Alguien camina
sobre tu tumba
Mariana Enríquez
Anagrama. Barcelona,
2021.
Desde el romanticismo, las visitas a los cementerios son un
clásico de la literatura. Muchos de ellos, perdido su componente morboso, se
han convertido en una atracción turística más, son un recordatorio de los
personajes ilustres en ellos enterrados. ¿C-omo ir a París y no pasar por el
Père-Lachaise o el de Montmartre? Mariana Enríquez, que gusta de lo lúgubre y
de lo gótico, muestra su preferencia por los cementerios menos conocidos, de
muchos de los cuales el lector no habrá ni oído hablar.
Le
interesan los muertos y le interesan los vivos. “Un bar en Broome” es un
perfecto ejemplo de crónica viajera, en este caso a la Australia profunda,
donde la visita a un cementerio es poco más que un pretexto. Mariana Enríquez
se nos presenta como una cronista excepcional que sabe hacer presente a quienes
se encuentra en su deambular con cuatro trazos, sabe sabiamente entremezclar
autobiografía –o auto-ficción--y rememoración histórica. A la tragedia de los aborígenes australianos
en Rottnest Island, se añade la de los nativos que ocupaban el extremo sur del
continente americano antes de que fuera colonizado, entre otros, por José
Menéndez, conocido como “el rey de la Patagonia”. Su historia –y otras muchas
entrelazadas-- se nos cuentan en el capítulo dedicado al cementerio municipal
de Sara Braun, en Punta Arenas, que lleve el título, muy disputado, de “El
cementerio más hermoso del mundo”, Los cambios en la sensibilidad histórica han
hecho que José Menéndez –nacido en Miranda de Avilés, benefactor, como buen
indiano, de su lugar natal—haya pasado de benemérito prócer a ser tenido un
genocida. Mariana Enríquez explica la razón: “Al alambrar tremendos territorios
con sus ovejas dentro, condenaros a los indígenas a no tener acceso a su
alimento original, el guanaco, que ya no podían cazar porque los animales
huyeron hacia el interior y hacia las montañas, donde no podían alcanzarlos.
Por lógica, cazaban ovejas, a las que consideraban ‘guanaco blanco’. Pero si
los atrapaban, o bien los fusilaban o los mandaban a las misiones de los
sacerdotes salesianos donde, encerrados, se contagiaban de sarampión,
tuberculosis o cualquier otra enfermedad para lo que no tenían defensa inmune”.
También había cazadores que recibían de los hacendados “una libra por oreja de
indígena”.
Las
historias reales relacionadas con los cementerios, y que Mariana Enríquez nos
cuenta con eficaz prosa periodística, suelen ser mucho más impactantes que las
leyendas urbanas asociadas a ellos, que también se nos refieren sin ahorrarnos
detalle macabro.
El capítulo
inicial, “La muerte y la doncella”, tiene un carácter distinto a los demás y
puede funcionar como un relato independiente. Habla de un cementerio apellidado
“monumental” y con razón famoso, el de Staglieno en Génova. Es una cumbre del
arte funerario del siglo XIX y Mariana Enríquez nos describe los más destacados
panteones, sin olvidar el de aquella vendedora de castañas y dulces que se pasó
toda la vida ahorrando para tener al final una tumba que destacara entre las
otras. Nos muestra también su fascinación por el Ángel de Monteverde –obra
realizada por Giulio Monteverde en 1882 y no en 1917, como indica Mariana--,
quizá la escultura funeraria que más réplicas ha tenido en todo el mundo. Pero
lo que más nos interesa de ese capítulo es la historia de amor fou que
en él se nos narra, del encuentro sexual entre las tumbas.
Hay visitas
a cementerios que sirven como pretexto para retratar a una ciudad. Es lo que
ocurre en “Rosas de cristal” con La Habana o en “La niña ausente” con Savanna,
esa ciudad que debe su fama a un libro, Medianoche en el jardín del bien y
del mal de John Berent, y a la adaptación cinematográfica de Clint
Eastwood.
No podían
faltar –la autora es argentina-- ni un paseo por La Recoleta, “Con toda la
muerte al aire”, ni una referencia a los muertos sin tumba de la dictadura, “La
aparición de Marta Angélica”. En el primero, además de otras muchas curiosas
andanzas de cadáveres ilustres, se nos refiere las inverosímiles peripecias del
cuerpo embalsamado de Eva Perón, puro realismo mágico.
Latinoamérica
protagoniza gran parte de estas páginas, pero no menos memorables –y poco
convencionales-- son las dedicadas a uno de los cementerios menos conocidos de
París, el de los Inocentes, las catacumbas en realidad donde se guardaron los
huesos de un cementerio que durante más de un siglo llenó de pestilencia el
centro de la ciudad.
La visita
al antiguo cementerio judío de Praga le sirve a la autora para, siguiendo el
tópico que no puede faltar en ningún libro de viajes, abominar de los turistas.
No se encuentra con muchos en las páginas de Alguien camina sobre tu tumba.
Sus preferencias –y las de nosotros los lectores-- van hacia cementerios como
el de Carhué, en la provincia de Buenos Aires, sumergido un tiempo y luego emergido fantasmagórico de las aguas:
”Hay, por todas partes, estatuas desprendidas que no se sabe a qué tumba o
mausoleo pertenecen: vírgenes sin cabeza, ángeles sin alas, Cristos sin manos.
Los pasillos de los nichos están llenos de escombros, con ladrillos a la vista:
no se puede pasar. Son signos de la demolición nocturna que se hizo desde
lanchas. Algunas estatuas destrozadas deben haber estado sobre los mausoleos,
alrededor de las cúpulas. Ahora están entre los escombros, machucadas”.
Escenarios
del fin del mundo, imperecederos testimonios de amor y horror, son los
cementerios. Mariana Enríquez casi agota al lector en este viaje a algunos de
los más famosos y por muchos de los más insólitos, pero ella no se agota y
añade un epílogo con algunos de los que le gustaría ver antes de morir.
Estupenda reseña. De esta autora con inclinación por lo macabro son asimismo muy recomendables sus cuentos de horror, que revisan los viejos mitos de la noche con un estilo moderno, desenfadado y espeluznante.
ResponderEliminarMariana Enriquez cultiva una literatura de riesgo, como hay deportes así.
ResponderEliminarEs una gran reseña, que invita a leer
Uno tiene la impresión de que hay una gran herencia de Bioy Casares, del mismo Borges.
Pasear entre las tumbas sin caer en el tópico romántico tiene su mérito.
Gracias