copiaré algunos. De Lydia Davis, “una de las autoras más originales e influyentes de nuestro tiempo”, se acaban de publicar su Cuentos completos (Seix Barral). Son relatos que, según se nos dice, “ha sido celebrados por su agudeza moral, su ingenio formal y su habilidad para capturar una miríada de sensaciones”. Abrimos el volumen por cualquier página y esto es lo que encontramos: “Me preguntas por Edith Wharton. / Sí, me suena mucho el nombre”. Fin del cuento. El titulo: “Perdiendo la memoria”. Volvemos a probar suerte: “Es extraordinario –dice una de las mujeres. / Es extraordinario –dice la otra”. El título: “Se turnan para usar una palabra que les gusta”.
Dora García —“artista sin obra” se ha definido alguna vez— representa a España en la bienal de Venecia. En el reciente número 1000 de un suplemento literario ofrece, como regalo manuscrito, uno de sus muchos relatos: “Un grupo de gente se encuentra en una sala de espera. Cada uno lleva en la solapa una etiqueta con su nombre y algunos datos sobre sí mismo. Pero algunas etiquetas mienten manifiestamente, como esa que cuelga de un hombre con bigote y que dice: Margarita, 14 años, estudiante”.
            Por eso es mayor la sorpresa cuando nos encontramos ante un libro como Teatro de cenizas, de Manuel Moyano. Solo muy rara vez alguna de sus cien piezas condesciende con la ocurrencia más o menos chistosa. El lector va de asombro en asombro. El comienzo del primer relato, “Ocaso de un imperio”, puede llevar a hacernos pensar en un aplicado discípulo de Borges: “Swift inventó el país de Liliput, poblado por hombres diminutos, y Tomás Moro la isla de Utopía, cuya capital es Amauroto. Yo también me dedico a inventar lugares imaginarios”. Y ciertamente a Manuel Moyano le gusta que le comparen con el maestro y por eso en ocasiones trata temas muy característicamente suyos, como ocurre en “Origen del mito”, otra vuelta al tema del Minotauro, no menos sorprendente que el borgiano “La casa de Asterión”, o en “El juego”, donde un hombre consigue la inmortalidad y abomina de ella. No teme ser comparado porque sabe –y no hay mayor elogio— que la mayoría de sus relatos pueden resistir sin desdoro esa comparación.
            Todos los grandes temas de la literatura fantástica, de la literatura de terror, de la narrativa tradicional están aquí, reducidos pero no empequeñecidos, bien reconocibles pero con un toque distinto. No podían faltar las historias de “engaño-desengaño”, el juego con las expectativas del lector. En “El escapista” no tardamos en descubrir quién es el mago que le descubre sus trucos a uno de sus discípulos, sin que eso disminuya el efecto de la irreverente vuelta de tuerca.
            A Manuel Moyano le gusta reescribir a su manera historias conocidas. La técnica de “Viaje a la semilla”, de Alejo Carpentier, vuelve a utilizarse en “La bala”, donde la que mató a Kennedy hace el camino inverso desde los Archivos Nacionales del FBI hasta el plomo líquido del que procede. “Chuang Tzu” reinterpreta la fábula, tan grata a Borges, del soñador y la mariposa. Otra variante, más llamativa, es “Despertar”, donde se elimina la duda y en contra de lo esperado el sueño es la gris realidad de todos los días. “Autobús”, aunque aparentemente más convencional, resulta igual de sorprendente.
“Plenilunio” convierte la historia del terrible hombre lobo en la del desdichado lobo que se transforma en hombre las noches de luna llena. “El punto de vista” vuelve sobre las viejas fábulas y no necesita de moraleja para que el asno nos sirva de lección.
En el prólogo, cordialmente ditirámbico, como todos los suyos, pero esta vez no hiperbólico, Luis Alberto de Cuenca subraya el acierto con que se titulan estos relatos. Uno de los más breves dice así: “Vació el bidón de arsénico en la planta potabilizadora que abastecía a toda la ciudad. Sabía que su mujer siempre bebía agua del grifo”. El título añade el contrapunto irónico: “Desproporción”.
Si quisiéramos citar los logros de Teatro de ceniza habría que copiar casi íntegro el índice. No podría, sin embargo, dejar de mencionar el impactante apunte costumbrista titulado “Depresión”, ni dejar de copiar íntegro “Singladura”, que es el último relato del libro y que le sirve de perfecto colofón: “A lo largo de ese día, el viajero recorre a pie las desoladas llanuras de la tundra, navega en una goleta sorteando gigantescos témpanos de hielo, bucea a pulmón entre silentes bosques de coral y de madrépora, se enfrenta a una horda de caníbales, asciende a la cumbre donde un ídolo de oro le dirá el porvenir, enamora a la hija de un rey, mata a un oso con el solo auxilio de una daga. Es tan solo al término de esa larga jornada, cuándo el viajero escucha cómo alguien le indica, en tono apremiante, que ya es hora de cerrar y que debe abandonar inmediatamente la biblioteca”.
También nosotros salimos de este libro prodigioso, al que estamos deseando volver, con la sensación de haber realizado un largo viaje en el que caben todas las aventuras, todos los estremecimientos y todos los deslumbramientos  de la imaginación.

jueves, 2 de junio de 2011

Eduardo Zamacois: Una vida, cien novelas

Eduardo Zamacois
Un hombre que se va…
Edición de Javier Barreiro y Bárbara Minesso
Renacimiento, Sevilla, 2011


Hay escritores a los que es dado asistir a su propia posteridad. Uno de ellos fue Eduardo Zamacois, célebre en las primeras décadas del siglo XX, olvidado después, y que tuvo una fugaz y casi milagrosa resurrección cuando estaba a punto de cumplir noventa años. Zamacois había fundado, en 1907, El cuento semanal, publicación periódica, dedicada a la novela corta que sería largamente imitada y que serviría de revulsivo para la narrativa española. En 1957, medio siglo después, vivía en el exilio argentino de un modesto empleo burocrático (a los ochenta años había comenzado a trabajar por primera vez en algo no relacionado con la literatura); todos en España le daban por muerto. Su mujer –una de sus mujeres, siempre tuvo varias— quiso regalarle una enciclopedia y, al enterarse del precio, preguntó si a los escritores se les hacía algún descuento. “El diez por ciento”, dijo el librero. “¿A qué escritor se refiere usted?”. Ella dijo el nombre de Zamacois y el librero –que se apellidaba Miracle, milagro—, sorprendido, la llevó a su despacho para explicarle que, días antes, un librero de Barcelona le había escrito para pedirle que localizara a los herederos a fin de reeditar una de sus novelas, Memorias de un vagón de ferrocarril.
Hubo entonces un cierto revuelo periodístico a propósito de Zamacois. En 1967, Luis Ponce de León le invitó a volver a España. La carta en la que declina la invitación es un modelo de lucidez: “Yo leo entre líneas lo que dicen los periódicos de mi viaje, y hay en sus comentarios más compasión que aprecio. Es mi edad, antes que mi obra, la que estiman digna de glosarse. Hablan de mí como de un fenómeno biológico. Mis años les interesan más que mis libros”. Renunció por ello al viaje, aunque finalmente volvería en 1969 y se convertiría por un tiempo en escritor de moda. Pero interesaba más, como él suponía, el personaje que la obra.
Y sigue interesando más el personaje. Por eso el libro suyo que se lee con más gusto son sus memorias, Un hombre que se va…, a las que creyó poner punto final a los noventa años, pero a las que aún tuvo ocasión de añadir algún pasaje más cuando se reeditaron en 1969. Moriría dos años después. Había nacido en 1873, el año de la primera República, y se mantuvo lúcido hasta el final.
A Eduardo Zamacois le interesó el género memorialístico desde el principio. De mi vida, la primera entrega, es de 1903. Le siguieron otros títulos, entre los que destaca Años de miseria y de risa (1916), una de las más sugestivas evocaciones de la bohemia finisecular. Todas esas autobiografías parciales culminan en Un hombre que se va…, que es un libro distinto y unitario, aunque a veces repita páginas anteriores.
Un libro inagotable, como inagotable parecía la vida del autor. Hay en él una crónica fiel de la edad de plata, con retratos no retocados de algunos de los autores más ilustres. Esto es lo que nos cuenta de Rubén Darío, de quien un tiempo fue vecino: “El gran poeta abusaba del alcohol y no solía reintegrarse a su domicilio antes del amanecer. Compartía su hogar una mujer joven, de aspecto sencillo, ni fea ni bonita y metida en carnes, llamada Francisca Sánchez. Al par que de compañera actuaba de criada. Nunca se acostaba antes de que regresara su dueño, y cuando oía sus pasos vacilantes acudía a recibirle sin darle tiempo a llamar. Rubén llegaba siempre de mal humor, tenía el vino triste, cuando no agresivo, y a veces la golpeaba. Ella aguantaba el injusto castigo en silencio, pero en más de una ocasión la vimos, medio desnuda, con los cabellos revueltos y el afligido rostro bañado en lágrimas, huir a la calle y buscar refugio en la taberna de la señora Gala, establecida en el piso bajo de la casa”. Tiempo después se la volvería a encontrar casada con José Villacastín, editor y gran admirador de Rubén. La casa en la que vivían, en un pueblecito de Ávila (años después allí la encontraría Carmen Conde), era un verdadero museo del poeta: “Villacastín no se cansaba de hablar de él. Ella, no; ella le recordaba sin entusiasmo, sin cariño, y llegué a persuadirme de que la humildad con que en todo momento aceptó sus desafueros, obra fue de su nativa inclinación a obedecer, y no de amor al hombre, y menos de veneración al artista”.
Hay también en Un hombre que se va… una novela picaresca en la que el protagonista nos cuenta los mil y un engaños de los que se vale para escapar de la miseria. Sin rubor alguno refiere Zamacois de las trampas de las que se valió para burlar a sus acreedores. “Los lances turbios del camino” titula el subcapítulo en que nos narra su estafa a un hostelero de Berna.
Las memorias de un émulo de Casanova encontramos igualmente en este libro. Eduardo Zamacois fue un seductor que nunca tuvo que hacer ningún esfuerzo para seducir a nadie. Se limitaba a dejarse querer, y –si hemos de hacerle caso— nunca faltaron mujeres que estaban dispuestas a dejarlo todo por seguirle o por solo una aventura de una noche. Él era incapaz de decir que no, y por eso, más de una vez, tuvo que resignarse a compartir su vida con varias parejas al mismo tiempo.
Pero interesan más las páginas en que deja constancia del tiempo que le ha tocado vivir. Hace menos de un siglo, en los civilizados Estados Unidos, se hacía justicia de esta manera: “Una madrugada, el español Manuel Ugarte y otros amigos, me despertaron para invitarme a ver un linchamiento. Me vestí en un santiamén y les seguí. Se trataba de un negro que había atropellado a una joven blanca. El delincuente ya estaba preso, pero centenares de hombres y mujeres lo reclamaban, para destrozarlo, y se encaminaban a la cárcel precedidos y como al abrigo de un automóvil en que, pidiendo venganza a gritos, iba el padre de la víctima. Los policías, al ver acercarse la turba, hicieron ademán de disparar sus fusiles; mas no tiraron, y los asaltantes, que lo sabían, invadieron el recinto carcelario, de donde sacaron a rastras al negro. Cuando le ahorcaron, colgándole de un árbol, ya había muerto y su cadáver, destripado a puntapiés, era una masa gelatinosa, informe, rojinegra, cosida a puñaladas y a balazos. Poco después, su aparato genital lo exhibían, dentro de un frasco, en un lugar céntrico, y eran las mujeres, lujuriosas y crueles, como las Euménides de la fábula, las que lo miraban con mayor afán”.