La arquitectura del
aire
Tusquets. Barcelona, 2013
Hay tres géneros literarios que tientan especialmente a los
aficionados: el microrrelato, el haiku y el aforismo. Y ello es debido a su
aparente facilidad: una vez aprendida la técnica, una vez cogido el truco, dan
la impresión de que se escriben solos. No parecen exigir esfuerzo alguno:
simplemente ocurren. Son eso, ocurrencias, y a veces simples ocurrencias.
Pero en
ocasiones resultan ser todo lo contrario: pequeñas obras maestras. Con ellos
sucede algo que pasa con ningún otro género literario. Si en un taller de
escritura, o en una clase de bachillerato, ponemos como ejercicio escribir un
cuento, un soneto o ensayo de tema libre, no es probable que ningún trabajo de
los alumnos pueda incluirse en una antología del género. Si el ejercicio
consiste en escribir microrrelatos, haikus o aforismos es relativamente fácil
encontrar alguno que no desentone demasiado en una selección de los maestros
del género. Lo que “El burro flautista” de Iriarte escribe por casualidad es
siempre un microrrelato, un haiku o un aforismo.
Cuanto más
breve es la obra literaria más ha de poner en ella el lector, y por ello mismo
más fácil resulta dar gato por liebre.
Obviamente,
estos géneros de moda no solo tientan a los aficionados. Pocos escritores son
hoy en día inmunes a su capacidad de seducción. Carlos Marzal lleva tiempo
divulgando sus aforismos en las redes sociales (Twitter se presta especialmente
a ello) y ahora finalmente ha decidido coleccionarlos en un nutrido volumen de
poético título, La arquitectura del aire.
No añade
ningún prólogo aclaratorio de su concepción del género, pero ya la expuso en
“El aforismo como escritura poética”, uno de los capítulos de Los otros de uno mismo (Universidad de
Valladolid). La escritura aforística y la escritura poética tendrían en común
“la búsqueda de la intensidad en el lenguaje”; ambos tipos de escritura
buscarían “aquilatar el lenguaje, comprimirlo, alquitararlo, para conducirlo
hasta el extremo del decir, hasta el final de la significación”.
Sentenciosidad
y brevedad son las dos características esenciales del aforismo para Marzal. Por
eso deja fuera las greguerías y el fragmento más o menos filosófico o poético.
No lo considera,
por otra parte, marginal en su dedicación literaria. “El aforismo es una de las
maneras habituales en que trabaja mi mente”, escribe. Y añade: “Pienso en
aforismos, la mayor parte de las veces. Creo que el mecanismo que rige mi
cabeza es de naturaleza sentenciosa: obra por máximas; es decir, por destellos,
por enunciados que tienden a contener una idea completa, cerrada en sí misma,
autosuficiente”.
Un buen
libro de aforismos es siempre una antología de aforismos: la labor de selección
es tan importante como la de escritura. Cuando escribir aforismos es un
ejercicio habitual y cotidiano –“facilidad, mala novia”–, se corre el riesgo de
incurrir en el mecanicismo.
Carlos
Marzal da la impresión de que no le teme a ese riesgo y de que prefiere que los
resultados de su habitual “pensar en aforismos” los seleccione el lector. O
incluso los corrija.
“A veces soy más distinto de mí a
mí mismo que de mí a ti”, escribe. Y el lector enseguida desenreda las dos
frases que se han cruzado en esa afirmación un tanto rechinante: “A veces soy
más distinto de mí que de ti”, “A veces hay más distancia de mí a mí mismo que
de mí a ti”. Otro descuido sintáctico: “En
los tiempos que corren es cualquier tiempo, porque al tiempo lo que le
gusta es correr”. No: “en los tiempos que corren” es este tiempo, el tiempo
actual (de ahí la preposición “en”), independientemente de que todos los
tiempos corran o no.
En
ocasiones los aforismos de Marzal son variaciones sobre una idea, se completan
o se desmienten sucesivamente: “El placer de renunciar”, “El placer de
renunciar al placer”, “El placer absurdo de renunciar al placer”, “El placer
absurdo de renunciar al placer del absurdo”, “No existen los placeres
absurdos”. Otro ejemplo de fácil juego de palabras: “El aforismo es el ecosistema
de mis paradojas”, “El aforismo es el eco y el sistema de mis paradojas”.
De vez en
cuando se le escapa a Marzal una reiterada obviedad: “La impuntualidad es el
desprecio del tiempo ajeno”. O una paradoja ya convertida en tópico, y que unas
veces ha sido atribuida a Oscar Wilde y otras a Jean Cocteau: “Sé profundo:
detente en la piel”. Incluso se deja tentar por las explícitamente rechazadas
greguerías: “La esmeralda del musgo es el traje de gala de la sombra”.
Carlos
Marzal, como editor de sus ocurrencias aforísticas, ha sido demasiado
condescendiente consigo mismo, ha dejado la labor de criba, y a veces de
corrección sintáctica, al lector. No quiere decir esto que La arquitectura del aire sea un libro desdeñable o solo
aprovechable como material de trabajo en un taller literario (abunda en
fórmulas que se pueden desarrollar casi indefinidamente: “La escritura de la
felicidad es la propia felicidad de la escritura”). De los mil trescientos
aforismos que incluye sobran, sin duda, unos cuantos, quizá mil. Pero quedan
trescientos, que no son pocos. Ningún gran aforista ha escrito muchos más. Y
tampoco parece probable que una vida, cualquier vida, dé para más memorables
átomos de sabiduría. Trescientos verdaderos aforismos ya es un milagro. Carlos
Marzal no ha querido publicarlos exentos. Ha preferido dejar al lector el
placer, y la sorpresa, de encontrarlos entre la broza.