Renacida. Diarios tempranos, 1947-1964
Mondadori, Barcelona, 2011
Edición de David Rieff
Susan Sontag, toda voluntad e inteligencia, había vencido más de una vez una enfermedad considerada mortal, y estaba convencida de que iba a vencer también el que sería el último envite; por eso no se preocupó de dejar instrucciones sobre sus escritos inéditos, especialmente el diario que había llevado regularmente desde su adolescencia. Parece seguro que no le habría gustado ver publicadas esas páginas, en las que tanta importancia tienen las intimidades sexuales. Pero no las destruyó, sino que las vendió a la Universidad de California en Los Ángeles y en el contrato no había ninguna cláusula que prohibiera su consulta a estudiosos o simples curiosos. Por eso su hijo ha decidido publicarlas antes de que sirvan de base a biografías más o menos escandalosas.
La sexualidad –el descubrimiento y la aceptación de su homosexualidad, sobre todo— está muy presente en este primer tomo del diario, que abarca desde los dieciséis años hasta que, ya bien cumplidos los treinta, publica su primera novela, El benefactor, pero no es lo más importante, aunque sí lo que más molestaría a su autora, que nunca quiso referirse en público a su orientación sexual.
La primera anotación enumera las cosas en las que cree: “que no hay un dios personal o vida después de la muerte”, “que lo más deseable en el mundo es la libertad de ser uno mismo, es decir, la honradez”.
Susan Sontag siempre fue fiel a sí misma, jamás flaqueó en el empeño de ser quien creía que debía ser. Desde muy joven hizo suyas las palabras de Plotino en las Eneadas: “Adéntrate en ti mismo y mira. Y si todavía no te encuentras hermoso, actúa como el creador de una estatua que debe hacerse hermosa: corta aquí, cincela allá, suaviza en otro lado, hace esta línea más ligera y la otra más pura, hasta que nace un rostro hermoso de su obra. Haz tú lo mismo: corta todo lo que es excesivo, endereza todo lo que está torcido, ilumina todo lo que está encapotado, trabaja para que todo se convierta en brillo de hermosura y nunca dejes de cincelar tu estatua hasta que dentro de ti surja luminoso el esplendor de la virtud que es semejante a los dioses, hasta que veas la bondad perfecta en el templo, sin mácula”.
Hizo suya esas palabras, pero ella buscaba menos la bondad que la inteligencia. “Mejor ser resuelta, obstinada, que cortés, complaciente, deferente con las preferencias de otra persona”, escribió. Fue dura con los demás, pero nunca tanto como consigo misma. En el prólogo, David Rieff escribe: “En este diario el arte es visto como una cuestión de vida o muerte, donde se da por supuesto que la ironía es un vicio, no una virtud, y en el que la seriedad es un bien superior”. Quien nunca se permitió mostrar ninguna flaqueza en su obra publicada, exhibe ahora sus dudas y vacilaciones, el esfuerzo que le costó llegar a ser quien es. A veces sentimos ganas de mirar hacia otro lado, confusos y algo molestos por el exceso de despeinada intimidad.
No todos los libros son para todos los lectores. Nadie debe acercarse a estos diarios si no es ya un buen conocedor de Susan Sontag, si no la admira o la detesta. Renacida es un libro, pero no es una obra literaria, sino una serie de anotaciones que muy a menudo solo tienen, si lo tienen, valor documental. El 9 de enero de 1950 apunta por ejemplo lo que debe releer (el Doctor Faustus) y lo que debe leer, obras de Antonia White, Aldous Huxley, Herbert Read y Henry James. El día anterior a cumplir 24 años (el 15 de enero del 57) nos encontramos con una serie de “deberes”: tener mejor postura, escribir a su madre tres veces por semana, comer menos, escribir dos horas al día como mínimo, nunca quejarse en público, enseñar a su hijo David a leer.
No abundan en exceso los fragmentos con valor por sí mismos. Algunas anotaciones tienen carácter aforístico: “Comprender el mundo es verlo alejado de los propios sentimientos”, “El coste de la libertad es la infelicidad”, “La bondad no es una virtud, ser bondadoso es tratar a los demás como inferiores”. En otros casos nos encontramos con apuntes viajeros. El 15 de abril del 58 resume dos semanas de viaje por España en compañía de su amante: “La corrida de Sevilla, el modo en que se me revolvieron las tripas cuando el primer toro cayó en la arena. El martes en Madrid, el modo en que las pinturas de El Bosco y la música flamenca bulleron toda la noche en mi cabeza… Los cascos de estilo nazi de los soldados que marchaban en alguna de las procesiones sevillanas”. No llevó su diario durante el viaje “porque sabía que Harriet llevaría el suyo, y me pareció muy grotesca la imagen de las dos compartiendo alguna habitación de hotel mientras escribíamos la una frente a la otra, elaborando nuestras identidades privadas, pintando nuestros infiernos privados”. Meses después, en julio, viajan a Grecia, y en el diario queda esta enumeración caótica: “Las regordetas reinas estadounidenses de Atenas, las polvorientas calles llenas de obras en construcción, los conjuntos de buzuki en los jardines de las tabernas por la noche, comer platos de yogur espeso y rodajas de tomate y pequeños guisantes verdes y beber vino resinoso, los enormes taxis Cadillac, los hombres de mediana edad paseando o sentados en el parque repasando sus cuentas de ámbar, los vendedores de maíz sentados en las esquinas con sus braseros, los marineros griegos con sus ajustados pantalones blancos y anchas fajas negras, las puestas de sol color de fresa tras las colinas de Atenas vistas desde la Acrópolis , los ancianos en las calles sentados junto a sus básculas que ofrecen pesarte por un dracma”.
Hay diarios que son una obra literaria más, que podemos leer sin conocer nada de su autor; otros solo nos interesan si nos interesa quien los ha escrito. Es el caso de Renacida, que nos permite asomarnos a la intimidad de una mujer que no podemos dejar de admirar, pero con la que simpatizar no resulta demasiado fácil.