jueves, 27 de octubre de 2016

Cara y cruz de la crítica académica


Hacia la democracia. La nueva poesía (1968-2000)
Araceli Iravedra
Centro para la Edición de los Clásicos Españoles
Visor, Madrid, 2016.

No sabemos cuáles son los “negocios” del académico Francisco Rico que denunciaba Pérez-Reverte en una sonada polémica. Las sospechas apuntan hacia la colección de clásicos en que se integra la documentada antología de poesía contemporánea que firma la profesora Araceli Iravedra. Se explicarían así sus más disonantes peculiaridades, que comienzan poe el inadecuado título. Un estudio-antología que abarca el período 1968-2000, según se indica, no puede titularse Hacia la democracia, sino, todo lo más, Hacia el siglo XXI. Pero tampoco las fechas que indica el subtítulo resultan muy precisas: los poetas que incluye comenzaron a publicar antes de 1968 (alguno, incluso, para esa fecha ya había dado a conocer lo mejor de su poesía: es el caso de Pere Gimferrer) y continuaron haciéndolo después del 2000. La nota de solapa, firmada por el profesor Rico, habla de la inclusión de “adecuadas muestras de las traducciones y de la canción popular de la época”,   pero no hay ninguna muestra ni de las traducciones de Martínez Sarrión o de Jenaro Talens (o de la esplendida Segunda mano de Víctor Botas) ni de las letras de Serrat, Sabina o Radio Futura en esta antología, que quiere ser canónica, que “no busca arriesgar apuestas, sino confirmar valores”.
            Incluye treinta y cuatro poetas de dos generaciones: la de los nacidos entre 1939 y 1953, que incluye nombres tan disímiles como Leopoldo María Panero o Eloy Sánchez Rosillo, y la llamada “generación de los ochenta”, cuyo poeta “más relevante”, a jucio de la antóloga, sería Luis García Montero. De los autores que comenzaron a publicar en esa década, los dos más jóvenes son José Luis Piquero y Lorenzo Oliván, con los que concluye este sugestivo, aunque inevitablemente incompleto, recuento.
            Como ocurre con cualquier antología, resulta inevitable que queden fuera algunos nombres principales y que otros resulten intercambiables por poetas de similar interés; sobrar no sobra ninguno, aunque dos –Olvido García-Valdés y Ada Salas– quizá disuenen del conjunto.
            Y es que, curiosamente, aunque pretende ser histórica, no tomar partido por ninguna de las estéticas del período, la selección de Araceli Iravedra se inclina claramente por la que suele llamarse “poesía de la experiencia” (en el sentido amplio del término que ella explica en las páginas 80-101 de su prólogo) y que otros prefieren denominar “poesía figurativa”. Curiosamente, cuando un poeta ha pasado por distintas etapas –pensemos en el Guillermo Carnero, en Jenaro Talens, en Sánchez Robayna– la selección deja de lado, o apenas incluye, la producción más rupturista, la más próxima a la estética convencionalmente denominada “novisima”, para centrarse en la que se aproxima a la “vuelta al orden”, al culturalismo implícito y al tono experiencial de los ochenta.
            La introducción a cada poeta resulta impecable. Araceli Iravedra, conoce bien lo que la crítica ha dicho de ellos y sabe sintetizarlo adecuadamente. La selección de poemas, obra en buena parte de los propios autores, es amplia y, por lo general, representativa. Con buen criterio, no se señalan las posibles variantes de los poemas (esas indicaciones de si el poeta quita o pone una coma respecto de una edición anterior que algunos confunden con el rigor académico) y las notas aclaratorias van al final del volumen, sin interrumpir la lectura de los textos.
            Esas notas constituyen uno de los alicientes del volumen. Cierto que algunas pueden considerarse prescindibles (Internet aclara de inmediato la mayor parte de las referencias culturalistas), pero la mayoría compendian lo dicho por críticos anteriores o por el propio poeta (especialmente ilustrativas resultan las muy precisas observaciones de taller de Miguel d’Ors o las aclaraciones de José Luis Piquero).
            El trabajo de Araceli Iravedra, aunque acá y allá nos ofrece una inteligente observación propia, es más de paciente recopilación de material ajeno que de aportación personal. Quizá por eso no pone ninguna nota a poemas podrían necesitarla, como “Una alucinación”, de Lorenzo Oliván: “Entramos en el recinto de lo cuadrado. La paleta metálica, repleta de cemento, golpea en lo cuadrado, precisa de un sonido seco, cortante, duro, para alzar lo cuadrado”. El lector habría agradecido la indicación de que el poeta está hablando de un cementerio.
            Las limitaciones del modo de hacer de Araceli Iravedra –que en nada disminuyen el interés del volumen ni para el estudioso de la poesía contemporánea ni para el borgiano lector hedónico– se hacen patentes en el extenso prólogo, que no es propiamente tal, sino el resultado de un “Proyecto de Investigación financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad”, uno de esos obligados trabajos académicos que, en buena medida, carecen de otro interés que el meramente curricular. La autora debería haber eliminado casi un centenar de páginas que no se refieren al ámbito de la antología, que se ocupan de poetas posteriores –mezclados los valiosos con otros sin interés ninguno– por lo general no refiriéndose a su obra, sino a las declaraciones que han hecho sobre su ella y sobre su intención de romper con la poesía anterior (una pseudo ruptura tan pintoresca que, en algunos caso, consiste en “volver a Baudelaire” o en ocuparse de los marginados).
            La objetividad académica de Araceli Iravedra solo resulta adecuada cuando se trata de poetas que ya han realizado su obra y han sido estudiados por la crítica. Aplicar el mismo método a la poesía más actual y a las nebulosas poéticas de docenas de prescindibles antologías sirve únicamente para aumentar la confusión de los lectores.  
            Pero este tipo de libros no son de los que se leen de la primera a la última página. Podemos empezar por el poeta que más interés nos despierta e ir saltando de uno a otro, según las apetencias de cada momento, y si queremos conocer la historia literaria de esos años, sus varias poéticas y sus polémicas, acudir a las páginas 20 a 101 del estudio preliminar.
            Araceli Iravedra, con Luis Bagué la más aplicada estudiosa de la poesía actual, nos ofrece una antología inevitablemente imperfecta (hay algún lapsus: en la página 865, confunde a Rafael Guillén con Rafael Morales) y discutible, pero también imprescindible.

            

sábado, 22 de octubre de 2016

Gabriel Insausti, artificio y verdad


Línea de nieve
Gabriel Insausti
Pre-Textos. Valencia, 2016.

Gabriel Insausti (San Sebastián, 1969) es un escritor todo terreno que lo mismo publica rigurosos estudios académicos que poesía, novelas, diarios, libros de aforismos, traducciones (entre ellas, las más completas y rigurosas de muchos poetas ingleses). Como suele ocurrir en estos casos, tanta fecunda laboriosidad actúa en contra suya: unos libros tapan a otros.
            Las mismas características de rigor y desmesura que en su obra en general encontramos en Línea de nieve, su última entrega poética. La variedad de tonos y un cierto gusto por el virtuosismo técnico pueden dificultar la lectura.
            Dos son las principales maneras de hacer que muestra el nutrido volumen. De un lado están los poemas breves, un poco en la línea de Miguel d’Ors, como “Destello”, que ejemplifica “la impávida hermosura del mundo” en cuatro garzas “blanquísimas, muy quietas, en hilera / sobre el espejo del regato, / igual que una escuadrilla de hidroaviones / a punto de marchar hacia otra parte”.
            Abundan los leves apuntes paisajísticos, los poemas en los que no parece pasar nada, pero en los que con preciso ingenio se recrea un instante cotidiano y mágico: “Crónica”, “Proyecto para locus amoenus”, “El sendero”. En esa línea puede incluirse también la serie de haikus. “Se aclara el día / y un anciano decide / acompañarlo”. O los poemas circunstanciales que bordean el sentimentalismo, pero que no incurren en él, como los dedicados al cumpleaños de los hijos.
            A ese tono conversacional, a esos poemas en los que el aparato retórico aspira a volverse invisible, en que se disimula el artificio del verso, se añade otro, en abierto contraste, que juega con la rima (incluso con el ripio) y en ocasiones da la impresión de que el texto desarrolla un tema propuesto de antemano, casi como un ejercicio de clase.
            Un primer ejemplo lo encontramos en “La estatua de Mao en Kashgar”, escrito en sexta rima, una estrofa poco frecuente en la poesía contemporánea: “Así te imaginaron: los pies juntos, / un pliegue en los faldones del gabán, / la botonera doble, en ocho puntos / (como tu Disciplina, que el Gran Khan / sin duda aprobaría), y esa estrella / refulgente en tu gorra, casi bella”.
            Son poemas que recuerdan a cierto Auden (el de Cartas de Islandia, por ejemplo), al Espronceda de El diablo mundo o al Rubén Darío de la “Epístola a la señora de Lugones”; y detrás, y como modelo de todos ellos, el Don Juan de Byron. A veces da la impresión, en “Carta a Ramuntxo” o en “Amanecer en Wall Street”, que el poeta se deja llevar demasiado por el funanbulismo de las rimas y no desdeña el tópico: “y entre la multitud / ebria de dopamina / hay quien pide fast food, / silba, fuma, camina / o apura el aguachirle / que aquí llaman café”.
            Pero no todos los poemas extensos son de la misma clase. “Preludios” (el título alude a la conocida obra de Wordsworth) recrea en diez sintéticas viñetas su evolución vital e intelectual. “Bruto a Ovidio” vuelve al género clásico de la epístola (tan utilizado en las escuelas de retórica) para, en una transposición temporal, ofrecer una crítica del mundo contemporáneo, quizá un tanto banal(se habla del Whatsapp y del McDonald’s).
            Otro poema extenso “Chiesa Santa Croce” se basa en una noticia periodística (“La comisión de Cultura ha aprobado una moción que revoca el bando que desterró al poeta de la ciudad”) para hablarnos de la sorpresa de Dante al volver a la Florencia actual. Como complemento, “Inferno, XXXII” traduce –reproduciendo laboriosamente los tercetos encadenados– un amplio fragmento de La divina comedia. Se agradece el esfuerzo, pero no parece que encaje demasiado con el resto del libro ni que se entiendan bien esos versos de Dante desgajados del contexto y sin notas.
            Línea de nieve habría ganado, si no con una poda, sí con una adecuada estructuración del conjunto, con una más atinada edición (la labor del poeta no termina al acabar el poema, sino al disponerlo en el volumen en que lo presenta al lector: la ordenación, la división en parte tienen también una función estética).
            Pero, al margen de exhibicionismos y virtuosismos (en absoluto desdeñables), bastan media docena de poemas breves para hacer memorable este libro. Son poemas en que, como en “Regreso de la Ulzama”, el poeta intenta dar a sus visiones de la naturaleza y a su experiencia de la vida “un sitio en la memoria, un poso, un orden / eterno en que tal vez me sobrevivan”.
           
           
           

            

sábado, 15 de octubre de 2016

Ramón Andrés: poesía y aforismos


Ramón Andrés
Poesía reunida. Aforismos
Edición de Andreu Jaume
Lumen. Barcelona, 2016.

 No hay que hacer demasiado caso a lo que los poetas dicen sobre su propia obra. Ramón Andrés afirma ofrecernos en Poesía reunida una breve muestra de su poesía primera –publicada en los libros Imagen de mudanza (1987), La línea de las cosas (1994) y La amplitud del límite (2000)– solo por empeño del editor, Andreu Jaume; él se sentiría ahora en completo desacuerdo con ella.
            Antonio Machado escribió en el prólogo a sus Páginas escogidas que nunca releía ni corregía sus poemas, “porque el poeta echa a perder su obra al corregirla”. Dámaso Alonso demostró que no era cierta: entre la primera y la segunda edición de Soledades, buena parte de los textos han sido reescritos por completo.
            Es lo que hace Ramón Andrés –sin indicárnoslos él ni, más incomprensiblemente, su editor– con su primera etapa como poeta. No solo selecciona, con buen criterio, sino que tacha versos (los 23 de “Envío” se reducen a 12), cambia títulos (“Confesión hecha a Ausias March” se convierte en “Poema de siglo XV a Ausias March”, para indicar su carácter de pastiche), elimina rebuscamientos expresivos (“la sed no asaltará caminos de mi lengua” pasa a “no he de morir de sed”). Convierte así los tres primeros libros en un nuevo libro, neorromántico y meditativo, sabiamente memorable.
            La labor de musicólogo y ensayista de Ramón Andrés –con títulos fundamentales sobre Bach, los místicos, el suicidio– nos había hecho olvidar que, como en el caso de Unamuno, antes que el pensador, y haciéndolo posible, estaba el poeta. Un poeta cuyo punto de partida estaba en la poesía barroca (comenzó editando a Gabriel Bocángel y dedicó un libro, Tiempo y caída, a los temas y modos de la poesía del siglo XVII), pero que ha sabido nutrirse luego de muy diversas tradiciones..
            Siempre génesis, su nuevo libro, sorprende al comienzo por una cierta aspereza expresiva, muy unamuniana, por otra parte. Los poemas hablan de la naturaleza y del origen; están muy explícitamente ambientados en la tierra vasca: “Para mirar desde el monte Larrún” se titula uno de ellos; otros llevan los títulos de “Puerto de Mundaka” o “Valle de Baztán”.
            Algún lector apresurado puede pensar que el decir de Ramón Andrés resulta lastrado por el pensamiento y la erudición, pero son precisamente esas dos alas las que le permiten volar, alcanzar territorios muy poco frecuentados por la poesía española. Comienza citando a Whitman, el poeta de la multitud solidaria; más cerca se encuentra de Wordsworth, el poeta de la naturaleza.
            En el poema “El tejo”, uno de los que yo prefiero, escribe: “Tejo, taxus, es su nombre, / ‘tóxico’, de ahí le viene, veneno / para los que buscan tierra de otra tierra”.
            El gusto por las etimologías de Ramón Andrés da lugar a uno de los tres libros de aforismos que complementan este volumen. “Malas raíces” se titula y constituye un certero, y a ratos algo fantasioso, compendio de desengañada sabiduría. Cada palabra esconde una historia y nadie mejor que Ramón Andrés para desentrañarla. No desdeña para ello ni “la especulación de los autores más antiguos” ni las creencias populares.
            Los aforismos de Ramón Andrés, tanto los inéditos de “Puntos de fuga” como los incluidos en el libro Los extremos, que ahora se reproduce, no suelen condescender con el juego de ingenio ni con la ocasional ocurrencia. Aunque a veces, pocas, lo hacen: “Las redes siempre han sido sociales”. También, en la época en que se hablaba de la poesía social, hubo quien dictaminó “toda poesía es social”, incurriendo en el error que señala Spinoza de “juzgar las cosas por los nombres y no los nombres por las casas” (Ramón Andrés lo cita en uno de sus aforismos).
            A la frase memorable o a la sorprendente paradoja, prefiere Ramón Andrés la nota de lectura, el apunte erudito, las reflexiones curiosas sobre música, pintura, literatura. No es por eso un aforista que deslumbre en el apresurado picoteo, como tampoco es un poeta que guste de la pirotecnia verbal.
            Su poesía y sus aforismos se complementan bien y están lejos de constituir un añadido a una obra mayor, la ensayística. Los poemas, a pesar de su acentuada inclinación al prosaísmo, dicen lo que la prosa no puede decir, o aciertan a insinuarlo; los aforismos son chispazos buscan encender la llama del pensamiento propio en los lectores. Y lo consiguen con frecuencia, aunque a menudo nos lleven por derroteros distintos a los del autor.

            

sábado, 8 de octubre de 2016

Juan Manuel de Prada, mirlo blanco, cisne negro


Mirlo blanco, cisne negro
Juan Manuel de Prada
Espasa. Barcelona, 2016.

Mucho de novela en clave, de sátira del mundo literario y editorial, en Mirlo blanco, cisne negro, la obra en la que Juan Manuel de Prada se atreve, quizá por primera vez, a enfrentarse con el mundo contemporáneo y con sus más desasosegantes fantasmas personales.
            Ya en el primer capítulo nos encontramos con vengativas caricaturas: la de Luis Antonio de Villena, rechinantemente homófoba; la del Chulo de Cervantes, especializado en escribir continuaciones del Quijote y autor de un diario “donde despellejaba con acrimonia y mala baba a todo bicho viviente”; la de Javier Marías, quien había acusado a Prada de plagiarle en La tempestad por reproducir, sin citar, media docena de palabras de un artículo suyo sobre Venecia.
            Pero, por mucho que haya de novela en clave, no nos encontramos en presencia de una novela en clave. Cierto que el protagonista de la obra, el maestro que fascina y abduce al joven narrador, vive en un chalet con piscina al que arroja los libros que no le gustan, como Francisco Umbral, y que ayudó a una poeta, que ahora le detesta, a reescribir y publicar su exitoso primer libro, como Umbral a Blanca Andreu. Se trata de guiños, de trampantojos que añaden algo de morbo para ciertos lectores, pero que resultan ajenos al núcleo esencial de la obra.
            En Mirlo blanco, cisne negro, para contar su relación con la literatura, su meteórico ascenso y su estrepitosa caída (o lo que él quiere ver como tal), Juan Manuel de Prada se ha desdoblado en dos: él es el provinciano Alejandro Ballesteros que se acerca a Madrid con un libro de cuentos en la mochila tratando de abrirse camino en la corte, pero también es el prestigioso escritor, una de sus mayores admiraciones, Octavio Saldaña, que se fija en él y le lanza a la fama.
            A Octavio Saldaña el éxito le vino con una obra maestra, El arte de pasar hambre, inspirada en la vida de Armando Buscarini, al igual que a Prada con Las máscaras del héroe, recreación de la de Pedro Luis de Gálvez y el mundo de la bohemia. Más tarde, traicionando su dedicación literaria, se haría famoso por su participación en tertulias televisivas y radiofónicas de la ultraderecha, como una especie de Jiménez Losantos, como el propio Prada cuando intervenía en las tertulias de Intereconomía y era continua estrella invitada –para regocijo de la “progresía”, que diría él– en el programa del Gran Wyoming.
            El narrador, el autor de Un debut prodigioso (el equivalente del aclamado Coños), se llama como el protagonista de La tempestad, la novela con la que le ganó el premio Planeta y que le dio tanta fama como le restó prestigio. Muchos de los admiradores de Las máscaras del héroe vieron en esa entrega a la literatura más comercial y de encargo una traición, el principio del fin.
            El gran acierto de Mirlo blanco, cisne negro es que sus dos personajes principales, el maestro y el discípulo, son desdoblamientos de la personalidad del autor, que no coincide enteramente con ninguno de ellos.
            Alejandro Ballesteros resiste finalmente las tentaciones de las grandes editoriales y entrega Madonna, que es como se llama La Tempestad en la nueva novela, a su editor de siempre, al que había apostado por él desde el principio; Octavio Saldaña acabará sucumbiendo a sus propios demonios y a los ataques, cómo no,  de lo “políticamente correcto” (representado por el suplemento Barataria, esto es, por Babelia).
            Mirlo blanco, cisne negro tiene algo de novela de Henry James reescrita a la manera de Juan Manuel de Prada y así se indica con ironía en la propia obra (Saldaña le envía a Ballesteros las obras completas de Henry James para que le sirvan de modelo). ¿Y cuál es la manera de Juan Manuel de Prada? Una en que la sutiliza, la ambigüedad y la elipsis son sustituidas por el trazo grueso y la brocha gorda.
            Como novela de Henry James, Mirlo blanco, cisne negro es tal vez un fracaso, pero como novela de Juan Manuel de Prada un acierto pleno: aquí está todo lo que quienes le leímos desde el principio (aunque nos tomáramos unas vacaciones en sus novelones históricos) admiramos y detestamos en él.
            Juan Manuel de Prada escribe con brío, desdeñoso del corto fraseo azoriniano  y periodístico, gustoso del vocablo desacostumbrado, con una cierta quevediana tendencia a lo escatológico. Sigue siendo –tantos años y tantos desengaños después– el adolescente con una bulímica pasión por la literatura, el mitómano en busca de ídolos a los que venerar, aunque todos los que haya ido encontrado por el camino tuvieran los pies de barro y se le derrumbaran pronto.
            Y sigue siendo, y se vanagloria de ello, un hombre de otro tiempo, que desprecia Internet, el feminismo, la memoria histórica y todo lo políticamente correcto. Sentimos un poco de vergüenza ajena al escuchar al narrador de su novela (un joven de veintipocos años que ha reñido con su pareja) lo siguiente: “No negaré que alguna noche, ciego de rabia y de despecho, me fui de picos pardos por ahí, como un buscón de placeres vicarios que anestesiaran mi dolor; y que hasta llegué a acostarme con alguna guarrilla, por lo común borracha, que pillaba en las discotecas, a las tantas de la madrugada”. El término “guarrilla” –tan despectivo– hace años que solo lo utiliza el personaje más facha de una serie televisiva, La que se avecina.
            Todo Prada, Prada a tope, está en Mirlo blanco, cisne negro: el Quijote que alancea a troche y moche (para decirlo al modo suyo) estantiguas que solo existen en su imaginación, el minucioso analista del morboso amor por la literatura, el caricaturista de los personajes y personajillos que circulan por sus alrededores, y el hombre doliente que encubre y descubre un corazón al desnudo con llagas que no se atreven a decir su nombre. Y ahí, al margen de sus excesos, de sus ejercicios de distracción, en el revés de la trama, como en las obras maestras de Henry James, se esconde la verdad de esta novela, eso que el autor nos deja adivinar a los lectores, pero que se siente incapaz de confesárselo a sí mismo.

            

sábado, 1 de octubre de 2016

Juan Mayorga y el teatro de la inteligencia


Elipses. Ensayos 1990-2016
Juan Mayorga
Ediciones La Uña Rota. Segovia, 2016.

Juan Mayorga ha contado más de una vez que no llegó al teatro desde el teatro, sino desde la biblioteca de su padre. Antes que autor teatral quiso ser otras cosas: literato, filósofo, matemático. Todo estaba predestinado en él para que fuera autor de piezas ensayísticas y reflexivas, más adecuadas para la lectura que para la puesta en pie sobre el escenario.
            Y su teatro, ciertamente, es un teatro que resiste bien la lectura, como el gran teatro de siempre, pero solo alcanza toda su virtualidad en el escenario, donde se convierte en una obra ya no solo suya, sino de autoría plural.
            A propósito de su primer título, Siete hombres buenos, señala que “es muy visible la mano del novelista que yo entonces quería ser”: “En aquellos días, yo ignoraba que el dramaturgo escribe para proveer de textos a otros trabajadores del teatro”. Ello explicaría “el gesto castrador de tantas acotaciones, escritas con no sé que pretensión de dejarlo todo atado y bien atado”. Hay dramaturgos que nacen y otros que se hacen a fuerza de reflexión y autocrítica. Juan Mayorga pertenece a este último grupo.
            En Teatro 1989-2014, reunió sus obras teatrales escritas a lo largo de un cuarto de siglo; Elipses se nos presenta como apoyo y complemento de ese volumen, aunque tiene valor en sí mismo. Reúne textos de origen muy diverso y de varia extensión –ponencias, conferencias, artículos, respuestas a un cuestionario–, pero el conjunto, con sus reiteraciones, insistencias e incluso contradicciones, es algo más que una mera miscelánea interesante solo para los estudiosos de su teatro.
            El título del libro, como el de sus diversas partes –“Focos”, “Ejes”, “Intersecciones”, “Tangentes”–, no es gratuito. El capítulo inicial comienza con una definición aclaratoria: “La elipse es el lugar geométrico de los puntos tales que la suma de las distancias a dos puntos fijos llamados focos es una constante”. Y a continuación nos traza un dibujo como si fuera un profesor ante un encerado.
            La elipse, al contrario que la circunferencia, tiene dos centros, no solo uno, y eso le sirve a Mayorga, que toma la idea de Walter Benjamin, para explicar su concepción de teatro, que si es de verdad teatro, es algo más que teatro: una explicación de la vida y una forma de vida.
            De muchos temas fundamentales nos habla este libro, no solo de teatro, y lo hace con una admirable variedad de tonos. Desde el casi epigramático, que no necesita más que una página, para sintetizar desde una perspectiva novedosa un tema de actualidad, hasta el demorado ensayo que no da un paso sin asentarlo en la bibliografía correspondiente, pero que no se limita a resumirla.
            Pero cuando quizá más nos admira Juan Mayorga es cuando habla de su propia obra. Pocos autores más lúcidos, menos autocomplacientes, más atentos a la opinión de los demás: director, actores, críticos, público. Una conferencia de 1996, cuando apenas había estrenado más que una obra, puede servir de ejemplo. Se titula “Estatuas de ceniza” y analiza Siete hombres buenos, Más ceniza y El traductor de Blumemberg, las obras que marcan su paso del literato que escribe teatro al verdadero dramaturgo: “El teatro nace precisamente allí donde hay algo que no puede ser narrado, ni explicado por la razón, ni salvado por el poema”. El teatro son palabras que se convierten en acciones.
            El más hermoso de los capítulos autobiográficos del libro se titula “Mi padre lee en voz alta” y ya sirvió de epílogo al tomo recopilatorio del teatro. Habla de cómo el amor por la lectura, como todo amor, no se enseña ni se impone, simplemente se contagia. Son unas pocas páginas que ningún profesor, ni quizá ningún padre, debería desconocer.
            Termina este volumen dedicado al teatro y a la vida, al teatro de la vida, con tres breves piezas teatrales. Una de ellas es una conversación con Ignacio Echevarría; teatro a la manera de la “commedia dell’arte”: un argumento, unos temas de debate, y que los actores –el autor y el crítico, aunque no crítico teatral– improvisaran en cada representación.  “Tres anillos” recrea un pasaje de la obra de Lessing Natán el sabio (inspirada en un cuento de El Decamerón), al que ya se había referido en otro de los capítulos del libro “La ilustración en escena”. La otra pieza, “581 mapas”, parte de una idea ingeniosamente borgiana.
            El teatro que importa, que sigue importando, necesita minuciosa artesanía, ambición intelectual, inexplicable magia. A Juan Mayorga nunca le ha faltado lo segundo, ha ido aprendiendo lo primero (Elipses deja constancia de ese aprendizaje) y en sus mejores momentos (El chico de la última fila, Reikiavik) ha sido tocado por esa magia que no depende del esfuerzo ni de la voluntad y que es patrimonio de unos pocos, de los dramaturgos capaces de crear vida sobre el escenario y de ayudarnos a entender la vida.