Maurizio Serra
Malaparte. Vidas y leyendas
Traducción de Juan
Manuel Salmerón
Tusquets. Barcelona,
2012
La vida de un escritor acaba formando parte de su obra. La
de Curzio Malaparte, tan bien contada por Maurizio Serra, está a la altura de
sus dos obras mayores, Kaputt y La piel. Fue un fascista de primera
hora, amigo de la violencia, cómplice en uno de los casos más turbios que
llevaron a Mussolini a afianzarse en el poder: el asesinato de Matteotti. Tras
las elecciones de 1924, ganadas por la “lista nacional” mussoliniana, un
diputado veneciano, Giacomo Matteotti, presenta en el parlamento pruebas de
fraude electoral y malversaciones,
pruebas que implican directamente al ministro del Interior. Pocos días después
es secuestrado a la salida de su casa; su cadáver aparecerá meses más tarde.
Gran escándalo internacional, hay una investigación que lleva hasta una de las
“squadras” del partido fascista, dedicadas a amedrentar adversarios y obreros
díscolos. Dirigidas por personas de la máxima confianza del Duce, la
investigación del asesinato cada vez se acerca más a su persona. Y en ese
momento interviene Malaparte –un llamativo pseudónimo que encubre su origen
alemán: el apellido real era Suckert–, que se presenta a declarar
voluntariamente. Según él, la misma noche del crimen, el principal acusado,
Amerigo Dumini, un matón con el que mantenía cierta amistad, le confesó que su
intención era darle una lección al diputado, no matarlo, que su muerte fue
accidental. Dumini, que hasta entonces lo había negado todo, se acoge a esa
versión, ya que la pena por homicidio involuntario no podía ser demasiado
grave. Se le prepara además un atenuante, con la intervención también de Malaparte.
Poco antes había sido asesinado en París, por un anarquista, un diplomático italiano;
de ese crimen se acusa con pruebas falsas a Matteotti: la “lección” que quiso
darle Dumini estaría así justificada por la indignación que le causó ese
crimen. Mussolini puede respirar aliviado y los contrarios al fascismo saben
desde ese momento a qué atenerse.
Curzio Malaparte no recibió el
premio que esperaba por sus servicios –un alto cargo en la política o en la
diplomacia– y desde entonces guardó un cierto resquemor hacia Mussolini. En
contra de lo que dijo a partir de 1943, nunca fue antifascista mientras el
fascismo estuvo en el poder. Cierto que en 1931 se le confinó a la isla de
Lipari, pero por su enfrentamiento personal con uno de los capitostes del fascismo,
Italo Balbo, y los cinco años que decía haber pasado en el destierro fueron
poco más de un año.
Muchos
puntos negros hay en el comportamiento de Curzio Malaparte, siempre atento a
sus intereses, siempre dispuesto a venderse al mejor postor, y Maurizio Serra
no perdona uno y con paciencia y buena documentación va desmontando todas las
mentiras con las que el escritor adornó o directamente falsificó su vida. El libro, sin embargo, está escrito desde la
simpatía. Y el lector acaba sintiéndola también. Curzio Malaparte atrae y
repele al mismo tiempo. Exhibicionista y a la vez lleno de secretos, practicaba
el culto a la virilidad, pero eso no le impedía utilizar un discreto
maquillaje. Agresivamente homófobo, se le tildó de homosexual, pero el único
hombre del que estuvo enamorado –si no tenemos en cuenta su relación de
amor-odio con Mussolini– fue él mismo. Tampoco parece que estuviera nunca
enamorado de ninguna mujer, aunque muchas lo estuvieron de él y una de ellas,
la actriz norteamericana Jane Sweigard, llegó hasta el suicidio por amor. A las
mujeres las trató con una displicencia que a veces se confunde con los malos
tratos. Aparte de a sí mismo, parece que solo amó a los animales, especialmente
a sus perros, con los que gustaba de pasear a solas.
Era un
dandy y un monje, un insaciable acaparador de elogios y honores y un escritor
dedicado obsesivamente a conseguir la verdad de cada página. Fue el cronista de
los horrores del siglo XX, un cronista que siempre presumía de haber estado
allí, de haberlo visto todo con sus propios ojos. Mentía, mentía continuamente,
como periodista y como escritor, pero solo era para mejor decir la verdad, para
hacerla más verdadera. Más de una vez le descubrieron fechando todavía sus
reportajes en el frente cuando ya llevaba meses viendo en Roma o en Capri.
Sus dos
obras mayores, Kaputt y La piel, nos hablan de los desastres de
la guerra. Se trata de dos inmensos e inolvidables reportajes alucinados. En Kaputt acompaña, como enviado especial
de un periódico italiano, a los soldados alemanes en su ocupación de Polonia y la Unión Soviética. El periodista
Lino Pelegrini, que le acompañó entonces, y al que Maurizio Serra entrevista en
su biografía, ha puesto en cuestión alguna de las anécdotas que Malaparte
cuenta en Kaputt. Importa poco. Lo
que se le puede reprochar a un periodista no se le puede reprochar a un
escritor. Lo que le han contado, aquello de lo que se ha enterado por otros
medios, lo cuenta como si hubiera sido testigo presencial; consigue así que la
eficacia sea mayor, y a veces también la verdad.
Los
napolitanos tardaron en perdonarle a Malaparte el retrato que de ellos hizo en La piel, un libro que es a la vez el
retrato más fiel de la ciudad en los días terribles de la “liberación” y una
onírica pesadilla.
Mucho de
tragedia grotesca, de comedia a la italiana, tuvo el final de Malaparte, los
largos meses que pasó en una clínica romana tras habérsele detectado cáncer
durante un viaje a China. Todos sus amigos y sus enemigos, todo el que era
alguien en la Italia
de entonces, fue a visitarle y él, a pesar de los terribles dolores, estaba
encantado de haberse convertido en lo que siempre quiso ser: el centro del
mundo. Poco antes de su muerte le entregaron, con mucho ruido mediático, el
carnet del partido comunista (con los comunistas había coqueteado desde que se
quedó huérfano de Mussolini), pero murió, según se anunció también estruendosamente,
convertido al catolicismo. Eran tiempos, años cincuenta, en que en Italia como
en España (recordemos el caso de Ortega y Gasset) había clérigos especializados
en aprovechar los momentos de debilidad de los agonizantes ilustres para lograr
que volvieran al redil de la fe. Los padres jesuitas que lograron la
“conversión” de Malaparte explicaron a los periodistas que, en su presencia,
había roto el carnet del partido comunista que le habían entregado poco antes.
Pero ese carnet, que todavía se conserva, apareció intacto escondido bajo el
colchón. Malaparte, que solo se quería a sí mismo, jugó hasta el último momento
a dejarse querer por unos y por otros.
La
biografía que le dedica Maurizio Serra lleva el subtítulo de “vidas y
leyendas”. No solo de esas vidas, raramente ejemplares, y de esas leyendas, que
aún no han perdido su capacidad de fascinación, se nos habla en este libro;
también de la compleja historia de Italia en la primera mitad del siglo XX y de
la obra literaria, muy minuciosamente analizada, de una de los nombres
fundamentales de su tiempo.
Una
biografía ejemplar, a pesar de alguna inexplicable desidia de los editores (como
ofrecernos la lista íntegra de las traducciones de Malaparte al francés y solo
tres o cuatro traducciones recientes al español), de un seductor que no habría
sido el gran escritor que fue sin haber sido la persona a menudo poco ejemplar
que también fue.