Julio Camba
París
Edición de Ricardo Álamo
Renacimiento. Sevilla, 2024.
Mariano
José de Larra fue el primer escritor español que pasó a la historia de la
literatura, no por su incursión en los géneros considerados mayores (poesía,
novela, teatro), sino por las efímeras colaboraciones periodísticas. Julio
Camba, más radical que Larra, quiso desde el principio limitarse al periodismo
(apenas si es además autor de una juvenil novela corta autobiográfica, El
destierro) y, desde muy pronto, consiguió un prestigio que se mantuvo
intacto durante su larga decadencia en la posguerra y que continúa hasta hoy.
Su
estreno en libro tuvo lugar en 1916, con tres recopilaciones en las que, al
parecer, no quiso tener arte ni parte: Londres, Alemania y Playas,
ciudades y montañas. Pocos autores, o al menos eso quiere la leyenda, tan
despreocupados por la perdurabilidad de su obra: escribía cuando necesitaba
dinero (afortunadamente, lo necesitaba a menudo) y dejaba que un editor
reuniera en libro sus artículos cuando le ofrecía el adecuado adelanto. Eso
hace que las recopilaciones póstumas, en principio, no tengan por qué
diferenciarse mucho de las que aparecieron en vida. Pero se diferencian
bastante de las que aparecieron antes de la guerra civil, en las que está el
mejor Camba.
Hay dos maneras de juntar en libro
artículos periodísticos. Una es la de la simple recopilación, sin selección y
sin más orden que el cronológico. Es lo que hacen los estudiosos universitarios
cuando rescatan la obra dispersa de un autor ilustre. La otra consiste en hacer
con esas piezas dispersas una obra nueva, como hizo Azorín en Castilla y
tantos en otros muchos de sus mejores libros.
En París recoge Ricardo Álamo
“una muestra significativa” de las colaboraciones de Julio Camba en el diario
conservador El Mundo. Se centra en las publicadas entre 1909 y 1910.
Quedan muchos más inéditos, ya que, en los cinco años en que colaboró en ese
diario publicó más de cuatrocientas colaboraciones.
¿Merece
la pena rescatarlas todas? No, ni en el caso de Camba ni en ningún otro. El
prestigio póstumo de un escritor depende, en gran medida, de dar con el editor
adecuado. Y no nos referimos al editor comercial, que también, sino al editor
intelectual que es siempre, en mayor o menor medida, un coautor (y por eso su
nombre debe figurar siempre en la portada).
Poco favor le hacen a Camba algunos
de los artículos que Ricardo Álamo rescata en este libro. Los dos dedicados al
feminismo, por ejemplo, y no porque esté en contra, sino por lo inane de los
argumentos. En una reunión feminista, interrumpe un borracho preguntando si las
mujeres, una vez tengan derecho al voto, seguirán zurciendo los calcetines. La
respuesta de la oradora no puede ser más sensata: “Los calcetines se los
arreglarán aquellos que se los pongan”. La reflexión de Camba no puede ser más
trivial: “A la larga, todo el mundo se cansa de las mejores comidas en el
restaurant y necesita ir a reponerse, por lo menos una temporada, al lado de
alguien que le haga un platito a su gusto, para él solo, y que ponga en las
salsas, con la sal y la pimienta, un poco de ternura”.
A veces Camba, falto de inspiración,
repite el mismo artículo. “Cómo pudiera representarse fielmente el pueblo
francés” trata del mismo asunto, y con los mismos argumentos y casi las mismas
palabras, que “El champagne desaparece”.
Ricardo Álamo, al contrario que otro
editor reciente de Camba, Javier Jiménez, en Se prohíbe hablar con el
conductor (donde se reúnen los libros Etc., etc… y Esto, lo otro
y lo de más allá, ambos de 1945) ha decidido prescindir de las notas, a
excepción de una, en el primer artículo, que es absolutamente prescindible.
Quizá hubiera sido necesario poner alguna. El articulo “La modista y el
albañil” comienza así: “El presidente de la República ha firmado un decreto
prohibiendo las veladas en los talleres de moda”. Habría que aclarar que
“velada” es aquí un falso amigo (no solo hay “falsos amigos” en lenguas
próximas, también en la misma lengua en épocas distintas), no significa reunión
festiva que se hace por la noche, sino trabajo nocturno, como se deduce de lo
que el autor le dice a una amiga: “De hoy más, ya no se estropeará usted los
ojos ni se pinchará usted los dedos cosiendo vestidos que no son para usted”.
En el prólogo, el editor no parece haberse enterado de ese cambio de
significado y por eso considera “rocambolesco” que el gobierno francés prohíba las veladas en los talleres de las
modistas. No es el único caso que demuestra una cierta desatención. Dos de los
más divertidos artículos del libro, “Les affaires sont les affaires” y “El
jardín de los suplicios” no se ocupan del escándalo a que dio lugar la muerte
del presidente de Francia en brazos de su amante, sino de cuando esta fue
acusada de la muerte de su marido. Y cuando duda de si el humor es una de las
señas de identidad de Camba, basándose en lo que una vez le dijo a Luis Calvo,
parece no haberse percatado de que en el artículo “Por la danza macabra” se
define expresamente como “escritor humorista”.
Pero estas precisiones importan poco
a los aficionados a Camba, que son legión y desde ahora pueden contar con un
nuevo libro, que, si no está a la par de sus grandes títulos, como La ciudad
automática, sí contiene numerosos artículos que pueden ponerse a la par de
los mejores suyos. Cito algunos: “Las barbas de Cleopoldo”, caricatura feroz en
su aparente frivolidad del rey Leopoldo II de Bélgica; “Del dinero de Rochette”
y “Muerte de un cobrador”, crónicas de tribunales; “A exterminar los apaches” y
otras muestras de humor negro. Y todo el libro está lleno de pequeños detalles
que a veces nos hacen sonreír, como cuando un diputado español se asombra y
asusta ante la escalera mecánica del Quai d’Orsay o Alejandro Lerroux ha de explicar a los
correligionarios el origen de su fortuna (y estamos en 1910, mucho antes del
escándalo del estraperlo).
Aunque defraude a veces, Camba sigue
siendo Camba. Qué gran autor cuando encuentra un adecuado editor, como Pedro
Sainz Rodríguez con La casa de Lúculo.