viernes, 24 de abril de 2020

Tres en uno


Angelópolis
Miguel Pardeza Pichardo
Renacimiento. Sevilla, 2020.

Si menos es más, más puede ser menos. De nada le vale a un equipo de fútbol fichar a tres o cuatro jugadores estrella sin un buen entrenador con autoridad suficiente para coordinarlos y poner sus talentos al servicio de un objetivo común. Los muchos talentos de Miguel Pardeza  --futbolista de renombre en los años ochenta y noventa—no parecen sumarse en Angelópolis sino más bien todo lo contrario.
            Angelópolis continúa el empeño autobiográfico iniciado con Torneo (2016), donde recrea su llegada a Madrid en 1979, tenía el autor catorce años, para iniciar sus estudios y tratar de hacer realidad el sueño de convertirse en jugador profesional. Sus recuerdos de entonces, al recrearse tanto tiempo después, están muy mediatizados por la tradición literaria. Es el suyo un Madrid que tiene que ver con Baroja, con Galdós, incluso con la picaresca.
            Torneo era la novela de los inicios, recreaba las perplejidades de la adolescencia. Angelópolis es la novela –tomamos el término en el sentido coloquial, como en “mi vida es una novela”-- de la despedida como jugador en activo. No fue brillante el epílogo, sino más bien todo lo contrario. Transferido del Zaragoza de sus horas gloriosas al Puebla FC en 1997, su desastrosa actuación y las esperpénticas peripecias de aquel equipo mexicano están descritas con verdad y humor. Vino luego el regreso a una Zaragoza que había comenzado a olvidarle, la estafa de una entidad bancaria, las absurdas humillaciones (niegan la entrada a su familia a la piscina de la instalaciones deportivas del club porque ya no es un jugador de la plantilla), su reinvención como estudioso de la literatura.
            Esas páginas autobiográficas constituyen solo uno de los libros que se incluyen en Angelópolis. Publicadas independientemente, y limadas de alguna que otra minucia digresiva (“el secreto de aburrir es contarlo todo” decía Voltaire), constituirían sin duda una obra excepcional en su género. Doy una muestra de las digresiones que sobran: en la página 149 nos indica que fue a Veracruz a jugar con su equipo y que pasó todo el viaje leyendo a Salvador Díaz Mirón; desde esa página hasta la 158 nos cuenta, con divertidos pormenores,  toda la historia turbulenta de Díaz Mirón; luego el autobús se detiene y él cierra el libro. Esta semblanza encajaría mejor en un artículo independiente; algunos otras divagaciones que interrumpen la lectura, mejor en la papelera.
            El segundo libro es un conjunto de brillantes ensayos sobre la relación de determinados escritores con el fútbol. Son parte de una obra que no llegó a terminar. El autor justifica su inclusión con el peregrino argumento de que los escribió en la etapa de Puebla y que le ayudaron “a paliar lo incierto de las horas”. Afortunadamente, esos capítulos --el 2, que sirve de introducción, el 4, el 8, el 13-- se distinguen tipográficamente de los demás (es mayor el margen de la izquierda) y eso permite  leerlos uno tras otro como lo que son, un libro independiente desmembrado e incrustado en otro con discutible criterio. Nos hablan de Miguel Delibes, de Pier Paolo Pasolini, de Albert Camus y ejemplifican un ensayismo creativo en el que Miguel Pardeza se mueve con singular maestría.
            El tercer libro de este peculiar “tres en uno” que es Angelópolis resulta el más discutible. Las peripecias autobiográficas que se nos narran en cada capítulo –salvo en los ya señalados-- acostumbran a alargarse con ficciones realistas de muy desigual interés. A veces se nota demasiado el esfuerzo del autor por lograr la verosimilitud. En el capítulo 10, oye discutir de madrugada a una pareja en la habitación contigua del hotel en que se aloja. Podemos pasar por alto el que en la discusión se cuenten su vida, para que luego se nos cuente a nosotros, pero que después descubra que quienes celebran sus diez años de matrimonio en un salón son la misma pareja porque el orador que se dirige a ellos mencione que se alojan “en la habitación 312, que era la que estaba pegada a la mía” destruye la verosimilitud. ¿Cuándo en un discurso o en un brindis se menciona la habitación del hotel en que se aloja el homenajeado? Ese es un dato que solo suelen saber los huéspedes
            No es que carezcan de interés algunas de estas historias de ficción esforzadamente verosímil, como la peculiar relación edípica del capítulo 12 o la recreación de la vida en la guerrilla r que se nos narra en el capítulo 7, pero habrían ganado separadas de la peripecia autobiográfica en el Puebla FC y contadas por un narrador que no se viera obligado a justificar cómo se enteró de lo que cuenta. Los capítulos finales son especialmente borrosos y al lector le cuesta llegar al final de estas 565 páginas en las que parece primar la acumulación sobre la selección.
            Importa menos el descuido en algún dato: en la página 508 se nos dice que el euro estaba implantado desde enero de 1999 (lo fue en 2002) y en las páginas 373-374 nos refiere una anécdota que González Ruano cuenta de Unamuno en el capítulo que le dedica en Mi medio siglo se confiesa a medias, pero lo hace de memoria –y con muy mala memoria—cambiando los detalles y quitándole casi toda su gracia. Lo sorprendente es que Miguel Pardeza dedicó precisamente su tesis doctoral a Gónzalez Ruano y ha editado sus artículos.
            Pero no se engañe el lector con estos reparos. Miguel Pardeza no es un exfutbolista que escribe, sino un bulímico lector, un obsesivo bibliófilo  y un notable escritor que en su juventud fue futbolista.
Sorprende que el inseguro y laborioso protagonista que aparece en sus páginas, nada dado a la vanagloria y con mucho sentido común, haya prescindido de un buen entrenador –en literatura, un buen editor, un consejero independiente--a la hora de jugar un partido decisivo que podría decidir su paso a la primera división de la literatura o su descenso a la liga de los beneméritos aficionados.


jueves, 23 de abril de 2020

Tres meses de encierro




La habitación enorme
E. E. Cummings
Traducción de Juan Antonio Santos Ramírez
Nocturna Ediciones. Madrid, 2019.

La guerra del 14, luego llamada Primera Guerra Mundial, produjo abundante literatura antibelicista, como no podía ser de otra manera. Pocas veces un conflicto dejó tan a las claras el fondo de barbarie que había en los países que a sí mismos se tenían por civilizados y la sanguinaria incompetencia de los mandos militares, empeñados en estrategias suicidas con desprecio total de los cientos de miles de jóvenes vidas que tenían a su cargo.
            De toda esa literatura, el título más sorprendente es La habitación enorme, de E. E. Cummings, aparecido en 1922. El prólogo a su primera edición, reproducido en esta, puede confundir a los lectores llevándoles a pensar que nos encontramos ante un documento autobiográfico, no ante una obra literaria.
            Pero La habitación enorme es ante todo literatura, espléndida literatura. E. E. Cummings, licenciado en Harvard, de veintitrés años, al día siguiente de que Estados Unidos entre en la guerra, se alista como voluntario en un cuerpo de ambulancias que ayuda a los ejércitos franceses. A bordo del barco que le lleva a Europa conoce a otro voluntario, Willliam Slater Brown, estudiante de periodismo en Columbia del que se hace amigo. Los dos jóvenes, poco acostumbrados a la disciplina militar, pronto entran en conflicto con sus superiores. Unas cartas de Brown, escasamente complacientes con lo que veía e interceptadas por la censura, sirven de pretexto para la detención de ambos.
            Tres meses pasa Cummings en un improvisado centro de detención, sin poder comunicarse ni con su familia ni con la embajada de su país. El padre, catedrático de Harvard, hace todo lo posible primero por conocer el paradero de su hijo, luego por conseguir su liberación, incluso llega a escribir al presidente Wilson. Un telegrama, en el que se le da por desaparecido en un navío atacado por un submarino, acrecienta la angustia.
            Cuando por fin es liberado, el padre de Cummings quiere emprender acción judiciales contra la Cruz Roja, el gobierno francés y quizá el gobierno norteamericano. Al final, lo que hace es pedirle a su hijo –joven poeta que ya ha publicado en revistas pero no en volumen-- que escriba un libro contando su experiencia.
            Quienes conocen la poesía de E. E. Cummings saben que esta su primera obra en prosa no podía ser un simple relato autobiográfico ni un convencional alegato contra la guerra. Cummings está imbuido del nuevo espíritu vanguardista, de lo que en lengua inglesa de llama “modernismo”, y su prosa tiene el aire juguetón y rupturista de la nueva literatura del momento.
            La sorpresa que supuso en su primera aparición La habitación enorme, la sensación de extrañeza, se sigue manteniendo. Cuesta entrar en el libro, ponerse a tono con su vivacidad expresiva, con su lucidez sin alardes. Cummings no es un escritor que pretenda seducir de inmediato a sus lectores. Tiene algo de erizo. Sus espinas son el peculiarísimo uso de la ortografía, de la puntuación o de la sintaxis que da a sus poemas la apariencia de artefactos de época –de una época, años veinte, en que se buscaba ante todo la externa originalidad--, pero cuando sorteamos esos obstáculos nos damos cuenta de que no se trata de simple hojarasca vanguardista, que guardan dentro la pulpa fresca de la verdadera poesía.
            En La habitación enorme los primeros capítulos son casi bilingües, no hay página que no esté llena de frases en francés. El editor español ha decidido traducirlas en nota, pero esas notas no aparecen, como sería de esperar, a pie de página, sino al final y distribuidas por capítulos (no es la única decisión desacertada: también falta el índice). Quien no entienda francés, o no lo suficiente (hay expresiones coloquiales y en argot), se cansará pronto de interrumpir cuatro o cinco veces la lectura en cada página para rebuscar al final. Mi consejo es que tenga un poco de paciencia o que salte directamente al capítulo V, donde empieza realmente el tiempo sin tiempo del confinamiento –duró tres meses, pero no se sabía cuándo iba a terminar--, la extraordinaria aportación del autor a los relatos carcelarios.
            La habitación enorme está construida sobre la falsilla de una obra clásica de la literatura inglesa, The Pilgrim’s Progress, de John Bunyan, y como en ella se nos narra un peregrinaje desde los Abismos del Desaliento hasta las Montañas Deleitosas.
            La estancia en el centro de detención, en “la habitación enorme” --una capilla de un antiguo seminario en la que se hacinan más de medio centenar de hombres--, no fue precisamente fácil, y Cummings no nos ahorra ninguna de las estúpidas y gratuitas crueldades que él y sus compañeros (en absoluto idealizados, caricaturizados con la misma implacable lucidez que los guardianes) tuvieron que soportar, pero la conclusión es que allí fue “más feliz de lo que pueden pretender expresar las palabras más entusiastas”.
            También nosotros, si somos capaces de vencer las trabas de los capítulos iniciales, recordaremos siempre con gratitud y felicidad algunas de la historias y a algunos de los personajes que conocimos en este confinamiento, como el Vagabundo y su hijo de seis años, sin por ellos dejarnos de sentirnos conmovido por lo que tiene de alegato contra la estolidez humana, de denuncia contra lo que son capaces de hacer las buenas personas –o las que teníamos por tales-- cuando se declara el estado de Guerra, cuando el miedo al enemigo real y a mil y un enemigos imaginarios toma el mando, cuando la única ley es la ley de Lynch y bastan vagas sospechas para las mayores barbaries.



     

viernes, 3 de abril de 2020

Ernesto Cardenal, poesía e historia



Poesía completa
Ernesto Cardenal
Edición de María Ángeles Pérez López
Editorial Trotta. Madrid, 2019.

A propósito de Fernando Pessoa, escribió Octavio Paz una de sus frases más citadas y también más dudosamente verdaderas: “Los poetas no tienen biografía”.
            Los poetas tienen biografía, incluso en el caso del reconcentrado (“como un ovillo vuelto hacia dentro”) Pessoa  e incluso algunos parecen ir quedando reducidos a su biografía, como ocurrió con Lord Byron, como quizá ocurra con Ernesto Cardenal.
            Monje trapense, militante antisomocista, sacerdote, fundador de la comuna de Solentiname, ministro de Cultura, partidario de la compatibilidad entre marxismo y cristianismo, abroncado públicamente por el papa Juan Pablo II, disidente del sandinismo de Daniel Ortega… Su biografía llena la segunda mitad del siglo XX.
            Poco antes de morir, en 2020, dejó lista la que quería que se considerara edición definitiva de su poesía completa, más de mil doscientas apretadas páginas que asustan un poco al lector.
            Los primeros poemas que le hicieron famosos, los epigramas en los que reescribe a Catulo y Marcial, siguen estando entre los que menos han envejecido. El amor y la sátira política se entremezclan en versos de apariencia ligera, escritos como en estado de gracia. Algunos se han hecho populares, ya sin el nombre del autor, como quería Manuel Machado: “Si tú estás en Nueva York / en Nueva York no hay nadie más / y si no estás en Nueva York / en Nueva York no hay nadie”.
            Las preferencias de Ernesto Cardenal se inclinaron luego por el poema “documental”, así lo llamó él, cada vez de mayor extensión, que miraba más hacia fuera que hacia dentro del poeta y que, en buena medida, estaba hecho con retazos de textos ajenos.
Uno de los libros más famosos de esa tendencia, El estrecho dudoso, se publicó en España en 1966 y tuvo cierta influencia entre nosotros, especialmente en la nueva poesía épica de Fernando Quiñones. En el epílogo a Las crónicas de mar y tierra, la primera de su dilatada serie de crónicas, José Hierro señaló como antecedente el poema “Conquistador”, de Archibald Mc Leigh, y “los últimos poemas históricos de Ernesto Cardenal”, aunque Quiñones busque algo distinto: “Cardenal hace algo realmente más narrativo, quedándose, en cierto modo, fuera de su poema. Los textos se acumulan en un collage, como temas diversos a los que faltan las variaciones del poeta (entiéndase esto de una manera poco estricta). Cardenal es el negativo de un poeta medieval. Si este convertía el poema en crónica, él convierte las crónicas en poemas. Pero uno y otro seleccionan más que crean”.
            Los en un tiempo tan aclamados poemas-crónicas de Ernesto Cardenal ( a veces una más o menos conseguida antología de cronistas de Indias) hoy, en buena medida, se nos caen de las manos. La primera edición de El estrecho dudoso llevaba como prólogo una extensa carta de José Coronel Urtecho, que se reproduce en esta edición, y esas páginas, al menos hasta que comienzan a hablar del poema, nos interesan tanto o más que los versos.
            A Ernesto Cardenal el poema extenso, a pesar de que fue convirtiéndose cada vez más en su preferido, da la impresión de que siempre le queda demasiado grande, de que favorece en exceso su tendencia a la dispersión, a la digresión y a la acumulación de material ajeno. El mejor Cardenal no es el del ambicioso e inabarcable Cántico cósmico (más de cuatrocientas páginas en esta edición, más de dieciséis mil versos), sino el de los poemas de su experiencia trapense, Gethsemny, Ky, el de la reescritura contemporánea de los salmos bíblicos, el de Oración por Marilyn Monroe y otros poemas.
            En Los ovnis de oro (Poemas indios), desafortunado título y subtítulo, reescribe y glosa textos de los pueblos indígenas americanos. Nada que ver con –por citar solo un ejemplo-- la espléndida recreación de Miguel Ángel Asturias en su Poesía precolombina,de 1960.
            La distensión expresiva de Ernesto Cardenal llega al extremo en Pasajero en tránsito, donde escasos poemas breves, como “Viajando en bus por Estados Unidos”, alternan con crónicas viajeras, que leídas como artículos no dejan de tener interés, pero que al estar escritas en verso (o en prosa cortada como verso) crean unas expectativas en el lector que pronto resultan frustradas. El mejor ejemplo de ello lo constituye “Viaje a Nueva York (1973)”, minucioso recuento de una visita a Nueva York que no gana nada al ser incluido en un libro de poemas. Lo mismo diríamos de la “Visita a Alemania (1973)”, donde nos refiere que en la Feria del Libro de Frankfurt encuentra algún póster suyos, que le piden autógrafos y otros insignificantes pormenores anecdóticos, entre anotaciones de interés..
            Cierto que Ernesto Cardenal nunca quiso ser lo que comúnmente se entiende por un poeta lírico, que no en vano la corriente estética en que quiso incluirse recibió el nombre de “exteriorismo” por dar a la realidad exterior (con su belleza y su fealdad) el protagonismo del poema. Lo que nos disuena en Ernesto Cardenal no es el prosaísmo, tan común en la poesía contemporánea, que abomina de lo convencionalmente poético, sino la dispersión, el escribir como dejándose ir, el dar la impresión de que sus divagatorios poemas collages (al principio sobre la conquista y la opresión de las dictaduras latinoamericanas, luego sobre la evolución, las galaxias y el origen del Universo, un poco a la manera de Teilhard de Chardin), lo mismo podrían terminar a los cien versos que a los doscientos o continuar indefinidamente después del medio millar.
            ¿Devoró el personaje al poeta? No me atrevería a afirmar tanto, pero no resulta demasiado aventurado afirmar que de los setenta años que Cardenal pasó escribiendo poemas sobra casi todo lo que escribió en las últimas cuatro o cinco décadas, o al menos sobra para el lector más interesado en la poesía que la historia y en el personaje.