Una mujer por caminos de España
María de la O
Lejárraga (María Martínez Sierra)
Edición de Juan
Aguilera Sastre.
Renacimiento.
Sevilla, 2019.
El caso de María Martínez Sierra es único en la literatura
española y también en la literatura universal. Salvo un primer libro, toda su
obra literaria –ensayo, narrativa, teatro, infinidad de artículos, un libro de
poemas– aparece a nombre de su marido, Gregorio Martínez Sierra. Solo tras la
muerte de este, y ante la necesidad de continuar ganándose la vida escribiendo,
comenzó a firmar sus textos como María Martínez Sierra y reconoció públicamente
que había sido su colaboradora.
Peto había
sido algo más que una imprescindible y silenciada colaboradora. Hoy sabemos que
Gregorio Martínez Sierra –uno de los grandes hombres de teatro de su tiempo– no
escribía los textos que firmaba, todo lo más sugería temas. Director de teatro,
empresario, agente, relaciones públicas, sorprendía a todos con su fecundidad
literaria. No había tal: sus obras de teatro –entre ellas la afamada Canción de cuna– lo mismo que sus
novelas e incluso las conferencias y discursos– estaban escritas por su mujer, María
de la O Lejárraga, que ahora recupera un nombre que nunca utilizó públicamente
en una discutible opción editorial.
Y lo
sabemos, no por interesada confesión de ella tras la muerte de Gregorio
Martínez Sierra (nunca fue más allá de indicar que eran obras escritas en
colaboración), sino porque se han publicado las cartas en las que él la
felicitaba por los dos primeros actos de una comedia, que ya estaba ensayando,
y urgía para que terminara de escribir el tercero o preguntaba si sería capas
de escribir cuatro artículos al mes, que le habían encargado y que le pagarían
muy bien.
Incluso el
único libro de versos que apareció con la firma de Gregorio Martínez Sierra, La casa de la primavera, de 1907, con
poemas preliminares de algunos de los grandes del momento –Rubén Darío, Antonio
Machado o Juan Ramón Jiménez–, a pesar de la explícita aclaración de ella (dice
que fue el único libro en que se limitó a corregir pruebas), hay pocas dudas de
fue obra entera de María, a pesar de que era un libro dedicado “a María” y que
cantaba su felicidad conyugal.
Una
felicidad que se vio interrumpida por la llegada de la actriz Catalina Bárcena
(compañera de Gregorio Martínez Sierra durante más de treinta años, hasta su
muerte en 1947), sin que eso supusiera la ruptura de aquella insólita
asociación intelectual.
Asociación,
no explotación. María Martínez Sierra no fue “una mujer en la sombra” –así ha
titulado Antonina Rodrigo la biografía que le dedicó–, no fue una víctima de su
marido, no fue la cenicienta que se quedaba en casa trabajando a escondidas
mientras él recibiera todos los aplausos.
“He sido,
soy y seré feminista” escribe en el prólogo a Una mujer por caminos de España, el libro que ahora se reedita con
un estudio y notas de Juan Aguilera Sastre que quizá hubieran necesitado
edición independiente.
Fue María
Martínez Sierra feminista teórica y práctica. Estaba al tanto de los nuevos
avances del feminismo en los diversos países y difundía sus ideas, de muy
eficaz manera, en libros como Cartas a
las mujeres de España (1916) o Feminismo,
feminidad, españolismo (1917), compuestos en buena medida por artículos que
habían ido apareciendo en revistas como Blanco
y negro. Pero toda esa defensa de la mujer –paradoja de las paradojas– la
firmaba con el nombre de su marido y fingía que la había escrito él.
María
Martínez Sierra, a pesar de ello, no era una mujer en la sombra (fue maestra,
viajó becada por Europa, participó en la fundación de asociaciones en defensa
de la mujer), pero solo con la llegada de la República se decidió a ocupar un
puesto destacado en la vida pública.
Militante
del partido socialista, amiga y admiradora de Fernando de los Ríos, fue elegida
diputada por Granada en las elecciones del 33, las primeras en las que votó la
mujer, y del 36, las últimas en que podría votar hasta cuarenta años después.
A su
participación en esas campañas electorales, a su labor como “propagandista”, le
dedicó el libro Una mujer por caminos de
España, que comenzó a escribir a finales de los años cuarenta y que, en
principio, iba a publicarse en Estados Unidos, donde la firma Martínez Sierra
(sus obras se habían estrenado con éxito, Gregorio había trabajado como
director en Hollywood) era conocida y apreciada. Su primer título era España triste y, en buena medida, nos
ofrece una impactante visión –un poco a la manera del documental de Luis Buñuel
Las Hurdes, tierra sin pan– de la
España oprimida y miserable que vino a tratar de redimir la República.
María
Martínez Sierra compara su peregrinar por la España profunda, de Casa del
Pueblo en Casa del Pueblo (son muy hermosas las páginas que dedica a esta
institución socialista), a la de Santa Teresa fundando monasterios. Además de
feminista y socialista, era cristiana,
de un cristianismo evangélico que nada tenía que ver con el catolicismo
reaccionario de la iglesia española de entonces. En alguno de sus mítines
elogia la figura de Cristo.
A Una mujer por caminos de España, publicada
en Argentina en 1952, tras fracasar la edición norteamericana, le siguió en
1953 Gregorio y yo. Medio siglo de
colaboración, las memorias de su vida literaria.
En ambos
casos, se trata de unas memorias peculiares, fragmentarias, en las que la
autora trata de no ser protagonista y de ocultar todo lo que pueda su vida
íntima, siguiendo quizá el consejo de Unamuno: “De un dolor de ti solo no
acibares / de dolor los humanos corazones…”
La edición
que Juan Aguilera Sastre ha realizado de Una
mujer por caminos de España contiene en realidad dos libros en uno. Por un
lado, está la espléndida obra memorialista de María Martínez Sierra, escrita
sin papeles ni documentos, en la que puede equivocarse en alguna fecha, en
algún dato concreto –y se equivoca a menudo–, pero sin que eso empañe su verdad
emocional. El prólogo dialogado y el epílogo sobre su niñez son dos piezas
aparte que complementan el conjunto de expresionistas estampas en hiriente
blanco y negro. “La propagandista y su conciencia (A manera de prólogo)” no
desmerece junto a las reflexiones de Azaña sobre el fracaso de la República.
Juan
Aguilera Sastre estudia –en las cien páginas de prólogo, en las más de cien de
notas complementarias– la trayectoria política de María Martínez Sierra durante
la República y la guerra civil y lo hace con un espléndido trabajo de documentación
que le lleva a precisar lo que la autora cuenta en sus memorias basándose en
las informaciones periodísticas y a refutar sus datos en muchos casos (no fue
tal día, sino tal otro cuando dio el mitin de que habla; el incidente no
ocurrió en tal lugar, sino en el pueblo de al lado…)
Todo esa
labor de documentación dificulta en gran medida la lectura de Una mujer por caminos de España como lo
que es, una obra literaria y no el resumen objetivo y preciso de una
trayectoria política.
“Solo
recuerdo la emoción de las cosas” escribió Antonio Machado y podría repetir
María Martínez Sierra. La verdad de la literatura no es la verdad del documento,
pero no por eso es menos verdad, sino al contrario.
El enigma
Martínez Sierra aún no se ha aclarado del todo. La última obra que estrenó con
el nombre de su marido, Triángulo, en
1930, trata de un nombre que, tras perder a su primera mujer en un naufragio,
se casa con otra. Cuando la primera, desaparecida y no muerta, regresa, terminará
viviendo felizmente con las dos, aunque eso solo se insinúa al final de la
comedia.
Parece que
esa hubiera sido su solución preferida para el triángulo formado por Catalina
Bárcena, la joven actriz, Gregorio Martínez Sierra y ella, que algo tuvo
siempre. más que de esposa, de hermana mayor y de mentora intelectual. No fue
posible esa armonía que se sueña en la comedia.
Pero aunque
dejaran, primero de convivir y luego (tras el nacimiento de la hija de Catalina)
de verse un día a la semana para trabajar juntos, lo cierto es que nunca se
rompió la complicidad personal e intelectual entra la escritora y su marido.
Durante los
años duros de la Segunda Guerra Mundial, que María pasó en Niza, siempre se
ocupó de enviarle cuanta ayuda podía desde Buenos Aires, y la última carta que
ella le escribió desde Londres (está fechada en noviembre en 1946 y la
reproduce Enrique Fuster del Alcázar en su libro El mercader de ilusiones) manifiesta una sintonía espiritual
idéntica a la de los años felices de La
casa de la primavera, cuando su hogar era refugio y envidia de los nuevos
escritores, como su hermano del alma, Juan Ramón Jiménez: “Me han encargado les
haga algo especial para teatro radiofónico, y me han hecho oír cosas que ya han
realizado y que están muy bien de veras: así es que he dicho que te consultaría
y que enviaríamos algo; en cuanto llegue a Niza pondré manos a la obra, y si a
ti se te ocurre alguna idea, dímela, que la aprovecharé, firmaríamos siempre
los dos, naturalmente.”
Ya no era posible
que firmara él solo, aunque eso es lo que ella –¿homenaje de amor?-- hubiera
preferido.
El caso de
María Martínez Sierra, único en la historia de la literatura, es incomprensible.
Incomprensible, pero cierto.