miércoles, 28 de agosto de 2019

Incomprensible, pero cierto



Una mujer por caminos de España
María de la O Lejárraga (María Martínez Sierra)
Edición de Juan Aguilera Sastre.
Renacimiento. Sevilla, 2019.

El caso de María Martínez Sierra es único en la literatura española y también en la literatura universal. Salvo un primer libro, toda su obra literaria –ensayo, narrativa, teatro, infinidad de artículos, un libro de poemas– aparece a nombre de su marido, Gregorio Martínez Sierra. Solo tras la muerte de este, y ante la necesidad de continuar ganándose la vida escribiendo, comenzó a firmar sus textos como María Martínez Sierra y reconoció públicamente que había sido su colaboradora.
            Peto había sido algo más que una imprescindible y silenciada colaboradora. Hoy sabemos que Gregorio Martínez Sierra –uno de los grandes hombres de teatro de su tiempo– no escribía los textos que firmaba, todo lo más sugería temas. Director de teatro, empresario, agente, relaciones públicas, sorprendía a todos con su fecundidad literaria. No había tal: sus obras de teatro –entre ellas la afamada Canción de cuna– lo mismo que sus novelas e incluso las conferencias y discursos– estaban escritas por su mujer, María de la O Lejárraga, que ahora recupera un nombre que nunca utilizó públicamente en una discutible opción editorial.
            Y lo sabemos, no por interesada confesión de ella tras la muerte de Gregorio Martínez Sierra (nunca fue más allá de indicar que eran obras escritas en colaboración), sino porque se han publicado las cartas en las que él la felicitaba por los dos primeros actos de una comedia, que ya estaba ensayando, y urgía para que terminara de escribir el tercero o preguntaba si sería capas de escribir cuatro artículos al mes, que le habían encargado y que le pagarían muy bien.
            Incluso el único libro de versos que apareció con la firma de Gregorio Martínez Sierra, La casa de la primavera, de 1907, con poemas preliminares de algunos de los grandes del momento –Rubén Darío, Antonio Machado o Juan Ramón Jiménez–, a pesar de la explícita aclaración de ella (dice que fue el único libro en que se limitó a corregir pruebas), hay pocas dudas de fue obra entera de María, a pesar de que era un libro dedicado “a María” y que cantaba su felicidad conyugal.
            Una felicidad que se vio interrumpida por la llegada de la actriz Catalina Bárcena (compañera de Gregorio Martínez Sierra durante más de treinta años, hasta su muerte en 1947), sin que eso supusiera la ruptura de aquella insólita asociación intelectual.
            Asociación, no explotación. María Martínez Sierra no fue “una mujer en la sombra” –así ha titulado Antonina Rodrigo la biografía que le dedicó–, no fue una víctima de su marido, no fue la cenicienta que se quedaba en casa trabajando a escondidas mientras él recibiera todos los aplausos.
            “He sido, soy y seré feminista” escribe en el prólogo a Una mujer por caminos de España, el libro que ahora se reedita con un estudio y notas de Juan Aguilera Sastre que quizá hubieran necesitado edición independiente.
            Fue María Martínez Sierra feminista teórica y práctica. Estaba al tanto de los nuevos avances del feminismo en los diversos países y difundía sus ideas, de muy eficaz manera, en libros como Cartas a las mujeres de España (1916) o Feminismo, feminidad, españolismo (1917), compuestos en buena medida por artículos que habían ido apareciendo en revistas como Blanco y negro. Pero toda esa defensa de la mujer –paradoja de las paradojas– la firmaba con el nombre de su marido y fingía que la había escrito él.
            María Martínez Sierra, a pesar de ello, no era una mujer en la sombra (fue maestra, viajó becada por Europa, participó en la fundación de asociaciones en defensa de la mujer), pero solo con la llegada de la República se decidió a ocupar un puesto destacado en la vida pública.
            Militante del partido socialista, amiga y admiradora de Fernando de los Ríos, fue elegida diputada por Granada en las elecciones del 33, las primeras en las que votó la mujer, y del 36, las últimas en que podría votar hasta cuarenta años después.
            A su participación en esas campañas electorales, a su labor como “propagandista”, le dedicó el libro Una mujer por caminos de España, que comenzó a escribir a finales de los años cuarenta y que, en principio, iba a publicarse en Estados Unidos, donde la firma Martínez Sierra (sus obras se habían estrenado con éxito, Gregorio había trabajado como director en Hollywood) era conocida y apreciada. Su primer título era España triste y, en buena medida, nos ofrece una impactante visión –un poco a la manera del documental de Luis Buñuel Las Hurdes, tierra sin pan– de la España oprimida y miserable que vino a tratar de redimir la República.
            María Martínez Sierra compara su peregrinar por la España profunda, de Casa del Pueblo en Casa del Pueblo (son muy hermosas las páginas que dedica a esta institución socialista), a la de Santa Teresa fundando monasterios. Además de feminista  y socialista, era cristiana, de un cristianismo evangélico que nada tenía que ver con el catolicismo reaccionario de la iglesia española de entonces. En alguno de sus mítines elogia la figura de Cristo.
            A Una mujer por caminos de España, publicada en Argentina en 1952, tras fracasar la edición norteamericana, le siguió en 1953 Gregorio y yo. Medio siglo de colaboración, las memorias de su vida literaria.
            En ambos casos, se trata de unas memorias peculiares, fragmentarias, en las que la autora trata de no ser protagonista y de ocultar todo lo que pueda su vida íntima, siguiendo quizá el consejo de Unamuno: “De un dolor de ti solo no acibares / de dolor los humanos corazones…”
            La edición que Juan Aguilera Sastre ha realizado de Una mujer por caminos de España contiene en realidad dos libros en uno. Por un lado, está la espléndida obra memorialista de María Martínez Sierra, escrita sin papeles ni documentos, en la que puede equivocarse en alguna fecha, en algún dato concreto –y se equivoca a menudo–, pero sin que eso empañe su verdad emocional. El prólogo dialogado y el epílogo sobre su niñez son dos piezas aparte que complementan el conjunto de expresionistas estampas en hiriente blanco y negro. “La propagandista y su conciencia (A manera de prólogo)” no desmerece junto a las reflexiones de Azaña sobre el fracaso de la República.
            Juan Aguilera Sastre estudia –en las cien páginas de prólogo, en las más de cien de notas complementarias– la trayectoria política de María Martínez Sierra durante la República y la guerra civil y lo hace con un espléndido trabajo de documentación que le lleva a precisar lo que la autora cuenta en sus memorias basándose en las informaciones periodísticas y a refutar sus datos en muchos casos (no fue tal día, sino tal otro cuando dio el mitin de que habla; el incidente no ocurrió en tal lugar, sino en el pueblo de al lado…)
            Todo esa labor de documentación dificulta en gran medida la lectura de Una mujer por caminos de España como lo que es, una obra literaria y no el resumen objetivo y preciso de una trayectoria política.
            “Solo recuerdo la emoción de las cosas” escribió Antonio Machado y podría repetir María Martínez Sierra. La verdad de la literatura no es la verdad del documento, pero no por eso es menos verdad, sino al contrario.
            El enigma Martínez Sierra aún no se ha aclarado del todo. La última obra que estrenó con el nombre de su marido, Triángulo, en 1930, trata de un nombre que, tras perder a su primera mujer en un naufragio, se casa con otra. Cuando la primera, desaparecida y no muerta, regresa, terminará viviendo felizmente con las dos, aunque eso solo se insinúa al final de la comedia.
            Parece que esa hubiera sido su solución preferida para el triángulo formado por Catalina Bárcena, la joven actriz, Gregorio Martínez Sierra y ella, que algo tuvo siempre. más que de esposa, de hermana mayor y de mentora intelectual. No fue posible esa armonía que se sueña en la comedia.
            Pero aunque dejaran, primero de convivir y luego (tras el nacimiento de la hija de Catalina) de verse un día a la semana para trabajar juntos, lo cierto es que nunca se rompió la complicidad personal e intelectual entra la escritora y su marido.
            Durante los años duros de la Segunda Guerra Mundial, que María pasó en Niza, siempre se ocupó de enviarle cuanta ayuda podía desde Buenos Aires, y la última carta que ella le escribió desde Londres (está fechada en noviembre en 1946 y la reproduce Enrique Fuster del Alcázar en su libro El mercader de ilusiones) manifiesta una sintonía espiritual idéntica a la de los años felices de La casa de la primavera, cuando su hogar era refugio y envidia de los nuevos escritores, como su hermano del alma, Juan Ramón Jiménez: “Me han encargado les haga algo especial para teatro radiofónico, y me han hecho oír cosas que ya han realizado y que están muy bien de veras: así es que he dicho que te consultaría y que enviaríamos algo; en cuanto llegue a Niza pondré manos a la obra, y si a ti se te ocurre alguna idea, dímela, que la aprovecharé, firmaríamos siempre los dos, naturalmente.”
            Ya no era posible que firmara él solo, aunque eso es lo que ella –¿homenaje de amor?-- hubiera preferido.
            El caso de María Martínez Sierra, único en la historia de la literatura, es incomprensible. Incomprensible, pero cierto.
               
             

sábado, 24 de agosto de 2019

Basado en hechos reales o Toda la verdad sobre quienes nos cuentan la verdad


El director
David Jiménez
Libros del K. O. Madrid, 2019

Los libros de escándalo tienen un corto recorrido. El director, de David Jiménez, salió ya hace unos meses, provocó el revuelo correspondiente y se vio amenazado de querellas por parte de alguno de los afectados mientras que la mayoría, más hábiles, miraban para otro lado, dejaban que el olvido hiciera su labor y decretaban la muerte civil del memorialista impertinente,
            En El director nos cuenta David Jiménez el año –entre 2015 y 2016– que pasó al frente del diario El Mundo. Y lo hace con tanta eficacia literaria que apasiona incluso a quienes nunca han sido lectores de ese diario ni tienen el menor interés por sus asuntos internos.
            El director puede leerse como una novela “basada en hechos reales”, como una novela de no ficción, en la que nada está inventado (las suposiciones del narrador se dan como tales), pero en la que, y por eso no es un riguroso informe, no se contrastan distintos puntos de vista sobre unos mismos hechos.
            Como en todo relato, la figura principal es la del narrador,  da sentido y unidad al conjunto. En este caso, se trata de un narrador en primera persona que sigue el modelo que Ennio Flaiano popularizó con Un marciano en Roma (y en su estela Eduardo Mendoza con Sin noticias de Gurb), pero que tenía el antecedente clásico (o neoclásico) de Cadalso con su Cartas marruecas y Montesquieu con sus cartas persas: alguien que llega de otro planeta o de otra cultura y se sorprende de cosas que los indígenas encuentran de lo más naturales.
            El marciano –llamémosle así– es David Jiménez, que llevaba veinte años trabajando en El Mundo, pero como corresponsal en territorios distantes y sin haber apenas pisado la redacción. De pronto, como en un cuento de hadas, el todopoderoso presidente de la empresa editora del diario se sube a un avión, va a buscarle a Nueva York, le ofrece la dirección y le promete todas las facilidades para que pueda enderezarlo y devolverlo a los años de esplendor, cuando podía hacer rodar cabezas en el gobierno, o incluso derribar gobiernos, con solo un titular..
            “El guardia levantó la mirada y preguntó el motivo de mi visita”, comienza el libro. David Jiménez –el narrador-protagonista– se ha olvidado la tarjeta de identificación en casa y en su primera visita a la redacción del periódico como director el guardia de seguridad le impide el paso. La escena no puede resultar más significativa.
            No faltan las pequeñas anécdotas, chismes dirían algunos, sobre personajes conocidos. Muy al principio, evocando los tiempos gloriosos de Pedro Jota nos cuenta una escena que no desentonaría en El Padrino: “Yo acababa de ser contratado como reportero raso cuando por entonces apareció por allí visiblemente alterado el entonces vicepresidente del Gobierno, Francisco Álvarez Cascos,  que había abandonado a su esposa por una joven estudiante cordobesa de 22 años y temía caer en desgracia con el ala más puritana de su partido.’Si pudiera hablar con el presi e interceder por mí’, pidió al director”. Y este respondió con la magnanimidad de quien se sabía el dueño del cotarro: “Veré lo que puedo hacer…”
            Otra de las anécdotas tiene que ver con quien fue, junto a Francisco Umbral, una de las señas de identidad del periódico: “Prescindí de firmas como la de Antonio Gala, uno de nuestros intocables desde hacía más de dos décadas. No tenía nada contra el autor de La pasión turca, que había sido un escritor de éxito y cumplía con sus deadlines por encima de nuestras expectativas –enviaba todos los artículos del mes de agosto el 31 de julio–, pero su sueldo no podía justificarse con la publicación de una columna diaria de un párrafo de extensión. Hacía tiempo que sospechábamos que ya nadie la leía y la confirmación nos llegó cuando cometimos el error de publicar un mismo artículo dos días consecutivos. Llamó un único lector para quejarse: el propio Gala”.
            El rey y la reina, recién estrenados en el cargo, hacen también, junto a otros personajes de actualidad (no falta el comisario Villarejo, con su grabadora asomando del bolsillo), algún cameo en el libro, pero no es eso lo que importa.
            Como en una novela psicológica, es el retrato de las intrigas de la redacción y las miserias de la condición humana que desvelan lo que más nos interesa. David Jiménez ha tenido el acierto de sustituir el nombre de buena parte de sus colegas por otro que resume su carácter o su relación con la trama: el principal antagonista, quien le ofreció el cargo de director, es el Cardenal, y luego están la Digna, el Señorito, Rasputín, las Ratas o los Poetas Muertos.
            ¿Una manera de evitar demandas por difamación? No, solo un hábil recurso creativo. Las personas se convierten en personajes. El Cardenal deja de ser exclusivamente Antonio Fernández-Galiano, director de Unidad Editorial, para convertirse en un prototipo del que abundan las muestras en las alturas de la academia, la política o los negocios.
            Quien paga, manda. En el periodismo y en cualquier otra actividad. Desde el momento en que el Director dejó de atender a las sugerencias del Cardenal sus días en el cargo estaban contados.
            La libertad de información  tiene sus límites. En democracia, los intocables no suelen ser los políticos –a todos les llega su hora, aunque a algunos parece que no va a llegarles nunca, como al anterior jefe del Estado–, sino las grandes empresas: el Corte Inglés, que hace tambalear a cualquier publicación si le retira su publicidad, o lo bancos de los que los principales diarios son acreedores.
            Un periódico no puede sobrevivir sin sus mecenas, a veces tan discretos que ni siquiera quieren que figure su nombre, y a los mecenas hay que tratarlos bien. Cierto día, David Jiménez recibió la visita de uno de los directivos de la empresa que edita el periódico pidiéndole que retirara una noticia negativa sobre Mercadona: “Cuando le pregunté por qué le preocupaba tanto una noticia de una corporación que ni siquiera nos ponía dinero, me dijo: ‘Porque lo pone’. No había visto nunca un anuncio de Mercadona en nuestras páginas y había leído informaciones donde se ensalzaba el éxito de la emprsa ‘a pesar de no invertir en publicidad’. No hacía falta: pagaba a la prensa –incluidos pujantes digitales nativos que se declaraban pulcros– importantes sumas de dinero en ‘patrocinios’ con los que lograba coberturas amables y protección ante las molestias del periodismo”.
            Pero el principal enemigo del periodismo de calidad no son los políticos ni los bancos ni quienes aspiran a manipularlo en su provecho, sino sus lectores, por paradójico que parezca.
            La mayoría de los lectores no quieren que les cuenten la verdad si esa verdad va en contra de sus prejuicios.
            Hacer un periodismo riguroso, un periodismo de investigación, no garantiza –ni mucho menos– la supervivencia de un diario. Sobre todo si se vende al mismo precio que otro sensacionalista que le da al público lo que quiere leer. A nadie se le ocurriría poner al mismo precio una comida degustación en un restaurante con tres estrellas michelín y el menú en un bar de barrio. En periodismo, no solo ocurre eso, sino que además se pretende que ambos se ofrezcan gratis.
            La minoría que está dispuesta a pagar un precio adecuado por un periódico que no le engañe no es suficiente para hacerlo viable económicamente. Tiene por eso que depender de otras fuentes de financiación. Y quien paga manda, ya se sabe.
            El director es un libro que nos abre los ojos. Pero no debemos caer en el error de creer que las artimañas que nos cuenta, las manipulaciones a que se somete la información, son cosa de hoy o culpa de Internet. Han existido siempre, aunque las maneras de hacer fueran otras.
            El pícaro y el héroe, en lo que al periodismo se refiere, siempre han estado muy próximos, tan próximos que a veces coincidían en la misma persona.
            Y si siempre ha sido así y a pesar de ello el periodismo ha cumplido su función no hay motivos para desesperar. La seguirá cumpliendo. Y no solo porque siempre existirán periodistas como David Jiménez, sino porque incluso personajes como Pedro Jota (por no citar a Luis María Anson o a Juan Luis Cebrián, los otros dos Grandes Tenores del mejor y el peor periodismo), entre conspiraciones, chantajes, paranoias y buenos negocios, a veces sacan a luz siniestros y purulentos secretos de Estado y las vergüenzas de algún banquero o de algún político que se creían todopoderosos.      
             

domingo, 18 de agosto de 2019

Baroja, Trapiello y el arte del disparate



Un poco de compañía. Impromptu barojiano
Andrés Trapiello
Ipso Ediciones. Pamplona, 2019.

Cuando un escritor nos cae en gracia, todo lo que escribe –aunque sea el mayor disparate– nos hace gracia. Es el caso de Pío Baroja para los miles de barojianos convictos y confesos; es el caso de Andrés Trapiello, admirado y detestado casi a partes iguales, y a veces por la misma persona.
            Solo a Baroja, ya menos un escritor que un tema literario, se le podría dedicar una colección de libros, que ya lleva publicadas veinticuatro entregas, con el título de “Baroja & yo”; solo Trapiello es capaz de convertir lo que podría ser un aburrido artículo académico –la edición de cinco cartas inéditas del escritor– en una muy barojiana divagación en la que alternan los pasajes hilarantes con las opiniones contundentes, los ajustes de cuentas con algunos escritores y los personajes reales envueltos en un aura de novela.
            Un poco de compañía se lee de un tirón, dejándose se llevar por el ritmo de la prosa, escrita a veces un poco a la diabla, pero en la que no escasean las ocurrencias felices: los dibujos de Julio Caro Baroja “tienen algo de un Bosco pasado por Tintín”.
            Baroja es un escritor de larga decadencia. Hay incluso quien llega a pensar que esa decadencia comienza en fecha tan temprana como 1914. Después se salvan sus escritos autobiográficos y muchos de sus ensayos –los que escribió en el diario Ahora y luego reunió en libros, por ejemplo–, pero pocas de sus novelas.
            Desde el principio tuvo sus detractores. Esos ataques pueden ejemplificarse en dos libros: Mis conversaciones con don Pío Baroja, de los años cuarenta, firmado por un tal D. Benaudalla, pero escrito en realidad por Luis Ruiz Contreras, y Baroja o el miedo, de 2001, la impiadosa biografía no autorizada de Eduardo Gil Bera. El primero se centra en sus presuntos, o tan presuntos, deslices gramaticales; el segundo, en su a veces poco gallarda peripecia vital.
            También Andrés Trapiello, que cuenta con legión de admiradores, tiene sus antagonisas, no siempre por motivos literarios, aunque también. Como Baroja, Trapiello comenzó en un lado del espectro ideológico y se ha ido deslizando hacia el otro extremo: ahora es uno de los más aguerridos defensores de la España una y Cataluña cero.
            Quienes admiramos al escritor, solemos mirar hacia otro lado cuando asoma el panfletista. Es lo que hacemos con Baroja, quien en 1907 –y en el diario El Mundo– escribió: “¿De dónde viene el odio de los catalanes a España? Porque el odio existe, y decir que no es mentir. Hay muchos catalanes que no son separatistas ni regionalistas y sin embargo odian a España. Yo creo que ese odio tiene varias causas; una de ellas es el sentimiento de una nacionalidad frustrada, que es el mismo que hace que los provenzales tengan rencor por los del norte de Francia”. Hasta aquí, se esté o no de acuerdo, nos encontramos en los límites de la sensatez. A partir de aquí, comienza el disparate: “Otra de las causas del odio muy extendido de los catalanes a España es la influencia judía. Los catalanes han tenido la habilidad de lanzar el sambenito de judíos a los demás españoles, cuando precisamente los judíos son ellos”.
            Comunistas, judíos y demás ralea se titula la antología de textos barojianos, publicada en Valladolid por Ediciones Reconquista en 1938, con la que Ernesto Giménez Caballero quiso presentar a Baroja como un precursor del fascismo.
            Pero no solo son motivos políticos los que alejan de Andrés Trapiello a algunos lectores. Buena parte de lo que afirma de Julien Green –mencionado por Baroja en una de las cartas a Terrasa– quizá se le podría aplicar a él con mayor fundamento: “Los diarios de Green, un personaje torturado y católico, homosexual y académico, tienen gran fama, pero lo cierto es que resultan antipáticos y desagradables, y al cabo de unas páginas cansan, pese a su inteligencia y a su mezquindad con casi todo el mundo”.
            Andrés Trapiello no es mezquino con casi todo el mundo. Muy al contrario, pocos escritores tan generosos a la hora de promocionar a otros autores (ahí está su colección “La Veleta”) y con tanta capacidad de admiración y tanta gratitud para sus maestros. A él se debe buena parte del predicamento de que hoy gozan escritores como Manuel Chaves Nogales o Elena Fortún, y su devoción por Juan Ramón Jiménez o Ramón Gaya, bien conocida, ha dejado docenas de páginas ejemplares.
            Pero su inquina no es menos apasionada que su devoción ni menos ciega. En las páginas de Un poco de compañía son Aquilino Duque y Juan Benet (autor de tediosas novelas y de un espléndido Otoño en Madrid hacia 1950, donde incluye algunas de las mejores páginas que se han escrito sobre Baroja) las víctimas de su malquerer. No nos sorprende el segundo caso (esa antipatía viene de lejos), pero sí el primero, entre otras cosas porque Aquilino Duque fue pionero en la defensa, cuando pocos lo hacían, de ciertas posturas ideológicas ahora muy de moda.
            Las cartas que Andrés Trapiello rescata en Un poco de compañía están dirigidas a Juan Terrasa, un diplomático del que apenas tenemos noticia. Las únicas noticias que Trapiello logra reunir de él se las remite Miguel Aguirre de Cárcer, el cónsul general de España en Berna, y terminan con la noticia de que, en 1953, “causa baja en el Escalafón de la Carrera Diplomática”, supuestamente a petición propia.
            Las razones de ese cese las da a entender, de pasada. Aquilino Duque en un artículo dedicado a Juan Prat. Pero Trapiello no se fía demasiado del escritor sevillano: “Con Aquilino Duque y lo que diga hay que ser, no obstante, prudente, pues es de imaginación carbónica, como el sifón”.
            Prudente hay que ser también con los datos eruditos que nos proporciona Andrés Trapiello. Afirma que Aquilino Duque habla de Juan Terrasa en el artículo “Semblanza de Juan Prat”, publicado en Libertad Digital en 2014, pero se publicó el 24 de enero de 2003. Tampoco importa mucho ese error porque hoy los artículos se pueden localizar por el título, no se precisa la fecha.
            Algo más grave resulta que se burle de Aquilino Duque utilizando para ello una cita incompleta: “'Prat era probablemente marxista, pero no creo que espiara para nadie,  dice él’, dando a entender, con esa lógica tan particular suya, que la consecuencia más habitual del marxismo es la de ser espía, o que, si eres marxista y no eres además espía, has hecho un pan con unas tortas”.
            Tiene gracia la observación y Aquilino Duque –antimarxista visceral– queda un poco en ridículo, pero la frase completa dice así: “Prat era probablemente marxista, pero no creo que espiara para nadie, por mucho que las actividades del Organismo Atómico y la proximidad del Telón de Acero se prestaran a ello”.
            Quien queda entonces algo malparado es el propio Trapiello, pero ya sabemos que su rigor, a la hora de citar y de historiar la literatura española (una de sus aficiones) no resulta excesivo.
            En La Estafeta Literaria, una revista a la que muy merecidamente elogia, pero que no era “una publicación mensual”, como él indica, sino quincenal, encuentra un poema de Manuel Machado dedicado a Canciones del suburbio, el pintoresco libro de poemas publicado por Pío Baroja en su vejez. Como no figura “en ninguna de sus obras completas ni en parte alguna –indica Trapiello antes de reproducirlo–, lo voy a dar aquí, para amortizar algo el dinero que el lector se haya gastado ahora”. Pero ese poema –excelente por cierto– se puede encontrar en la página 707 de las Poesías completas de Manuel Machado editadas en 1993 por Antonio Fernández Ferrer en Renacimiento.
            Pero sigamos con Juan Terrasa. Cita Trapiello, esta vez sin cortes, otro párrafo de Aquilino Duque: “En la Unesco tuvo Prat enemigos implacables, entre ellos un tal Gelabert, que era menorquín y no procedía del exilio, sino del gremio de viajantes de comercio de calzado y un tal Terrasa, expulsado del Cuerpo Diplomático al intervenírsele en un paso de frontera un maletín lleno de relojes suizos y que presumía de ser amigo de Otto John, el agente doble que pasó del Berlín Oriental al Occidental al comienzo de la Guerra fría, y de haber colaborado en la conjura del conde Stauffenberg. Ninguno de estos dos, que solían poner a Prat como chupa de dómine, dijo jamás la menor cosa sobre presuntas actividades de espionaje”.
            Ante tal información, Andrés Trapiello se lleva las manos a la cabeza: “Decía antes que estas son afirmaciones sin importancia. Quiero rectificar. Sin importancia para muchos, desde luego, pero no, por ejemplo, para los hijos o los nietos de ese Terrasa, si los tuvo. No debe ser agradable ver difamar la memoria de un ser querido, aunque sea lejano, tan a la ligera; claro que será difícil que esos hijos o nietos de Terrasa hayan leído nada de Aquilino Duque ni tengan la menor idea de él”.
            Sonreímos al ver a Trapiello salir en defensa de unos hijos o nietos que ni siquiera sabe si existen, él que ha dicho bastantes cosas poco gratas –y sin más prueba que su palabra– de tantos escritores en su diario. Una incoherencia muy barojiana, por cierto.
            Pero sigamos. Primero una serie de preguntas retóricas: “¿Conoció Aquilino Duque a Juan Terrasa? ¿Le dijo este, presumió acaso de que era amigo de John Otton? ¿Supo lo del contrabando de relojes y su expulsión de la carrera por el propio Terrasa o se lo contó algún otro chismoso como él? ¿Le dijo Terrasa: ‘Sabe, Duque, yo tuve que dejar la carrera porque me pillaron con las manos en la masa’?”
            Preguntas retóricas todas ellas porque él mismo se responde: “No lo creo. Podría ponerse uno ahora en contacto con el escritor sevillano, y esperar de él las respuestas a esos interrogantes, pero no me parece necesario. Además, todos los implicados están ya muertos, lo que desde un punto de vista procesal es como decir: Áteme usted esa mosca por el rabo”.
            Hombre, Andrés, no todos los implicados están muertes. No lo está Aquilino Duque, a quien tan alegremente acabas de acusar de difamador y de chismoso.
            Yo sí tuve la curiosidad de ponerme en contacto con Aquilino Duque y esta fue su respuesta, recibida a vuelta de correo electrónico, o esa, al instante: “Lo que yo hago es salir al paso de comentarios gratuitos oídos en Viena. De Terrasa fui bastante amigo en sus últimos años, y lo de la valija con relojes se lo oí a los viejos de la OMS, Ortega Costa, Xammar o Mendizábal. Lo de Otto John y lo de Stauffenberg me lo refirió el propio Terrasa y creo recordar que me prestó un libro en que se aludía confusamente a esas conspiraciones en las que metía a alguien de la familia del Kaiser. Algo también me refirió su excolega, expulsado también de la Carrera, Fernando Aguirre de Cárcer, de quien logré hacer publicar sus excelentes traducciones de poesía francesa en la editorial Dos Soles. Espero haber sido tan claro como discreto”.
            No se limita Andrés Trapiello en Un poco de compañía a reproducir las cinco cartas a Juan Terrasa y a glosarlas de magistral manera, dándonos una imagen muy precisa de aquella España y del escritor en los últimos años. También nos ofrece otra primicia: fragmentos de la correspondencia de Baroja con el escritor y diplomático uruguayo Pablo Minelli González y de una insólita entrevista, inédita al parecer, que Baroja se hace a sí mismo.
            Bromea Trapiello, desde la primera línea de su libro, con la peculiar sintaxis barojiana, pero casi todas las citas que de ella hace son apócrifas. “Yo no creo que es una buena idea el nombre de esta colección, Baroja y yo”, comienza el libro. Y añade: “Así hubiera escrito Baroja esta frase”. Luego se enreda en el comentario. Al contrario de lo que él piensa, no son incorrectos el tiempo verbal y el adverbio “no”, o no lo son al mismo tiempo.
            Lo mismo que se inventa las frases incorrectas y juguetea con ellas, podría haberse inventado todas estas cartas inéditas y ser el conjunto una divagatoria novela corta. No por ello tendría menos valor este libro que, si flaquea en lo erudito –no cita el reciente Baroja en París, de Francisco Fuster, ni alude a El último Baroja, de Luis S. Granjel, de 1992, anterior por tanto a Las armas y las letras–, no pierde nunca la casi hipnótica capacidad de sugerencia que caracteriza al prosista Andrés Trapiello, a quien –como a Baroja–, aunque a veces nos irrite, nunca nos cansamos de leer.
           
           

jueves, 15 de agosto de 2019

Ante unas poesías completas



El uso del radar en mar abierto. Poesía 1992-2019
Martín López-Vega
La Bella Varsovia. Madrid, 2019.

Hay poetas que necesitan perderse para encontrarse, o para reencontrarse. Martín López-Vega parece ser uno de ellos.
            Poeta precoz –no había cumplido veinte años cuando publica su primer libro– acierta desde el principio con un sugerente mundo propio en el que entremezcla los recuerdos de una infancia rural, las vagas melancolías adolescentes y una ensoñación viajera que pronto comenzaría a hacerse realidad. Se añadía a ello la apetencia por otras lenguas y otras culturas, un querer sentirlo, saborearlo, añorarlo todo de todas las maneras que hace que sus entregas iniciales –a pesar de su lenguaje un tanto convencional– conserven todavía buena parte de su encanto.
            No lo considera así su autor: Objetos robados (1994), Travesías (1996) y La emboscada (1999) se reducen al breve Café Luxembourg, en la primera recopilación de su obra completa, El uso del radar en mar abierto. Los considera, según nos indica en una algo desganada nota editorial, “llenos de torpezas, reiteraciones y pedanterías varias”. También abrevia en uno los dos libros siguientes, Mácula y Árbol desconocido, ambos del 2002, y elimina, con buen criterio a mi entender, muchos poemas de Gótico cantábrico, su anterior publicación poética. Añade, en cambio, un puñado de inéditos con el título de Calle de la vida (nombre de una calle veneciana) que nos lo muestran en una espléndida madurez (desentona quizá “Orientalismos”).
            Quiere Martín López-Vega que El uso del radar en mar abierto sea considerado como un libro nuevo, no como una simple recopilación. Y lo es en buena medida (no solo se suprimen poemas, también se cambian de lugar y se añade alguno, como “Noche en Silos”), un libro que le permite reencontrar el norte tras los bandazos y turbulencias a que se ha visto sometida su poesía.
            En López-Vega, el poeta choca a menudo con el arriesgado experimentador de diversas formulaciones estéticas o el bulímico explorador de nuevas y más o menos exóticas literaturas.
            De la desorientación que sufrió en torno a 2006 nos ha dejado muestras en dos libros que incluye en estas reducidas poesías completas, Extracción de la piedra de la cordura y Yo, etc, inédito hasta la fecha y que quizá podría haber continuado siéndolo, como perdidos en una antología de poetas asturianos, Nombres propios, de 2007, quedaron los fragmentos de la Balada de la dependencia sexual, otro libro en preparación por entonces.
            Aunque de escaso interés para los lectores –al menos para los que admiran al López-Vega de antes y de después–, no fueron inútiles para el poeta esos ejercicios: le permitieron salir de su zona de confort, abandonar fáciles melancolías y músicas consabidas. Los poemas de su trilogía de madurez –Adulto extranjero (2010), La eterna cualquiercosa (2014) y  Gótico cantábrico (2017)– no podrían haber sido escritos sin ese perderse antes en la “selva selvaggia” del expresionismo y el sinsentido para luego reencontrarse siendo “el otro, el mismo”, según el título de Borges.
            Martín López-Vega ha crecido en espiral, dándole la vuelta al mundo y a su mundo, sin perder la conexión con el punto de partida. Y ese punto de partida está en Llanes, en una familia en la que destacan la figura de la madre y del abuelo y en la que el padre, como en las tragedias clásicas, desempeña el papel de antihéroe.
            Buena parte de los poemas de Gótico cantábrico giran en torno a la historia familiar, que el autor quiere recuperar sin excesiva recreación literaria: “Algunos de estos poemas –nos dice en la nota final– usan fragmentos copiados del cuaderno que le regalé a mi madre, Margarita González, para que escribiese en él sus recuerdos de infancia”.
            La poesía viajera es otro de los núcleos de la obra de López-Vega. “Arte de caminar por las calles de Braga” se titula uno de sus primeros poemas; “Alejandría”, el último que incluye esta recopilación. Desde aquella ciudad en la que vivió como estudiante (y en las que escribió sus Cartas portuguesas) hasta la Alejandría de Durrell y Cavafis a la que le llevaron su labores profesionales, cuántos lugares pateados, vividos –a Roma le dedica un libro, a Iowa casi enteramente otro– o entrevistos en esta poesía que parece tener como lema la rosa de los vientos. Y que evoca esos lugares y la gente que conoció en ellos sin miedo a la anécdota ni al detalle menor, que suele ser el más significativo. Un fragmento de “Autorretrato hacia 2015”, en el que contempla una ciudad desde lo alto e inventa “monumentos que no existen / en las plazas que apenas adivino”, puede servir de ejemplo: “monumento a cierto mediodía de Oporto que fue como si sobrase el resto de la vida, / monumento a los días que fuimos a la yerba en Teberga, / monumento al día que paseamos a Beatriz Amposta por el Trastevere, que ahora se llamará Tristévere, / monumento a Diego Ortiz, a Giacomo Moro, a la chirimía y a la chirivía, / monumento a la noche en que dormimos los cuatro en una cama en una habitación sin techo abierta a las estrellas de la Toscana, / monumento a las tartas de ruibarbo del granjero menonita, / monumento a Lêdo Ivo leyendo a ‘A un olmo seco’ en el ejemplar que fue de Cernuda, / monumento a Giordano Bruno cantando come on baby light my fire con Brunori Sas, / monumento a la sidra que bebimos en el carro del centollo, / monumento a aquella melodía oída solo una vez en un trapiche de Río que quiere salir de mí, y no sabe, / monumento a la mano de mi abuelo apretando la mía justo antes de morir (aunque el médico dijera que imposible)”.
            Es la tan reiterada enumeración borgiana, tan frecuente en la poesía española contemporánea, pero utilizada de personalísima manera. La poesía de Martín López-Vega está llena de nombres propios y de “pequeños detalles exactos”, que no solo son referencias culturales (aunque abunden tanto como en cualquier poeta de la primera hora novísima), sino de familiares y amigos y en eso coincide con Miguel d’Ors, un autor con el que ideológica y vitalmente no parece tener mucho en común.
            Pocos poetas han cantado a la amistad como Martín López-Vega. Todos los que fueron algo en su vida están en las dedicatorias de los poemas y también en sus versos. Cito, para limitarme a solo dos ejemplos, “Ir al incendio”, dedicado a su “amigo de la guarda”, Javier Pérez Blesa, o “Yendo a casa de Xuan Bello con unas semillas que le traigo de Portugal”.
            Poeta de los afectos familiares, de la amistad, también es López-Vega autor de intensos y nada tópicos poemas de amor, como “Sarabel en la biblioteca” o “Torre Stefaneschi”, de Elegías romanas. Y de sus libros más recientes, “Patricia Variationen” o “La eterna cualquiercosa”, con su estructura cinematográfica, donde la pareja protagonista está vista desde fuera, charlando en la cocina.
            Consciente del riesgo de la falacia patética y del prosaísmo sentimental que bordea en buena parte de su poesía, López-Vega gusta de recurrir al humor, al disparate, al esforzado ejercicio literario. Y no siempre con resultados prescindibles, como demuestran el conmovedor pastiche “Égloga Novena de Miklós Radnóti” o el ingenioso collage “Leyendo el periódico en voz alta”.
            La obra de Martín López-Vega, polígrafo profuso, poeta polifónico y disperso, estaba necesitada de una adecuada reestructuración y revisión, y no ya por los leves lapsus y erratas que pudieran haberse colado en las ediciones anteriores (y que en algún caso se mantienen: el “Alfonso XIII, Münchhausen madrileño / que cabalga sobre las copas de los árboles” al comienzo de “Autorretrato hacia 2009” –un poema que salta de La eterna cualquier cosa a Adulto extranjero– es en realidad el Alfonso XII de la estatua del Retiro), sino porque la edición –cuando la realiza el propio autor– es una forma de creación.
            El uso del radar en mar abierto se aproxima bastante a lo que podría ser la edición definitiva de la poesía de Martín López-Vega hasta la fecha.  Quizá habría necesitado otra vuelta de tuerca o, en cualquier caso, una más adecuada aclaración de los cambios, sin que eso pueda considerarse una “pretensión de autofilología”, como se indica en la nota final; es simplemente una necesaria aclaración hacia quienes conocen la primera edición de los libros, libros que se seguirán leyendo independientemente, a pesar de la intención del autor.
            Pero tal como está, con su humana imperfección, El uso del radar en mar abierto contiene un buen puñado de poemas sabios (“Venus no descubierta”, “El forastero en Veroli”), emocionados (“Última lección”, “Una manzana para Margarita”), llenos de referencias enciclopédicas y de referencias privadas (el divagatorio “Alfama”), hirientes (“Poema de género”), divertidos (“Relación de reparaciones efectuadas en la iglesia del Bom Jesús de Braga en 1853, según consta en la factura del maestro de obras”), siempre inconfundiblemente personales.


domingo, 11 de agosto de 2019

Juan Manuel de Prada pierde la memoria



APÉNDICE A “HISTORIA DE UNA OBSESIÓN”

En el artículo “Volver a empezar”, publicado en el suplemento XLSemanal del 4-10 agosto 2019, nos cuenta Juan Manuel de Prada que ha perdido un lápiz de memoria que contenía “multitud de textos inéditos” de Ana María Martínez Sagi. Y continúa: “Desde hace más de un año ando descifrando los manuscritos que Ana María Martínez Sagi me encomendó antes de morir, con la promesa de publicarlos cuando hubieran pasado un par de décadas. Son manuscritos apenas legibles, con una caligrafía urgente que, a veces, se resuelve en un garabato. En su desciframiento me he quemado las pestañas, hasta llegar a maldecir la encomienda que asumí ante su autora. Pero, entre berrinches y tormentos, logré coronar aquella experiencia aniquiladora en la que, como si de un curso intensivo se tratara, aprendí mil lecciones de paciencia”.
            Pero en el prólogo a La voz sola nos cuenta una historia algo distinta. Las poesías y prosas que le entregó Martínez Sagi estaban “algunas manuscritas, otras mecanografiadas”. Y no presentaban ni los textos mecanografiados ni los manuscritos ningún problema de lectura: “Leí ávidamente aquel centón de folios durante los días siguientes, sacudido de belleza y desconcierto”. Y no solo los leyó, sino que reelaboró algunos de ellos para incluirlos en Las esquinas del aire, “sobre todo ciertos pasajes de sus Andanzas de la memoria que esperamos publicar en breve”.
            ¿Cómo es posible que los textos que leyó “ávidamente” a finales de los noventa tenga que descifrarlos con dificultad veinte años después? ¿Y cómo es posible que no guardara ninguna copia ni en el disco duro del ordenador ni en papel, que los confiara solo a un “lápiz de memoria”?
            Parece que a la hora de sus mistificaciones literarias Juan Manuel de Prada no cuida mucho de la verosimilitud. Y que esté preparando el terreno, con la oportuna pérdida de ese lápiz de memoria (¿no imprimía nunca lo que transcribía, no tiene quien le ayude a pasar a ordenador sus manuscritos?), para que desaparezcan los originales de unos textos de Ana María Martínez Sagi que muy probablemente solo son suyos en la ficción novelesca de Las esquinas del aire, pero que se citan como de ella en el erudito prólogo a la edición de Sinfonía en rojo, de Elizabeth Mulder, publicada por Juan Manuel de Prada en la Fundación Banco Santander. Superchería se llama esa figura.

sábado, 10 de agosto de 2019

Historia de una obsesión



La voz sola
Ana María Martínez Sagi
Edición de Juan Manuel de Prada
Fundación Banco Santander. Madrid, 2019.

A mediados de los años ochenta, cuando estaba fascinado por los raros y olvidados, por los maltratados por la vida que habían quedado al margen de la historia de la literatura (aunque fueran protagonistas de obras como Luces de bohemia), Juan Manuel de Prada descubrió la figura de Ana María Martínez Sagi en las páginas de un libro de César González Ruano, Caras, caretas y carotas, conjunto de entrevistas a las figuras y figurones de las postrimerías del régimen alfonsino.
            Ana María Martínez Sagi era deportista y había publicado un libro de versos; representaba a la nueva mujer de los años veinte. Pronto se convirtió en una celebridad que incluso suscitó los celos de otras poetas, como Pilar de Valderrama, la Guiomar de Antonio Machado; luego pareció borrarse para siempre.
            En 1997 le dedicó Prada una pionera semblanza en las páginas de la revista Clarín (luego incluida, aumentada, en el libro Desgarrados y excéntricos), pero no acabó ahí su interés por el personaje. Poco después descubriría que aún vivía y tuvo ocasión de entrevistarla. El resultado fue una novela, Las esquinas del aire, que sigue el esquema intentado por A. J. A. Symons con su En busca del barón Corvo y reiterado por Javier Cercas hasta la saciedad: las andanzas del autor de la biografía importan tanto como la peripecia vital del biografiado.
            Parecía que tras Las esquinas del aire –donde incluso se incluía una antología poética– no había más que decir sobre Ana María Martínez Sagi, un personaje curioso y una escritora muy menor, pero ahora Juan Manuel de Prada nos sorprende con la edición de La voz sola, más de quinientas páginas dedicadas a recopilar la obra editada e inédita de la autora.
            Al parecer, según nos cuenta en la nota a la edición, poco antes de morir Martínez Sagi le entregó “una caja de cartón atestada de cuadernos y carpetas”, indicándole que en ella encontraría “poesías y prosas, algunas manuscritas, otras mecanografiadas”, su obra inédita. Le pide que no las publique hasta pasados quince o veinte años y, en cualquier caso, que no lo haga “mientras esté vivo el hijo de Elisabeth Mulder. No quiero ofenderle ni alimentar maledicencias que lo avergüencen”.
            ¿Realidad o ficción? En los textos que Juan Manuel de Prada se entremezcla la minuciosa erudición, como de trabajo académico, con lo que parece novelería: “Leí ávidamente aquel centón de folios durante los días siguientes, sacudido de belleza y desconcierto. Ante la prohibición que me había formulado Ana María, logré arrancarle que me permitiera reelaborar algunos textos allí incluidos –sobre todo ciertos pasajes de sus Andanzas de la memoria, que esperamos publicar en breve– e incluirlos en Las esquinas del aire, el libro que por entonces estaba escribiendo. Ana María accedió a regañadientes a mi petición, a condición de que no revelase mis fuentes durante el plazo indicado; aunque entonces todavía no lo adivinaba, su petición me habría de ocasionar decenas de disgustos y amistades”.
            Traduzco la prosa de Prada al román paladino: la escritora le entregó, antes de morir, unos textos inéditos en los que hablaba de sus amores con Elisabeth Mulder, pero le pidió que no los publicara para evitar maledicencias, pero sin embargo le permitió reelaborarlos y convertir esos presuntos amores –que puede ser que no existieran más que en su imaginación– en uno de los morbosos alicientes de Las esquinas del aire. Curiosa manera de proceder por parte de la escritora, dudosa manera de respetar la palabra dada por parte del albacea.
            Pero aún hay más. Al parecer la escritora le permitió “reelaborarlos” a condición de que no indicada sus fuentes y, sin embargo, en su edición de Sinfonía en rojo, prosa y poesía selecta de Elizabeth Mulder, reproduce amplios fragmentos indicando que proceden de “las memorias inéditas” de Ana María Martínez Sagi.
            Esas presuntas memorias –escritas con el inconfundible estilo de Juan Manuel de Prada– son las que esperaríamos encontrar en este nutrido volumen de la “Colección Obra fundamental” que patrocina el Banco de Santander. Quedan, sin embargo, para más adelante.
            Lo que se nos ofrece ahora es una amplia selección de sus versos, de muy escaso interés en la mayoría de los casos. Hay un puñado de poemas no desdeñables –“Rue du chat qui pêche” tiene el encanto de las Canciones del suburbio barojianas–, pero la mayoría responden a un muy consabido sentimentalismo modernista. A Prada lo que más le interesa subrayar son las huellas de su lesbianismo y de su amor por la autora de Sinfonía en rojo. 
            El resto del libro contiene los artículos periodísticos de Ana María Martínez Sagi, que fue cronista de guerra en el frente de Aragón, y antes muy activa defensora del deporte femenino. La selección “no pretende ser exhaustiva” afirma Prada, incurriendo en un oxímoron (si es selección, ¿cómo iba a ser exhaustiva?) que revela lo contrario de lo que aparentemente afirma: que no hay tal selección, que reproduce todos los artículos que ha encontrado, bastantes de ellos de nulo interés, pero que es posible que todavía alguien encuentre más.
            Leemos algunos poemas al azar o algunos artículos (los escritos en catalán aparecen en versión bilingüe, un trato dado habitualmente solo a los poemas) y nos sorprende que alguien los haya considerado dignos de ser incluidos en una colección de “obras fundamentales”.
            El escritor desaforado le juega algunas malas pasadas al investigador esforzado sobre todo de figuras menores y olvidadas, que también es Juan Manuel de Prada.
            Pero aunque algunos nos sonríamos al tropezarnos con el Prada “estilista” en el bien documentado prólogo (“Durante un par de meses aguardé en vano su respuesta; cuando ya mis esperanzas estaban aniquiladas, una voz antigua como el mundo, muy debilitada o convaleciente, se asomó a mi teléfono, identificándose”), no debemos olvidar que para él, como para tantos lectores, la literatura consiste en escribir “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa” en lugar de “lo que pasa en la calle”.
            ¿Por qué deja para más adelante la publicación de los inéditos que le entregó la escritora, especialmente sus Andanazas de la memoria, que ahora define –contradiciéndose: no hay nada que pudiera alimentar maledicencias– como “un compendio de amables y evocadoras estampas que no llegan a ser memorias y que rehúyen pudorosamente los aspectos más tortuosos y trágicos de su vida”?
            Yo sospecho que si continúa ocultándolas es porque quizá pondrían de manifiesto que, en más de una ocasión, Juan Manuel de Prada nos ha dado gato por liebre, ficción por investigación, a la hora de hablar de Ana María Martínez Sagi, una escritora muy menor que él ha convertido en personaje literario del que le cuesta desentenderse. Obsesión se llama esa figura.

martes, 6 de agosto de 2019

Cuestión de género



La novela de la Costa Azul
Giuseppe Scaraffia
Editorial Periférica. Cáceres, 2019.

¿Son una convención los géneros literarios? ¿Podemos calificar de novela a cualquier obra en prosa de cierta extensión si eso nos sirve para promocionar su venta?
            La estrategia es antigua y todavía siguen utilizándola editores y autores. Recordemos, por citar unos pocos ejemplos, Un andar solitario entre la gente, de Antonio Muñoz Molina, La novela del buscador de libros, de Juan Bonilla, o La novela de la Costa Azul, de Giuseppe Scaraffia, que ahora comentamos. Lo que no está tan claro es que esa engañosa estrategia funcione.
            Los géneros literarios suponen una expectativa de lectura. Un libro de cuentos o un libro de poemas podemos comenzar a leerlo por cualquiera de los cuentos o poemas que lo integran, ya que cada uno de ellos tiene un principio y un final, es una obra literaria autónoma, aunque adquieran un nuevo sentido en conjunto. Una novela debemos comenzar a leerla por el primer capítulo y no la podemos dar por leída hasta llegar al último, aunque haya obras más o menos vanguardistas –como Rayuela– que propongan distintos itinerarios de lectura.
            La novela de la Costa Azul no es una novela y quien comience a leerla como tal la abandonará a las pocas páginas. Claro que el término novela puede emplearse en sentido figurado, como en la cita de Galdós (“por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela”) que Andrés Trapiello coloca al frente de cada uno de los tomos de su diario o en la frase “mi vida es una novela”.
            Pero incluso en este caso La novela de la Costa Azul no sería una novela, sino fragmentos de varias novelas entrecruzadas, las de los muchos escritores a los que se refiere.
            Los escritores y la Costa Azul habría sido un título más adecuado, y más sugerente para los muchos y buenos lectores. Los que tienen a la novela por su pasatiempo literario favorito se sentirán, muy probablemente, estafados.
            Cada capítulo viene encabezado por el nombre de una de las localidades de la Riviera francesa, desde Mentón hasta Marsella, y se subdivide en pequeñas viñetas biográficas, ordenadas cronológicamente, de los escritores que han residido en ellos temporadas más o menos largas. El primer capítulo comienza en 1760 con Casanova y termina en 1957 con Jean Cocteau, pero son las últimas décadas del XIX y las iniciales del XX –los años de esplendor de la Costa Azul– las que acaparan la mayoría de las páginas.
            Hay autores que se reiteran en los diversos capítulos, ya que frecuentaron distintas localidades en diversos momentos de su vida: el ya citado Cocteau y Gide, Colette, Simenon, Maupassant, Fitzgerald, Chéjov… El libro habría necesitado un segundo índice que permitiera leer conjuntamente todas las referencias a cada cuno de los escritores, y en el orden “geográfico” en que aquí aparecen o orden cronológico.
            Las viñetas, los subcapítulos, son de muy desigual extensión e interés. La novela de la Costa Azul es más una obra de consulta, una guía literaria (ya se han publicado varias sobre la zona), que un libro para leer de principio a fin (quien intente hacerlo así se rendirá a las pocas páginas).
            Se trata de una publicación para aficionados al turismo literario y para quienes gustan de la chismografía erudita. ¿Sabían ustedes que Stefan Zweig, el representante de la mejor Europa, la que trató de arrasar el nazismo, era un exhibicionista que disfrutaba sorprendiendo a paseantes solitarias? Eso nos cuenta Scaraffia, e infinidad de intimidades sexuales de todo el mundo, y debemos de creerle bajo su palabra porque el libro carece de cualquier referencia bibliográfica.
            Vidas libres las de la mayoría de los escritores que aparecen por estás páginas, vidas que buscaron refugio junto al Mediterráneo para protegerse de los ojos de los bien pensantes y, en bastantes casos, también para tratar de mejorar su salud.
            Muchas de ellas hoy nos siguen escandalizando, aunque de otra manera. Entonces no parecía distinguirse entre homosexualidad y abuso de menores, entre libertad sexual y acoso.
            “Georges se divertía lo indecible contando sus experiencias sexuales”, nos dice Scaraffia de Georges Simenon. “Casi todos los días, sin dejar de dictar a su secretaria, comenzaba a masturbarla hasta el orgasmo, para luego recomenzar con el trabajo”.             
            ¿Solicitaba antes su consentimiento? Hoy Simenon se divertiría menos contado sus experiencias sexuales, que le habrían costado más de un proceso. Hoy no se atrevería a decir en voz alta que “la mujer debe ser un reflejo de su marido y sacrificar su personalidad a la de él”, aunque lo pensara, como todavía hay quien lo piensa.
            ¿Vivimos una época más puritana, con toda la connotación peyorativa que esa palabra tiene? ¿Debemos añorar las libertades bohemias de los locos años veinte? No falta quien lo piensa así, pero si algo nos enseña este libro –y cualquier libro de historia que no deje de lado la intimidad– es que nuestra sensibilidad moral ha cambiado, podríamos decir que ha dado un vuelco: el acoso y el abuso, el aprovechamiento de la miseria de los demás, han dejado de tener la más mínima gracia.
            Por estas páginas cruzan abundantes triunfadores –en la Costa Azul tuvieron su refugio Blasco Ibáñez y Somerset Maugham– y no escasos desdichados, como Klaus Mann, el hijo de Thomas Mann, que se suicidó en una pensión de Niza. Su ilustre progenitor ni siquiera interrumpió la estancia en Estocolmo para ir al entierro. En el diario escribió las palabras más crueles que un padre haya dedicado a la muerte de un hijo: “Un gesto ofensivo, feo, cruel, irrespetuoso e irresponsable por parte de Klaus”.
            Trágicas, curiosas, divertidas, inanes o simplemente pintorescas, este volumen está lleno de anécdotas. Con la vida de los literatos también se puede hacer literatura.
            Pero este libro no es “la novela de la Costa Azul” ni la de ninguno de ellos. Es solo un conjunto de fichas sobre escritores y lugares que habría agradecido, si no otra disposición, sí más completos índices para favorecer una más provechosa lectura o consulta.