jueves, 26 de agosto de 2021

Con diez cañones por banda

  

Editor para toda la vida
Conversaciones con Juan Cruz Ruiz
Mario Muchnik
Trama Editorial. Madrid, 2021.

La mejor literatura es la conversación escrita, se ha dicho. ¿Qué son los ensayos de Montaigne sino una larga conversación con el lector? Una conversación escrita por el que habla o por el oyente, que hace de intermediario para los lectores.

            Escuchar al que tiene algo que contar es el origen de buena parte de la literatura y también del periodismo. El periodista es alguien que hace preguntas, las preguntas pertinentes a la gente adecuada.

            El libro de Mario Muchnik Editor para toda la vida lleva el subtítulo de “Conversaciones con Juan Cruz Ruiz”. El primero es uno de los pocos editores a la antigua usanza –la de los Gallimard y los Einaudi y los Barral-- que quedan todavía vivos; el otro, un hombre para todo en el grupo Prisa, un maestro en el arte de la entrevista. La conjunción de ambos, sin embargo, resulta frustrante. No parece difícil averiguar por qué.

            Desde Juan Belmonte, matador de toros, de Chaves Nogales, hasta el reciente Hecho y dicho, conversaciones con José Manuel Feito transcritas por Saúl Fernández, abundan los libros en que “desde la última vuelta del camino” un personaje destacado cuenta su vida a un periodista, que a veces, como en los dos libros anteriores, juega a desaparecer del escenario para que escuchemos solo las palabras del protagonista.

            Juan Cruz, por el contrario, está muy presente en este libro. No se limita a preguntar. Sus intervenciones son a veces más extensas que las del entrevistado. Un ejemplo: “Para una serie que estoy escribiendo encontré Por qué leer a los clásicos, de Italo Calvino, Cómo leer y por qué, y tu edición del diálogo de Primo Levi con Ferdinando Camon, que termina cuando Camon dice: ‘Auschwitz es la prueba de la no existencia de Dios’. Camon continúa: ‘No encuenro una solución al dilema, la busco pero no la encuentro’. Otro libro, Escribir en la oscuridad,  de David Grossman, narra cómo fue el Holocausto, sabiendo él como fue. Me parece que una conversación contigo no puede excluir esa persecución de los judíos. ¿Cómo te afectó, como la fuiste conociendo y cómo viviste ese conocimiento del horror?”

La respuesta de Mario Muchnik es la siguiente, quizá irónica: “Tus preguntas son siempre tan agudas y tan percutantes…”. Pero Juan Cruz no ve ninguna ironía y responde: “No me halagues, que me matan”. Ante otra pregunta, Muchnik exclama: “¡Qué secretario tan sabihondo tengo!”

            El problema de este libro es que el entrevistado ya ha escrito varias obras autobiográficos: Lo peor no son los autores (Autobiografía editorial). Banco de pruebas (Memorias de trabajo), Oficio editor, A propósito (Del recuerdo a la memoria), El otro día (Una infancia en Buenos Aires). Todo lo que ahora dice ya lo había dicho antes, y mejor. Y además en buena medida lo repite en los artículos que se recogen en la sección final del libro titulada precisamente “Mario, en sus palabras”.

            Alguna anécdota, como la de Ernesto Sabato deprimiéndose porque en una conversación que dura ya más de media hora aún no se ha hablado de él, se cuenta incluso en Egos revueltos, las memorias de Juan Cruz sobre su vida literaria.

            Fue Ortega quien afirmó que el mal novelista repite una y otra vez lo inteligente o lo gracioso que es un personaje sin que nos dé muestras de esa inteligencia o de esa gracia. Juan Cruz insiste desde el prólogo hasta la última línea en lo excepcional de la figura de Mario Muchnik como editor y como persona, pero si le conociéramos solo por este libro deberíamos aceptar esas afirmaciones como un acto de fe.

            Veamos lo que dice de Jaime Gil de Biedma: “Era capaz de hacer un poema como le había dicho Chejov a su editor una vez: ‘Mire, yo escribo lo que usted me diga. ¿Quiere que le escriba una historia sobre este cenicero? Yo se la escribo y usted va a llorar’. Hizo la prueba y el editor lloró. Jaime era uno de estos tipos. Sabía hacer un poema con nada, le bastaba con que un coche doblara la esquina y tocara un claxon… Eso ya le daba materia para un poema”.

            ¿Seguro? ¿No confundirá Mario Muchnik a Gil de Biedma con José García Nieto, quien en una entrevista presumió de que, si a él le proponían como reto escribir un soneto sobre los gemelos de una camisa, a los quince minutos ya estaba hecho.

            Pero más estupenda aún es la respuesta de Juan Cruz: “¡Como Borges!”. Y lo que sigue, a cargo del entrevistado: “¡Claro, pero Jaime veía y Borges no! (‘Así cualquiera’, hubiera exclamado Borges, que tenía sentido del humor)”.

            No extrañan esas afirmaciones en quien declara, y no parece falsa modestia: “No tengo ninguna cultura de literatura en español”. Quizá por eso, cuando el entrevistador le pregunta si no tiene “algún verso o poema con el que le gustaría terminar este libro”, recurre al “Con diez cañones por banda”, etcétera, de Espronceda.

            Editor para toda la vida es un libro alargado, engordado, con anécdotas sobre Canetti, Cortázar, Calvino, Barral y otros escritores, muchas de ellas contadas mejor en otra parte, y en el que toda la sabiduría del editor parece que se reduce a la habilidad para corregir erratas.

El entusiasmo del entrevistador, acentúa la inanidad del conjunto. Así termina el prólogo: “Si yo no hubiera estado en medio de esta conversación, agitándola, la hubiera querido leer. Una regla de oro para publicar un libro es querer leerlo. Eso es lo que me ha pasado (me sigue pasando) con este que estoy proponiendo a la lectura de aquellos que quieran comprobar, como agua fresca, cuánta sangre editorial corre por las venas de este muchacho que cumplió 89 mientras hablábamos. Ríanse con él, que el devuelve la risa como quien da la mano a un nuevo amigo que se encontrara en la barra de un bar o en cualquiera de los paseos de las ciudades o de las miradas que retrató”. Literatura, solo literatura, en el mal sentido de la palabra, o publicidad engañosa..

lunes, 16 de agosto de 2021

La poesía que se vende

 

Una mujer en la garganta
Marwán
Planeta. Barcelona, 2021.

La redes sociales han propiciado un auge de la poesía –de cierta poesía-- que no ha contentado a todos. Ha creado una nueva clase de poetas, al margen de los escalafones habituales, que tras conquistar miles o cientos de miles de seguidores en Internet imprimen sus versos en libros que se convierten en insólitos best-seller.

            Los poetas tradicionales, llamémosles así, los miran por encima del hombro y los descalifican en conjunto tratándoles de “poetas de Twiter”, “okupas de la casa de la poesía” (Abelardo Linares) o indicando que lo que escriben no es poesía, sino parapoesía (Luis Alberto de Cuenca, Álvaro Valverde).

            Pero los juicios de valor no pueden ser colectivos. Y vender mucho o vender poco no tiene que ver con la calidad del poema, sino con otras razones, como el renombre del poeta, que en muchos casos obedece a razones extraliterarias.

            Un poeta que vende mucho –es el caso de Marwán-- no debería ser descalificado por la crítica, o los lectores exquisitos, solo por ese hecho. Merece ser leído con la misma atención y el mismo respeto que cualquier otro autor. En su más reciente libro, Una mujer en la garganta, decide presentar batalla a sus detractores y les lanza varias vibrantes andanadas. La más extensa de ellas, “Veo saltar poetas por los aires”, no deja de tener su gracia y demuestra que la indignación –o la vanidad herida-- es una buena musa. A ratos nos recuerda a ciertos pasajes del Canto general donde Neruda arremetía contra “los Dámasos, los Gerardos, los hijos / de perra, silenciosos cómplices del verdugo”.

“¿Qué sois?. ¿los fascistas de la palabra?, / ¿los ayatolás de la poesía? / ¿Qué sois?, ¿las patrullas de extranjería? / ¿Qué hacéis tratando de imponer / tasas aéreas a los aviones de los niños?”, les pregunta retóricamente Marwán a sus detractores. Y continúa: “Yo os conozco, poetas burocracia, / con vuestra cara de premio internacional / y de Certamen de Astorga”.

            Quizá tenga razón Marwan al quejarse de maltrato o menosprecio por parte de algunos poetas que no se han tomado la molestia de leerle; no la tiene al defender la “nueva poesía” que él representa frente a la oficial, “Mis versos son pan para la gente”, “Yo quiero mancharle la cara a la poesía”, “Es irrelevante si no os gustan / los vaqueros con que visto mis poemas” afirma, coincidiendo en esas intenciones –no en los resultados-- con poetas como Gabriel Celaya, Ángel González o el Luis García Montero de la musa vestida con vaqueros.

            Formalmente, tres tipos de poemas encontramos en Una mujer en la garganta. Abundan los poemas rimados, que no desdeñan el ripio, en la estela de Joaquín Sabina, “el fiel notario de la madrugada”, a quien se homenajea en uno de ellos. Varios son sonetos y los demás pueden considerarse como peculiares sonetos alargados: una serie de serventesios que concluyen con dos tercetos.

            Hay también poemas en un verso libre próximo a la prosa (también algún poema en prosa), los más directamente confesionales: “Cuando en aquel famoso periódico nacional  / me preguntaron si me sentía más orgulloso / de mi gran número de seguidores,  / de los likes que suelo recibir / o de mis éxitos de ventas, / todas esas cosas que valoran / los Templarios de la Victoria / que miden los triunfos con guarismos, / solo puedo pensar en una cifra / que me resultara verdaderamente emocionante: / el número de escalones que construí desde mis quince, / para acabar saliendo por mí mismo / del agujero en el que había tenido lugar / todo mi pasado”.

            La tercera línea –la de los poemas eróticos-- incurre en la reiteración metafórica, la hipérbole y el énfasis. Un ejemplo: “Yo no me acerqué a ella para salir ileso, sino por su carga explosiva. Me acerqué ella por su amplio desnivel, por su lija y su avistamiento de pájaros, por su afán de precipicio, para vivirla, como un monoteísta. Fui hasta allí por su exceso de peralte, por el Vesubio de su bolso, para sacar mi pasado de sus hangares, por su Ícaro y su bazoka”. ¿Por el Vesubio de su bolso?, nos preguntamos. Pero mejor no preguntarse nada y dejarse llevar –con música entra mejor-- por la catarata verbal.

            Los poemas aparecen entremezclados con aforismos, que unas veces aciertan (“Ser fiel a uno mismo conlleva traicionar a todos los que te querían cuando no eras del todo tú”) y otras incurren en el banal retrueque: “Tanta gente con talento sin contactos. / Tanta gente con contactos sin talento”. Pero eso parece consustancial al género.

            Abundan en el libro las citas de otros autores –Emily Dickinson, Baudelaire, D’Annunzio, Louise Madeira y así hasta medio centenar-- que nos llevarían a considerar a Marwán como un gran lector si no fuera porque todas ellas, o la mayoría (quizá no la de Duende Josele) están tomadas de los repertorios de citas de Internet y han sido muy reiteradas en Twiter o Facebook. Como nunca se indica el traductor ni la procedencia, es posible que entre ellas se haya colado alguna apócrifa.

            No limita sus temas Marwán a la exaltación del “loco amor”, el amor fuera de la rutina, y a la defensa de su manera de entender la poesía. También trata tema de interés social. En “Árboles y hombres” distingue entre los patriotas, que “no suelen causar mayor daño”, y los nacionalistas, “que, por desgracia, acaban estrangulando al prójimo con sus raíces”. ¿De verdad cree que el Partido Nacionalista Vasco se dedica a estrangular al prójimo mientras que la izquierda abertzale, esto es, “patriótica” no causa mayor daño? Se enreda Marwán con las palabras y no afina mucho en los conceptos.

En “Covid-19” considera que esa pandemia ha sido la guerra que han tenido que pasar los jóvenes a los que, a partir de ahora, ya no se les podrá acusar de haber sido una generación “nacida sobre sábanas de seda”, que “no ha tenido que luchar por nada”, etc. Dejemos de lado que, si esa pandemia (o su descerebrada gestión) fue una guerra, afectó a toda la población y no especialmente a los jóvenes. Olvida Marwán que fue la crisis de una década antes la que frustró el futuro de los jóvenes, la que les obligó a depender económicamente más tiempo de sus progenitores. Pero no le pidamos sutilezas conceptuales a este poeta. “Mujer blanca, mujer negra” quiere ser una sutil denuncia del racismo. Una mujer negra, su cuidadora,. abanica a una anciana mujer blanca en una sala de hospital. “No sé si está bien o mal. Creo que está bien”, anota el poeta. Y añade: “Pero una es blanca y es abanicada y la otra es negra y abanica, y no puedo evitar ver esto mismo que tú estás viendo en esa imagen, no puedo impedir que se agolpen esas preguntas en mi boca, esas mismas preguntas que, sin necesidad de transcribirlas aquí, tú también estás leyendo”. Pero habitualmente, en España al menos, las cuidadoras de las mujeres blancas son mujeres blancas, que alguna vez desempeñe ese trabajo alguna que es negra, ¿supone un caso de racismo?

            No es precisamente sutil Marwán en su crítica social o costumbrista. “Tinder” titula un soneto y el primer cuarteto dice así: “En Tinder veo carne a muy buen precio. / lo lógico, encontrarla en mal estado. / ¿Poner reclamación? No seas necio. / ¿Quién coño encuentra amor en un mercado?”. Pero Tinder, por lo que yo sé, es una App de citas, no un club de carretera; quien solo busca sexo a cambio de dinero conoce otros lugares donde encontrarlo. “Ya sabes, no te acabarás casando, / pero hallarás alivio a tus tensiones”, concluye su soneto. ¿No te acabarás casando? ¿Seguro? Hay ejemplos de lo contrario.

            Ciertas letras solo con música entran. Sin música, es difícil leer los textos de Marwán y no tropezar a cada paso. “Las fases del duelo” comienza enumerando las cinco fases del duelo que señalan los psicólogos. Y continúa: “Así es para todas las personas, /excepto para los poetas. / Pregúntale a cualquiera de ellos. / Para ellos el duelo no es una fase, / es una manera de estar vivos”. Pero para nadie el duelo es una fase, sino cinco, que él mismo acaba de enumerar.

            Apenas hay poema sin ejemplo de descosidos. “A mí que solo quería el Nesquik de la victoria”, leemos en “El hocico de la poesía”. ¿Y que victoria es esa que se premia con un Nesquik o quizá un Colacao? Joaquín Sabina en cada verso “le hace un selfie a España”. Se hará un selfie “con”, pero no “a”.

            “Discípulo de Ícaro”, uno de los textos de los que el autor se siente más orgulloso –lo repite en la solapa--, comienza con estos versos: “El día que hayan de enterrarme / sean bondadosos / y al esculpir mi lápida / no me encierren en una sola frase”. Pide que hagamos un esfuerzo, que inscribamos la larga retahíla que vine a continuación y que no cabe en ninguna lápida. A Ícaro, por cierto, en otro poema parece confundirlo con Edipo: “Yo soy Ícaro y he venido a matar al padre”.

            Incluso en los mejores poemas del libro –sonetos como “Mi problema”, “Confesiones a mi pasado”, “El artista”-- encontramos la habitual complacencia y ausencia de autocrítica: “Mi vida es solo un coche estropeado / parado en el arcén de una autopista, / un ojo que se atasca en el pasado, / un libro que no encuentra novelista”. Quiere decir que no encuentra autor --¿qué novelista necesita un libro de poemas?--, pero entonces no rimaría con “autopista”.

            “Todo necio / confunde valor y precio”, afirmaba Machado. Tampoco conviene confundir fama con prestigio. Si Lionel Messi publicara un libro de poemas, aunque fuera peor que el de Marwán (que no es en absoluto desdeñable, solo manifiestamente mejorable), acapararía portadas, telediarios y suplementos culturales y se formarían colas kilométricas para conseguir su firma. Pero no por eso tendría prestigio literario alguno, un prestigio que sí tienen poetas como Miguel d’Ors o Eloy Sánchez Rosillo, sin ninguna fama mediática ni predicamento (que yo sepa) entre las quinceañeras.

           

           

           

jueves, 12 de agosto de 2021

El imposible adiós

 

Variaciones sobre un tema dado
Ana Blandiana
Traducción de Viorica Patea y Natalia Carbajosa
Visor. Madrid, 2021.

Los temas poéticos suelen ser los menos propicios para la poesía; con los temas de fácil contagio emocional es difícil conseguir la emoción poética. Variaciones sobre un tema dado, de Ana Blandiana, una de las más prestigiosas poetas rumanas contemporáneas, es una elegía a la muerte de su marido. Comenzamos por ello a leer el libro con la mayor de las prevenciones. Se desvanecen, sin embargo, a las pocas líneas. Ana Blandiana, como las protagonistas de tantas leyendas románticas, se niega a aceptar la verdad. Pero su “locura de amor” no tiene nada que ver con la de Juana de Castilla o las heroínas del melodrama. Tampoco sus referencias literarias son las que esperaríamos, En el primer poema se alude a Wells y a su novela El hombre invisible; dos o tres poemas más allá, a Diez negritos de Agatha Christie. Ana Blandiana no parece hacer literatura; simplemente escribe como habla, como hablaría con el marido ausente. Hay unas pocas excepciones –un soneto, algunos poemas rimados de arte menor-- que disuenan del conjunto. Disuenan, al menos, en la traducción.

            Contra lo que quiere el tópico, algunos poemas se dejan fácilmente traducir –la mayoría de los de este libro-- mientras que otros solo se pueden traducir si son recreados por un poeta, algo que no parecen ser ni Viorica Patea ni Natalia Carbajosa  (tampoco su colaboradora, María Jesús Mancho, quien, según se indica en la nota final, “ha enriquecido la calidad de estos versos”). Los primeros no dependen, o dependen poco, del artificio verbal, descubren aspectos inéditos de la realidad que siguen siendo verdad en cualquier lengua.

            El poema inicial de Variaciones sobre un tema dado nos presenta al difunto en el ataúd. Pero, en una inesperada versión de la dicotomía cuerpo y alma, el cuerpo se convierte en un viejo traje: “Estaba ahí tirado, arrugado, / ajado de tanto llevarlo puesto, desgastado, / sin nada que ver contigo”. No se ve al amante porque “como en la novela de Wells, / solo el traje te hacía visible”.

            La mayoría de los poemas están escritos en un verso que no se distingue mucho de la prosa (al menos en la traducción) o directamente en prosa: “Últimamente mi vida se asemeja a una novela de Agatha Christie. / Todo aparentaba desarrollarse con normalidad cuando, de repente, desapareciste misteriosamente. / Después, de vez en cuando, a intervalos cada vez más cortos, alguien desaparecía, y tuvieron que desaparecer otros dos, luego tres, para que todo me pareciera sospechoso y cundiera el pánico. / No pasa una semana sin que desaparezca alguien y todos fingimos no darnos cuenta, cada uno de nosotros temerosos de advertir la desaparición de sí mismo. / Tú fuiste el primero. / O, tal vez, la novela comenzó antes de la misma manera y yo empecé a leerla solo a partir de ti”.

            Ana Blandiana, nacida en 1942, fue una de las más activas opositoras al régimen dictatorial de su país y por eso se la impidió publicar a lo largo de diversos períodos. Alguno de los pasajes de esta elegía amorosa recuerda aquellos tiempos: “Si hubiera micrófonos en casa como antes, seguramente los vigilantes me tomarían por loca mientras me graban hablando contigo sobre toda clase de cosas, pidiéndote consejo, contándote las noticias del día, diciéndote te amo , así, en presente, y buenas noches antes de apagar la luz. / O si algunos de ellos fueran nuevos en su puesto y no supieran que te has ido, el hecho de que no me contestes les parecería sospechoso y supondrían que las pausas de la conversación corresponden a señales indescifrables para ellos”.

            De algunos autores –pensemos en Gabriel Miró, en Pérez Ayala, en Valle-Inclán-- se dice que tienen “calidad de página”, al contrario que otros como Baroja; lo mismo se podría decir de los poetas: unos tienen “calidad de verso” –pensemos en Góngora o en Blas de Otero--  mientras que de otros apenas si recordamos una expresión llamativamente memorable, aunque no por eso su poesía nos impacte menos (a veces es todo lo contrario). Ana Blandiana –si hemos de juzgar por este libro-- pertenece al segundo grupo, al menos en la parte de su obra que mejor resiste la traducción.

jueves, 5 de agosto de 2021

Los vivos y los muertos

  

Alguien camina sobre tu tumba
Mariana Enríquez
Anagrama. Barcelona, 2021.

Desde el romanticismo, las visitas a los cementerios son un clásico de la literatura. Muchos de ellos, perdido su componente morboso, se han convertido en una atracción turística más, son un recordatorio de los personajes ilustres en ellos enterrados. ¿C-omo ir a París y no pasar por el Père-Lachaise o el de Montmartre? Mariana Enríquez, que gusta de lo lúgubre y de lo gótico, muestra su preferencia por los cementerios menos conocidos, de muchos de los cuales el lector no habrá ni oído hablar.

            Le interesan los muertos y le interesan los vivos. “Un bar en Broome” es un perfecto ejemplo de crónica viajera, en este caso a la Australia profunda, donde la visita a un cementerio es poco más que un pretexto. Mariana Enríquez se nos presenta como una cronista excepcional que sabe hacer presente a quienes se encuentra en su deambular con cuatro trazos, sabe sabiamente entremezclar autobiografía –o auto-ficción--y rememoración histórica.  A la tragedia de los aborígenes australianos en Rottnest Island, se añade la de los nativos que ocupaban el extremo sur del continente americano antes de que fuera colonizado, entre otros, por José Menéndez, conocido como “el rey de la Patagonia”. Su historia –y otras muchas entrelazadas-- se nos cuentan en el capítulo dedicado al cementerio municipal de Sara Braun, en Punta Arenas, que lleve el título, muy disputado, de “El cementerio más hermoso del mundo”, Los cambios en la sensibilidad histórica han hecho que José Menéndez –nacido en Miranda de Avilés, benefactor, como buen indiano, de su lugar natal—haya pasado de benemérito prócer a ser tenido un genocida. Mariana Enríquez explica la razón: “Al alambrar tremendos territorios con sus ovejas dentro, condenaros a los indígenas a no tener acceso a su alimento original, el guanaco, que ya no podían cazar porque los animales huyeron hacia el interior y hacia las montañas, donde no podían alcanzarlos. Por lógica, cazaban ovejas, a las que consideraban ‘guanaco blanco’. Pero si los atrapaban, o bien los fusilaban o los mandaban a las misiones de los sacerdotes salesianos donde, encerrados, se contagiaban de sarampión, tuberculosis o cualquier otra enfermedad para lo que no tenían defensa inmune”. También había cazadores que recibían de los hacendados “una libra por oreja de indígena”.

            Las historias reales relacionadas con los cementerios, y que Mariana Enríquez nos cuenta con eficaz prosa periodística, suelen ser mucho más impactantes que las leyendas urbanas asociadas a ellos, que también se nos refieren sin ahorrarnos detalle macabro.

            El capítulo inicial, “La muerte y la doncella”, tiene un carácter distinto a los demás y puede funcionar como un relato independiente. Habla de un cementerio apellidado “monumental” y con razón famoso, el de Staglieno en Génova. Es una cumbre del arte funerario del siglo XIX y Mariana Enríquez nos describe los más destacados panteones, sin olvidar el de aquella vendedora de castañas y dulces que se pasó toda la vida ahorrando para tener al final una tumba que destacara entre las otras. Nos muestra también su fascinación por el Ángel de Monteverde –obra realizada por Giulio Monteverde en 1882 y no en 1917, como indica Mariana--, quizá la escultura funeraria que más réplicas ha tenido en todo el mundo. Pero lo que más nos interesa de ese capítulo es la historia de amor fou que en él se nos narra, del encuentro sexual entre las tumbas.

            Hay visitas a cementerios que sirven como pretexto para retratar a una ciudad. Es lo que ocurre en “Rosas de cristal” con La Habana o en “La niña ausente” con Savanna, esa ciudad que debe su fama a un libro, Medianoche en el jardín del bien y del mal de John Berent, y a la adaptación cinematográfica de Clint Eastwood.

            No podían faltar –la autora es argentina-- ni un paseo por La Recoleta, “Con toda la muerte al aire”, ni una referencia a los muertos sin tumba de la dictadura, “La aparición de Marta Angélica”. En el primero, además de otras muchas curiosas andanzas de cadáveres ilustres, se nos refiere las inverosímiles peripecias del cuerpo embalsamado de Eva Perón, puro realismo mágico.

            Latinoamérica protagoniza gran parte de estas páginas, pero no menos memorables –y poco convencionales-- son las dedicadas a uno de los cementerios menos conocidos de París, el de los Inocentes, las catacumbas en realidad donde se guardaron los huesos de un cementerio que durante más de un siglo llenó de pestilencia el centro de la ciudad.

            La visita al antiguo cementerio judío de Praga le sirve a la autora para, siguiendo el tópico que no puede faltar en ningún libro de viajes, abominar de los turistas. No se encuentra con muchos en las páginas de Alguien camina sobre tu tumba. Sus preferencias –y las de nosotros los lectores-- van hacia cementerios como el de Carhué, en la provincia de Buenos Aires, sumergido un tiempo  y luego emergido fantasmagórico de las aguas: ”Hay, por todas partes, estatuas desprendidas que no se sabe a qué tumba o mausoleo pertenecen: vírgenes sin cabeza, ángeles sin alas, Cristos sin manos. Los pasillos de los nichos están llenos de escombros, con ladrillos a la vista: no se puede pasar. Son signos de la demolición nocturna que se hizo desde lanchas. Algunas estatuas destrozadas deben haber estado sobre los mausoleos, alrededor de las cúpulas. Ahora están entre los escombros, machucadas”.

            Escenarios del fin del mundo, imperecederos testimonios de amor y horror, son los cementerios. Mariana Enríquez casi agota al lector en este viaje a algunos de los más famosos y por muchos de los más insólitos, pero ella no se agota y añade un epílogo con algunos de los que le gustaría ver antes de morir.