Medio siglo con
Borges
Mario Vargas Llosa
Alfaguara. Madrid,
2020.
En el prólogo a El informe de Brodie escribió Borges:
“Por increíble que parezca, hay escrupulosos que ejercen la policía de las pequeñas
distracciones”. No quisiera ser incluido entre ellos, y por eso no me detendré
en las pequeñas distracciones de Mario Vargas Llosa en esta recopilación:
fechar en 1963 la entrevista inicial con Borges y mencionar dos veces esa fecha
en el artículo conmemorativo “Borges en París” (fue en 1964 cuando invitó a
Borges el Congreso por la Libertad de la Cultura –hoy sabemos que financiado
por la CIA—y pasó dos meses en Europa) o llamar Ezequiel Martínez Estrella a
Ezequiel Martínez Estrada (error en este caso de la editorial, que dejó hacer
de las suyas al corrector automático).
Más significativo
resulta el hecho de que cite de memoria y equivocadamente una frase de Borges
en la entrevista de 1964 y mantenga esa interpretación errónea durante medio
siglo: “Desvarío empobrecedor el de querer escribir novelas –dice Vargas Llosa
que escribió Borges--, el de querer explayar en quinientas páginas algo que se
pude formular en una sola frase”. Pero lo que Borges escribió –en el prólogo a El
jardín de los senderos que se bifurcan, luego incluido en Ficciones-- fue:
“Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar
en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos
minutos”. No parece que se refiera expresamente a las novelas, sino en general
a los libros extensos, que él no pudo o no quiso escribir (los suyos son
siempre recopilación de trabajos breves, por lo general anticipados en la
prensa). Continúa: “Más razonable, más inepto, más haragán, he preferido la escritura
de notas sobre libros imaginarios”. Si la frase se refiriera a las novelas –muchas
de menos de quinientas páginas, por cierto--, diría que habría preferido la
escritura de cuentos.
Aunque
Vargas Llosa, en la pieza de más empeño del volumen “Las ficciones de Borges”,
indique que lo relee cada cierto tiempo, “como quien cumple un rito” y que
incluso, para preparar esa conferencia de 1987, releyó “de corrido toda su
obra”, su conocimiento de la obra de Borges parece presentar importantes
lagunas. La primera tiene que ver con su poesía, que conoce poco y que valora
menos.
Medio
siglo con Borges comienza con un retrato en verso del escritor (es el único
poema que conocemos de Vargas Llosa y no nos hace lamentar desconocer otros), en
cuyos primeros versos puede leerse: “De la equivocación ultraísta / de su
juventud / pasó a poeta criollista, / porteño, cursi, patriotero / y
sentimental”.
¿Borges
poeta cursi y patriotero? También a veces dormita Homero y no es Vargas Llosa
el único escritor notable que carece de sensibilidad para la poesía, pero quizá
debería abstenerse de hacer juicios sobre lo que le resulta ajeno.
Menos
comprensible resulta que este gran admirador de los relatos de Borges limite su
conocimiento a los libros que le dieron la fama, en los que prevalece “el
quehacer intelectual de razonar fantasías”. Ignora por completo El informe
de Brodie, donde Borges, según señala en el prólogo, intenta “la redacción de cuentos directos”.
Cuentos realistas y tan impactantes como “La intrusa”, que nada tiene que ver
con sus elaboradas fantasías sobre una presunta biblioteca que contenga todos
los libros o sobre la lotería en Babilonia.
El Borges
de Vargas Llosa –“intelectual y abstracto”, “de una concisión matemática”, tal
como se le veía en la Francia de Barthes y Foucault-- es solo una caricatura
del Borges verdadero o una simplificación de los varios Borges que el escritor
fue siendo a lo largo de una trayectoria literaria de más de sesenta años en la
que no hubo decadencia: sus últimos libros están entre los mejores suyos.
Borges no fue capaz de escribir
novelas, llega a afirmar Vargas Llosa, no porque el género no le interesara,
sino porque en las novelas “se mezclan el intelecto y las pasiones, el
conocimiento y el instinto, la sensación y la intuición, materia desigual y
poliédrica que las ideas por sí solas no bastan para expresar”. Pero eso ocurre
no solo en las novelas, sino en cualquier obra literaria que merezca la pena.
No era Borges puro intelecto, no
estuvo al margen de las pasiones humanas. En uno de sus famosos prólogos, que
Vargas Llosa parece no haber leído escribió: “El ejercicio de las letras es
misterioso; lo que opinamos es efímero y opto por la tesis platónica de la Musa
y no por la de Poe, que razonó, o fingió razonar, que la escritura de un poema
es una operación de la inteligencia”.
El Borges humano, demasiado
humano, aparece en un libro monumental que Vargas Llosa descubrirá con asombro
cualquiera de estos días: Borges de Adolfo Bioy Casares. Las opiniones
de Borges no le restan un ápice a su grandeza de escritor (él procuró que no
interfirieran en su obra literaria), pero su rechazo de unas dictaduras y su
defensa de otras o su racismo impiden que lo consideremos, como persona,
ejemplar. Con incredulidad leemos algunas de sus opiniones, como la formulada
el 12 de enero de 1963: “Los negros de los Estados Unidos son un problema real
y no ficticio. Hay algo evidente en los negros que nos rechaza. Por eso los
argentinos vemos a los brasileros como macacos”. Su interlocutor, Juan José
Hernández, trata de razonar: “No hay ningún parecido entre los negros y los
monos. Los labios abultados son propios del hombre; los monos no tienen labios,
la boca es como un tajo”. Pero Borges no se da por vencido: “Todas esas
diferencias que usted señala son contraproducentes. Son muy sospechosas. Usted
las señala porque piensa que hay algún parecido entre negros y monos. No se
pondría a enumerar las diferencias que hay entre negros y monos, entre la Venus
de Milo y un mono”. Se habla luego de que hubo y ya no hay negros en Argentina.
“Qué lástima”, exclama Hernández. Y Borges, al recordar esa exclamación,
comenta después a Bioy: “Este muchacho es completamente idiota”.
No cabe duda de que Vargas Llosa,
como eficaz divulgador, sabe llamar la atención sobre un libro –léanse sus
páginas sobre Textos cautivos o Atlas--, pero como crítico
literario resulta algo prejuicioso y sorprendentemente desatento. Basten dos muestras.
Afirma que la prosa literaria
creada por Borges es una anomalía en un idioma, el español, “palabrero,
abundante, pirotécnico, de una formidable expresividad emocional, pero, por lo
mismo, conceptualmente impreciso”. Y eso explica que “un Valle-Inclán, un
Alfonso Reyes, un Alejo Carpentier o un Camilo José Cela –para citar a cuatro
magníficos prosistas-- sean tan numerosos (como decía Gabriel Ferrater) a la hora
de escribir”. Unas líneas más abajo, sin embargo, nos indica que el propio
Borges confesó “que debe a Alfonso Reyes, a su prosa, el haber aprendido a ser
‘claro y directo’, en vez del prosista enrevesado y barroco que es en sus
primeros libros”.
En “Borges entre señoras”,
comentando las notas seleccionadas en Textos cautivos, escribe: “No es
raro que un elogio vaya acompañado de un mandoble letal, como en esta frase en
la que, luego de alabar dos novelas de Lion Feuchtwanger –El judío Süss y
La duquesa fea--, añade: “Son novelas históricas, pero nada tienen que
ver con el laborioso arcaísmo y con el opresivo bric-à-brac que hace
intolerable ese género”. Curioso “mandoble” –y nada menos que “letal”-- decir
que sus novelas carecen de los defectos habituales en el género en que se
incluyen.