Aire de familia. Historia íntima de los Baroja
Francisco Fuster
Cátedra. Madrid,
2018.
Pío Baroja no fue una montaña solitaria, sino una cumbre en
una cordillera. No se casó, pero siempre vivió en familia, una familia de tipos
raros y geniales: el clan de los Baroja. Casi todos ellos escribieron y nos
dejaron sus memorias. Francisco Fuster, con muy buen criterio, con gusto por la
miniatura azoriniana, ha sintetizado esos miles de páginas en unas pocas, escritas
en simpatía, pero sin maquillar puntos oscuros, que se leen de un agradecido
tirón.
A los
barojianos, les resultarán familiares –nunca mejor dicho– muchas de las
anécdotas que se cuentan en Aire de
familia, pero otras no (como que la madre del escritor falsificaba su letra
en algunas dedicatorias), y escucharán con agrado las ya conocidas.
Pío Baroja pronto
se convirtió en personaje y al final era casi solo el protagonista un
inagotable anecdotario. Durante la última década de su vida, seguía escribiendo
con la misma laboriosidad de siempre, pero todo lo que escribía resultaba una
torpe caricatura de lo que había escrito antes. A sus admiradores no les
importaba. Nunca se le entrevistó, se le elogió, se le visitó tanto como en
esos años. Se había convertido en un mito y en un símbolo: a pesar de su
actitud antirrepublicana, a pesar de sus elogios al régimen de Franco durante
la guerra, representaba lo mejor de la España anterior, un anticlericalismo y
un individualismo que en esos momentos podían considerarse casi revolucionarios.
Francisco
Fuster, antes de hablar de los personajes de esta peculiar tragicomedia, nos
describe el escenario, las casas en que habitaron. Fueron fundamentalmente
tres. A las dos de Madrid, las separa la guerra civil y representan épocas muy
distintas. En los bajos de la casa madrileña en que se instalaron en 1902,
estuvo primero la panadería que habían heredado de una tía, luego la imprenta y
la editorial de Rafael Caro Raggio, casado con Carmen Baroja. Por esa casa de
la calle Mendizábal, en el barrio de Argüelles, pasa buena parte de la mejor
literatura de la Edad de Plata. Fue destruida en un bombardeo de 1937, y luego
saqueada, sin que la familia pudiera recuperar casi nada de la memoria familiar
allí atesorada. En ella tuvieron lugar las representaciones de El Mirlo Blanco,
uno de los más destacados intentos de renovación teatral en los años veinte.
La otra
casa madrileña es la de la calle Ruiz de Alarcón, donde la familia se instaló
tras la guerra civil, un lugar casi de puertas abiertas al que todo el mundo
podía acudir para hacer tertulia con el escritor, convertido en una atracción
pública, en un imán para atraer a tipos raros y curiosos.
Enlazando a
una con otra, y desde 1913, se encuentra la que todavía sigue en pie y
albergando a los descendientes: el caserón de Itzea, en Vera del Bidasoa, donde
primero pasaron los veranos y luego largas temporadas, como los años de la
guerra, mientras Baroja, el Baroja por antonomasia, estaba exiliado en París.
Francisco
Fuster traza sintéticas semblanzas de los padres, Serafín Baroja y Carmen
Nessi; de los hermanos, Ricardo y Carmen; de los sobrinos, Julio y Pío.
La figura
más conmovedora del clan es la de Carmen Baroja, que escribió en los años
cuarenta unos recuerdos que solo se publicaron medio siglo después, Memorias de una mujer del 98. Aunque
nacida en una familia culta y liberal, aunque vivió los aires renovadores de
los años veinte (las mujeres se cortaron el pelo, comenzaron a practicar
deportes, a conducir automóviles, a participar en ámbitos tradicionalmente
masculinos), ella vivió oprimida por una madre tradicional –la matriarca del
clan– que le recriminaba todo lo que aplaudía en sus hermanos: ellos podían
hacer su voluntad, ella debía obedecer, quedarse en casa y estar al servicio de
los varones. El matrimonio, destino natural de las mujeres de entonces, no fue
una liberación, sino todo lo contrario. Su marido, el editor Rafael Caro
Raggio, tenía muy claro cuál debía ser el papel del hombre y la mujer en la
casa. En sus memorias, cuenta Carmen Baroja una anécdota especialmente
significativa, que Francisco Fuster reproduce. Ella era una de las fundadoras
del Lyceum Club (otras fueron Zenobia Camprubí, Victoria Kent o María Martínez
Sierra), institución para el desarrollo cultural de la mujer. Encargada de la
sección de Arte, organizó conferencias, pero no pudo asistir a ninguna: “Yo
tenía la costumbre de dejar a mis conferenciantes, que fueron pocos gracias a
Dios, sentados en un magnífico sillón que teníamos para el caso, detrás de una
mesita con un vaso de agua y hasta alguna flor, y marcharme a casa, pues
Rafael, si no estaba para la hora de cenar, que solía ser muy temprano, se
ponía hecho una furia. Así que nunca me enteraba de lo que habían dicho”.
La España
de la Edad de Plata para las mujeres seguía siendo, en buena medida, la España
negra. No es que Carmen Baroja tuviera que prepararle la cena a su marido –para
eso estaba el servicio–, sino que tenía que acompañarle a la mesa, aunque a él
le apeteciera cenar a la hora en que se celebraba el acto que ella había
organizado: la actividad cultural de la mujer era un capricho que solo podía
permitirse mientras no interfiriera con los caprichos del marido.
La novela
que hay detrás de las novelas de Baroja, o de los grabados de su hermano
Ricardo, desafortunado aventurero, escrita sin ninguna grasa retórica ni
tediosas minucias eruditas, es lo que encontramos en este breviario, que
también puede leerse como aperitivo de Los
Baroja, esa obra maestra del memorialismo hispánico debida a Julio Caro
Baroja, la otra cumbre de la cordillera familiar.