jueves, 16 de mayo de 2024

El arte de leer

 

José Cereijo
Lecturas de riesgo
Polibea. Madrid, 2024.

¿Tiene sentido recopilar en un volumen las reseñas de novedades bibliográficas publicadas a lo largo de los años? Aunque no falten ejemplos de ello, en principio parece que no, que poco interés pueden despertar en el lector. Las reseñas que suelen aparecer en los suplementos literarios acostumbran a ser parte de la promoción del producto, publicidad encubierta. No es casual que los principales suplementos acostumbren a coincidir en el lanzamiento de la semana. Y cuando no forman parte del engranaje de la industria editorial suelen obedecer a la amistad o al intercambio de favores, el “do ut des” del que hablaban los clásicos o la sociedad de bombos mutuos del tiempo de Clarín. Es lo más frecuente en el caso de la poesía, un género que solo muy tangencialmente entra a formar parte del mercado.

            Lecturas de riesgo, de José Cereijo, se incluye entre las pocas recopilaciones de ese género desdeñado y menor que pueden leerse con provecho. El autor es un poeta, uno de los más notables de su generación, pero además, y antes que nada, un buen lector que gusta de reflexionar sobre sus lecturas y sobre el arte literario en general. Los libros de los que habla no le han sido impuestos --o imperiosamente sugeridos, según suele ser costumbre-- por el coordinador del suplemento en que aparecieron, sino seleccionados entre aquellos de los que tenía algo que decir.

            Comienza hablando de un volumen recopilatorio emparentado con el suyo, Lecturas ejemplares, en el que una serie de escritores seleccionan reseñan que ellos consideran “ejemplares”. No lo son muchas de ellas, señala atinadamente Cereijo, aunque puedan considerarse, sin embargo, textos literarios notables. Una reseña, en su recto sentido, debería ser “una lectura que pretenda, en primer lugar, entender lo que el texto dice y cómo lo dice, dejando en último plano  --como inevitable, no como deliberadamente buscado-- lo que esa lectura inevitablemente tiene de subjetivo”. El texto no debe servir de pretexto para el lucimiento del comentarista ni ser sometido al lecho de Procusto de sus prejuicios.

            Se ocupe de clásicos o de contemporáneos, lo primero que hace José Cereijo es tratar de entender y de situar en su contexto –no tomarlo como pretexto-- aquello que lee. Aunque trata principalmente de poesía, no deja de prestar atención a otros géneros (excluye la novela, el preferido por la industria editorial).

A propósito de la correspondencia entre Henry James y Robert Louis Stevenson escribe: “La edición de cartas privadas –aparte del dilema moral que tan a menudo plantea, o tal vez solo debería plantear--  tiene el riesgo de recoger cosas que, no pensadas acaso para su difusión pública, tal vez no tengan tampoco un público interés”. Eso último es lo que tan a menudo ocurre con los epistolarios de escritores, donde el editor no sabe distinguir entre las cartas con valor documental o literario y las que solo contienen corteses banalidades.

            Refiriéndose al diario de los Goncourt, subraya que “lo que lo hace hoy mismo una lectura fascinante es el don de los autores para el rasgo vivo, para evocar en pocas palabras a una persona o a un hecho y traerlos enteros ante nosotros”. De Gide nos dice que el protagonista de su Diario –también, de algún modo, un personaje de ficción—empequeñece a los de sus novelas, “todos, a estas alturas, un poco pálidos, un poco demasiado escritos”.

            La honestidad del autor le lleva a veces a discrepar en nota de sus propias afirmaciones. A propósito de unos versos de José Luis Parra (“Si el amor más sublime y acendrado / se va desdibujando con el tiempo / en el desván de la memoria, / ninguna eternidad nos merecemos”), se preguntaba si era realmente imprescindible el verso del “desván”, y ahora añade en nota que esa observación “da cuenta de un yo que encuentro hoy menos flexible y más inmaduro”, calificando de “superficial e impaciente” su mirada de entonces.

            Más discutible resulta otra nota en la que defiende su uso del término “poema dramático” en lugar del habitual “monólogo dramático”. Pero un monólogo dramático es un poema puesto en boca de un personaje –real o imaginario-- que habla en una situación concreta. En un poema dramático, los que hablan son varios personajes (a menudo, con el nombre de cada uno encabezando su parte del diálogo, como en una obra de teatro), mientras que en el “poema histórico”, como en tantos de Cavafis, se narran hechos de otro tiempo en tercera persona.

            Muy atinadas, en cambio, resultan sus observaciones sobre la autenticidad artística a propósito del libro Joana, de Joan Margarit. ¿Tienen valor esos poemas con independencia de la conmovedora anécdota biográfica que les ha dado origen?, se pregunta. “¿Soportan que olvidemos lo que tienen de transcripción de unos datos veraces –pero en un ámbito ajeno al del propio poema--, para centrarnos solamente en su autenticidad artística?”. Esa sería la pregunta esencial cuando nos acercamos a una obra de arte “basada en hechos reales”.

            A la interrogación de si estas reseñas, escritas a lo largo de dos décadas para diversas publicaciones, merece la pena que sean rescatadas, responderíamos que sí, aunque alguna de las obras que se comentan (el Diarios de Gide, por ejemplo) cuente con mejores ediciones y aunque no deje de rendirse, a la hora de hablar de poetas, cierto tributo a la amistad. Constituyen una excelente muestra de un arte no menos difícil que el de escribir, el de leer, y al que no suele prestársele demasiada atención.

           

miércoles, 1 de mayo de 2024

Doble enigma

 

Gregorio Martínez Sierra
Canción de cuna
Edición de Juan Aguilera e Isabel Lizarraga
Sevilla. Renacimiento, 2024.

Gregorio Martínez Sierra fue una de las figuras literarias más destacadas del primer tercio del siglo XX. Se inició con el modernismo y su nombre alternaba entonces con los de Juan Ramón Jiménez o los hermanos Machado. Fundó revistas y editoriales, cultivó todos los géneros literarios, aunque destacó especialmente en el teatro. Pronto se le consideró como el más notable discípulo de Benavente. A su talento como autor, añadió el de director, no solo teatral, también cinematográfico.

            Desde muy pronto, sin embargo, comenzaron a circular rumores de que esa prolífica obra literaria no era enteramente suya, o no era en absoluto suya, sino de su mujer: María Lejárraga.

Gregorio Martínez Sierra murió en 1947; la “escritora fantasma” que estaba tras él, en 1974, a punto de cumplir cien años. Vivía de la literatura, tuvo que seguir escribiendo, pero ya no podía esconderse tras el nombre del escritor fallecido y firmó sus obras como María Martínez Sierra. En una de ellas, la autobiográfica Gregorio y yo, de 1953, confesó por fin que todas sus obras, salvo el libro de poemas La casa de la primavera, dedicado a ella, estaban escritas en colaboración. Hoy sabemos que, en la mayor parte de los casos, hubo algo más que colaboración, autoría absoluta.

Actualmente se considera como un ejemplo más de la secular opresión femenina el que una mujer se ocultara tras el nombre de su marido. Pero no hubo opresión ninguna en el caso de María Martínez Sierra, una de las fundadoras del Lyceum Club Femenino, y diputada socialista en los años republicanos. Podemos pensar que su decisión fue un acto de amor, y sin duda en el principio lo fue, pero el matrimonio acabó cuando Gregorio se enamoró de una joven actriz, Catalina Bárcena, y la secreta colaboración sin embargo continuó. Incluso cuando se tratada de una activa campaña periodística en defensa de la mujer –recogida luego en libros como Cartas a mujeres de España, Feminismo, feminidad, españolismo  y La mujer moderna-- los artículos, escritos por María, los firmaba Gregorio Martínez Sierra.

Esa anomalía sigue sin tener explicación, pero es la que despierta hoy interés hacia una obra literaria demasiado ligada a su tiempo y que no parece haber sobrevivido a ese tiempo.

Una posible excepción supone Canción de cuna, estrenada en 1910 y pronto representada con éxito en los más diversos países. Entre 1933 y 1993 tuvo cinco versiones cinematográficas y fue adaptada para la televisión en Italia y Estados Unidos.

La nueva edición de esa obra, a cargo de Juan Aguilera e Isabel Lizarraga, aparece firmada por María de la O Lejárraga y Gregorio Martínez Sierra, contraviniendo la voluntad de su principal autora. Pero es ella la que interesa hoy: esa “mujer en la sombra”, como se le llamó en el título de una biografía suya, ha acabado dejando en la sombra a su marido, quizá injustamente, porque fue el primer director teatral de su tiempo, al tanto de todos los avances de la dramaturgia europea.

El éxito de Canción de cuna sorprendió a todo el mundo. La obra transcurre en un convento de monjas de clausura y apenas hay acción en ella: en el primer acto una manos anónimas dejan en el torno del convento a una recién nacida; en el segundo, esa niña que se ha criado con las monjas y ya ha cumplido dieciocho años, deja el convento para casarse. Y nada más, y todo ocurre sin ahorrarnos sentimentalismo y sin ningún asomo de puesta en cuestión de la vida religiosa.

Comenzamos a leer con todas las precauciones, y sin embargo, contra todo pronóstico, el primer acto consigue emocionarnos. Por supuesto, puede interpretarse la obra en clave feminista, como hace Alda Blanco en un artículo citado en el prólogo, y ello resulta muy evidente en algunos pasajes: “Usted, cuando era chica –le dice Teresa, a punto de dejar el convento, a una de las monjas--, ¿no ha tenido nunca pena por no ser hombre? Yo sí, porque pensaba que quisiera ser esto y lo otro y lo de más allá. ¡Qué sé yo! ¡Capitán, general, arzobispo, hasta Papa! ¡Y me daba rabia, solo por ser mujer, no servir siquiera para monaguillo!”. Esa rebeldía termina con el enamoramiento: “Pero ahora, desde… bueno, desde que quiero a Antonio y él me quiere a mí, no me importa, porque si yo soy una pobre ignorante, él es un sabio, y si yo valgo poco, él vale mucho, y si yo tengo que estarme en mi rincón, él puede llegar donde llegue el más alto, y en vez de darme envidia, me da gusto…”

No, no es una obra reivindicativa Canción de cuna, como no fue una mujer oprimida María de la O Lejárraga. Fue un enigma que aún no acertamos a resolver, como tampoco dónde radica el encanto antiguo –pero aún no desvanecido-- de Canción de cuna, una obra que ahora reaparece en edición ejemplar, con los dibujos de Fontanals, las orlas y el emocionante colofón de la edición en la Biblioteca Estrella: “Este libro se acabó de imprimir el 11 de noviembre de 1918, día en que se firmó el armisticio de la Gran Guerra, que todos los corazones bien nacidos esperamos haya sido la última del mundo”.



Nobleza obliga

 

Enrique García-Máiquez
Ejecutoria, una hidalguía del espíritu
CEU ediciones. Madrid, 2024.

“Nobleza”, “caballerosidad”, “hidalguía” son palabras –y conceptos-- en desuso que el poeta Enrique García-Máiquez, uno de los más destacados de las últimas generaciones, quiere rescatar y poner de nuevo en circulación. El empeño es loable y para conseguirlo no duda en recurrir a una amplia erudición que no desdeña la cultura popular: san Bernardo de Claraval alterna así con la serie Juego de tronos, don Quijote con Corto Maltés, Dante con Mafalda.

            Desde el primer capítulo, el libro está trufado de citas que en ocasiones lo asemejan a un centón. El autor es consciente de ello y se defiende: “La inmemorial costumbre de citar a otros autores no es un alarde pedantesco ni una falta de confianza en la propia opinión, sino el modo natural de conversar con vivos y muertos, dándoles la palabra”. Pero ese método tiene sus riesgos como apoyo en la argumentación. No hay disparate que no pueda ser avalado por una cita, sobre todo si está al margen del contexto y no se tiene en cuenta el tiempo en que fue escrita.

            García-Máiquez reacciona contra el plebeyismo y el igualitarismo contemporáneos y quiere iniciar una nueva cruzada en favor del elitismo y los ideales aristocráticos, abandonados no queda claro desde cuando. ¿Desde la llegada de la democracia a España? ¿En los años veinte, los de la rebelión de las masas de que hablaba Ortega? Una cita de Edmund Burke señala que la decadencia habría comenzado mucho antes. Al enterarse del asesinato de la reina María Antonieta, escribió: “La edad de la caballería ha acabado. La de los sofistas, la de los economistas y contables ha llegado; y la gloria de Europa yace extinta para siempre”.

            Lo que más parece gustarle a García-Máiquez de los antiguos hidalgos es que estaban libres de pagar impuestos: eso quedaba para la clase baja, para los “pecheros”. Sorprende la abundancia de referencias a los impuestos en un libro dedicado a propugnar una “hidalguía espiritual”. Ya en el capitulo inicial leemos: “Hoy se podría afirmar sin exagerar demasiado que el único deber ciudadano es pagar impuestos”, lo que explicaría “el creciente rechazo a pagarlos”, del que parece querer convertirse en adalid.

A la “rapacidad impositiva” del gobierno se debe que ya no haya “proyectos comunitarios, como cuando las ciudades levantaban sus catedrales, sus hospitales, sus escuelas y sus asilos gracias a las donaciones de los vecinos”. Frente a esos felices tiempos medievales, la situación contemporánea es descrita atinadamente --a juicio de García-Máiquez-- por el pensador brasileño Olavo de Carvalho: el ciudadano moderno no quiere proteger su casa, sino que la proteja la policía; no quiere formar a sus hijos, sino entregarlos a los pedagogos que los transformarán en robots políticamente correctos; no quiere decidir qué come, qué bebe o qué fuma, quiere que la burocracia sanitaria le imponga un régimen, y el Estado sabe que “cuantos más derechos concede a ese cretino, más impuestos hay que cobrar y menor es el margen de libertad de millones de idiotas cargaditos de derechos”. No sorprende que este “pensador” brasileño sea uno de los ideólogos de Jair Bolsonaro, pero sí que García-Máiquez se alinee con él a la hora de propugnar que mejor que cada uno defienda su casa con una pistola que contar con la policía y de llamar “cretino” e “idiota” al ciudadano que piensa lo contrario.

            Hay dos libros en este libro, como parece haber dos almas en su autor. Por un lado, es una defensa de la espiritualidad y de la cultura, del mejoramiento interior, de la defensa de un ideal de superación válido para todos: “Uno a uno somos nuestro término de comparación. Ser distinguido no es distinguirse de los demás, sino del peor yo de cada uno y, en un segundo estadio, del yo mediocre”.

Por otra parte, constituye una defensa de los privilegios heredados, de la nobleza “de sangre”, del no pagar impuestos, del burlar la ley, o al menos ciertas leyes: su padre le permitía conducir cuando no tenía edad para hacerlo y él con sus hijos pequeños se permitió otras libertades semejantes. “No pondré ejemplos, porque no han prescrito”, afirma este contrarrevolucionario con ramalazos ácratas.

            Incluso llegó a fantasear con la creación de un grupo terrorista, “aristoterrorista” lo llama él, dedicado a hacer volar por los aires edificios y museos espantosos (suponemos que avisaría con tiempo para poder desalojarlos antes de que estallara la bomba). Al final, afortunadamente, se conformó con escribir un relato con algo de manifiesto: “A estas alturas tal vez la única manera de lograr una sociedad más hermosa sea un golpe sobre la mesa. El momento exige que los hombres de bien tengan la audacia de los canallas”.

            García-Máiquez no tiene esa audacia, pero sí la de equiparar un aforismo de Ramón Eder (“Escribir un libro excelente también es luchar contra lo que está mal en el mundo”) con un “pensamiento” de “San Josemaría Escrivá de Balaguer, fugaz marqués de Peralta” (así lo llama) en el que pide libros “que son alimento, para la inteligencia católica, apostólica y romana de muchos jóvenes universitarios” y ¡se lleva cada chasco! En otro lugar equipara al fundador del Opus Dei con Fernando de los Ríos y al de la Asociación Católica de Propagandistas, el jesuita Ángel Ayala, autor de Formación de selectos, con la generación de 14: Ortega, d’Ors, Juan Ramón Jiménez.

            En Ejecutoria hay hermosos capítulos, como la mayoría de los que componen la sección “Árbol bibliogenealógico”, dedicada a algunos de los libros que más admira, pero hay también un sectario predicador disfrazado de pensador y de analista del mundo contemporáneo. “Al desaparecer del ámbito público la aristocracia –escribe--, desaparece su competencia específica, que es velar por la verdad”. ¿Desde cuándo? ¿Los duques de esto o los marqueses de aquello han velado más por la verdad que cualquier otro ciudadano? Enrique García-Máiquez, en su defensa de lo indefendible, no tiene inconveniente en comulgar con ruedas de molino. Pero nunca pierde el buen humor ni el buen estilo, y eso hay que agradecérselo en estos tiempos de broncos enfrentamientos ideológicos.