Poesía
José García Nieto
Selección e
introducción de Joaquín Benito de Lucas
Fundación Banco
Santander. Madrid, 2014.
¿Qué queda de la poesía de José García Nieto a los cien años
de su nacimiento? Hay quien piensa que solo un adjetivo y un divertido capítulo
en la novela de la literatura. El adjetivo, “garcilasista”, le permite ocupar
un sitio en todas las historias de la poesía española de posguerra; al
principio representó un honor, luego se convirtió en una losa de la que no fue capaz de librarse, aunque se
pasó el resto de su vida intentándolo.
El
picaresco secreto que se escondía tras el premio Adonáis concedido en 1950 a la desconocida
poetisa Juana García Noreña pronto fue un secreto a voces. El libro. Dama de soledad, fue recibido con
unánimes elogios, incluso el exigente Juan Ramón Jiménez, allá en su exilio,
aseguró que nos encontrábamos ante una obra maestra. Gerardo Diego, presidente
del jurado, no fue menos entusiasta en el elogio: Juana García Noreña aportaba una
sensibilidad nueva a la poesía española, sus versos de amor solo los podía
haber escrito una mujer. Pero a esa mujer no la conocía nadie. Una joven
asturiana, Ángeles Fernández de la Borbolla, aspirante a escritora, habitual en
las tertulias del Gijón, afirmó que era un pseudónimo suyo, cobró el importe
del premio e incluso leyó públicamente los poemas del libro. Pero no pudo
sostener mucho tiempo el engaño y se refugió en la finca segoviana de la poeta
Alfonsa de la Torre, de la que fue secretaria y quizá amante. El autor de ese
libro premiado con el Adonáis era José García Nieto, que nunca pudo declarar su
autoría porque era miembro del jurado y con el voto que se dio a sí mismo había
derrotado a otros candidatos meritorios como Victoriano Crémer.
No aparece
ningún poema de Juana García Noreña en la antología que Joaquín Benito de Lucas
le ha dedicado con motivo de su centenario. En realidad, se trata de una
reedición de la publicada en 1996, el mismo año en que se le concedió el premio
Cervantes. Entonces y ahora se perdió una buena ocasión de rescatar la figura
paradójica de García Nieto.
Su
nombradía comenzó en 1943 cuando le encargaron dirigir Garcilaso, una de las revistas con que el nuevo régimen trató de desmentir
a León Felipe, quien afirmaba que los derrotados en la guerra civil “se habían
llevado la canción”. Los poetas de Garcilaso,
los nuevos poetas que comenzaron a surgir en la España de Franco, no se
dedicaban a cantar loas al régimen, aunque alguna hubo, sino a mirar para otro
lado ante la dictadura y hablar “del campo y soledad”, de amores y melancolías,
en perfectos endecasílabos. Muchos de estos autores, como el propio García
Nieto, procedían de la zona republicana; el régimen les perdonó la vida y los
utilizó como perfecta coartada para justificar su generosidad y la presunta
superación de viejos enfrentamientos. La oposición al régimen no vendría de la
mano de los viejos republicanos que se quedaron en el interior, sino en buena
parte de los hijos de los vencedores.
En los años
sesenta, cuando comienzan a tener predicamento poetas como Ángel González o
José Ángel Valente, ya José García Nieto, aunque sigue cosechando premios y
honores oficiales, es visto como un poeta de otro tiempo. En 1966 –el año de
los grandes libros de la llamada generación del cincuenta: Tratado de urbanismo, La
memoria y los signos, Moralidades–
publica Memorias y compromisos donde
por primera vez se atreve a hablar de lo que hasta entonces había callado: “Yo
sé lo que es el miedo, y el hambre, y el hambre de mi madre y el miedo de mi
madre; yo sé lo que es temer la muerte, porque la muerte era cualquier cosa,
cualquier equivocación o una sospecha (…) Yo sé lo que es enfermar en una
celda, y defecar entre ratas que luego pasaban junto a tu cabeza por la noche”.
Pero su
perfil literario estaba ya fijado para siempre y el poeta, preso de su
virtuosismo, siguió ganando premios, cada vez menos significativos, y
dirigiendo revistas oficiales. En una de ellas, Poesía española, tuvo como secretario a Francisco Umbral; desde
otra ayudó en sus comienzos a Camilo José Cela, que nunca olvidaría ese favor y
le llevaría a la Academia y luego, cuando ya la enfermedad le había apartado de
la literatura, a obtener un premio Cervantes que debe más al autoritarismo del
Nobel ante un jurado pusilánime que a los méritos del galardonado.
Una buena
antología de José García Nieto nos mostraría a un poeta quizá menor, pero sin
duda verdadero: “En este lado está la vida; / mis palabras, al otro lado”. Para
ello haría falta un exigente lector contemporáneo que rescatara la obra viva
entre tantas hojas secas. No lo hace Joaquín Benito de Lucas, quien llega al
extremo de incluir íntegro uno de los libros más prescindibles del autor, su Nuevo elogio de la lengua española,
discurso de ingreso en la Real Academia escrito en verso, pero del que también
se reproduce la protocolaria introducción en prosa, que nada pinta en una
antología.
El puñado
de espléndidos sonetos dispersos en estas páginas (“No sé si soy así ni si me llamo / así como
me llaman diariamente…”) se pierde entre tantos otros que son solo obra del
excelente versificador que más de una vez se dejó llevar por la facilidad.
Un
centenario es una buena ocasión para hacer balance de lo que queda de un
escritor que tuvo su tiempo y que se fue borrando, quizá injustamente, con el
tiempo. Con García Nieto, hasta el momento, se ha desaprovechado esa ocasión.
No parece que esta antología vaya a añadirle nuevos lectores. Joaquín Benito de
Lucas ha perdido una excelente oportunidad de descargar de peso muerto la
anterior edición y añadirle textos más acordes con la sensibilidad
contemporánea (como los ingeniosos y maliciosos epigramas que firmó con
pseudónimo en diferentes revistas o circularon manuscritos). Se ha limitado a añadir
unos cuantos artículos sobre poesía. Pero como crítico –véase El cuaderno roto, que recoge sus
colaboraciones en La Estafeta Literaria–
García Nieto se caracterizó más que por el rigor y la hondura, por la
generosidad y la cordialidad, cualidades personales que marcan su trayectoria
literaria.