sábado, 30 de noviembre de 2019

Siete kilómetros y medio



La historia escondida
Xuan Bello
Xordica. Zaragoza, 2019.

Contra lo que suele creerse, los escritores no escriben libros, sino obras literarias que se dan a conocer en la prensa periódica –diarios o revistas–, en volúmenes exentos o primero en un medio y luego en otro.
            La mayoría de los textos literarios –cuentos, poemas, crónicas, notas de viaje, diario– necesitan un trabajo de edición para ser reunidos en volumen. Esa labor puede hacerla el propio autor –pero hay muchos que son descuidados editores de sí mismos– o un profesional independiente.
            Toda la obra en prosa de Xuan Bello –escrita primero en asturiano y desde hace años en castellano– se ha publicado inicialmente en la prensa, generalmente formando series que luego pasaban al libro, aunque en bastantes casos las piezas que lo integraban fueran intercambiables entre un volumen y otro.
            La historia escondida traduce tres de las seis partes que integran La hestoria tapecida, publicada en 2007. La más extensa y novedosa se titula “Siete kilómetros y medio” y habría merecido una publicación independiente, Se complementa con “La cueva del olvido”, que desarrolla una de las muchas historias que en ella se van entretejiendo, y “Veintitrés golpes de hacha”, prescindible conjunto de veintitrés anotaciones de muy desigual interés.
            “Siete kilómetros y medio” es el relato de un viaje corto en el espacio –la distancia que indica el título–, pero largo en el tiempo. El autor, que aparece como personaje (toda su obra narrativa contiene elementos de autoficción), y un primo suyo residente en Argentina, recorren a pie los rincones del occidente asturiano de los que son oriundos.
            El viaje es un pretexto para hablarnos de la emigración, del mundo rural, para entretejer docenas de pequeñas historias (inventadas unas, tradicionales otras) y mil y una divagaciones.
            Xuan Bello es un maestro en el arte de la fantasiosa erudición, de la autobiografía imaginaria, que nunca lo son del todo. Consciente o inconscientemente juega siempre con el lector. Ha leído o vivido lo que parece estar inventando, ha soñado o imaginado lo que afirma haber leído o vivido. ¿Es cierto que un tío suyo, Vitorio Fernández Valiela coincidió con Luis Cernuda en el Emmanuel College de Cambridge?
¿Es cierto que se carteó con el poeta y que trato de ayudarle para publicar una de sus obras en Argentina? Es cierto, aunque no es cierto –como da a entender Xuan– que se tratara de Ocnos ni que esa obra acabara publicándose finalmente en México. La correspondencia de Cernuda con Ricardo Molinari aclara el asunto: “He recibido carta de Losada acerca de las Tres narraciones. Supongo que ya estará usted enterado de que deciden no publicarlas. Como Fernández Valiela me escribió hace algún tiempo que Losada había aceptado el libro e iba a publicarlo dentro de este año, he sentido tal cambio de opinión”.
            Como Álvaro Cunqueiro, uno de sus maestros, como el antecesor de ambos, fray Antonio de Guevara, que fue obispo de Mondoñedo, Xuan Bello juega con la erudición para hacer literatura. Y hay que aceptar ese juego para poder entrar en su obra literaria.
            Con La hestoria tapecida –el volumen de 2007– quiso completar la trilogía iniciada en 2002 con la exitosa Historia universal de Paniceiros y continuada al año siguiente con Los cuarteles de la memoria (ambos se reunirían en un volumen titulado escuetamente Paniceiros). La historia escondida que pretendía contar era la de la emigración y la de las mujeres.
            Afortunadamente para nosotros los lectores, Xuan Bello por mucho que lo pretenda es incapaz de escribir una novela como el mercado manda. Lo suyo es irse por las ramas, olvidarse pronto del camino principal para perderse por mil y un atajos. Su arte es el arte de la genial improvisación,  el tocar de oído y el no volver nunca sobre lo ya hecho, aunque vuelva una y otra vez sobre los mismos temas.
            Nadie se toma más libertades que él con la verdad histórica o biográfica, pero no se aparte un milímetro de la verdad de la literatura, la única que importa.  
             


sábado, 23 de noviembre de 2019

Inteligencia y emoción



Saltar la hoguera
Rodrigo Olay
Hiperión. Madrid, 2019.

La poesía de Rodrigo Olay suscita, desde sus comienzos, asombro y perplejidad. Asombro por la perfección formal y la insólita erudición (el autor parece conocer al dedillo a sus clásicos y a sus contemporáneos); perplejidad, por la cercanía a cierta tradición cercana, la poesía de los años ochenta, y por no infrecuentes incursiones en la falacia patética.
            ¿Un joven maestro o el mejor discípulo de poetas como Miguel d’Ors, Jon Juaristi o Luis Alberto de Cuenca? Tras leer Saltar la hoguera nos inclinamos por lo primero. Hay un puñado de espléndidos poemas –desde ya pueden formar parte de la mejor antología de la poesía española–, en los que se leen al trasluz otros nombres, pero que solo podía haber escrito Rodrigo Olay.
            La sabiduría de estos poemas deslumbra tanto como la del primer Gimferrer. “Me gusta la palabra bella y el viejo y querido utillaje retórico”, escribió el autor de Arde el mar en la poética de Nueve novísimos. Rodrigo Olay podría suscribir esas palabras. Su dominio de la métrica clásica le distancia de cualquier otro poeta joven y de la mayoría de los poetas contemporáneos. Recreándose en sus habilidades podría haberse convertido en un redicho y refitolero virtuoso, un poco a la manera de Antonio Carvajal. Algunas muestras hay en este libro, en el que sobran quizá poemas, como “La llegada del Dux”, que son poco más que virguería retórica.
            Pero Olay es también heredero de la tradición de la vanguardia: sabe jugar al agramaticalismo, desbaratar la sintaxis, entremezclar cultismo y habla coloquial. Ha aprendido muy bien, hasta hacerla suya, la lección de Miguel d’Ors, a su vez discípulo aplicado de César Vallejo: se puede escribir en los bordes, o al margen, de la corrección gramatical, pero para acentuar la expresividad, no para incurrir en el sinsentido.
            Los poemas que yo prefiero de Rodrigo Olay son los que hablan de amor y viajes, poemas que transcurren en Burdeos, en Belfast, en Ginebra, en Neuchâtel, en los lugares de la vieja Europa a los que le han llevado sus estancias de estudioso universitario. El mejor de todos ellos –o el más de mi gusto– es el titulado “Dimidium animae meae”, con su referencia a Horacio en el título y algo de la “Canción de aniversario” de Gil de Biedma en el inicio y del “Relato superviviente” de Francisco Brines en el desarrollo, pero que no desmerece junto a sus presuntos modelos.
            No menos admirable, pero más insólito por su temática, resulta “De vita philologica”: un canto a lo que de detectivesco y fascinante tiene la investigación literaria; también a la camaradería que se forja entre los “clerici vagantes” que recorren Europa “ligeros de equipaje. / vendimiando los campus, / limpios como soldados de alguna causa cierta / que partieran de casa susurrando / una oración de Horacio / y custodiasen / el silencio de un bosque tras los ojos”. Un poema sobre los que aprenden “a elegir la alegría de leer”, que debería ser lectura obligatoria en todas las Facultades de Filología.
            Junto al amor –nos hace sonreír el erotismo de “Whatsapp”– y la amistad (nadie tan dotado para la amistad y el cultivo de las relaciones útiles como Rodrigo Olay: apenas hay poema sin dedicatoria), el otro núcleo temático de Saltar la hoguera son los poemas familiares, en los que no siempre se acierta a eludir un incómodo sentimentalismo, como de anuncio de Navidad. Aunque sin duda sinceros, y aunque con buenos sentimientos también se puede hacer literatura, dijera lo que dijera Gide, resultan algo empalagosos.
            No faltará, sin embargo, quien prefiera la desnudez narrativa de “2º B” –que parece volver del revés poemas de José Luis Piquero– o el recuento de “Escribe lo que temas que suceda” a poemas llenos de referencias como “13 de marzo”, donde se comparecen Santillana, Berceo, Góngora, Trapiello, Sánchez Rosillo, Sergio Fernández Salvador y Antonio Cabrera para agradecer a un pájaro innominado el “sol melodioso” de su canto.
            Importa poco saber si Rodrigo Olay –a sus treinta años– es el más aplicado de los poetas jóvenes, el mejor discípulo, o el más joven de los maestros. En sus versos hay erudición y vida, inteligencia y emoción. Lo demás sobra.



sábado, 16 de noviembre de 2019

Cataluña, 2021



Terra Alta
Javier Cercas.
Planeta. Barcelona, 2019.

Como saben bien los autores de novelas policíacas o de misterio, despertar el interés del lector resulta relativamente fácil –solo hace falta un poco de oficio–, mantenerlo resulta más difícil y no defraudar al final con la resolución, casi imposible.
            Javier Cercas comienza Terra Alta con la eficacia de un buen guionista televisivo: no solo nos imaginamos la adaptación, sino que nos parece que ya la hemos visto en algún episodio de la franquicia CSI (Crime Scene Investigation).
            Pero ahora la acción no trascurre en Nueva York ni en Las Vegas o Los Angeles, sino en una comarca del sur de Cataluña –Terra Alta–, fronteriza con Aragón, conocida porque fue el escenario de uno de los hechos más destacados de la guerra civil, la batalla del Ebro.
            Estamos en la Cataluña de 2021. Los acontecimientos del uno de octubre de 2017, la celebración del referéndum ilegal y la frustrada proclamación de la república, no alteran la convivencia, apenas si se mencionan en la trama. El protagonista de la novela es el llamado “héroe de Cambrils” –el mosso d’escuadra que mató a cuatro terroristas adolescentes–, anónimo en la realidad, al que Cercas le inventa una truculenta biografía. Sus superiores, para evitar venganzas de los islamistas, le han enviado a una remota comisaría.
            La novela se divide en dos partes, cada una con cinco capítulos. En los impares se nos cuenta la investigación policial; en los pares, la vida del protagonista, muy a grandes trazos o deteniéndose pormenorizadamente en ciertos episodios.
            Durante la primera parte el autor consigue mantener nuestro interés; en la segunda, naufraga por completo. Aceptamos las inverosimilitudes, como de folletín decimonónico, en la vida del protagonista. Se nos atragantan las que tienen que ver con la investigación del crimen: sibilinos correos electrónicos, huellas mal reproducidas y demás.
            Para no destripar el argumento, limitaré la ejemplificación. Un día, al regresar del trabajo, a punto de entrar en casa, el protagonista “nota un rápido movimiento a su espalda, y antes de poder revolverse y echar mano a su arma, siente al mismo tiempo un golpe seco en la cabeza y un pinchazo en el cuello”. Todo lo que sigue lo hemos leído en mil y una novelas o visto en películas de la serie B: “Recobra el conocimiento media hora después, sentado en el asiendo de un coche provisto de vidrios polarizados que circula a velocidad de crucero por una autopista”, Le llevan a Barcelona, le meten a punta de pistola en un lujoso hotel y le dejan en la suite de un anciano millonario, recién llegado de México, y que está deseando contarle una historia que explica toda la intrigante trama en que se ha visto involucrado  “el héroe de Cambrils”. Cuando este insinúa que quizá lo haga porque no piensa dejarle marchar, el mexicano responde: “Usted no está aquí obligado, Melchor, ya le dije que no encontré otra forma de que hablásemos, y que me disculpaba por las molestias”.
            ¿No encontró otra forma? ¿Y qué tal un correo electrónico –ya le había escrito varios desde México– o una llamada telefónica?
            Al final no nos creemos nada de lo que se nos narra, que es lo peor que le puede ocurrir en una novela realista.
            A pesar de ello, no tenemos la sensación de haber perdido del todo el tiempo con Terra Alta, inverosímil némesis y sigilosa utopia. Nos quedamos con el escenario, una comarca catalana evocada en precisos trazos y que nada tiene que ver con la imagen que nos hacemos de Cataluña; con el funcionamiento de la comisaría de Mossos d’Esquadra, con el elogio a su profesionalidad. Quienes conocen la campaña periodística de Javier Cercas contra el procés, se sorprenderán sin duda de la imparcialidad de la que trata de hacer gala en todo momento. También de su no excesiva capacidad profética: su novela se escribió antes de que se conociera la sentencia y por eso la Cataluña actual no tiene cabida en la novela. No sabemos cómo será en 2021, sí sabemos que no parece que vaya a ser como se la imagina un Cercas que –al contrario que ocurrió con Soldados de Salamina– pretende escribir deliberadamente un best seller.



sábado, 9 de noviembre de 2019

El mar y las ciudades





Las ciudades del mar
Josep Pla
Destino. Barcelona, 2019.

El Josep Pla de después de la guerra, como el Baroja de los años finales, siempre defrauda un poco. Muchos de sus libros están hechos con notas dispersas, juntadas sin ton ni son, en algún caso por mano ajena al autor, aunque no se trata de libros póstumos.
            Las ciudades del mar se publicó por primera vez en 1942, reuniendo artículos escritos a partir de los años veinte. No se había vuelto a reeditar desde entonces, aunque varios capítulos se incluyeran en otros libros, en catalán o en castellano.
            Xavier Pla, en la nota a la edición, nos cuenta las peripecias editoriales del volumen, con datos que sobran y otros curiosamente incompletos (como el relativo a la serie “Diario de un viaje a Mallorca”), pero todos ellos resultan impertinentes en el lugar en que aparecen: deberían ir después del prólogo de José Carlos Llop y en cuerpo menor, como invitando al lector a saltárselos, que es lo que conviene hacer.
            El título Las ciudades del mar “es quizá ligeramente impropio” señala el propio autor al comienzo del libro. Y ciertamente no siempre se habla de ciudades ni siempre esas ciudades –es el caso de Sofía, la última en aparecer– están junto al mar. Importa poco eso. En lo fundamental, como también indica, “es un libro de sensaciones del Mediterráneo”, aunque él hubiera preferido “un libro de ideas”.
            Pero en Pla, como en tantos otros escritores, son preferibles las sensaciones a las ideas. Sus “Recuerdos de Italia” abundan en divagaciones sobre pintura que nos aburren un poco. La prosa de Pla alza el vuelo cuando evoca, en pocas páginas, la magia de determinadas ciudades: Arezzo, Orvieto, Perugia, Siena. Destaca, entre la serie, Rávena, “taciturna y solitaria, lejana y desencajada”. La Italia que conoció Pla es la Italia del fascismo, aunque estas evocaciones prescindan de referentes políticos. No, afortunadamente, de fragmentos que las acercan al poema en prosa, un poco a la manera del cronista viajero más famoso en el comento en que comenzó a escribirlas, Gómez-Carrillo.
            Los viajes que Pla nos cuenta en este libro son viajes en barco, en destartalados barcos de vapor o en veleros, no en cruceros de lujo, y eso forma parte de su encanto. Se trata de viajes en el espacio que son también para nosotros viajes en el tiempo. Todavía ciertas escalas de levante tenían un aire medieval: “Las aguas del Adriático, como las de los mares de Grecia, son aún las más pobladas –aunque vayan disminuyendo– de barcos de vela, de velas latinas y de velas de cuadro, de foques y de trinquetes. Y estas formas gráciles son como ventanas abiertas sobre un pasado irreversible, remoto, lejano…”
            Con apresuramiento periodístico y continuos aciertos expresivos, sin excesiva preocupación por la corrección gramatical, escribe Pla. Unas veces se queda quizá en el apunte superficial, pero otras –“Fragmento sobre Estambul”, “En los Balcanes”– acierta a evocarnos en cuatro trazos ciudades que son y no son lo que entonces eran. Cuando visita Santa Sofía, todavía seguía convertida en mezquita y sus fascinantes mosaicos se encontraban cubiertos, pero el color y el bullicio de las calles del viejo Estambul siguen siendo los mismos.
            Bucarest le desilusiona, pero en Sofía encuentra la mejor calle de los Balcanes, la avenida del Zar Libertador, que tantos años y tantas revoluciones después continúa casi exactamente como él la describe, con sus seductores palacios, su iglesia rusa y su aire vienés.
            Viajes en el espacio y en el tiempo, ya dije, los que nos cuenta Pla. Qué lejos la Mallorca de hoy –lo sabe bien Llop, su mejor cronista contemporáneo– de la que se encontró Pla en su primer viaje, allá por 1921. O la Croacia que formaba parte de Yugoslavia de la Croacia actual. Pero algo, o mucho, se mantiene.
            Un libro para viajar soñando o para meter en la maleta e ir leyendo mientras nos acercamos a Cerdeña, tan bien descrita, o a la destartalada Atenas, sobre las que siguen brillando, entonces como ahora, los mármoles de la Acrópolis.