martes, 30 de octubre de 2012

Alberto Manguel: La pasión por la lectura


Alberto Manguel
El sueño del Rey Rojo.
Lecturas y relecturas sobre las palabras y el mundo
Alianza Editorial. Madrid, 2012


Una historia de la lectura se titula el libro que hizo famoso a Alberto Manguel. Todas sus otras obras podrían titularse de la misma manera. También esta generosa miscelánea a la que tratan de dar unidad las citas, no siempre pertinentes, de Alicia en el País de las Maravillas y A través del espejo, colocadas al comienzo de cada una de las secciones y cada uno de los capítulos.
            Los lectores habituales de Manguel encontrarán abundantes anécdotas, citas y referencias que les resultan familiares. Como Borges, su maestro, Manguel gusta de las variaciones y las reincidencias, y vuelve siempre a determinados episodios biográficos que se convierten en los puntos de apoyo de su reflexión sobre la lectura.
            La biografía de Manguel es parte de su obra, y parte esencial. Nació en Argentina, pero su primera infancia transcurrió en Tel Aviv. A los ocho años, cuando regresó a Buenos Aires, hablaba inglés y alemán, pero no español. Su adolescencia fue Argentina, pero después de deambular por distintos países, adoptó la nacionalidad canadiense. Actualmente reside en Francia, en una casa de campo reconstruida especialmente para contener su prodigiosa biblioteca. Escribe en inglés. Lee en las principales lenguas de cultura.
            Mucho tiene en común con Borges, es casi uno de sus personajes, pero hay algo fundamental que los diferencia: el estilo. Borges busca la calidad de página: cualquier fragmento suyo resulta inconfundible. Con una expresión de otro tiempo podríamos decir que es un maestro del idioma (del idioma español, aunque conociera muchos otros, y el inglés le resultara casi tan propio como el español). Manguel es todo lo contrario de un estilista. Cierto que lo leemos traducido (y no siempre elegantemente traducido: se habla de “reportar”, de “copias” en lugar de “ejemplares”), pero no da la impresión de que en él, que se educó en varias, se produzca la íntima conexión con una lengua que caracteriza al creador.
            Como Borges, Manguel es un autodidacta: su formación académica terminó con el bachillerato. Eso le ha permitido no ser un especialista, o mejor, serlo a su manera. Ha convertido su afición a la lectura en una profesión. Y nos habla de Dante, de Homero, de Shakespeare o Cervantes con una pasión y un conocimiento que no están al alcance de ningún riguroso especialista universitario.
            Para Manguel, la relación con los libros es parte de su vida, y por eso hable de lo que hable acostumbra a comenzar hablándonos de su vida: la infancia en Tel Aviv, donde su padre, judío, fue nombrado por Perón primer embajador en el recién creado estado de Israel; el bachillerato en el Colegio Nacional de Buenos Aires, donde tuvo profesores excepcionales, como Isaías Lerner, o el profesor que le descubrió a Kafka y a la gran literatura contemporánea y que luego resultó un delator de sus estudiantes ante los militares; sus andanzas bohemias en París y Londres; los muchos oficios que tuvo antes de conseguir que su afición de siempre, la lectura, se convirtiera en el gran tema de su escritura y en la base de toda su actividad profesional.
            Manguel, contra lo que pudiera parecerse, no se refugia en la biblioteca, o si lo hace, se trata de una biblioteca con grandes ventanales abiertos al mundo. Con amena erudición nos habla del origen del punto o esboza una “breve historia de la página”, pero también traza una semblanza ejemplar del Che Guevara o arremete contra los intentos de amnistiar a los militares argentinos y pasar página de la barbarie genocida de la dictadura.
            Al contrario que Borges, que  procuraba dejar al margen de la literatura sus opiniones políticas o de otro tipo (tan irritantes a veces), Manguel no nos ahorra sus, a ratos, discutibles opiniones sobre esto y aquello. En ocasiones da la impresión de que se siente un hombre de otro tiempo, el último representante de una estirpe a extinguir. Sirvan como ejemplo sus afirmaciones sobre Internet y la lectura: “Los bibliotecarios de hoy se ven enfrentados cada vez más a un problema desconcertante: los usuarios de la biblioteca, sobre todo los más jóvenes, ya no saben leer competentemente. Pueden encontrar y seguir un texto electrónico, pueden cortar párrafos de diferentes fuentes de Internet y recombinarlos en una sola pieza, pero no parecen capaces de comentar y criticar y glosar y memorizar el sentido de una página impresa. El texto electrónico, por su misma accesibilidad, les brinda a los usuarios la ilusión de apropiación sin las dificultades que conlleva el aprendizaje. El propósito esencial de la lectura se les escapa, y lo único que queda es acumular información, para usarla cuando haga falta”.
            ¿Pero en qué época los jóvenes –así en general– supieron leer “competentemente”? Cuando Manguel estudiaba su bachillerato en el elitista Colegio Nacional durante el peronismo, ¿la mayoría de los jóvenes argentinos sabía leer “competentemente”? ¿Saben leer “competentemente” la mayoría de los adultos de su edad, formados antes de Internet? ¿Antes los jóvenes eran capaces de “comentar y criticar y glosar y memorizar el sentido de una página impresa” y ahora no? Antes y ahora, solo una minoría bien formaba era capaz de eso, y esa minoría no ha menguado, sino todo lo contrario.
            Pero si de vez en cuando dormitaba Homero, ¿cómo no iba a hacerlo Alberto Manguel, lúcido erudito que deja de serlo cuando le deslumbran los destellos del texto electrónico? Se lo perdonamos por lo mucho que ha leído y por lo bien que sabe contagiarnos su pasión por la lectura.

lunes, 22 de octubre de 2012

José Luis Parra: Naturaleza viva con fantasmas


José Luis Parra
Inclinándome
Pre-Textos. Valencia, 2012


La muerte del autor, a los pocos días de aparecer su libro, le añade un tinte de patetismo que no siempre le beneficia. Inclinándome, de José Luis Parra, no necesita ese subrayado. Es una de las obras más escuetamente conmovedoras de la poesía española de los últimos años. Muchos de sus poemas, escritos en la lengua de todos los días, sin ninguna concesión al verbalismo ni al preciosismo, nos cortan el aliento.
            José Luis Parra, aunque nacido en Madrid en 1944, es un poeta valenciano, muy ligado a la estética de Vicente Gallego y de Carlos Marzal, y afín en cierto modo –solo en cierto modo– a Eloy Sánchez Rosillo. Aunque mayor que todos ellos, comenzó a publicar tardíamente, en 1989, y eso hizo que durante bastante tiempo, fuera de Valencia, se le tuviera por un discreto epígono.
            La poesía de José Luis Parra ha tardado en llegar a los lectores. Las razones son varias. La que más nos importa tiene que ver con que es un poeta de evolución lenta, de los que van creciendo poco a poco, y no de los que deslumbran con un primer libro, o unos primeros libros (el caso de tantos poetas de su generación, la de los llamados “novísimos”), para luego ir apagándose o parodiándose.
            La cita inicial, de Eliseo Diego, explica el título y formula un principio estético: “Inclínate, pues, como caña al viento, pero cuida bien el dibujo de la curva; todo es arte al fin”. La completa otra, no menos atinada, de Samuel Beckett: “Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”.
            Inclinándose habla del fracaso, pero rara vez condesciende a la queja. “Carpe diem” se titula uno de los poemas, y muchos de ellos son variaciones de la horaciana invitación a gozar del instante. Los placeres pequeños, las mínimas alegrías cotidianas, son reiteradamente cantadas por José Luis Parra. “Regar las plantas” termina con tres versos que valen por un poema: “Qué verde y fresco, / como recién creado, / gotea el mundo”. Y hay un texto, que parece de circunstancia, que podría haber sido un encargo municipal, pero que ejemplifica muy bien su capacidad para convertir la cotidianidad en símbolo. “Para celebrar la línea 5 del metro en Valencia (Distrito marítimo-Aeropuerto)” dice así: “Salir del puerto, / del mar, que es el morir / y también la promesa / de la resurrección, / y tras cruzar los túneles, / los ríos del infierno, / salir, / salir a ese impulso de delicia / entre las nubes, / salir al vuelo, / estando ya mi invierno sosegado”. Poema que parece hecho de nada, como tantos del libro, con su resonancia manriqueña y su eco de San Juan.
            En “Plantas naturales y plantas literarias”, la literatura parece sobreponerse a la realidad: ninguna flor de genciana puede ser tan hermosa “como esa antorcha bífida del poema de Lawrence, / esa azulada oscuridad que fulge / y fulge en mis noches, y me guía, / más deslumbrante cuanto más oscura / en el descenso al tálamo primordial de las sombras”.
            Las referencias literarias, nunca muy rebuscadas, todo lo contrario, asoman de vez en cuando. El primer “Nocturno” remite a los poemas insomnes de Darío en Cantos de vida y esperanza (“¿Escuchas cómo late el corazón del mundo?”). El más estremecedor endecasílabo de Góngora reaparece al final de “Lecciones de la Semana Santa”: “Casi, casi me paraliza el corazón / este naufragio en polvo, en humo, en sombra, en nada”. Y el becqueriano “qué solos se quedan los muertos” se convierte en “qué solos se quedan los vivos / cuando empiezan a marcharse de la casa los muertos”.
            La literatura que aparece en Inclinándome es solo la que queda en la memoria, la que forma parte de nuestra propia vida, la que surge en medio de cualquier trivial conversación: “entre el barullo del almuerzo / y las brumas del día, dos / aficionados a la caza me hablan / de noches en la sierra, de tiendas junto al río, / oyendo en la maleza gruñir al jabalí”. La segunda parte de ese poema, “Conversaciones en la barra”, glosa las connotaciones de una palabra y los nombres a ella asociados, símbolos de la infancia y de la libertad: “El río… / Qué prodigioso el río… cuánta, cuánta / agua ha pasado, cuánta escoria; /cuánto tiempo hace que dejé de ser / Tom Sawyer, Huckleberry / Finn”.
            Habla de la decadencia vital, pero no hay ningún síntoma de decadencia estética en Inclinándome; no es un compendio, como tantos otros títulos finales, de fragmentos, reiteraciones y tentativas.
            Los pequeños goces y el espanto de las postrimerías. Algo de relato de terror tienen varios poemas. Una joven sube al metro, se sienta confiada, cree que no hay nadie a su lado: “Se equivoca. / Con qué aprensión descubro al ofensivo / rostro que en el cristal con ella está viajando, / doble irreconocible de lo que fue en la vida. / Como la miran sus ojos cenagosos, / cómo respiran su perfume esas desagradables / fosas nasales…”. El espectro que intenta manchar “con bastardo aliento / el esplendor primaveral” es el reflejo del propio poeta, que tarda en reconocerse en la grotesca figura en que los años le han convertido.
            Sueños, escenas de caza, viejas fotos familiares, madrugadas alcohólicas, los pasos de la muerte que resuenan cada vez más insistentes, y también epifanías: “Croan las ranas. / No se acaba la infancia / cerca del río”. No se acaba la infancia. El libro, al que la muerte acaba de poner el definitivo colofón, termina con “Noche de reyes”: “Esta noche ha llovido / con mansa intensidad. Antes del alba, / como un chiquillo ansioso, / he abierto la ventana, / y allí, / allí estaban los zapatos, / colmados con el agua melodiosa / de la lluvia. El carbón, el viejo / y temido carbón era un diamante / de azulados fulgores en la cocina oscura”.
            En la cocina oscura, en la noche del mundo, brillan estos lúcidos, hirientes, desoladores y, finalmente, también consoladores poemas.

martes, 16 de octubre de 2012

Del nacionalismo vasco al nacionalismo español: Unamuno y Juaristi


Jon Juaristi
Miguel de Unamuno
Taurus / Fundación Juan March
Madrid, 2012


Ningún personaje es de una pieza, y Unamuno no resulta una excepción. De las muchas piezas que conforman su figura, las que menos le interesan a su más reciente biógrafo son precisamente las literarias. Jon Juaristi, poeta, despacha la poesía de Unamuno en unas pocas desangeladas líneas y solo cita íntegro un soneto, pero no por sus valores poéticos, sino porque puede considerarse “como una breve ejecutoria de hidalguía que actualiza, de modo no completamente irónico, el tema original de la nobleza originaria de los vizcaínos, ilustrándolo con el ejemplo de la familia Jugo”.
            Claro que si el vasco Unamuno es un personaje complejo no lo es menos su biógrafo, el también bilbaíno Jon Juaristi, que comenzó militando en la juventud nacionalista fundadora de ETA (y fue encarcelado por ello), que ocupó cargos durante el gobierno socialista de Euskadi y que luego se convirtió en el más eficaz ariete de la derecha contra el nacionalismo vasco hasta acabar en Madrid a las órdenes de Esperanza Aguirre. Y en medio queda una conversión al judaísmo que lo convierte en caso único entre los intelectuales españoles.
            A Jon Juaristi la obra literaria de Unamuno parece interesarse tan poco que comete errores de bulto: “Durante los primeros años del siglo. Miguel consolidó su prestigio como hombre de letras, no tanto en la novela, como en la poesía y, sobre todo, en el teatro”. ¿El prestigio de Unamuno en los primeros años del siglo se debía a su teatro? Qué disparate. Pero si no estrenó su primera obra hasta 1909, sin mayor éxito, y apenas le interesaba el teatro sino como un medio de conseguir dinero… según explica muy bien el propio Juaristi unas líneas más adelante.
            La más original de las peculiares opiniones de Juaristi (el estilo de Borges es deudor del de Menéndez Pelayo, por ejemplo) es la que considera El resentimiento trágico de la vida, la obra póstuma e inacabada de Unamuno, como “un gran poema modernista (en el sentido europeo), comparable a los mejores poemas del modernismo de entreguerras. Poemas como The Waste Land, de Eliot, donde, para decirlo con palabras de Feal Deibe, las ideas no hacen más que abocetarse y se salta sin transición de unas a otras”. Una opinión sugerente, sin duda, pero que no se acierta a desarrollar. Tras señalar que “lo que el autor cree escribir no determina el género de lo escrito” (“Notas sobre la revolución y guerra civil españolas” subtitula Unamuno su texto, y eso es lo que es), añade: “Fernando de Rojas creía escribir una tragicomedia y escribió una novela, Cervantes creía escribir un libro de caballería para acabar con los libros de caballerías y escribió una novela, James Mcpherson creía escribir una poema épico y escribió una novela, como advierte Hegel”.  Pues diga lo que diga Hegel el Fingal y los otros poemas gaélicos que Mcpherson atribuyó a Ossian no son más novela que la Ilíada o la Eneida y los libros de caballería son novelas (¿qué si no?) y si Fernando de Rojas creía escribir una tragicomedia eso fue lo que escribió.
            Pero estos detalles no disminuyen la importancia del volumen. Tampoco otros, muestras del no siempre fino humor de Juaristi (familiar a los lectores de sus poemas) o de la aproximación que a veces establece entre su biografía y la del biografiado. La famosa crisis que Unamuno padeció la noche del 21 al 22 de marzo de 1897 y que tan trascendental resultaría en su obra, según la mayoría de los estudiosos, la reduce a algo que conoce bien, “un vulgar ataque nocturno de pánico precedido de insomnio, con sudoración, disnea por hiperventilación y ligeras molestias en el pecho que el sujeto percibe como anuncio de inmediato infarto. Frecuentemente tiene secuelas fóbicas engorrosas que desaparecen al cesar la situación de estrés que lo causó. Como el número de los que lo padecen alguna vez en su vida se va acercando a la suma total de la población del planeta, los servicios hospitalarios de urgencia disponen hoy de ingentes cantidades de benzodiacepinas para despejar los pasillos y permitir el tránsito de heridos en accidentes de moto y peleas de discoteca, pero este tipo de recursos no existía a finales del siglo XIX”.
            ¿En dónde reside la importancia de este libro a pesar de sus salidas de tono? A Jon Juaristi, más que la literatura, le interesan la filosofía y la historia, especialmente la historia del nacionalismo. El surgimiento del nacionalismo vasco lo conoce mejor nadie, pero también ha estudiado con igual finura de análisis el nacionalismo español. La toma de partido en contra de uno y a favor del otro (la misma de Unamuno) casi nunca le resta valor y objetividad a sus análisis. Ni siquiera a Sabino Arana se le caricaturiza demasiado (y apenas tiene importancia el que, en la bibliografía, aluda a Alfonso Guerra como “político desaprensivo”). Parafraseando sus anteriores afirmaciones, podríamos decir que ha creído escribir una biografía y ha escrito una apasionante novela de ideas. El personaje de Unamuno a veces parece convertirse en solo un pretexto, y no siempre sale bien parado: ninguna de sus pequeñas miserias se atenúa. Es un ejemplo de intelectual que cree dirigir la historia y que en realidad es zarandeado por ella. Vivió de niño, como unas largas y apasionantes vacaciones, el cerco de Bilbao por los carlistas y la nostalgia de aquellos años le llevó a desear otra guerra civil, metafórica o no, que regenerara la vida española. La tuvo al final, como es bien sabido. Pero no fue precisamente la que él había soñado y con tanto fervor apoyó en un principio. Le salvó al final el discurso del Paraninfo, valeroso o temerario gesto al que Juaristi añade nuevos matices deducidos de la fotografía en que se ve a Unamuno abandonando la universidad. “Un bel morir tutta una vita onora”, como dice el conocido verso de Petrarca. 

martes, 9 de octubre de 2012

España contra Iberia, Pessoa contra Unamuno


Antonio Sáez Delgado
Fernando Pessoa y Espanha
Editora Licorne. Lisboa, 2012


Dos títulos recientes vuelven a poner de actualidad la cuestión de las relaciones entre Fernando Pessoa y nuestro país. Antonio Sáez Delgado, profesor en la Universidad de Évora, compendia sus investigaciones sobre el tema en Fernando Pessoa e Espanha; Jerónimo Pizarro reúne en Ibéria. Introduçao a Um Imperialismo Futuro (Ática) los dispersos fragmentos dedicados a una cuestión que siempre preocupó a los portugueses: la posible unión de los pueblos peninsulares.
            Las relaciones de Fernando Pessoa con España, país que nunca visitó, fueron escasas. Cierto que mantuvo relación epistolar con algunos poetas ultraístas, pero le ignoraron los nombres de primera fila más interesados por Portugal –Unamuno, Eugenio d’Ors–  y los que le conocieron apreciaron más su labor de crítico que de poeta. Ramón Gómez de la Serna, que vivió en Portugal algunos de los años más fecundos de su trayectoria literaria, le cita, equivocando el nombre, como uno más entre los escritores jóvenes.
            Adriano del Valle fue el único escritor español que conoció personalmente a Pessoa. Ocurrió en 1923, cuando el poeta andaluz visitó Lisboa en viaje de novios. Durante un mes se vieron casi diariamente. Pero Pessoa nunca le habló de su obra, sino de la de su amigo Mário de Sá-Carneiro, cuya poesía intentaba Adriano del Valle traducir y publicar en España.
            Tras la guerra civil. Adriano del Valle se convirtió en una de las más destacadas figuras literarias del nuevo régimen. En los años cuarenta, viajó con frecuencia a Portugal. Eran viajes oficiales, de exaltación de la amistad entre dos países regidos por un régimen fascista similar. Nunca entonces se acordó del autor de los heterónimos ni hizo nada por divulgar su obra en España. La memoria le vino, ya en los años cincuenta, cuando un pariente de Pessoa, Eduardo Freitas da Costa, que vivía en España, le preguntó por él. Freitas da Costa colaboraría más tarde en el número monográfico que la revista Poesía dedicó a Pessoa y que supuso la revelación de toda su plural grandeza para los lectores españoles.
            Antonio Sáez Delgado achaca el olvido actual de Adriano del Valle a su militancia falangista, a su estrecha relación con el régimen de Franco. Pero leemos su “Canto a Portugal”, un extenso poema que Sáez Delgado reproduce íntegro, y nos encontramos con un epígono de la retórica del modernismo. A Adriano del Valle, un poeta colorista y menor, no se le margina por su relación con el franquismo, sino que fue esa relación la que le permitió ocupar durante un tiempo un lugar muy superior al que le correspondía por sus méritos literarios.
            El desencuentro de Pessoa con España lo ejemplifica su relación con Unamuno. Le escribió enviándole la revista Orpheu, de la que estaba tan justamente orgulloso, y Unamuno, que mantenía correspondencia con todo el mundo y que tan atento estaba a cuanto ocurría en Portugal, ni siquiera le acusó recibo. A Unamuno eran otros nombres los que le interesaban: Texeira de Pascoaes, Eugénio de Castro, y esos fueron los poetas portugueses más divulgados en España en los años en que Pessoa realizó su obra.
            La preocupación iberista de Pessoa le llevó a un enfrentamiento con Unamuno que parece saldar viejos resentimientos. Pessoa, que fue además de poeta, muchas otras cosas, entre ellas un pensador político, soñaba con la unión de todos los pueblos peninsulares, con una nueva Iberia que tuviera en Europa y en el mundo el papel central que la península había tenido en el siglo XVI, en la época gloriosa de los descubrimientos. Pero esa unión no era una unión con España, todo lo contrario: solo sería posible con la desaparición de España, de la España imperialista. Sus palabras no dejan lugar a ninguna duda: “Portugal no quiere ser español, ni de una forma ni de otra. De los odios que la historia siembra, el odio del portugués al español imperialista es el único que nos ha quedado, porque el odio contra los franceses que nos invadieron con Napoleón y contra los ingleses que nos lanzaron el Ultimátum ya han pasado y han desaparecido”.
            Pessoa identifica a España con la Castilla que los portugueses derrotaron en Aljubarrota: “La primera nación enemiga de Iberia es España, en el sentido de la actual España: Castilla imperando antinaturalmente en un agrupamiento que no consiguió integrar, porque no integró a Galicia ni a Cataluña”.
            Para Pessoa el espíritu ibérico es una fusión del espíritu mediterráneo con el atlántico, “por eso sus dos columnas son Cataluña y la nación galaico-portuguesa”. Castilla sería solo una región de intercambio y de estabilización de esas dos influencias límites; su papel: ser “el del fiel de la balanza entre esas dos inclinaciones marítimas”.
            El iberismo de Pessoa no podía sino chocar con el de Unamuno, basado en la preponderancia de Castilla y su idioma. En una entrevista publicada en Portugal en los años treinta declaró: “Fui siempre contrario a la fragmentación de la Península. Estoy en desacuerdo con las aspiraciones separatistas de Cataluña, de las provincias vascongadas, mi tierra. Un sueño de poetas, de intelectuales… Si le pregunta a un campesino, a un comerciante catalán, a un hombre del pueblo, si quiere la independencia, verá lo que le responden”.  Y luego añade: “Pienso que vale más escribir en una sola lengua, en beneficio de la propia cultura, que permanecer encerrado en una lengua inaccesible, poco divulgada. ¿Qué ganan los catalanes escribiendo en catalán? ¿Qué ganan los vascos escribiendo en su lengua? La cultura catalana, finalmente, es conocida por sus escritores que escriben en castellano”. Incluso los portugueses –insinúa Unamuno–  ganarían escribiendo en castellano. Y Pessoa le responde con algo de exasperada sensatez: “El argumento de Unamuno es realmente un argumento para escribir en inglés, ya que esa es la lengua  más difundida del mundo. Si yo me abstuviera de escribir en portugués porque mi público es limitado, puedo escribir en la lengua más difundida de todas. ¿Por qué he de hacerlo en castellano? ¿Para que usted pueda entenderme? Es pedir demasiado para tan poco”.

martes, 2 de octubre de 2012

Andrés Trapiello: Campo de minas


Andrés Trapiello
Ayer no más
Destino. Barcelona, 2012


¿”Otra maldita novela sobre la guerra civil”, como tituló Isaac Rosa una de las suyas, la nueva novela de Andrés Trapiello? Solo en cierto modo. Ayer no más el título viene de Rubén Darío: “yo soy aquel que ayer no más decía”– trata menos de la guerra civil que de sus todavía vivas consecuencias, como las iracundas controversias que suscitó la Ley de la Memoria Histórica promulgada por Rodríguez Zapatero.
            Novela de tesis, con páginas que derivan hacia el ensayo histórico y el columnismo de opinión, Ayer no más corre el riesgo de ser juzgada por sus ideas sobre la guerra civil y no por valores estrictamente literarios. La tesis que propugna Trapiello es bien conocida: no hubo dos Españas, una democrática y liberal y otra fascista que se enfrentaron en la guerra civil, sino tres, y la democracia y el liberalismo estaban en esa tercera España –la de su beatificado Chaves Nogales, por ejemplo– que tuvo que exiliarse porque no encontraba sitio en ninguno de los bandos totalitarios en lucha, ambos igualmente responsables de crímenes atroces.
            El protagonista, el historiador José Pestaña, pierde consistencia como personaje para convertirse en una transparente máscara del autor: “Si denunciaba como una patraña de la propaganda el que los mejores intelectuales y escritores españoles solo estuvieran de parte republicana, los intelectuales y escritores de derechas se me acercaban con sonoras palmadas en la espalda, pero no les gustaba tanto si recordaba la mediocridad de sus pensadores, ideólogos y periodistas y poetas orgánicos, y cuando he dicho que no hay mucha diferencia entre los poemas de guerra del comunista Fulano y los del fascista Belgrano, no les he contentado ni a los unos ni a los otros”.
La tentación de discrepar de esas afirmaciones, o al menos de matizarlas, es grande. Pero el crítico literario debe dejarla de lado  y ocuparse de Ayer no más como obra de ficción.  Sin embargo, me permitiría aconsejarle al prestigioso historiador José Pestaña un libro, El holocausto español, de Paul Preston, en el que los crímenes de “los hunos y los hotros”, para decirlo a la manera unamuniana, se cuentan con el mismo estremecedor rigor, sin que por ello se considere que eran idénticas la España republicana y la fascista. De la barbarie en la zona republicana –especialmente en los primeros meses de la guerra civil cuando el gobierno se quedó sin medios para ejercer su autoridad– ya se había hablado, y mucho, antes de que Pestaña-Trapiello comenzara a distanciarse de unos y otros para alabar a la tercera España.
            La novela comienza con un juego perspectivístico: cada breve capítulo, en primera persona, expresa el punto de vista de uno de los personajes. El autor prescinde de los primores de su estilo literario para acercarse a una especie de sincopado monólogo interior que no desdeña el uso de dialectalismo, como el peculiar uso de “cual” que rechina casi en cada página: “Ese paisano que diga lo que quiera, puede haberse equivocado de persona, el cual no podrá probarlo”, “Encontré a don Mames en el confesionario, el cual no me reconoció”, “Habiendo llegado don Damián Lezama a León, en 1921, fundó la Bilbaína, fábrica de componentes y suministros eléctricos, el cual era un hombre emprendedor”, “No podía creer que era yo, lo cual que llevábamos sin hablar treinta años”.  El léxico de Raquel, una joven profesora universitaria, también sorprende un tanto; “joder, tronco, deja ya la puta moneda”, “un coche mazo de molón”, “se chinó porque se me piró llamarle paisano”.  El lector agradece que, según avance la novela, el autor se vaya olvidando de la caracterización lingüística de los personajes y cuente la historia de un modo más neutro, próximo –sobre todo cuando habla José Pestaña– al de sus ensayos y artículos periodísticos.
            Lo mejor de Ayer no más es lo que tiene de novela de familia, de ajuste de cuentas, y de perdón final, de un hijo con su padre; lo más discutible, la sátira del ambiente universitario –un mundo que quizá el autor conoce menos bien– y la caricatura de las asociaciones en defensa de la memoria histórica. Aunque se traslucen antipatías personales (la de Ian Gibson es la más evidente), sí es de agradecer el evidente afán de no ser partidista en un tema tan vidrioso como el de las responsabilidades históricas.
            Algo inverosímil resulta el punto de partida. Un niño se encuentra por primera vez, después de setenta años al asesino de su padre, y lo reconoce solo por la voz. ¿Tan inconfundible era esa voz? El asesino era un hombre bien conocido en León, todo el mundo le conocía y le saludaba, ¿nunca habían tenido ocasión de encontrarse antes en esos setenta años?
            Pero al autor, en esa novela de tesis, no le interesa demasiado la verosimilitud, juega incluso con ella. En un guiño cervantino, hace aparecer la novela dentro de la propia novela como escrita por el protagonista y nos describe el escándalo que suscita en la provinciana León, muy semejante al que ocasionaron algunos de sus libros (Andrés Trapiello mantiene con esa ciudad una peculiar relación de amor-odio). La cubierta del libro de ficción es semejante a la del libro real; la fotografía que en ella aparece resulta clave en la obra porque recoge un momento de felicidad antes de que se rompiera la relación entre el padre y el hijo.
            Reproduce Trapiello “Spoon River, Euskadi”, el conocido poema de Jon Juaristi, tantas veces citado al hablar del conflicto vasco: “¿Te preguntas, viajero, por qué hemos muerto jóvenes, / y por qué hemos matado tan estúpidamente? / Nuestros padres mintieron, eso es todo”. Lo curioso es que se lo atribuye a Kipling, no sabemos si maliciosamente: el poema de Juaristi es, en realidad, una variación, casi un plagio, de uno de sus epitafios de la guerra.
            No, Ayer no más no es “otra maldita novela sobre la guerra civil”. Es un esforzado intento de ajustar cuentas que no terminan de ajustarse nunca. La guerra civil –tantos años y tantos libros después–  todavía no es la guerra de Cuba, un asunto solo para historiadores, todavía su sangre puede salpicarnos si nos adentramos en terrenos que guardan minas aún por estallar, como hace y seguirá haciendo Andrés Trapiello y como quiso hacer, fuera de la literatura, el juez Garzón, con el resultado de todos conocido.