Esta luz. Poesía reunida
Volumen II (1995, 2005-2019)
Galaxia Gutenberg
Barcelona, 2019.
No siempre el poeta es el mejor editor de sí mismo. Juan
Ramón Jiménez lo fue hasta una determinada fecha, y buen ejemplo de ellos lo
constituye su Segunda antología poética.
Luego el afán de enmienda se convertiría en acrítica obsesión hasta llegar al
desvarío de tratar de poner en prosa toda su obra en verso.
Antonio
Gamoneda, que reescribió su obra primera tras el tardío encuentro de su voz
personal con Descripción de la mentira,
parece haber ido perdiendo capacidad autocrítica a la vez que se acentuaba su
proceso de canonización, iniciado en 1987 con la concesión del premio Nacional
de Literatura a Edad, la inicial
recopilación, muy revisada, de su poesía completa.
El segundo
volumen de Esta luz, aparecido quince
años después del primero, ejemplifica sus limitaciones. El “Aviso” preliminar
comienza con tres puntos entre corchetes, que es la indicación habitual, en las
ediciones filológicas, de que se suprime alguna palabra de un texto citado. En
este caso, lo que indica, según nota a pie de página, es que se trata de “una
versión ligeramente editada” de una “adenda” añadida por el autor a los “Avisos
y explicaciones” de la edición original del primer volumen de Esta luz. ¿Importa eso? No importa nada,
por supuesto. El lector haría bien en saltarse las explicaciones que el poeta
da de su obra, ni siquiera útiles para el estudioso. Aportan poco más que
confusas minucias.
Un ejemplo:
“La sección Mudanzas se completa con
el capítulo homónimo que aparece en el triple volumen (2016) ya tantas veces
mencionado”, nos dice después de haber comentado los textos que incluye en esa
sección. ¿Cómo que se completa “con el capítulo homónimo” de La prisión transparente –ese es “el
triple volumen” (lo llama así porque incluye tres obras) al que alude– si está
integrada por los mismo textos?
“Mudanzas”
es el nombre que Antonio Gamoneda da a sus versiones propias de poemas ajenos,
algo en absoluto novedoso, pero en lo que él insiste una y otra vez como una
gran novedad; “Pienso aquí en las muchas piezas que en el mundo existen a las
que conviene, valorando incluso inevitables quebrantos, que se hagan trabajos
análogos al que yo hago –mejorados a poder ser, que lo será. Pienso en un
rescate, sin limitación de tiempos, territorios ni lenguas, que podría deparar
un inmenso fondo universal, constituido por una poesía que aún existe, aunque
en estado ‘intangible’. Es tarea que habrían de concertar sine die numerosos y
sucesivos lingüistas y poetas”.
Qué
sorpresa se va a llevar cuando descubra que esa tarea, aparte de Heberto
Helder, al que toma como modelo retraduciendo sus traducciones, ya la están
llevando, desde hace siglos los poetas: Fray Luis de León apropiándose de
Horacio y de Virgilio, Jorge Guillén incluyendo en Homenaje una sección de “Variaciones” (donde no solo se apropia de
Pero Meogo, Leopardi o Valery sino que incluso convierte a Azorín en un poeta
chino), por no mencionar al inevitable Octavio Paz con sus Versiones y diversiones, a José Emilio Pacheco con sus Aproximaciones o a los más recientes
Víctor Botas o Martín López-Vega.
Abundan los
ejemplos de que el Antonio Gamoneda aprendiz de filólogo y puntilloso anotador
de sí mismo carece a menudo de rigor. En
las “Notas y confidencias” que añade a su libro Canción errónea escribe: “Hago ahora (la localización puede verse
en un índice inmediato) señalamiento de los que digo ‘Poemas con nombre’, de
los referibles a personas concretas. Nueve tienen que ver con la persona y/o la
obra de los pintores Carlos Piñel, Jorge Pedrero, Elías G. Benavides,
Jean-Louis Fauthoux. Miguel Galanda, Modesto Llamas, Faik Hussein, Bernardo Sanjurjo
y Alejandro Vargas”. Continúa luego enumerando más nombres y aludiendo a
diversas citas implícitas, pero no hay ningún índice ni inmediato ni tardío que
diga qué poema se refiere a cada uno de esos nombres (en algún caso el lector
lo puede adivinar, en otros no).
La edición
ha estado al cuidado de Jordi Doce, que ha dejado pasar esos descuidos, sin
duda por acrítico respeto al autor.
La poética
de Antonio Gamoneda se caracteriza por un rechazo del realismo (que considera
característico –con pocas excepciones– de su generación, la del 50, y de la
posterior “poesía de la experiencia”), algo en lo que insiste siempre en sus
declaraciones: “El realismo es el lenguaje del poder”.
Pero su
poesía está fuertemente enraizada en la realidad biográfica e histórica,
continuamente asoman a ella su dura infancia y los desmanes de la posguerra. La
obsesión por no parecer realista le lleva a difuminar la anécdota y a eliminar
las referencias concretas.
Es lo que
trata de hacer con su poesía de circunstancias, muy abundante. La denomina
“Poemas con nombre” (muchos de esos textos se escribieron para el catálogo de
algún pintor), pero se esfuerza en eliminar los nombres, los datos que sitúen
al poema en su contexto, como si eso contribuyera a universalizarlo.
La
tendencia a no dar por acabado un texto se ha acentuado en Gamoneda con los
años. Al pie del extenso poema “La prisión transparente”, que dio título a un
libro de 2016, se nos indica que es la “Cuarta versión”. La del libro anterior,
todavía presente en librerías, sería la segunda (habría una tercera, aparecida
en 2018, en una edición peruana). ¿Con cuál nos quedamos? Con cualquiera o con
ninguna. El poema deja de ser “las mejores palabras en el mejor orden” –como
afirmaba Coleridge– para convertirse en una sucesión de provisionales
borradores a los que no se les presta más que una distraída atención.
¿Quiere
esto decir que Antonio Gamoneda ha dejado de ser poeta para convertirse en un
confuso escoliasta y en una caricatura de sí mismo? No exactamente, aunque algo
de eso hay.
Si las
quinientas páginas de Esta luz, el
epigonal complemento de su poesía completa, se redujeran a cien no se perdería
gran cosa, todo lo contrario. Sobra, entero, El libro de los venenos (con buen criterio el autor lo dejó fuera
en 2004 de la edición de su poesía), sobra su complemento “Plinio, Dioscórides
y otros”, buen ejemplo de que el autor ya raras veces mejora aquello que
retoca.
Lo que no
sobran son un puñado de espléndidos poemas. En Canción errónea y en Las
venas comunales –inédito hasta ahora– se incluye algunos textos
desoladamente memorables. Es el caso de la extensa melopea que comienza “Hay
sequía universal”, que tiene el empaque de las grandes odas de Poeta en Nueva York, pero sin ser nada
superficialmente lorquiano. Podríamos citar otra media docena de ejemplos.
A más de un
lector le sorprenderá el primero de los tres “Últimos poemas”, un poema en
prosa, a la manera de Baudelaire, o un breve relato, que nada tiene que ver con
la borrosa sintaxis habitual del poeta.
Mal editor,
y también quizá mal lector de su propia obra, empeñado obsesivamente en
reescribirse (que es como desautorizarse a sí mismo), Antonio Gamoneda cuenta,
sin embargo, con un amplio crédito entre los estudiosos de la poesía
contemporánea, con Miguel Casado, que firma un detallado epílogo, a la cabeza.
Y también entre los poetas que desde finales de los ochenta lo tomaron como
estandarte con el que enfrentarse al sector “dominante” de la poesía española,
representado entonces por poetas como Gil de Biedma o Ángel González y hoy por
Luis García Montero o Luis Alberto de Cuenca.
Es posible
que su innegable éxito –Gamoneda acapara todos los reconocimientos oficiales– se
deba más a haber encabezado una facción de poetas como él mismo presuntamente
marginados que a sus dotes de poeta ásperamente dolorido y emocionadamente verdadero.
El reconocimiento público de un autor tiene esos misterios.