viernes, 24 de mayo de 2019

Darío Jaramillo, humor y amor



Poesía selecta
Darío Jaramillo Agudelo
Lumen. Barcelona, 2019.

Hay dos maneras de acercarse a un poeta de larga trayectoria. Una es la del estudioso que analiza su trayectoria, determina etapas e influencias, trata de situarlo en la historia de la literatura; la otra, la del simple lector que gusta de la poesía y no le importan demasiado las clasificaciones ni los análisis escolares.
            Darío Jaramillo Agudelo –firma siempre con los dos apellidos, aunque el segundo resulte innecesario–, uno de los más renombrados poetas de Colombia, nacido en 1947, publica su primer libro, Historias, en 1974. Pero no conviene iniciar la lectura de esta Poesía selecta ni por los poemas de ese libro ni por los del siguiente, irónicamente titulado Tratado de retórica (1978). El Darío Jaramillo más personal, en lo bueno y en lo malo, comienza en 1986 con Poemas de amor.
            Prescinde en ese libro de juegos heteronímicos y de biografías imaginarias (volverá alguna vez) para escribir una poesía que parece solo un desahogo del corazón, tan simple en una primera lectura como la que hoy triunfa en las redes sociales: “Atolondrado y confuso, / demasiado lleno de ruidos, / sin centro ni reposo, / desconectado del otro lado de la piel, / aturdido por el interminable crujir de este corazón / –tierra cuarteada, ceniza gris en el pecho–, / así pasan estas noches de calor y duermevela, / estas noches en que no estoy contigo”.
            En la misma línea de variaciones sobre un tema de indudable atractivo popular se inscribe el libro Gatos, que bordea a cada paso el tópico, pero que lo elude con ingenio: “Los estados de la materia son cuatro: / líquido, sólido, gaseoso y gato. / El gato es un caso especial de la materia, / si bien caben las dudas: / ¿es materia esta voluptuosa contorsión?, / ¿no viene del cielo esta manera de dormir? / Y este silencio, ¿acaso no procede de un lugar sin tiempo? / Cuando el espíritu juega a ser materia, / entonces se convierte en gato”.
            Otro conjunto de variaciones sobre un tema, Liturgia de los bosques, se lo atribuye a Sebastián Uribe Riley, protagonista de su novela La voz interior, pero se trata de un capricho del autor que en nada afecta a estos poemas sobre árboles y plantas(hay también un “Bosque de olores” que evoca los de la casa de la infancia).
            Espléndidos resultan los Cuadernos de música, con sus piezas para piano y violonchelo: “Quiere cantar la cuerda. / No es solo la caricia de la nota en las maderas, / ni la resonancia entre la caja noble. / No es solo acústica: quien levitó lo sabe”.
            Pero la música no solo está en estos Cuadernos o en Cantar por cantar, otro conjunto temático. Resuena por todo el libro, como en el primer poema de El cuerpo y otra cosa (“Música de sábado por la tarde, canciones desajándose, sonidos de carbono catorce, piano fantasma resucitando en el silencio, / amnesia que cura una guitarra, espectros que regresan bailando, música que suena medio siglo más tarde”), en la primera de las “Cuatro elegía” (con el eco de las canciones de los Beatles) o en el conmovedor homenaje a Chavela Vargas.
            “Todo poema es de circunstancia”, decía Goethe y poemas de circunstancias y variaciones sobre un tema (el amor, la música, los gatos, los fantasmas), que a veces parecen simples ejercicios, son los más representativos poemas de Daría Jaramillo, aunque quizá no los más ambiciosos.
            Hacia el ingenio –no es un reproche– se deslizan los poemas de “Amores imposibles”, y no solo: “Todos los amores imposibles son eternos, / el tiempo no los toca / y no existen traiciones entre los amores imposibles”.
            Las mejores armas de Darío Jaramillo son el coloquialismo y el humor, que le sirven para evitar el énfasis y el engolamiento retórico. Buen ejemplo de ello lo constituye la serie “Conversaciones con Dios”, a la que se añaden algunos textos inéditos en esta recopilación.
            Como en “Historial de un libro” Luis Cernuda nos explicó la génesis de La realidad y el deseo, Darío Jaramillo ha reunido en Historia de una pasión (2006) tres lúcidos acercamientos a su manera de entender la poesía. Ahí habla también del atentado que cambiaría su vida: “Pasé casi una semana en cuidados intensivos, cuestión que en mi memoria quiere decir simplemente que me acosté en domingo y me desperté en jueves –¿o viernes?—y varios días después me amputaron el pie derecho debajo de la rodilla”. Le salvaron entonces “el humor y el amor”.
            El humor y el amor, y un continuo ejercicio de inteligencia, salvan a un poeta que no le teme al tema menor, a juguetear con el tópico, que en sus mejores mmentos procura seguir el consejo de don Quijote: “Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala”.

lunes, 13 de mayo de 2019

Días felices



Los felices días del verano
Fulco di Verdura.
Traducción de Txaro Santoro
Errata Naturae. Madrid, 2019.

Sicilia, además de una isla, es un género literario y las fascinantes memoria de infancia de Fulco di Verdura una de sus obras más representativas.
            Fulco Santostefano della Cerda, duque de Verdura, conoció desde muy joven la celebridad, pero no como escritor, sino como diseñador de joyas. En los años veinte, trabajó en París con Cocó Chanel, luego en Hollywood y, a partir de 1939, abrió una joyería en Nueva York, muy cerca de Tiffany, en la Quinta Avenida. No hay figura emblemática del siglo XX –de Katherine Hepburn a Diana de Gales– que no aparezca luciendo algunas de sus joyas coloristas, llamativas, inspiradas en motivos heráldicos o marinos, con ecos del barroco siciliano.
            Faltaba poco más de un año para su muerte –murió en 1978, cumplidos los ochenta años– cuando Fulco di Verdura publicó su primer libro y, al contrario que su primo Giusppe Tomasi di Lampedusa, no guardaba ningún otro inédito. Con su famoso primo, no tuvo apenas relación, salvo cuando ambos eran niños. Lo recuerda “grueso, taciturno, de ojos grandes y tristes”, enfermando con facilidad y temeroso con los animales. El Gatopardo, cuyos protagonistas, Tancredo y Angélica, están inspirados en los abuelos de Fulco, le parece una obra históricamente errónea. En 1963, Fulco di Verdura regresó a Italia para asesorar a Visconti en la recreación de un mundo que él conocía como nadie.
            Los felices días del verano (Txaro Santoro lo traduce del inglés, lengua en que primero lo escribió el autor, reescribiéndolo en italiano posteriormente) lleva el subtítulo de “Una infancia siciliana”. No fue una infancia cualquiera la de Fulco di Verdura. Comienza hablándonos de las tres casas en las que transcurrió, luego de los animales domésticos y solo bastantes páginas después de las personas.
            La primera de esas casas era Villa Niscemi, junto al gran parque de La Favorita, en Palermo. “Gracias a Dios –leemos en las primeras líneas del libro– la casa sigue allí. Es la misma vieja y querida villa de siempre, cubierta de buganvillas, repleta de terrazas y balcones que sobresalen, abrasada por el sol y cansada, pero orgullosa en medio de su jardín inglés semitropical”. Ese jardín comunicaba con el parque de la Favorita, creado para acoger a los reyes de Nápoles cuando tuvieron que huir de la revolución, y a él podía entrar el niño Fulco incluso si estaba cerrado al público.
            Otra casa era el Palazzo Verdura, en Via Montevirgine, una estrecha calle cercana a la catedral. “Más que un palacio era una kasba”, nos dice. Estaba formado por tres diferentes edificios comunicados entre sí, tenía tres patios grandes y varios pequeños, conocidos como “pozos de luna”, una terraza y un jardín; al otro lado del jardín había un edificio de color asalmonado que también formaba parte del conjunto.
            La tercera era la casa de verano, Villa Serradifalco, en Bagheria, al otro lado de la bahía de Palermo, construida en el siglo XVII, reconstruida en el XVIII, con una gran escalinata doble que conducía a la entrada.
            En Bagheria se pasaba el verano, pero a finales de agosto comenzaba el viaje familiar por el continente, con paradas en Roma, Florencia o Venecia, con estancias en Suiza y Austria, y con largos días en París.  Era la manera de vivir de los privilegiados de entonces”.
            Cuando Fulco di Verdura escribió su libro, el mundo que evocaba ya era tan remoto, para decirlo con palabras de Borges, “como el paso de Aníbal por los Alpes”: había quedado sepultado para siempre en las trincheras de la Gran Guerra. En su caso, la expulsión del paraíso –nos da cuenta de ella en el último capítulo– tuvo lugar con el ingreso en la escuela, ya cumplidos los diez años, y con la muerte de la abuela y la precaria situación económica en que la familia quedó a partir de entonces.
            La vida de entonces, en un caserón aristocrático, se parecía más a la vida medieval que a la de hoy. El patio principal “tenía una intensa vida propia, llena de movimientos y sonidos: cocheros y mozos de cuadra que gritaban y se hacían señas, caballos piafando y relinchando, un perro ladrando, el zureo de las palomas, el susurro furtivo de gallinas… De las cuadras contiguas llegaba el sonido de dos animales feroces a los que no se podía ver. Uno era una mula enana de color rojizo, y el otro un carnero enorme. Cada vez qua alguien pasaba cerca, la una daba coces furiosas a la puerta y el otro embestía al instante con igual violencia”.
            Tardan en aparecer los seres humanos en estos escenarios, que hoy nos resultan casi mitológicos, pero no desdicen de ellos con su pintoresquismo de otro tiempo. Se evocan las fiestas tradicionales, el terremoto de Messina de 1908; se recorren las viejas iglesias, se visita en el monte Pellegrino el santuario de Santa Rosalía.
            Fulco di Verdura vivió en París, en Nueva York, en Londres, trató a buena parte de los protagonistas del siglo XX, pero solo quiso dejar constancia escrita de sus años de infancia en el antiguo Palermo y en un mundo que estaba a punto de desaparecer.
            El resultado es un libro breve, hipnótico, que habla de una infancia a la vez insólita y cercana, con la magia, la crueldad y la inocencia de todas las infancias felices.

martes, 7 de mayo de 2019

Entre Pasolini y Panero



Dionisio Cañas. Invitación a su obra. Biografía
Amador Palacios
Diputación de Ciudad Real, 2018.
  
En 1969, en la playa de Benidorm, un profesor universitario estadounidense de origen cubano, conoce a un joven de veinte años, sin trabajo, sin apenas estudios, bordeando la delincuencia. Lo que podía haber quedado en un fugaz encuentro sexual se transforma en una historia de amor que cambia para siempre la historia de ambos.
            El profesor universitario era José Olivio Jiménez, catedrático en Nueva York, experto en el modernismo y en la poesía española de posguerra; el joven, Dionisio Cañas, que gracias a esa relación acabaría siendo lo que nunca había imaginado, poeta y profesor.
            José Olivio Jiménez hizo con aquel hijo de emigrantes españoles –sus padres vivían en Francia–, de eficaz y minucioso Pigmalión: se lo llevó a vivir con él a Nueva York y le mantuvo durante su paternal tutela incluso después de que la relación sentimental terminara.
            Amador Palacios, también poeta y estudioso de las vanguardias, además de traductor de poesía portuguesa, ha publicado una biografía de Dionisio Cañas –un personaje que podría protagonizar varias novelas– de gran interés sociológico, a pesar de sus insuficiencias metodológicas.
            En abierto contraste con el secretismo en que siempre se movieron los poetas españoles amigos de José Olivio Jiménez, encabezados por Vicente Aleixandre, Dionisio Cañas tuvo siempre una cierta tendencia al exhibicionismo: manchego como Almodóvar, parece salido de una de sus películas de los años ochenta. En Memorias de un mirón (Voyeurismo y sociedad), de 2002, nos habla abierta y detalladamente de sus parafilias, algunas tan curiosas como su obsesión por los vagabundos.
            Amador Palacios, que más que biógrafo y estudioso, parece ser con frecuencia un simple amanuense del biografiado, aunque escriba en tercera persona, llena las páginas de su libro de coloquiales confidencias, a veces involuntariamente cómicas o que nos hacen sentir un poco de vergüenza ajena. Cito dos pasajes de la cronología final, que suele ser aséptica y limitada a los datos fundamentales. En 1966, leemos: “Al terminar el liceo técnico, se pone a trabajar. Fue tornero, soldador y fresador. Pero para el trabajo manual es muy torpe. En estos años tiene su primera experiencia sexual con un viudo”. Sin comentarios.
            Y en el apartado correspondiente a 1991: “José Hierro visita por primera vez Nueva York, alojándose ‘oficialmente’ en el apartamento de José Olivio Jiménez y Dionisio (ya que pasaba otros muchos buenos ratos en casa de su amante neoyorquina) e iniciando la redacción de Poeta en Nueva York”. Bastarían ese lapsus lorquiano y esos chismosos “buenos ratos”, que no vienen a cuento, para poner en cuestión el trabajo de Amador Palacios. Por ese apartamento neoyorquino –215 West, 90 Street–, pasaría buena parte de la poesía española, de Ángel González o Claudio Rodríguez a Luis García Montero, con Dionisio Cañas como minucioso cronista de actividades no siempre confesables.  
            En apéndice, se publica una muestra de las cartas recibidas por el autor a propósito de sus obras. Hablando de un de los corresponsales, Amador Palacios nos informa de que “arrastró durante toda su vida la amargura ocasionada por su condición homosexual sin haber ‘salido del armario’, pues estaba casado y tenía cuatro hijos; sus relaciones homosexuales siempre eran furtivas. Gran amigo de Gregorio Prieto, el gran pintor valdepeñero le aconsejó irresponsablemente que se casara”.
            Todo un personaje, Dionisio Cañas, entre Lázaro de Tormes y Jean Genet, entre Pasolini y Panero (sus adicciones le llevaron a algún ingreso psiquiátrico); todo un benemérito desastre Amador Palacios, que a ratos se olvida de que está escribiendo la biografía de un escritor para convertirse en guionista de algún reality show televisivo.
            Es muy probable que las obras iniciales de Dionisio Cañas estuvieran algo más que tuteladas por su mentor: Vicente Aleixandre le hizo prometer a José Olivio Jiménez que los poemas de Dionisio Cañas –que a los veinte años apenas si se manejaba con el español escrito– eran verdaderamente del joven poeta.
            El pintoresquismo de Cañas no nos debe hacer olvidar que es autor de dos excelentes libros de crítica, Poesía y percepción (1984) y El poeta y la ciudad (1994), además de atinados estudios preliminares a ediciones de José Hierro, Claudio Rodríguez, Francisco Brines o Jaime Gil de Biedma. Como poeta, dio diversos bandazos hasta la incursión final en un experimentalismo de poco interés, pero no resultan en absoluto desdeñables títulos como El fin de las razas felices (1987), reescritura del Apocalipsis, ni El gran criminal (1997), ambientada en los bajos fondos neoyorquinos.   
            Finalmente, abandonada la docencia en Nueva York, retirado a Tomelloso, pudo más el personaje, reducido a una curiosidad autonómica, que el estudioso o el creador, aunque Amador Palacios nos da cuenta de sus intervenciones poéticas en lugares tan dispares como Toulouse, Cuenca, en Rabat, Tomelloso, el Cairo, Murcia, Lesbos. En todos esos lugares, ha llevado a cabo su intervención más exitosa, El Gran Poema de Nadie, consistente en que personas anónimas, bajo su dirección, van recortando palabras de papeles y envases recogidos de la basura y, pegándolas a azar, en una gran tira de papel.
            No entramos a valorar el interés de tales actuaciones, ni de los videopoemas o las elucubraciones más o menos místicas a las que se dedica ahora Dionisio Cañas, aquel muchacho de veinte años que hace medio siglo tuvo en una playa de Benidorm un encuentro que cambiaría para siempre su vida. Amador Palacios nos la ha contado en un libro que muestra algunos de los entresijos menos confesables de la vida literaria española y dice mucho de su admiración acrítica por el biografiado, pero bastante poco de su rigor intelectual.

sábado, 4 de mayo de 2019

La falacia de los premios



Resurrecciones y rescates
Ida Vitale
Fondo de Cultura Económica, Universidad de Alcalá. Madrid, 2019.

Hay premios que gozan de una inmerecida mala prensa, como el Planeta, mientras que otros se benefician de un acrítico prestigio, como el Nobel.
            El premio Planeta no engaña a nadie: se trata de una exitosa operación comercial que busca colocar una novela –casi siempre digna, casi nunca memorable– entre los libros más vendidos del año.
            ¿Engañan otros premios más prestigiosos? En buena medida, sí. Y buen ejemplo de ello es el volumen Resurrecciones y rescates que la Universidad de Alcalá acaba de incorporar a su Biblioteca Premios Cervantes. Vaya por delante que buena parte de los artículos que reúne, escritos a lo largo de más de cincuenta años por la poeta Ida Vitale, no merecían ni la resurrección ni el rescate.
            Un ejemplo: “Luis Cernuda: poeta próximo”, escrito en 1963 a raíz de su muerte, meramente circunstancial y con errores de cierta importancia. A propósito del surrealismo,  nos dice que en poetas como “Alberti, por ejemplo, o Diego, será de tal virulencia que determinará el libro inmediato, que no desmiente la fuente”, confundiendo a Gerardo Diego con Aleixandre. ¿Y quién que conozca algo la biografía de Cernuda puede escribir que en su exilio inglés “encuentra el clima espiritual que le es más afín”?
            Otro ejemplo: la prescindible divagación, que no estudio, sobre José Ángel Valente, que no muestra un especial conocimiento ni sobre su poesía ni sobre su obra crítica ni sobre su persona.
            Mayor interés tienen sus artículos sobre José Bergamín, a quien conoció en Montevideo y a quien considera uno de sus maestros, aunque sea un interés más biográfico que crítico. Cita, sin embargo, y por dos veces, de manera incompleta una de sus más famosas frases, haciéndole perder así toda su gracia. Bergamín no se limitó a decir “con los comunistas hasta la muerte”, como afirma Ida Vitale, sino que añadió “pero ni un paso más”, con lo que a la vez afirmaba sus convicciones ideológicas y sus creencias religiosas.
            No resulta muy comprensible que una selección “obviamente muy parcial” y que deja en reserva “una gran parte” de la obra dispersa de la autora, como ella misma dice en la nota inicial, incluya más de una vez repetitivos artículos sobre un mismo tema (el escritor Felisberto Hernández, por ejemplo).
            No sabemos quién ha hecho la selección ni quien ha dispuesto, un tanto arbitrariamente, el original en tres partes. El anónimo editor (quizá el autor del índice onomástico, Javier Rodríguez Ganuza) nos indica en una nota que “los textos no reproducen fielmente la publicación original”, lo que nos produce algún sobresalto. Pero luego aclara que las infidelidades se deben, en su gran mayoría, a que “la autora decidió hacer ligeras modificaciones que, en cualquier caso, no cambian el significado de los mismos” (ni eliminan errores, añadiría yo).
            Los reparos que se le pueden poner a Resurrecciones y rescates no se deben a que se trate de una recopilación de textos publicados previamente. Buena parte de los títulos más atractivos de Octavio Paz, maestro y protector de Ida Vitale, son de ese tipo. Me limitaré a citar uno, Sombras de obras, que tiene relación con la miscelánea que estamos comentando. Una de las partes más atractivas de ese volumen se titula “La vuelta de los días”, como la sección de la revista Vuelta, dedicada a breves glosas –un poco a la manera orsiana– sobre temas de la actualidad cultural y reúne las publicadas por Octavio Paz. En esa sección alternaban varios autores, a veces en el mismo número, también Ida Vitale. Con el atinado título de “La ley de Heisenberg” (“basta que observemos la realidad para que esta se modifique”) reúne las notas publicadas en Vuelta y luego en su sucesora, Letras libres. Están entre lo más atractivo del conjunto.
            La reunión de textos dispersos requiere añadir al inicial trabajo autorial otro que hace que las piezas dispersas cobren un nuevo sentido. Es lo que ha faltado aquí: ni la autora ha sido capaz de releerse a sí misma rescatando solo lo que merecía ser rescatado (y disponiéndolo adecuadamente) ni el anónimo editor ha considerado necesario hacer ese imprescindible trabajo.
            Pero a nadie le importará eso, porque sospecho que nadie más –y no se lo censuro– va a leer este libro capítulo tras capítulo. Para poder elogiarlo –como obligan la edad de la autora y el prestigio oficial del Cervantes–, mejor limitarse a hojearlo, aunque ese rutinario elogio suponga una pequeña estafa al lector común que no está en el secreto.
            Un autor menor (en algún caso muy menor, recordemos a Dulce María Loynaz) no deja de serlo por recibir el premio Cervantes, un galardón de mucho aparato institucional, pero que con cierta frecuencia sirve para avalar textos muy prescindibles o manifiestamente mejorables.