jueves, 28 de diciembre de 2023

Abierto para pocos

 

 

Guillermo Carnero
Perfil perdido
Visor. Madrid, 2023.

Como en las Soledades gongorinas, en los grandes poemas –por la extensión y por la ambición-- de Guillermo Carnero, el argumento es lo de menos. La historia del náufrago que es invitado a unas bodas, la reflexión sobre el arte de la memoria y el arte del olvido son solo la percha de la que colgar sorprendentes metáforas, directas o tácitas referencias culturales, hallazgos verbales que provocan de continuo la admiración del lector.

            Dámaso Alonso puso en prosa las Soledades y desde el mismo momento en que se dieron a conocer hubo aplicados comentaristas dedicados a aclarar sus enigmas. No le faltarán a este Perfil perdido y esperemos que entre ellos se encuentre el propio autor, un poeta lúcido y consciente de su trabajo como pocos en la historia entera de la literatura española.

            Pero tanto en un caso como en otro, el de Góngora y el de Carnero, se puede gozar de los poemas sin necesidad de entenderlos del todo. Perfil perdido tiene algo, o mucho, de gran alegoría barroca –pensemos en un gran fresco de Rubens—sobre los sentidos. Las tres partes del poema se dedican a la vista, el oído y el tacto. Quedan para otra ocasión, aunque resulten aludidos, el gusto y el olfato.    

            En un libro sobre la memoria, y escrito ya en el arrabal de senectud (según se nos indica en portada, se terminó de escribir a los 75 años del autor), esperaríamos mucho sentimentalismo primario: recuerdos de infancia, la madre, los abuelos, el primer amor. Pero todos esos temas, tan recurrentes en la poesía española de posguerra y en los poetas aficionados de cualquier tiempo, siempre han contado con la enemiga de Guillermo Carnero, un poeta que trata de escribir con toda su erudición –y es mucha-- y toda su inteligencia. La cultura, sin embargo, no se contrapone en él a la vida, porque es parte principal de ella. Música, pintura, poesía intensifican la vida, no la sustituyen, solo a través del arte podemos vivirla en su plenitud.

            La parte primera de Perfil perdido –la que se ocupa del sentido de la vista-- está protagonizada por los colores, sobre todo por el rojo y el blanco. En los versos dedicados al primero, encontramos versos que remiten a la denominada “poesía de la experiencia” y a la poesía social, tan denostadas por el autor. A ratos nos parece leer a Felipe Benítez Reyes o a cualquier otro poeta de los ochenta dado a la evocación enumerativa: “El rojo de un foulard al viento; en la pared, / un póster bajo el sol de abril en Siracusa: / una cereza entre dos labios rojos. / Buzones y cabinas telefónicas / en un verano inglés rojo y mecido / por el lento rumor de muchas fuentes; / blasón rojo en manteles de Buçaco / tintos en sangre de dos reyes muertos…”

            A las simples buenas intenciones de los poetas sociales remiten otros versos: “Sangre de los vencidos, torturados y muertos / sin venganza ni rostro en sus tumbas anónimas / en pozos, en cunetas, en las fosas comunes” o “Sangre del holocausto, del genocidio armenio, / Guernica, Paracuellos, los mártires de España, / los grandes cementerios a la luz de la luna”.

            Sorprende en este pasaje en que el rojo es el color de la sangre derramada injustamente, la referencia “al deshonor de los poetas”, ejemplifica con tres que no nombra, pero que identifica claramente: “un cabrero inocente e iluso” (Miguel Hernández), “el farsante panzudo en su isla negra” (Pablo Neruda) y “el saltimbanqui del infierno chino” (Rafael Alberti).

            Disuenan estos versos y su anticomunismo del tiempo de la guerra fría, con el decir sabio, demorado y como de otro tiempo más culto y mejor, de la mayor parte del libro.

“Sonido leve de las aguas dulces, / apenas perceptible: la caída / de una hoja, la lluvia consumando / el maleficio en que dos aguas vienen / a mezclar la amenaza de su símbolo”, comienza la sección segunda, dedicada al oído. También en ella, aunque más brevemente, hay una interrupción disonante, como si el poeta por un momento perdiera sus educados modales dieciochescos: “Y cada año ensucia mis oídos / el desecho más vil del arte de la música, / que millones aplauden y corean: / la fanfarria en honor del miserable / que se atrevió a bombardear Venecia, / Josef Radetzky, a cuya tumba iré / algún día a escupir. Maldita sea / su carroña cubierta de oprobio y de medallas, / que pudre a los gusanos”. Hombre, tampoco es para tanto –nos dan ganas de decirle al autor--, nadie te obliga a escuchar a Strauss y esa Marcha Radetzky que tanto te irrita.

            Al tacto, a las caricias, al “fervor cifrado” que ilumina la yema de los dedos “al recorrer un cuerpo de mujer / ojos cerrados” se dedica la parte última. Son páginas de un minucioso erotismo en el que las amadas se llaman Galatea, Melusina, Cloe. Guillermo Carnero, como su admirado Valery Larbaud, parece incapaz de hablarnos de sí mismo “sin una máscara en el rostro”.

            Resulta casi obligado, al hablar de la poesía de Carnero, citar el titulo de uno de los más sugestivos poemas barrocos, Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos de Pedro Soto de Rojas. Cerrada para muchos, abierta para pocos buena parte de la poesía de Carnero (pero no toda: ahí está su Verano inglés). Pero vale la pena adentrarse en sus jardines, aunque con cierta frecuencia necesitemos la ayuda de un guía.



           

jueves, 21 de diciembre de 2023

Sátira y politica

 

Angélica
Leo Ferrero
Traducción de Cipriano Rivas Cherif
Edición de María Belén Hernández González
Espuela de Plata. Sevilla, 2023.

Hay dos libros en este libro: uno de ellos es la obra Angélica, de Leo Ferrero, estrenada por Margarita Xirgu en Buenos Aires el año 1938, en traducción de Cipriano Rivas Cherif que había permanecido inédita hasta ahora; el otro, la historia del autor, reconstruida en el amplio prólogo.

            Quienes visitan el cementerio de Plainpalais, en Ginebra, se encuentran, muy cerca de las de Borges y Calvino, con tres tumbas de una misma familia. En el centro, la del hijo, Leo Ferrero, y a los lados, como protegiéndole para toda la eternidad, las de los padres: Guglielmo Ferrero y Gina Lombroso. A propósito de esta última, se lee en la solapa de uno de sus libros, El alma de la mujer, traducido por Eduardo Blanco Amor en 1945: “Hija del gran maestro de la antropología moderna, esposa del eminente historiador y publicista, y madre de esa magnífica promesa literaria que fue su hijo Leo, muerto prematuramente, Gina Lombroso vivió en un ambiente consagrado al culto del espíritu. Sobreviviente a los grandes hombres de su familia, lejos de caer en una estéril desesperación, se dedica al alto menester de exaltar sus vidas en páginas de una serenidad y de una elevación verdaderamente admirables”.

            Leo Ferrero nació en 1903 y murió en 1933, poco antes de cumplir treinta años, en un accidente de circulación. Para entonces era ya uno de los principales intelectuales europeos. Perseguido por el fascismo de Mussolini, como toda su familia, emigró a Francia y allí cambió el italiano por el francés como lengua literaria. Su primer libro es de 1929 (antes había publicado una obra de teatro) y lleva una introducción de Paul Valéry; desde 1931 colabora en Sur, la revista que Victoria Ocampo fundó en Buenos Aires. Su muerte conmocionó a la Europa intelectual de su tiempo. Dejó abundante obra inédita, que sus padres fueron dando a conocer. Gina Lombroso, consciente de la genialidad del hijo, llevó un diario sobre él, El despuntar de una vida. Notas sobre Leo Ferrero Lombroso desde su nacimiento hasta los veinte años, traducido al español en 1944.

            Angélica, drama satírico en tres actos, se escribió en 1929 y es una de las obras de Leo Ferrero que quedaron inéditas. Se estrenó en París en 1936, coincidiendo con el comienzo de la guerra civil española. En 1929, Hitler aún no había llegado al poder y la amenaza a la democracia –aparte del comunismo triunfante en Rusia-- la representaba Mussolini, quien tenía en España a un buen discípulo, Primo de Rivera. No podía pensar al escribirla en la República española, pero cuando se estrenó parecía que hablaba de ella y por eso el protagonista lleva el uniforme del ejército republicano en la representación en Buenos Aires.

            Los personajes de la comedia del arte son utilizados por Leo Ferrero en Angélica para satirizar el fascismo y para tratar de explicar las razones de su aceptación por buena parte del pueblo italiano (la oposición se limitaba a un puñado de intelectuales). El procedimiento ya fue utilizado por Benavente en Los intereses creados y en La ciudad alegre y confiada, de argumento más universal la primera, más centrada en la política española de entonces la segunda.

            En Angélica aparecen Arlequín y Polichinela, junto a otros muchos personajes procedentes del teatro popular y de marionetas de las distintas regiones italianas, pero los protagonistas llevan los nombres de Orlando y Angélica, tomados del famoso poema de Ariosto que tuvo innumerables derivaciones.

            No solo hay sátira del fascismo en Angélica, también de la democracia populista que suele estar en su base y de ahí la modernidad de la obra, que admite lecturas contemporáneas y podría representarse hoy como si estuviera escrita pensando en el momento político actual.

            Los tres actos de Angélica se sitúan en las tres fases de todo episodio revolucionario: opresión, rebelión triunfante, vuelta de los mismos perros con distintos collares. El acierto de Leo Ferrero es entremezclar farsa y reflexión política. Y también darle la vuelta al personaje de Angélica, que de víctima se convierte en cómplice, como la mayoría complaciente que calla y otorga en cualquier dictadura.

            Los padres de Leo Ferrero, exiliados en Ginebra, tras su muerte trágica en Nuevo México (un conductor borracho chocó contra el coche en que viajaba), hicieron todo lo posible por publicar su obra inédita y porque no cayera en el olvido. Pero Guglielmo murió en 1942 y Gina en 1944. Desde entonces, su figura --representante de otra época, de una Europa que pronto saltaría en pedazos-- se ha ido desdibujando.

            “Los elegidos de los dioses mueren jóvenes”, dice el apotegma clásico. Y Leo fue elegido casi desde la cuna, como Gina Lombroso supo testimoniar en El despuntar de una vida. Pero la suya no es solo una conmovedora biografía que concluye en la tumba de Plainpalais, en la que están escritas unas palabras suyas que sintetizan su idea de una vida feliz: “Une femme que m’aime, un peu de musique, beaucoup de silence”. Este “drama satírico en tres actos”, que ahora se publica por primera vez en español, puede servir para reavivar el interés por Leo Ferrero y confirmar la valía de una obra “antes de tiempo y casi en flor cortada”, para decirlo con palabras de Garcilaso.

domingo, 10 de diciembre de 2023

Más Max

  

Max Aub
Diarios 1939-1972
Edición de Manuel Aznar Soler
Renacimiento. Sevilla, 2023.

Desde los años sesenta, Max Aub fue uno de los nombres míticos de la literatura del exilio. Era un escritor distinto –nacido en París, de padre alemán, el español su segunda lengua-- que unía al compromiso republicano un gusto experimentalista y mistificador heredado de la vanguardia. Volvió dos veces a España, en 1969 y en 1972, poco antes de su muerte, pero volvió, con pasaporte mexicano, para dejar constancia de lo que veía, sin ningún deseo de quedarse. El resultado de su primer viaje fue una de sus mejores obras, el diario La gallina ciega, un exasperado retrato del franquismo sociológico y de las frustraciones de la oposición interior.

            Esa entrega de su diario no se incluye en este bien ilustrado y monumental Diarios 1939-1972, al que Manuel Aznar Soler ha puesto un solvente prólogo y llenado de notas no siempre imprescindibles. Se incluyen, cambio, Enero en Cuba, que Max Aub publicó en 1969 y el diario de su estancia en Israel que quiso publicar y solo apareció póstumamente, pero sin separar con una portadilla del resto.

            Manuel Aznar Soler pretende hacer “una edición cargada de futuro” y resolver con sus notas “las dificultades de lectura que pueda tener hoy un estudiante universitario de veinte años”, como si se tratara de una lectura escolar. ¿Y de verdad cree que un estudiante universitario no sabe quién es Juan Carlos de Borbón o quién fue Carrero Blanco? ¿O Eva Braun? ¿O en qué año murió el Che Guevara? A pesar de esos excesos, se disculpa “por haber economizado ciertas notas”, ya que en otro caso su edición se hubiera convertido “en la historia de una anotación interminable”. Pero resulta muy fácil saber qué notas sobran: todas aquellas que resuelven dudas que el lector, tenga o no veinte años, sea o no universitario, puede aclarar tecleando unas palabras en el teléfono móvil, que es ese ordenador que todo el mundo tiene a la mano. “Las notas a pie de página son de lectura voluntaria” se disculpa el aplicado estudioso, lo cual es cierto, pero también que distraen al ser una llamada de atención que tendemos a suponer pertinente. Echamos en falta, sin embargo, ciertas aclaraciones. Un ejemplo: en la página 727 se nos indica en nota que Hiroshima, mon amour es una película de Alain Resnais, pero no se dice nada de la “carta de un comunista francés” que se reproduce a continuación; no sabemos si es una carta auténtica o un texto de ficción.

            Estos diarios de Max Aub, a ratos diario verdadero y a menudo cuaderno de ejercicios y de anotaciones varias, lo retratan de cuerpo entero. Aquí está su curiosidad inagotable, su afán de discutirlo todo, de pensar por cuenta propia, su cosmopolitismo intelectual, su afán viajero. Está también su susceptibilidad y vanidad. Nunca deja de anotar que esta persona o aquella otra a la que le presentan “nunca ha oído hablar de él”, “no sabe quién es”, “no le ha leído”. En 1971, tantos años después, tantas catástrofes después, relee un número de Hora de España, de 1937, y se entristece de nuevo al ver que en un artículo dedicado a “Nuestro teatro” no se le menciona.

A Guillermo de Torre se alude repetidas veces, y siempre despectivamente, a lo largo del diario. En la anotación dedicada a su muerte averiguamos por qué: “Murió el 14 de julio Guillermo de Torre en Buenos Aires, como es natural. Se salió con la suya: no escribir ‘el ensayo que me debía’, como me dijo. Tampoco me han dado ningún premio, ni me lo darán. ¿Voy a llorar por eso?”.

            A las continuas quejas por su marginación, se añade una homofobia que va creciendo con los años. Llega a extremos obsesivos. El 17 de abril de 1970 cena en casa de Buñuel. Se habla de la Residencia de Estudiantes y lo único que Aub cree de importancia para anotar en su diario es lo siguiente: “Confirmo que Orueta, según Méndez (contra Buñuel) era maricón”. Orueta, que fue director de Bellas Artes en el gobierno republicano, había muerto en 1939. ¡Y todavía le preocupaba a Aub saber cuál era su orientación sexual! El tal Méndez aclara cómo lo sabe: “Yo he vivió años en el cuarto de al lado. Se atraía a los jovencitos regalándoles latas de conserva”.

            Critica Aub en los diarios de Azaña su obsesión por los chismes y el continuo menosprecio de las personas. Parece que está hablando de los suyos propios. Cipriano Rivas Cherif es reiteradamente maltratados. A Francisco Giner de los Ríos le escucha contar en una cena, en la que se acusa a los diarios de Azaña “de faltar a la verdad”, que en 1945 o 1946 el general Saravia se jugó la vida yendo a buscar a Madrid, con cuatro colaboradores militares, a Rivas Cherif y cómo este se negó a seguirles. Y no quiso hacerlo –aclara no sabemos si Giner o Aub—“por no dejar de la mano el estreno y la dirección de la obra de un invertido amigo suyo”.

            ¿Alguien puede creerse que Saravia, que fue jefe del ejército de Levante, que en 1945 era ministro de Defensa del gobierno republicano en el exilio, iba a presentarse en Madrid acompañado de cuatro militares para sacar de España a un recién salido de presidio en libertad condicional? El minucioso anotador sí parece creérselo y lo único que anota al respecto es que “el invertido amigo suyo” podría ser Benavente, de quien Rivas Cherif representó dos obras en el otoño de 1946.

            Pero no solo hay resentida vanidad, obsesiva homofobia y poco piadosas observaciones contra este y aquel en estos diarios, por supuesto, pero conviene señalar unos aspectos que la mitificación habitual –o la acrítica crítica universitaria-- suele pasar por alto. Hay también espléndidos pasajes literarios. El cinematográfico flashback de su vida que encontramos en la anotación del 25 de mayo de 1951 o la “noticia de la muerte de mis perros”, que encontramos en la del 12 de noviembre de 1958, por citar dos ejemplos (los hay por docenas).

            Max Aub no pretende ser sublime sin interrupción. Escribe lo que ve y lo que le cuentan. De Arturo Barea: “dicen que su mujer le escribe los libros, en excelente inglés”. A Dámaso Alonso, de quien más de una vez subraya su cobardía, le hace confesar: “Yo no he sido el escritor que debiera haber sido por Franco. Me refugié en la lingüística románica, por si acaso. Era lo que menos podía comprometerme”. A Cela le dedica un aguafuerte preciso y cruel, como suelen ser todos sus retratos al minuto: “Dedica todas las horas posibles a su negocio que es la gloria, a la que ordeña a sus horas fijas, muy bien secundado por Rosario, su mujer. Sueña todas las noches con el premio Nobel”.

            Las tres entregas de su diario que Aub publicó o dejo listas para publicar están dedicadas a otros tantos viajes: Israel, Cuba, España. De diversos viajes europeos se ocupan otras de las más sugerentes páginas de este volumen, que entremezcla arbitrariedad con inteligencia, generosidad con mala intención, debates políticos –el comunismo, fue encarcelado acusado de serlo, es una de sus obsesiones—y apuntes líricos, menos afortunados cuando están en verso.

Un hermoso volumen –ejemplar la edición de Renacimiento-- para leer a trechos y espaciadamente, para curiosear y rebuscar maldades ayudado por el índice onomástico (léase, por ejemplo, lo que dice de las razones de la muerte de Lorca), para admirar y detestar a ese escritor inagotable que fue Max Aub.      

 

           

jueves, 7 de diciembre de 2023

Destreza y magia

 

Luis Alberto de Cuenca
El secreto del Mago
Visor. Madrid, 2023.

Algo de Cuaderno de vacaciones, para decirlo con el título de uno de sus recientes entregas, tienen los últimos libros de Luis Alberto de Cuenca. Abundan los ejercicios de estilo y no faltan las variaciones sobre citas o anécdotas que ya ha utilizado en sus artículos. Un ejemplo de esto último lo encontramos en el poema “Luna de Valle Inclán, luna de Shakespeare”. Esos “versos de Valle” que valen más “que el teatro completo de Voltaire” a los que se alude al comienzo del poema (y que solo se citarán parcialmente) aparecieron ya en el artículo “Cabalística luna de marfil”, publicado en 2019, conmemorando la llegada del hombre a la luna. Están tomados, según se nos indica, de La marquesa Rosalinda y dicen así: “Luna que de soñar dejas las huellas, /cabalística Luna de marfil, / tú escribes en lo azul moviendo estrellas: / Nihil”. Y termina con la misma cita de Shakespeare –tomada de la traducción de Astrana Marín, se nos indica--, pero ahora adaptada al ritmo del endecasílabo.

            Cuaderno de ejercicios, sí, a ratos un tanto rutinarios, sobre temas ya bien conocidos de los fieles lectores del autor: el “Madrid fantástico” que esconde “seres lovecrafianos de nombre impronunciable” y “exóticos palacios debajo de los parkings”; los sueños (“Soñé con una tribu en la que eran felices / todos sus componentes día y noche”); los recuerdos de infancia ; los ejercicios de erudición, a veces un tanto fantasiosa, como ese grafitti de Aristónico (para el autor, “graffito”), un epigrama en perfectos hexámetros, supuesta e inverosímilmente escrito “con mano temblorosa” en la pierna de uno de los colosos de Memnón.

Grato y menor este El secreto del Mago, pensamos, y sonreímos con alguna que otra humorada: “Habla la amante del poeta” (“Ya que te marchas, / llévate en tus alforjas / a mi marido”) o “La cura del faraón”, con un comienzo que recuerda a las letras de alguna zarzuela más o menos sicalíptica o los poemas droláticos del Madrid cómico o del Blanco y Negro: “A un faraón que se encontraba mal, / presa de angustias varias, / cansado de vivir y melancólico, / sometido a un insomnio recurrente, / todo ojeras y pinta de cadáver, / le aconsejó su médico / dar paseos en barca por el Nilo…”. Solo echamos en falta la entonces imprescindible rima consonante.

            Pero de pronto los ejercicios de estilo dejan de serlo y nos encontramos con algo más que la consabida destreza y los temas habituales. Dos de los tres sonetos del libro pueden incluirse entre las grandes elegías de la lengua española. No pretenden emular las “Coplas a la muerte de su padre” o el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”  (como sí parece querer hacer Vicente Gallego en su desafortunada –ya desde el título-- elegía a Francisco Brines, Ni la sal ni el aceite han de faltarme), ni tampoco la desaforada expresión de la “Elegía a Ramón Sijé”, de Miguel Hernández, con la que guardan más similitudes temática.. Muestran mayor proximidad a los precisos epitafios de Manuel Machado: “Te has ido, compañero, hermano, amigo, / a la región de la tiniebla eterna, / sin dejarme otra cosa que tu ausencia”. A la muerte del mismo amigo, José Luis Chousa, le dedica igualmente la primera de las varias oraciones que incluye el libro (“Últimamente estoy rezando mucho”, comienza), pero ahora el tono es muy distinto con eutrapelias para evitar el patetismo: “Lo importante es saber / que hay un tipo con barbas allá arriba / que, en compañía de un joven muy guapo / con estigmas en las extremidades / y de un espectro en forma de paloma, / recibe tus mensajes”. Los sonetos están escritos con una transparencia emocional que parece –solo parece: hay un eco de Borges en el dístico final-- dejar fuera cualquier retórica: “Somos amigos desde la prehistoria. / Seguimos siendo amigos hoy. Mañana / lo seguiremos siendo en el infierno / o en el cielo, en la nada o en la gloria. / Deja que me refugie en esta vana / sensación de creer que hay algo eterno”.

            También, como los epitafios, se acerca a Manuel Machado la sección titulada “Por soleares”. En ella, Luis Alberto de Cuenca, sin dejar de ser el poeta culturalista que es (incluye una cita no se sabe muy bien en qué lengua), emula con garbo y buen humor la poesía popular o se glosa a sí mismo como en las “Soleares de tus manos en el cine”: “Tener tu mano en la mía / mientas Wayne desenfundaba / fue lo mejor de mi vida”. Al final, no puede evitar una broma sobre polémicas contemporáneas: “Ahora, en estos nuevos tiempos, / no se dan besos de cine / sin consentimiento previo”. Se agradece que deje las referencias políticas para los artículos de prensa (en “Cabalística luna de marfil”, junto a otras varias consideraciones que quedan fuera del poema, califica a Rousseau de “prefascista”).

            Con un “Elogio del ilusionismo” comienza un libro en el que Luis Alberto de Cuenca demuestra, como los ilusionistas que le fascinaron en la infancia, y que siguen fascinándole a pesar de que haya descubierto muchos trucos, “su genio, su destreza, su magia inigualable”. Lo mismo nos ocurre a nosotros, los lectores.