miércoles, 31 de julio de 2024

La luz de los veranos

 

José Carlos Llop
Si una mañana de verano, un viajero
Alfaguara. Barcelona, 2024.

José Carlos Llop, más poeta en sus novelas y en los escritos memorialísticos que en sus libros de poesía, evocó en Solsticio los veranos de su infancia y ahora hace lo mismo con los de su madurez. En uno y otro caso, estuvieron ligados a una casa concreta, frente al mar, en la isla de Mallorca. Su pérdida, desencadena la evocación. “Se canta lo que se pierde”, escribió Machado, y Llop ha sido siempre fiel a esa poética.

            Sorprende que en un libro lleno de nombres de escritores –y de músicos y de pintores-- no se mencione ni una vez a Italo Calvino, de cuya novela Si una noche de invierno un viajero procede el título; tampoco se menciona a Esther Tusquets, autora de El mismo mar de todos los veranos, hermoso endecasílabo repetido en más de una ocasión.

            El libro se estructura en capítulos, más o menos coherentes, pero en realidad es un conjunto de apuntes que pueden funcionar, y quizá mejor, sin el excipiente que trata de cohesionarlos.

            La preparación del dulce de membrillo se equipara a la escritura de una novela. Pero en el hermoso pasaje (“La mañana se iba desperezando y el perfume de los membrillos (y del agua donde los había escaldado unos minutos) se mezclaba con la humedad de la tierra en otoño, el aroma del ciprés y la visión de la higuera, sus hojas mustias, a punto de caer”) disuena como un algo impostado pegote.

            Afirma Llop que su libro “no es una novela y tampoco una biografía; que no es ficción  y tampoco autoficción, términos, los cuatro, que no creo que jamás se planteara el naturalista Gerald Durrell al escribir Mi familia y otros animales, Bichos y demás parientes y El jardín de los dioses”. Algo, bastante, de autoficción hay en los libros de Gerald Durrell, paralelos a los de su hermano Lawrence, que cuentan su estancia infantil en una isla griega.

Uno de los capítulos de Si una mañana de verano, un viajero (sobraría la coma), “El príncipe de Baluchistán”, remite al Durrell naturalista, pero a Llop le falta su sentido del humor. Su empaque y su continuas referencias librescas y museales remiten más a La celda de Próspero donde el otro Durrell, el autor de El cuarteto de Alejandría, narra su estancia en Corfú.

            Hay más capítulos centrados en algún personaje, como el desaparecido ermitaño Benet, y dos historias de amor –Pandémica y Celeste--, junto a frecuentes alusiones al archiduque Luis Salvador, presencia constante en Mallorca, al menos en la Mallorca que más le interesa a Llop.

            Disuena en este libro, dedicado a evocar los muchos veranos –treinta y tres, precisa—pasados en una casa junto a un pequeño puerto y una cala pedregosa “abierta al mar transparente y su fondo de luces de colores”, las páginas dedicadas a su contagio “del maldito virus de Fu-Manchú”, como él lo llama. Ocurrió en 2022, durante un viaje a Oporto. “La cepa debió ser colonial: de Angola”, explica con mentalidad tintinesca, “porque no fue un covid ligero como era la norma en Mallorca entonces”. Y la consecuencia de la enfermedad fue que sus sueños, que antes eran los de un poeta simbolista, pasaron a ser los de un escritor realista. En una de esas enumeraciones a las que resulta tan aficionado, evoca sus sueños antes de ser contaminado por “el virus chino”: “Añoraba el universo encerrado en el festín de Baltasar y la escritura misteriosa –Mane, Tecel, Fares-- sobre los muros de palacio; añoraba la lluvia incesante salida de una escena de Wong Kar-wai; añoraba los arcos y puertas de la Alhambra de cuando tenía diecisiete años y viví en Granada con mis padres; añoraba a mis amigos que ya no están y los escenarios desde donde me visitaban como si aún estuvieran, los viajes a otras épocas y paisajes luminosos, las visiones de Jünger, la catedral armenia de París, la penumbra y el oro de Rembrandt, los enigmáticos poemas que olvidaba al despertar, las calles y plazas de Burdeos: el quartier de Saint-Seurin, Goya y su sombrero de candelas, la sinagoga…”. La enumeración termina con una humorada: “Ser un escritor realista, aunque sea en sueños, tiene algo de condena en vida”.

            Un escritor realista es, sin embargo, Llop en las mejores pasajes de Si una mañana de verano, un viajero, en los que se olvida de referencias cultistas y objetos de anticuario (incluso su perra, cuando se detiene, se convierte “en una pieza de despacho art déco) y de contarnos esos sueños –anteriores al contagio con la cepa “colonial” del virus-- en los que el paisaje de su infancia se convierte en un diorama y “en la página iluminada de un Libro de Horas”.

            Da la impresión de que en esta obra al autor se le va el santo al cielo, por decirlo así, más que en otras obras suyas. Y no me refiero a que sitúe “I faraglioni” de Capri en la costa amalfitana (un lapsus menor), sino a párrafos como el que nos cuenta que una tarde, “a la hora de la siesta”, recuerda la casa de Moravia en Sabaudia y a Pasolini y un amigo dedicados “a contemplar los cuerpos como si se tratara de estatuas de bronce junto al mar, ese vicio romano anterior a la vida de Adriano” y luego, “a las pocas horas” (larga siesta) “la mujer que nadaba desnuda frente a mí” (y que no se ha mencionado antes) “era una princesa armenia nadando en el Helesponto, más allá del exilio de todos los tiempos”.

            Mejor que ese escritor amanerado que llena su prosa de bibelots, el escritor realista que va a recoger alcaparras: “Uno de los ermitaños nos ha abierto la cancela del jardín interior –austeridad mediterránea y conventual: piedra gris, tierra pedregosa y roja, ladrillos con imágenes religiosas, verde de romero y las uvas, todavía pequeñas, que caen en racimo de las parras—y hemos empezado a recogerlas a la sombra del parral. Silencio monástico. Solo el zumbido de alguna mosca y el tímido cacareo de dos gallinas jóvenes, como si hablaran entre sí y al llegar nosotros guardaran sus secretos en voz baja”.

            No necesita Llop modos de refinado esteta de otro tiempo para ser el gran escritor que es; todo lo contrario. Ni escribir en verso –al final del libro incluye un poema suyo que puede confirmarlo-- para convertir el borroso barro del recuerdo en el oro de la poesía.

 

              


miércoles, 24 de julio de 2024

Vidas en claro

 

Christopher Maurer
Bello relámpago que dura:
Moreno Villa y Jacinta
Residencia de Estudiantes. Madrid, 2024.

Alguna vez afirmó Blas de Otero que lo que más le interesaba eran los caminos que llevan de la vida a los libros, de los libros a la vida. En Jacinta la pelirroja contó José Moreno Villa, con irreverente desenfado, con más humor que melancolía, la historia de un “loco amor” con una joven norteamericana a la que conoció en la Residencia de Estudiantes y con la que estuvo a punto de casarse en el Nueva York de 1927. En su autobiografía, Vida en claro, de 1944, dejaría constancia del nombre real de la protagonista, Florence, y de los detalles precisos de esa relación que no caben en un poema.

            Hasta ahora de Florence sabíamos poco más que lo que nos quiso contar, con elegante reticencia, Moreno Villa. Christopher Maurer la rescata de las sombras, de su mero papel de musa renovadora y a ratos cruel, para detallarnos los principales momentos de su biografía. La principal informante fue Mary Louchheim, sobrina de Florence, la única persona de la familia con la que tuvo relación hasta el final. “En 2012  --escribe Maurer--  visité por primera vez a Mary, una pelirroja vivaz, culta, curiosa, que ha dedicado estos últimos años a comprender la historia de su familia y su compleja relación con el judaísmo, así como a ayudar, con dinero dejado por Florence y con sus propios recursos, a artistas israelíes y palestinos. Su tía no le habló nunca de Moreno Villa ni de su conexión con España; vivía en el presente, no en el pasado”.

            La relación entre la estudiante norteamericana y el escritor y pintor, sin embargo, no concluyó con la ruptura de 1927, debida menos a la oposición familiar –que no le importó a Florence para sus otros matrimonios--  que al caprichoso carácter de la mujer y a ciertos comportamientos difíciles de comprender para un español de la época. En diciembre de 1927, le escribe Moreno Villa a Federico de Onís, catedrático en Columbia y confidente durante la aventura neoyorquina: “He hecho lo que cabía en mis fuerzas: rompí el 2 de julio con ella. Me volvió a escribir al mes y medio. Yo le supliqué que no me escribiese más y a los tres meses me vuelve a escribir porque según ella se ve obligada por la necesidad. Cuando rompí, le giré dinero y le dije que mensualmente le remitiría cuatrocientas pesetas; se quedó con el primer envío, pero me rechazó el segundo y dio órdenes al Banco Internacional en Madrid de que no admitiesen dinero mío a su dirección. Pues bien, ahora la última carta es para pedir dinero”.

            Florence posaría, en artístico y desnudo revoltijo, con su primer marido (se casó con él pocos meses después de romper con Moreno Villa) y dos amigas, para el fotógrafo Max Ewing. El libro reproduce esas fotos, de elegante erotismo.

            No faltarán lectores que se pregunten si resulta legítimo rescatar ciertas intimidades de la vida de un escritor o de quienes se relacionaron con él. Lo importante serían los textos –los poemas de Jacinta la pelirroja, las prosas de Pruebas de Nueva York—y no las peripecias biográficas que están tras ellos. Pero al ser humano nada le interesa más que las vidas ajenas, de ahí el éxito de los programas de cotilleo. Cotilleo con pretensiones es buena parte de la investigación literaria. En 1930, escribió Moreno Villa el poema “Desposorio atlántico”, en el que evoca su viaje  para el frustrado matrimonio: “¡Qué gritos, qué gritos enjutos / como granos de sal, de arena, de luz! / Magnetizada su lengua y encabritado el pez. / Los globos, las bombillas, los glúteos, / las esferas todas trabajan por el pez zarpador. / Es tu cama un estuche del ritmo. / Las bocas han mordido en la vida. / Únicamente los ojos / se pierden en la bruma lechosa del sonambulismo”. Humberto Huergo Cardoso, en el prólogo a Temas de arte, selección de artículos de Moreno Villa, lo comenta así: “El poema recrea en todos sus pormenores –jadeos, fellatio, encabritamiento del pene, senos, algas-- la embriaguez erótica que vivían los amantes”. No sé yo qué lectores necesitarían esas precisiones (“lo del encabritamiento del pene” parece todo un hallazgo).

            Florence Louchheim estudió arte y al coleccionismo de arte y a la difusión del arte contemporáneo, aunque siempre de manera amateur, dedicó su vida. No necesitó trabajar. Su padre, que no se fiaba de ella, decidió que la herencia que le correspondía la administrase su hermano.

            En México, diez años después de la ruptura, volvió a coincidir con Moreno Villa. Y en 1951 sigue en correspondencia con él: “Sabes que eras siempre un poco malicioso, y tus juicios sobre la gente eran a menudo muy subjetivos, lo que probablemente explique todas las cosas malas que dijiste sobre mí en tu autobiografía. ¿Cuándo me enviarás un ejemplar?”. Y a continuación: “Sobre qué aspecto tengo, creo que más o menos el mismo. Las mismas medidas, el mismo color.”. Todavía trata de seducirle.

            No la olvidó Moreno Villa. En un poema en prosa escrito poco antes de su muerte, y que permaneció inédito, tras evocar una vez más el encuentro primero con sus encontronazos, le manda un abrazo “después de un cuarto de siglo”. Termina ese poema con una reflexión que puede servir de epitafio: “Me equivoqué infinitas veces. No se equivoca quien no arriesga. Tres, cuatro veces arriesgué en la vida. No más, que no nací para aventurero”. En otro lugar dijo que los errores “son los que nos procuran ratos de vida verdadera”, por eso lamenta “que no sean más”. Sin conocer a Florence, es posible que Moreno Villa no hubiera pasado de discreto poeta, pintor y archivero. Ella fue la primera que le arrancó de su gris y confortable rutina, luego ese aventamiento lo completaría la guerra.

            Añade el libro en apéndice un “Diálogo con José Moreno Villa” publicado en septiembre de 1937. En él encontramos una sorprendente alusión a José Robles, el profesor y traductor desaparecido ese año a mano de los servicios secretos soviéticos. Ignacio Martínez de Pisón le dedicó una investigación ejemplar, Enterrar a los muertos. Esto es lo que dice Moreno Villa: “Robles se volvió loco al estallar la guerra. Aseguraba que nadie más que su hijo hacía los planes para la defensa de Madrid y para continuar la guerra. Cuando yo salí, estaba en la cárcel. Ahora dicen que murió; si de muerte natural, no sé”. Enigmática frase esta última, que nos lleva de una vida a otras vidas, de los libros a la vida, como la mejor literatura.

domingo, 14 de julio de 2024

Colección de nubes

 

José Miguel Viñas
Los cielos retratados
Viaje a través del tiempo y el clima en la pintura
Crítica. Barcelona, 2024.
 

“Los pintores son notarios de la historia”, se afirma en este libro, redactado con cierta ingenuidad, pero tan lleno de sugerencias. Y no solo lo son  –ni fundamentalmente-- en los grandes cuadros de historia que estuvieron de moda en el siglo XIX. José Miguel Viñas, físico y meteorólogo, quiere demostrarnos que los pintores fueron coleccionistas de nubes y testigos del cambio climático. Y no cabe duda de que lo son, o lo fueron hasta que las vanguardias desprestigiaron la pintura realista. Antes de la invención de la fotografía, solo dibujantes y pintores podían dejar constancia de la apariencia del mundo.

            Comienza Los cielos retratados con “Unas pinceladas sobre las nubes”, apretada síntesis de lo que sobre ellas debemos saber. Las nubes no son “vapor de agua”, como suele creerse, sino agua en estado líquido o sólido, “minúsculas gotitas de agua o directamente cristales de hielo microscópico”. Su clasificación se debe a un farmacéutico inglés, Luke Howard, que la pública en una famosa conferencia celebrada en 1802. Fue entonces cuando se definieron por primera vez los tres tipos fundamentales de nubes  –cirros, estratos, cúmulos--  y sus combinaciones.

            José Miguel Viñas se inició como divulgador meteorológico en un programa radiofónico, No es un día cualquiera, de Pepa Fernández, y en seguida nos damos cuenta de que no ha perdido los modos orales de comunicación. Así se despide de los lectores: “Mis últimas palabras son para contarles que la publicación de este libro es un sueño hecho realidad. Ha sido uno de los mayores retos a los que me he enfrentado como divulgador científico. Tuve que adentrarme en el mundo de la pintura, del que soy un simple aficionado, no un estudioso como algunas de las personas en las que me he apoyado. Desde que en el otoño de 2022 se dio luz verde al proyecto editorial, la ilusión ha sido mi principal fortaleza frente a los momentos de flaqueza, que no faltaron durante el largo y laborioso trabajo de escritura”.

            Que José Miguel Viñas está lejos de ser un estilista ya queda manifiesto en el anterior párrafo. Tampoco es, como bien indica, un especialista en pintura, y de ahí que los adjetivos ponderativos sustituyan con frecuencia a los análisis precisos de los cuadros de los que trata. Algunos de ellos se reproducen en el libro; la mayoría, se nos invita a buscarlos en Internet. En realidad, Los cielos retratados, más que un libro, parece el guion de un documental televisivo sobre el tiempo atmosférico tal como se refleja en la pintura. Pero sus insuficiencias no le quitan interés. Después de leerlo, no volveremos a visitar los museos de la misma manera. El telón de fondo de los cielos pasará a primer plano. Nos fijaremos así en “las nubes de algodón”, que aparecen sobre las figuras y bajo los brazos de la cruz, en La piedad de Rogier van der Weyden (también en el interior de la paloma que se recorta en el cielo de El regreso de Magritte); en las curiosas pareidolias del San Sebastián de Mantegna; en las atmósferas azuladas de Patinir…

            La “pequeña edad de hielo”, que se extiende entre mediados del siglo XV y mediados del XIX, explicaría los paisajes nevados de Brueghel y de otros pintores flamencos y holandeses. En 1608, el invierno fue especialmente riguroso; ese mismo año pintó Hendrick Avercamp su Paisaje invernal con patinadores. La manera que tiene José Miguel Viñas de comentarlo resulta muy representativa de su estilo divulgativo: “Merece la pena buscar la pintura en el Rijksmuseum, en Ámsterdam, o en su defecto localizar en Internet una imagen de la misma en alta resolución. Bajo un cielo blanquecino, característico de los días fríos en que nieva, aparecen infinidad de personas sobre la capa helada que se extiende hasta la lejanía. La escena recuerda cualquiera de los conocidos dibujos de ¿Dónde está Wally? Resulta muy entretenido dedicar un tiempo a fijarse en lo que está haciendo cada personita. A pesar del intenso frío, la vida no solo no se detiene, sino que está en plena ebullición”.

            Uno de los capítulos se titula llamativamente “Platillos volantes en el Quattrocentro”, pero por supuesto no hay tales “platillos volantes”, sino el tipo de nubes que Piero de la Francesca puso en el cielo de varios de sus cuadros -- altocúmulos lenticulares--, que vagamente recuerdan la forma de los que muy posteriormente, ya en el siglo XX, se conocerían con ese nombre.

            Fue un inglés el primero en clasificar científicamente las nubes y fueron pintores ingleses –Constable, Turner-- los que con más asiduidad y precisión las llevaron a sus cuadros. No se olvida José Miguel Viñas de dedicarle un capítulo a Caspar David Friedrich, con su emblemático “Caminante sobre un mar de nubes”, ni otro a los famosos cielos velazqueños. Para Javier Marías, según cita Viñas, tal calificativo es un disparate. El autor de Todas las almas señala, con su peculiar prosa, que se trata de “una inversión o perversión que tuvo que decirse inicialmente, a saber: que los cielos pintados de Velázquez parecían cielos en verdad madrileños”. No parece haberse dado cuenta Marías de la verdad paradójica de Oscar Wilde: la naturaleza imita al arte. A menudo no vemos en la naturaleza más que lo que el arte nos ha enseñado a ver. Solo después de que Velázquez fijara en sus cuadros ciertos aspectos del cielo de Madrid nos fijamos nosotros y le damos nombre.

            Los cielos retratados nos enseña a ver, no solo los cuadros, también la realidad de otra manera. Los cielos de Turner o de Tiepolo existían antes de que los pintaran, pero nadie reparaba en ellos. Las nubes, las maravillosas nubes de que hablaba Azorín, se vuelven menos evanescentes cuando aprendemos a llamarlas por su nombre, pero no menos hipnóticamente seductoras.

           

miércoles, 10 de julio de 2024

El humor, la poesía

 

 

Jaime García-Máiquez
La humana cosa
Prólogo de Luis Alberto de Cuenca
Renacimiento. Sevilla, 2024.

Jaime García-Máiquez es un poeta paradójico: muy de escuela, con claros y reconocidos maestros, y a la vez muy personal. Emocionante hasta la lágrima fácil y divertido hasta el humor gamberro, añade resonancias insólitas a la poesía española contemporánea.

            “Creo que tengo más tonos que temas”, ha escrito en el lúcido epílogo –algo poco frecuente-- a La humana cosa (título poco afortunado, aunque lo tome de Dante), antología de su obra édita e inédita. Esa variedad de tonos es la que le ha llevado a “jugar en serio” (así se titula uno de sus libros) a la invención de heterónimos.

            Como en Pessoa, el Pessoa fundamental, los suyos son tres: Fernando López de Artieta, que algo tiene de caricatura del tópico poeta de los ochenta; Rodrigo Manzuco, poeta minimalista, y Pascual de Blanes, heredero de cierto Antonio Machado. Pero no necesitaba Jaime García-Máiquez de esa novelería de creador de poetas, con biografía incluida, para dar variedad a su poesía. Así parece haberlo reconocido él mismo y por eso firma con su nombre Libro de viejo, el último de los suyos, el más original y arriesgado, que parece una enmienda a toda su poesía anterior.

            Jaime García-Máiquez comienza con Vivir al día (1999) como un poeta primoroso, ingenioso, confesional. “Fe y simpatía” parece ser su lema. La tradición métrica (como las otras tradiciones) no tiene secretos para él. Se trata de versos bien peinados, sin un acento fuera de sitio ni una rima disonante. Muchos son poemas de escuela (“Septiembre”, tan Felipe Benítez Reyes; “Alegría”, tan Aquilino Duque; “Los renglones torcidos”, tan Miguel d’Ors), pero escritos por un alumno que fuera el primero de la clase. A ratos, se entretiene en reescribir poemas ajenos: “Oh, mundo” le da la vuelta a “El poeta declara su nombradía”, un texto que Borges le hace firmar a uno de sus apócrifos; “Canto a la pintura española” repite, con no demasiada fortuna a mi entender, la fórmula del “Canto a Andalucía” de Manuel Machado (el apodíctico “Y Sevilla” final es sustituido por “Y Velázquez).

            Comenzamos a leerle con cierta prevención; seguimos leyendo y muy pronto dejamos de preocuparnos por lo que pueda haber de ejercicio y homenaje. Si al principio abundan los poemas que podría haber escrito cualquier otro poeta de su línea que fuera un excelente poeta, enseguida nos encontramos con otros que solo podría haber escrito Jaime García-Máiquez. El escatológico y teológico “Mojón”, por ejemplo.

            Los poemas atribuidos a Fernando López de Artieta no pasan, en la mayor parte de los casos, de un entretenimiento menor, como para ser recitados entre risas amicales. El humor salva la misoginia de alguno de estos textos, como “Despedida de soltero”, pero quizá no la del titulado “Belén”, que termina con un verso de Rubén Darío convertido en chiste: “y hacia Belén… ¡la caravana pasa!”. Le salvan poemas como “Remordimiento intelectual”, con su rotundo gerundio final, o “Mierda de artista”.

            De Rodrigo Manzuco, sorprende la evolución, quizá no muy coherente.  De la poquedad expresiva, pasa a poemas como “La merienda y el mundo”, una sátira a lo Ángel González de la educación elitista en ciertos colegios privados y del grupo social que representan.

            Pascual de Blanes es el más prescindible de los, en algún modo, prescindibles heterónimos. Escribe en endecasílabos asonantados, con la excepción de un soneto que juega con los antónimos “todo” y “nada,” como el tan famoso de José Hierro que cierra Cuaderno de Nueva York.

            Jaime García-Máiquez es un poeta confesional, pero para todos los públicos. No oculta sus creencias religiosas, y a veces las exhibe con conmovedora ingenuidad (como en el poema “28 de marzo”), pero escribe para todos, no solo para el círculo de fieles, y nunca pretende hacer proselitismo.

            En el ya citado epílogo, escribe: “He pasado de los temas un poco más impersonales y tópicos de mis primeros libros a lo enraizado con mi biografía de los últimos; he descubierto la emoción de lo biográfico”. Ha aprendido que en todas las cosas –no solo en la rosa y en la luna, a las que dedica espléndidos ejercicios retóricos-- hay poesía, “de la de verdad, la auténtica, pero para ver su brillo hay que pasar un dedo mágico que quite el polvo o suciedad de lo mundano, otorgarle una magia que tenía como olvidada dentro”. Él encuentra esa poesía lo mismo en la recepción de un hotel, en la estación de Valdepeñas o en la ropa tendida (“Ahí están, a la vista de todos los vecinos, / gigantes calzoncillos cerveceros, / breves bragas y tristes / calcetines, sostenes destetados…”) que en una fiesta familiar, en su trabajo en el Museo del Prado (pocas veces el arte se ha tratado como él lo hace) o en la celebración de la divinidad y del continuo asombro de estar vivo. O dicho de otra manera: “Una canción por sí sola, / puede valer… lo que valga, / pero nunca valdrá tanto / como el hecho de cantarla”.

jueves, 4 de julio de 2024

Qué hacer con la poesía

 

Raquel Lanseros
El sol y las otras estrellas
Visor. Madrid, 2024.

La poesía es imprescindible; la mayoría de los libros de poesía que se publican son perfectamente prescindibles. O dicho con otras palabras: hay demanda de poesía, pero no, salvo excepciones, de libros de poesía. ¿Cómo se explica esa paradoja?

            El libro no le sienta bien a la poesía lírica. Es un punto de llegada, no de partida. Góngora fue uno de los poetas más leídos, admirados, discutidos, detestados de su tiempo y, sin embargo, su obra solo póstumamente se recopiló en volumen. Cuando Espronceda publicó su primer y único libro, en 1840, dos años antes de su muerte, ya era un poeta famoso. Incluso después de la invención de la imprenta, incluso muchos años después, la poesía lírica se difundía de forma manuscrita, como canción, en lecturas públicas, en revistas. El libro recopilaba los textos que habían tenido más aceptación. Jorge Guillén solo publicó su primer volumen en 1928, pero ya para entonces, gracias a los adelantos en diversas revistas, era una de las voces más influyentes en la nueva poesía (su huella es patente en Perfil del aire, de 1927, a pesar del empeño de Cernuda en ocultarla).

            Al deterioro de la poesía contemporánea han contribuido, más que las calumniadas redes sociales y las lecturas públicas de los despectivamente llamados “parapoetas”, los innumerables premios literarios, casi todos financiados con dinero público. También las becas a la creación, pero su daño es menor al ser menos abundantes. Cuando la producción es muy superior a la demanda, no se debe animar con subvenciones a aumentarla.

            Las lecturas públicas siguen siendo fundamentales para la difusión de la poesía, y a las copias manuscritas del Siglo de Oro y a las revistas tan decisivas en los comienzos de las generaciones del 27 y del 50, les ha sustituido Internet, que ha hecho el milagro de que tengamos a mano y en el momento preciso el poema que necesitamos. ¿Habría que publicar en libro solo a los poetas que tengan más seguidores? Antes que a los que no tengan ninguno, desde luego.

            Motiva estas reflexiones la lectura de El sol y las otras estrellas, de Raquel Lanseros, premio Generación del 27. Hay en el libro poemas excelentes, pero el conjunto resulta fallido. Y algo tienen que ver en ello una exigencia cada vez más extendida en los premios de poesía, que todos los textos sean rigurosamente inéditos, y la tendencia a preferir los libros unitarios a las “simples” recopilaciones de poemas sueltos.

            Del libro de Raquel Lanseros sobran bastantes poemas que no habrían pasado una criba medianamente rigurosa si no fuera por la necesidad de llegar a un mínimo de versos. Cito algunos: el inicial, con sus trabajosas variaciones sobre el término “creer”, que anima poco a seguir leyendo; el lorquiano romance “Verde vereda de asfalto” (que ni siquiera encaja con el tema del libro), o la reescritura del soneto anónimo “No me mueve mi Dios para quererte”.

            El sol y las otras estrellas, título tomado del tan citado verso con que Dante concluye su Divina comedia, trata del amor en todas sus manifestaciones. Cualquier poeta se lo pensaría dos veces antes de dedicar un libro entero a un tema tan manido y tan propicio a incurrir en el tópico. Raquel Lanseros consigue escapar a él en más de una ocasión. La primera con el poema “Madre”, que juega con la tipografía como los poetas vanguardistas, pero con muy otra intención (sobran quizá los cuatro versos finales, que parecen tratar de explicar lo que no necesita explicación).

            Se esfuerza Raquel Lanseros por lograr variedad dentro de la unidad. En “Fascinus”, una acumulación de metáforas irracionales trata de definir “el sexo de mi amado”; “Me recorre tu lengua reverente” comienza otro de los poemas, y en “Joie de vivre” se habla de “el esponjoso tacto de tu glande” (también, extrañamente, de “la mucosa frutal de tu intestino”).

            Más narrativo, y con menos riesgos expresivos, resulta el poema dedicado a la amistad, que lleva por título un número de teléfono al que ya nadie responde. O los que hablan de otros amores, “Bodas de Santiago y Julia”, “Dos almas tutelares”.

            Al amor se le intenta definir en “El todopoderoso”, con acertada mezcla de imaginería cósmica y cotidiana: “Miradlo reclinarse en la infinita bóveda del cielo, / Contempladlo arrastrar en los andenes / maletas somnolientas cargadas de satélites. / Escuchadlo cocer en las cazuelas / de las cocinas humildes de las casas”.

            Sobran páginas en El sol y las otras estrellas, ciertamente, sobran lo que parecen ejercicios de taller, pero lo salva un puñado de emocionantes poemas escritos con las palabras de todos los días, sin esforzado retoricismo. Es el caso de “La casa del futuro”, donde se alude a la muerte con palabras de Juan Ramón Jiménez: “Dime que tú estarás / cuando se queden los pájaros cantando”. o “Ganar y perder”, términos que al final acaban siendo sinónimos.

            Como todo, los premios literarios tienen sus inconvenientes y sus ventajas, pero su proliferación hace que sus ventajas sean cada vez menores, salvo para los poetas que empiezan y para quienes encuentran en ellos un segundo sueldo. Una moratoria de un quinquenio o dos sin galardones poéticos financiados con dinero público sin duda ayudaría en gran medida a la limpieza del ecosistema literario.