Luis Alberto de Cuenca
El reino blanco
Edición de Pablo Núñez Díaz
Reino de Cordelia. Madrid, 2024.
La evolución
de la poesía de Luis Alberto de Cuenca no deja de resultar paradójica. Desde
unos inicios herméticos y culturalistas, en la línea poética de los años
setenta, ha pasado a convertirse en un poeta popular, con una difusión más propia
de los que él mismo ha denominado “parapoetas”, y a la vez en uno de los más
atendidos por la crítica universitaria. Tal hecho se corresponde con el
carácter bifronte de su poesía, por un lado, llena de referencias cultas
(acordes con la formación académica de su autor) y por otro próxima al lenguaje
de la calle y a la cultura popular.
Pocos autores han contado en vida
con tal abundancia de reediciones y antologías. En la literatura española,
quizá solo el hoy desprestigiado Campoamor pueda comparársele. Contra lo que
pudiera pensarse, no es esa la única semejanza con el autor de las Doloras y
Humoradas. Ambos bajaron el diapasón de la poesía, le quitaron los
coturnos para ponerle zapatillas de paseo o de andar por casa.
En
cuanto al prosaísmo y a la distensión poética, Luis Alberto de Cuenca llega a
veces más lejos de Campoamor y comienza algunos poemas como si se tratara de un
artículo periodístico o un apunte autobiográfico. En El reino blanco,
encontramos abundantes ejemplos de ello. Así comienza uno de los poemas: “Y
pensar que, después que yo me muera, / Foxá, que lleva muerto tantos años, /
seguirá vivo en Cui-Ping-Sing, su obra / maestra, que escribió en el 38
/ y dio a la luz un par de años después”. Difícilmente encontramos versos como
esos en cualquier otro poeta, aunque no escaseen en Luis Alberto de Cuenca.
La crítica académica, que suele ser
acrítica, no acostumbra a entrar en estas cuestiones: el valor se les supone a
los textos que estudia y todos están al mismo nivel. Hasta mediados del siglo
pasado, los estudios universitarios solían dejar de lado la literatura
contemporánea. En la universidad española, la primera tesis sobre un autor
vivo, hasta donde llegan mis noticias, fue la que Carlos Bousoño dedica a la
poesía de Aleixandre. Por esos años, otro doctorando, José María Martínez
Cachero, tuvo que renunciar a ocuparse de las novelas de Azorín y sustituirlo
por un poeta muy menor, pero del XIX. La situación ha cambiado, pero ahora casi
estamos en el extremo opuesto. Y se aplican a obras contemporáneas herramientas
filológicas más apropiadas para la literatura de otro tiempo.
Una edición crítica resulta
imprescindible cuando se trata de una obra que nos ha llegado en diversas
versiones, manuscritas o impresas, ninguna de las cuales cuenta con el refrendo
del autor. ¿Resulta necesaria en el caso de un autor vivo que cuida las
ediciones de sus obras? Parece algo dudoso.
Pablo Núñez Díaz, en su edición
crítica de El reino blanco, ha tenido el buen criterio, de ofrecernos el
texto limpio, sin llamadas a pie de página ni interrupciones aclaratorias,
dejando las notas para el final. Si no una edición crítica, la reedición de
obras contemporáneas necesita siempre un editor responsable: el autor no suele
ser buen editor de sí mismo y con frecuencia deja pasar erratas y lapsus de una
edición a otra. Un buen ejemplo de ello es este mismo libro, del que se había
suprimido (al parecer por un error informático) el poema final en dos ediciones
de la poesía completa del autor.
Además de la minuciosa y precisa
anotación de ediciones y variantes (como si se tratara de un clásico del Siglo
de Oro), Pablo Núñez Díaz incluye algunas notas de otro tipo, que son las que
mayor interés pueden tener para el lector común. La poesía de Luis Alberto de
Cuenca, llena de explícitas e implícitas referencias culturalistas, se presta
mucho a anotaciones enciclopédicas de este tipo, lo que explica en parte su
éxito en el mundo académico.
Las ediciones profusamente anotadas
(dos o tres líneas de texto en la página y el resto ocupado por la nota) han
perdido gran parte de su prestigio, hoy quedan como muestra de usos eruditos de
otro tiempo (Francisco Rico hizo mucho por desterrarlos). A veces se confunde
una edición crítica con una edición escolar, en la que se señala al estudiante
la presencia de una hipálage o se le aclara quién fue Góngora. Al lector
adulto, le sobran todas las aclaraciones que pueda encontrar con una simple
consulta a Google o a cualquier otro buscador.
En las notas a esta edición que no
se refieren a variantes, nos parece que sobran unas y quizá falten otras. Si en
el poema “La maleta perdida” encontramos el verso “tantas como los besos de los
que habla Catulo”, no parece necesaria una nota que nos indique que se refiere
al poema “Los besos” de Catulo (un poema, por cierto, sin título en el
original). Ninguna nota lleva, en cambio, “Buscando el yo perdido”, que en los
seis primeros versos parafrasea o cita (sin mencionarlos) a Quevedo, Cervantes,
San Juan de la Cruz e incluso alude a una película de Garci. Tampoco se aclara
en “Cuanto sé de mí” que ese es el título de un libro de José Hierro, publicado
en el 58, y luego de sus poesías completas y que la cita que
incluye Luis Alberto de Cuenca (“Tuve amor y tengo honor, / esto es cuando sé
de mí”) coincide con la que Hierro toma de Calderón.
Pero estas son precisiones de
erudito que el lector, en la mayor parte de los casos, no necesita: el poema se
sostiene sin ellas, aunque se enriquece cuando nos vienen a la memoria. Lo que
conviene es ponerle en guardia contra cualquier intento de mitificación. No
todo lo que publica Luis Alberto de Cuenca está al mismo nivel, no ya entre un
libro y otro o entre una etapa y otra, sino en el mismo libro.
“Caprichos”
se titula una de las secciones de El libro blanco. Como caprichos,
ocurrencias, humoradas, a la manera de Campoamor, podemos considerar muchos de
sus poemas, prescindibles unas veces, graciosos otras y no exentos otras de
burbujeante frivolidad como de opereta: “¿De qué armario de diosa /
mesopotámica / sale tu lencería / de seda grana? / --De un millonario, / que es
quien ha renovado / mi vestuario”.
No es posible ser sublime sin
interrupción, como pretendía Baudelaire, ni poeta de verdad a todas horas. De los
noventa poemas de El reino blanco pueden sobrar unos cuantos (el autor
se muestra algo complaciente consigo mismo), pero a un puñado de ellos –yo me
quedo, entre otros, con los epitafios a Joker y a Soseki, un perro y un gato,
con la “Carta a los Reyes Magos” o con el becqueriano, y cernudiano, “Suspiro”,
cada lector tendrá sus preferencias-- pueden aplicárseles las palabras de
Horacio: “exegi monumentum aere perennius”, levanté un monumento más duradero
que el bronce.