jueves, 13 de junio de 2024

Inagotable Camba

 

Julio Camba
París
Edición de Ricardo Álamo
Renacimiento. Sevilla, 2024.

Mariano José de Larra fue el primer escritor español que pasó a la historia de la literatura, no por su incursión en los géneros considerados mayores (poesía, novela, teatro), sino por las efímeras colaboraciones periodísticas. Julio Camba, más radical que Larra, quiso desde el principio limitarse al periodismo (apenas si es además autor de una juvenil novela corta autobiográfica, El destierro) y, desde muy pronto, consiguió un prestigio que se mantuvo intacto durante su larga decadencia en la posguerra y que continúa hasta hoy.

Su estreno en libro tuvo lugar en 1916, con tres recopilaciones en las que, al parecer, no quiso tener arte ni parte: Londres, Alemania y Playas, ciudades y montañas. Pocos autores, o al menos eso quiere la leyenda, tan despreocupados por la perdurabilidad de su obra: escribía cuando necesitaba dinero (afortunadamente, lo necesitaba a menudo) y dejaba que un editor reuniera en libro sus artículos cuando le ofrecía el adecuado adelanto. Eso hace que las recopilaciones póstumas, en principio, no tengan por qué diferenciarse mucho de las que aparecieron en vida. Pero se diferencian bastante de las que aparecieron antes de la guerra civil, en las que está el mejor Camba.

            Hay dos maneras de juntar en libro artículos periodísticos. Una es la de la simple recopilación, sin selección y sin más orden que el cronológico. Es lo que hacen los estudiosos universitarios cuando rescatan la obra dispersa de un autor ilustre. La otra consiste en hacer con esas piezas dispersas una obra nueva, como hizo Azorín en Castilla y tantos en otros muchos de sus mejores libros.

            En París recoge Ricardo Álamo “una muestra significativa” de las colaboraciones de Julio Camba en el diario conservador El Mundo. Se centra en las publicadas entre 1909 y 1910. Quedan muchos más inéditos, ya que, en los cinco años en que colaboró en ese diario publicó más de cuatrocientas colaboraciones.

¿Merece la pena rescatarlas todas? No, ni en el caso de Camba ni en ningún otro. El prestigio póstumo de un escritor depende, en gran medida, de dar con el editor adecuado. Y no nos referimos al editor comercial, que también, sino al editor intelectual que es siempre, en mayor o menor medida, un coautor (y por eso su nombre debe figurar siempre en la portada).

            Poco favor le hacen a Camba algunos de los artículos que Ricardo Álamo rescata en este libro. Los dos dedicados al feminismo, por ejemplo, y no porque esté en contra, sino por lo inane de los argumentos. En una reunión feminista, interrumpe un borracho preguntando si las mujeres, una vez tengan derecho al voto, seguirán zurciendo los calcetines. La respuesta de la oradora no puede ser más sensata: “Los calcetines se los arreglarán aquellos que se los pongan”. La reflexión de Camba no puede ser más trivial: “A la larga, todo el mundo se cansa de las mejores comidas en el restaurant y necesita ir a reponerse, por lo menos una temporada, al lado de alguien que le haga un platito a su gusto, para él solo, y que ponga en las salsas, con la sal y la pimienta, un poco de ternura”.

            A veces Camba, falto de inspiración, repite el mismo artículo. “Cómo pudiera representarse fielmente el pueblo francés” trata del mismo asunto, y con los mismos argumentos y casi las mismas palabras, que “El champagne desaparece”.

            Ricardo Álamo, al contrario que otro editor reciente de Camba, Javier Jiménez, en Se prohíbe hablar con el conductor (donde se reúnen los libros Etc., etc… y Esto, lo otro y lo de más allá, ambos de 1945) ha decidido prescindir de las notas, a excepción de una, en el primer artículo, que es absolutamente prescindible. Quizá hubiera sido necesario poner alguna. El articulo “La modista y el albañil” comienza así: “El presidente de la República ha firmado un decreto prohibiendo las veladas en los talleres de moda”. Habría que aclarar que “velada” es aquí un falso amigo (no solo hay “falsos amigos” en lenguas próximas, también en la misma lengua en épocas distintas), no significa reunión festiva que se hace por la noche, sino trabajo nocturno, como se deduce de lo que el autor le dice a una amiga: “De hoy más, ya no se estropeará usted los ojos ni se pinchará usted los dedos cosiendo vestidos que no son para usted”. En el prólogo, el editor no parece haberse enterado de ese cambio de significado y por eso considera “rocambolesco” que el gobierno francés  prohíba las veladas en los talleres de las modistas. No es el único caso que demuestra una cierta desatención. Dos de los más divertidos artículos del libro, “Les affaires sont les affaires” y “El jardín de los suplicios” no se ocupan del escándalo a que dio lugar la muerte del presidente de Francia en brazos de su amante, sino de cuando esta fue acusada de la muerte de su marido. Y cuando duda de si el humor es una de las señas de identidad de Camba, basándose en lo que una vez le dijo a Luis Calvo, parece no haberse percatado de que en el artículo “Por la danza macabra” se define expresamente como “escritor humorista”.

            Pero estas precisiones importan poco a los aficionados a Camba, que son legión y desde ahora pueden contar con un nuevo libro, que, si no está a la par de sus grandes títulos, como La ciudad automática, sí contiene numerosos artículos que pueden ponerse a la par de los mejores suyos. Cito algunos: “Las barbas de Cleopoldo”, caricatura feroz en su aparente frivolidad del rey Leopoldo II de Bélgica; “Del dinero de Rochette” y “Muerte de un cobrador”, crónicas de tribunales; “A exterminar los apaches” y otras muestras de humor negro. Y todo el libro está lleno de pequeños detalles que a veces nos hacen sonreír, como cuando un diputado español se asombra y asusta ante la escalera mecánica del Quai d’Orsay  o Alejandro Lerroux ha de explicar a los correligionarios el origen de su fortuna (y estamos en 1910, mucho antes del escándalo del estraperlo).

            Aunque defraude a veces, Camba sigue siendo Camba. Qué gran autor cuando encuentra un adecuado editor, como Pedro Sainz Rodríguez con La casa de Lúculo.



martes, 4 de junio de 2024

Para los muy cafeteros

 

Andrés Trapiello
Fractal del salón de pasos perdidos
Alianza. Madrid, 2024.

A Dámaso Alonso le irritaba especialmente una clase de reseñas, aquellas que censuraban al autor no haber escrito el libro que el crítico creía que debería haber escrito o que no lo hubiera hecho como, en su opinión, debería haberlo hecho.

            Me imagino que a Andrés Trapiello le ocurrirá lo mismo y quizá no debería seguir leyendo. Voy a referirme a lo que se ha hecho con sus diarios en Fractal y luego a lo que se podría haber hecho si la intención era facilitar el acceso a su inabarcable Salón de los pasos perdidos –veinticuatro volúmenes publicados y doce más ya anunciados y en la pista de salida--  a los lectores que aún no lo conocen y no saben por dónde comenzar a hincarle el diente.

            La solución que se les ha ocurrido a él y a su equipo de asesoras ha sido preparar un aperitivo de ochocientas páginas, no exactamente una antología, sino un libro nuevo, o mejor tres editados juntos que reorganizan parte del material ya publicado.

Veinte frondosos árboles, los veinte primeros tomos del diario, han sido reducidos a tres bonsáis. Dentro de cada uno de ellos, no se respeta la cronología y el autor recorta y reordena con la intención de que cada uno de esos diarios en miniatura tenga la misma estructura que cualquier otro: una cita preliminar, un prólogo, un comienzo el primer día de año, un cierre el último día, pasajes líricos o humorísticos, divagaciones varias. La justificación de ese procedimiento viene dada en el titulo, Fractal. Una estructura fractal es aquella que se repite en diferentes escalas, esto es, que si partimos un objeto que tenga esa estructura en trozos más pequeños cada uno de ellos sigue conservándola.

            Andrés Trapiello y su equipo de editoras se han tomado tan al pie de la letra esa definición que han querido que las versiones reducidas de sus diarios tengan también una muestra de lo más insignificante y prescindible. En el Libro Tercero se incluye un pasaje en que el autor, desasosegado, sale de casa y compra un periódico en cuyo suplemento literario se le reseña y no muy a su gusto. ¿Tienen algún interés esas líneas sobre lo que dice no se sabe quién, un tal X, ni cuándo? No lo tenían cuando se publicaron y están más que de más en una selección que pretende atraer nuevos lectores. Los habituales ya están más que acostumbrados a su costumbre de aludir, no siempre para bien, a personas concretas y eludir su nombre sustituyéndolo por iniciales o por las X que ha convertido en marca de la casa. A veces prescinde de ellas y entonces es peor, como cuando censura a un crítico que hable de un libro de un tal Fulano, “que estuvo casado con la princesa”, sin mencionar su parentesco,  “como si tal circunstancia no tuviera que ver con la crítica ni con la literatura”. No, no tiene que ver. Y los libros de Alonso Guerrero valen lo que valen al margen de la circunstancia de haber estado casado con Letizia Ortiz. No deja en buen lugar al diarista este pasaje. “En su día el hombre confesó que no desaprovecharía esta ocasión para vender sus libros”. No hay constancia de ello y todo su comportamiento posterior indica lo contrario.

Los tijeretazos para reducir el árbol a bonsái, aunque parecen fáciles ya que las obras originales están formadas por fragmentos en gran medida independientes, no se han hecho siempre con cuidado. Una entrada de la página 669, comienza así: “Ha empezado uno la suya, Al morir don Quijote. Este sí que será un enlace”. Para entender ese abrupto comienzo tenemos que ir al diario del que procede, Apenas sensitivo. En él la entrada anterior habla del “enlace del príncipe y doña Letizia” y termina con estas palabras: “Claro que siempre nos quedará la novela de un futuro Galdós”. A esa novela y enlace se alude.

            Pero no es este lugar para pormenorizar ese tipo de descosidos. Basta subrayar la extrañeza de que se incluyan, junto a páginas antológicas, otras que los lectores fieles, pero no abducidos por el autor, preferimos olvidar, como cuando presume de haber sacado del contenedor de la basura, al que habían sido arrojados por estudiosos y lectores, a Galdós, Juan Ramón, Azorín, Unamuno o Manuel Machado. O aquellos otras en las que confiesa sin rubor su participación en premios amañados.

            ¿Cómo podría haber sido una introducción eficaz al Salón de los pazos perdidos? Bastaría un volumen de no más de trescientas páginas con una muestra de las muchas y diversas maravillas que el lector se va a encontrar en la obra completa. Habría aforismos, algunos de los cuales ya se repite como proverbial (“Si Cervantes viviese, el primer premio Cervantes se lo llevaría Lope de Vega”); piezas maestras de un impiadoso y quevediano humor, como las referidas al encuentro en Chinchilla con Arrabal; descripciones que aúnan costumbrismo y lirismo; estampas de la vida familiar; crónicas tan eficaces como las dedicadas al atentado y a las elecciones de 2004…

En Fractal están muchas de esas páginas, pero hay que armarse de paciencia para llegar a ellas. O quizá los intervalos de tedio (que el lector experimentado se salta, corrigiendo a los editores) nos permiten apreciar más los instantes de emoción y deslumbramiento.

            En el prólogo al Libro Primero afirma Andrés Trapiello que no pone los nombres propios “porque no le gusta presumir de amigos ni los diarios que parecen el Gotha”. Sn embargo, abunda en los suyos los encuentros con gente importante (en esta selección le invita a comer una ministra del PP, que lo sienta a su derecha, a pesar de que él es el único progresista de la mesa: otros tiempos), y a veces más que el Gotha sus diarios pueden parecer el Hola: una vez viaja con Sara Montiel, otra con Raphael, es testigo de la firma de libros con intermedio erótico de un cantante famoso.

            Una antología no mastodóntica de los diarios de Trapiello, hecha por alguien independiente, que no se someta a los caprichos del autor (en algún momento le da por poner un asterisco en lugar de la vocal final para evitar el masculino genérico), que sustituya las iniciales por nombres en el caso en que sean necesarios, que feche los fragmentos sería la mejor manera de mostrar a quienes se apartan de él por sus tomas de postura políticas lo que se están perdiendo.

A falta de esa antología, vale cualquiera de sus tomos (mejor, para empezar, los de menos páginas) o incluso este Fractal, imprescindible desde luego para los muy cafeteros, para el nutrido y aguerrido club de fans del Salón de los pasos perdidos, que es, a pesar de ellos y a ratos incluso de su autor, uno de los más ambiciosos empeños de la literatura española de cualquier tiempo.