viernes, 28 de septiembre de 2018

Irene Sánchez Carrón, poesía y verdad



Micrografías
Irene Sánchez Carrón
Visor. Madrid, 2018.

Poeta de línea clara, como Luis Alberto de Cuenca y tantos de los nombres más leídos actualmente, Irene Sánchez Carrón demuestra en Micrografías que se pueden unir tendencias muy distintas –confidencia y denuncia, concisión lírica y narratividad, relectura de los clásicos y mundo cotidiano– en un tono por completo personal, inconfundible.
            Nos sorprende ya desde el primer poema, que nos lleva a una infancia rural que quizá no sea la de la autora y que tiene mucho de costumbrismo etnográfico y algo de pesadilla. Pero en seguida el libro comienza a andar por otros derroteros: “Desde la ventana de un café” inicia la dispersa serie –“Líneas de autobuses”, “Cercanías”– dedicada a los encuentros urbanos entre desconocidos, poemas con un punto de partida en Baudelaire y un toque de las soledades de Edward Hopper.
            La recreación de historias bíblicas, mitológicas o de los cuentos de hadas constituye otra de las líneas que se entrelazan en el libro. El punto de vista adoptado es feminista, como no podía ser de otra manera a estas alturas del siglo XXI, sin que eso suponga que la autora incurra en reivindicaciones bien intencionadas pero simplistas, sin la complejidad y la contradicción que suelen caracterizar al pensamiento poético.
            En “Confesiones de Adán” es Eva –en un gesto de rebeldía– quien muerde la manzana, sin ofrecérsela a Adán, y luego abandona por voluntad propia el paraíso. Algo semejante ocurre –como ya indica el título– en “Penélope se despide de Ítaca”, que comienza como un poema homérico (“Cantad, Musas”) para darle la vuelta al mito: “¿Quién puede resistir / caminar tras un héroe a todas horas, / devolviendo su sitio a los objetos / y borrando las marcas de sus dedos, / mientras te cuenta historias insensatas?”. Penélope se había acostumbrado a su soledad y cuando Ulises regresa a Ítaca es ella quien parte “para gozar sin limite” cada minuto suyo.
            Destaca en Irene Sánchez Carrón la capacidad de convertir en símbolo (Carlos Bousoño hablaría de símbolo disémico) una anécdota cotidiana. Los poemas “Parte por rotura de lunas”, “Pequeño imprevisto” –la agenda que cae al suelo– o “Cazando mariposas” pueden servir de ejemplo.
            “Cazando mariposas” es un poema de amor. Micrografías contiene –disperso entre los demás poemas– un plural cancionero amoroso. Es característico de la autora que no haya querido agrupar los poemas temáticamente y dividir el libro en partes; ha preferido dejar que el lector vaya identificando por su cuenta las distintas líneas temáticas y tonales que se entrecruzan.
            No hay monotonía ninguna en los poemas de amor. A veces busca la intensidad de los fragmentos de Safo o de los fulgurantes apuntes de Emily Dickinson: “Llegaste / con el agua en los labios / cuando ya me marchaba / muerta de sed”. Otras veces se recrea en la anécdota. Es el caso de “Yo fingía leer mientras tú te bañabas”, uno de los dos sonetos del libro: “Es invierno y recuerdo aquel verano / de lecturas voraces y de amores, / Garcilaso, Quevedo, Ana Ozores, / junto al río, debajo del manzano”.
            El tratamiento desenfadado de los clásicos catorce versos algo debe al ejemplo de Luis Alberto de Cuenca. Otro de los sonetos cita a Shakespeare y no cabe duda de que la autora ha querido, y a ratos conseguido, emularle: “Mi cuerpo es una página vacía / donde la luna escribe con tu mano / laboriosa y sutil caligrafía. / La luna dicta y tú eres escribano / que en medio de la noche funda el día / más luminoso y claro del verano”.
            Quizá el más original de estos poemas de amor sea “Lección de dialectología”, pero hay muchos igualmente memorables. No le teme Irene Sánchez Carrón ni al despojamiento ni a bordear el tópico: “Los dedos de la nieve / sostienen con ternura / el yerto corazón de esta ciudad. / Hace frío y quisiera / acariciar tus manos”.
            En alguna ocasión, como en “Apartamento con una habitación”, el poema se aproxima al relato. “Es una historia extraña, por eso te la cuento”, comienza. Y el resultado es una parábola que, al contrario que otras en el libro (“Una casa para los pájaros”, por ejemplo) carece de lección expresa, lo que acentúa su capacidad de sugerencia.
            Micrografías no es un libro perfecto, afortunadamente. Pero sus posibles caídas en el sentimentalismo resultan compensadas por una verdad y una intensidad, un sabio entrelazamiento de lo leído y lo vivido, que le permiten no incurrir nunca –o casi nunca– en el tedio de lo banalmente consabido o lo convencionalmente poético, tan habitual en los libros de versos correctos y prescindibles.


viernes, 21 de septiembre de 2018

¿Quién mató al comendador?



Fuenteovejuna. Comedia en verso
Javier Almuzara
Espuela de Plata. Sevilla, 2018.

Siempre que oímos mencionar Fuenteojuna pensamos en Lope de Vega, y quizá no con entera razón. El caso ya era famoso antes de que él decidiera llevarlo a las tablas en torno a 1618 (su comedia se publicó en 1619) y había dado lugar a un refrán, “Fuenteovejuna lo hizo”, que glosa Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana, publicado en 1611. Lo que todavía hoy se repite es un doble pareado )“¿Quién mató al comendador? / Fuenteovejuna, señor. / ¿Y quién es Fuenteovejuna? / Todos a una”), cuyos dos versos finales no aparecen en la obra de Lope.
            ¿El caso? Un motín popular contra un comendador impopular en el contexto de la guerra civil entre los partidarios de la legítima heredera al trono de Castilla (la princesa Juana, hija de Enrique IV) y su tía Isabel, luego conocida como Isabel la Católica. Un conflicto semejante, por cierto, al que siglos después daría origen a la primera guerra carlista, con la diferencia de que en este caso ganaron los carlistas.
            Lope de Vega tomó como punto de partida para su historia el relato que de esos sucesos hace Francisco de Rades en su Chrónica de 1572, y a veces sigue tan fielmente lo que allí se cuenta que se limita a versificar algunos de los párrafos.
            La Fuenteovejuna de Lope de Vega no fue tenida en su tiempo por una de sus obras principales. De hecho, no volvió a publicarse hasta bien avanzado el XIX. Ni siquiera parece que el dramaturgo barroco Cristóbal de Monroy, que escribió otra Fuenteovejuna, esta sí editada en el siglo XVIII, la tuviera en cuenta.
            Lo que importaba era el hecho histórico, convertido en proverbial, y que a partir del romanticismo ejemplificaba el derecho del pueblo a la rebelión contra un poder injusto. El autor de esta nueva versión lo ha visto bien al poner en boca de uno de sus personajes la inscripción del monumento malagueño a Torrijos: “Antes morir que consentir tiranos”.
            El poeta Javier Almuzara recibió el encargo de escribir una versión de la obra de Lope que sirviera como libreto para una ópera encargada a Jorge Muñiz. Pero hizo algo más, bastante más: una nueva versión de Fuenteovejuna que no desmerece junto a la obra de Lope.
            Tendemos a mitificar a los clásicos, a elogiarlos desmesuradamente para no tomarnos el trabajo de leerlos.  Fuenteovejuna no es una de las grandes obras de Lope: la mitad de su argumento –todo lo que tiene que ver con la toma de Ciudad Real y los Reyes Católicos– hoy nos sobra, y quizá también en su época. Y sobre muchos de sus versos el tiempo se ha mostrado inmisericorde: “Soy, aunque polla, muy dura” comienza uno de los largos parlamentos de la protagonista. Nos imaginamos las risas del auditorio.
            Javier Almuzara cumplió a la perfección el encargo de hacer un libreto que sirviera de base para la música de Jorge Muñiz. Pero no se limitó a eso. Trabajó codo con codo con el compositor y el resultado, como han tenido ocasión de comprobar los que asistieron a las representaciones en el ovetense teatro Campoamor, fue una obra a la vez clásica y contemporánea. Pocas veces música y palabra caminaron juntas en tan buena armonía, sin quitarse nunca la palabra la una a la otra
            No se puede decir lo mismo de la puesta en escena, a cargo de Miguel del Arco empeñado en hacerse notar desde el principio y en convertir texto y música en pretexto para sus pueriles ocurrencias.
            En el prólogo, ingeniosamente preciso, para esta edición independiente de su Fuenteovejuna, Javier Almuzara escribe: “Trasladar el tono y la acción de la obra a nuestra época traicionaba la verdad histórica sin, en mi opinión, fortalecer necesariamente la repercusión ética. Sería una ofensa al buen sentido del público pensar que ignora la persistencia de los abusos de la autoridad, ahorrándole además el placer de la analogía”.
            Miguel del Arco, el director de escena, lo primero que hace es ofender al buen sentido del público trasladando la obra al tiempo contemporáneo, sin importarle todas las incongruencias que eso supone, al chocar constantemente lo que vemos con lo que oímos. Y ni siquiera se priva de que un personaje haga fotos con el móvil, algo habitual ya en todas las óperas, pasen el siglo XVIII, en tiempos de Nerón o en el de los Faraones. Frente a la incomprensible tiranía de los directores de escena, músicos, cantantes, la propia empresa que los contrata –en buena parte con fondos públicos– parecen sentir el síndrome de Estocolmo. ¿La razón? Quizá el patológico temor de quienes se dedican a la ópera de que les acusen de decimonónicos y de rechazar la “modernidad”.
            Pero ahora se trata de subrayar algo insólito: que el texto de Javier Almuzara, tan potenciado por la música, tan concorde con ella, puede vivir exento. De ahí esta edición exenta en una colección dedicada al teatro. La obra tiene sentido por sí misma, no solo como recordatorio para los que escucharon sus sentenciosos versos o como aperitivo para los que esperan escucharlos en vivo o en una grabación.
            Javier Almuzara hace alarde de su buen conocimiento de la versificación tradicional y escribe en un español contemporáneo que no necesita recurrir a ningún arcaísmo ni afectado hipérbaton para resultar clásico. De vez en cuando, sin que desentone, deja caer alguna cita implícita que enriquece el texto para el lector resabiado, sin dificultar el disfrute para otros lectores. Por sus versos cruzan sombras tan dispares como San Juan de la Cruz, Gil de Biedma o Campoamor, e incluso se atreve a poner en boca del comendador moribundo la traducción de un epigrama de John Harington, contemporáneo de Shakespeare (y de Lope): “¿Sabéis, alcalde, por qué / nunca vence la traición? / Porque si logra vencer / nadie la llama traición”. (Y por eso –añado yo– Isabel la Católica tiene en la historia de España otra consideración que Carlos V, el hermano de Fernando VII).
            El derecho de un pueblo humillado a romper con la legalidad y tomarse la justicia por su mano es lo que representa Fuenteovejuna y por eso es tan actual hoy –no cito ejemplos que están en la mente de todos– como ayer, aunque ayer y hoy resulte un tanto utópico la moraleja de Lope: que una culpa colectiva no admite represalias individuales escogidas como escarmiento. Recordemos, por citar solo un caso, la semana trágica barcelonesa, de 1909, que terminó con el fusilamiento del pedagogo Francisco Ferrer i Guardia, que no había tomado parte en ella.

viernes, 14 de septiembre de 2018

Carlos Edmundo de Ory, extravagante ciudadano



Prender con keroseno el pasado. Una biografía de Carlos Edmundo de Ory
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2018.

En 1987 se celebra en York una Semana de Poesía dedicada a autores españoles. A ella están invitados Ángel González, Carlos Edmundo de Ory y dos poetas más jóvenes, Ana Rossetti y José Ramón Ripol. Inaugura las jornadas, Ory muy en su estilo, bufonesco y circense de gran gurú de las vanguardias; las cierra Ángel González. Uno de los asistentes, Luis Javier Moreno, ha dejado constancia en su diario del comportamiento del primero: “Yo le tenía detrás, oyendo los comentarios y el runruneo que se traía. Al cuarto o quinto poema comentó en voz alta: ‘Esto ni es poesía ni cosa parecida, poemas de oficinista’. Y se marchó, tras haberse ostentosamente levantado”.
            Las razones no se debían solo a que su divismo no le permitiera tener cerca de otro poeta que pudiera hacerle sombra. Ángel González había reiteradamente puesto sus reparos a la reescritura de la historia literaria que se había comenzado a hacer tras la irrupción de los novísimos. En sus “Notas parciales sobre poesía española de posguerra”, de 1971, Pere Gimferrer había declarado que los tres poetas más destacados de sus respectivas generaciones eran Juan Larrea, Carlos Edmundo de Ory y Leopoldo María Panero, tres heterodoxos enfrentados al conformismo de su tiempo.
            A Ángel González, que sabía por experiencia de lo que hablaba, le costaba admitir ciertas simplificaciones: “Ese experimentalismo de Ory, esa vanguardia tardía que representó el postismo, estaban muy fomentados desde la Dirección General de Prensa y Propaganda. Juan Aparicio les dio una gran cobertura y difusión, porque su poesía, aunque ellos la consideraran muy subversiva, no lo era en absoluto, al menos en el sentido en que la subversión pudiera entonces ser peligrosa en España”. Tampoco estéticamente le parecían muy revolucionarios: lo que ellos hacían “ya lo había hecho incluso Gerardo Diego”.
            La minuciosa biografía que José Manuel García Gil dedica a Carlos Edmundo de Ory (1923-2010) le da la razón a Ángel González, aunque quizá no del todo. Ory fue un escritor de su tiempo, jaleado y apoyado, como José García Nieto o Camilo José Cela, por los servicios de propaganda del franquismo. Aparte del apoyo de Juan Aparicio, contó con el mecenazgo de Eduardo Aunós, ministro con Primo de Rivera y con Franco, al que el gobierno del Brasil, cuando fue nombrado embajador en ese país, no le concedió el placet por sus vinculaciones con el nazismo. Pero también tuvo abundantes problemas –aunque no de orden político– con la pacata sociedad de su tiempo. En el franquismo, había también una censura religiosa que vigilaba el respeto a las buenas costumbres. Y en ese aspecto, Carlos Edmundo de Ory fue siempre un rebelde.
            Como en tantos otros casos –Valle-Inclán es el ejemplo más emblemático–, el mito que Ory se esforzó toda su vida por crear solo parcialmente reflejaba a la persona que estaba detrás.  José Manuel García Gil pone ahora los puntos biográficos sobre las íes fantasiosas en un libro que se lee entre la fascinación y el tedio, la admiración y el rechazo.
            Ory siempre creyó en su genialidad (“A veces escribo algo tan hermoso que me horrorizo de saberme desconocido”, afirma en uno de sus aforismos). Por eso guardó cuidadosamente todos sus papeles, incluida su abundante correspondencia, escrita siempre con un ojo en el destinatario y otro en los lectores del futuro. No destruyó nada, ni siquiera lo que más podía perjudicarle; de ahí que García Gil haya podido contarnos su vida con todos los claroscuros.
            Sentimos un poco de incomodidad al enterarnos con tanto detalle de los entresijos de su vida sentimental, desde el noviazgo con Emilia Palomo, luego casada con José Ángel Valente, hasta la estabilidad final con Laura Lachéroy, mucho más joven que él, y conforme con añadir a su papel de musa el de secretaria, enfermera y chica para todo, que era el ideal de mujer para los grandes (y no tan grandes) poetas (y no poetas) de entonces.
            Bastante mayor es el interés del libro cuando deja de lado los enfrentamientos familiares y conyugales y se centra en asuntos de la vida literaria. Su relación con Eduardo Chicharro, otro de los fundadores del postismo, da para una novela a lo Henry James. La correspondencia entre ambos que aquí se publica deja constancia de una más que peculiar relación maestro-discípulo; los reproches y las disputas parecen más propios de amantes.
            A Carlos Edmundo de Ory, que nunca dudó de su superioridad, las apasionadas relaciones con los amigos le duraban hasta que dejaban de serle útiles. No soportaba a quien pudiera hacerle sombra, tenía que ser la estrella en cualquier función, solo apoyaba a los poetas jóvenes, tuvieran o no talento, que le admiraran incondicionalmente.
            Siempre vivió quejándose de la conspiración del silencio que, en su opinión, Vicente Aleixandre y José Luis Cano habían creado en torno suyo, alardeando de independencia y rebeldía mientras intrigaba para conseguir premios, ayudas oficiales, conferencia bien pagadas. Consiguió, a partir de los años setenta, y en buena medida gracias a los oficios de Félix Grande, convertirse en un mito. Y ahí sigue, representando al poeta para quienes identifican genio y locura, subversión y amaestrada (y subvencionada) rebeldía.
            José Manuel García Gil ha escrito una biografía atenta a los datos, generosamente admirativa, pero sin ocultar las caudalosas sombras del personaje. Si algún reparo podría ponérsele es que alguna vez, como cuando habla de Garcilaso y el grupo de la Juventud Creadora, se deja llevar demasiado por tópicos de manual. Otras veces fundamenta su juicio en autoridades poco fiables. De la revista Papeles de Son Armadans, dirigida por Camilo José Cela, nos dice que “es una edición para bibliófilos que no interesa a nadie, más que al inventor y a quienes ven su nombre impreso. No acerca para nada la cultura del exilio a la de la España del interior, ni está en sus medios, ni tiene condiciones para ello”. Tales disparates –Papeles de Son Armadans es una de las revistas literarias más importantes de su tiempo– los toma, sin cuestionarlos, del libelo de Gregorio Morán El cura y los mandarines.
            En el caso de Carlos Edmundo de Ory el poeta vale más que la persona que estaba detrás, aunque no tanto como él mismo pensaba ni como piensan sus acríticos admiradores. Hay en sus mejores poemas –los que de verdad cuentan– desgarro existencial y sorprendentes hallazgos metafóricos, técnica y llanto, como dijo en el título de uno de sus mejores libros.

lunes, 3 de septiembre de 2018

Lorenzo Oliván, poesía y pensamiento



Para una teoría de las distancias
Lorenzo Oliván
Tusquets. Barcelona, 2018.

Lorenzo Oliván no tiene vocación de poeta menor. Muy dotado para la imagen brillante y la ocurrencia ingeniosa, también para el virtuosismo métrico y la expresión emocional, ha querido, como Juan Ramón Jiménez, dejar de lado su poesía primera para ir decididamente adentrándose por caminos más desnudos y conceptuales, próximos a lo que suele llamarse –con cierta imprecisión– “poesía metafísica”.
            El título de su nuevo libro, Para una teoría de las distancias, resulta bien representativo de una manera de entender la poesía que no le teme a la teoría ni a marcar distancias con la directa efusión sentimental que algunos confunden con la expresión poética.
            “Teoría”, como “especulación”, etimológicamente tienen relación con “ver”, “mirar”,  y de los ojos, la mirada y la luz ha hecho Lorenzo Oliván el núcleo generador de su poesía.
            El primer poema, “La ventana”, reescribe –reinterpreta más bien– la orteguiana “Meditación del marco”, incluida en uno de los tomos de El espectador. No es el único caso. “Lo irrepetible” vuelve sobre un tema que obsesionó a Borges –le dedicó dos poemas, ambos con el título de “Límites”, el primero en El hacedor y el segundo en El otro, el mismo– y el resultado resulta muy representativo de la manera de hacer de Lorenzo Oliván.
            Borges, tanto en el poema menos extenso como en el más dilatado, no desdeña las referencias concretas. “Si para todo hay término y hay tasa / y última vez y nunca más y olvido, / ¿quién nos dirá de quién en esta casa / sin saberlo nos hemos despedido?”, leemos en uno de los más memorables serventesios del poema de El otro, el mismo; el de El hacedor es una enumeración: hay unos versos que no volveremos a recordar, una calle que no volveremos a pisar, un espejo en el que nos hemos mirado por última vez, un puerta que no volveremos a abrir.
            Lorenzo Olivan prefiere la escueta enunciación: “Siempre hay algo en tu vida que es lo último, / pero que se da en ti sin anunciar / que no volverá nunca”. Las realidades cotidianas de Borges, que se cargan de emoción al darse por última vez, se resumen en Lorenzo Oliván en un “Adiós, belleza. Adiós” y, peor aún, en un “intenso haces lo intenso” (el sentido poético pediría más bien algo así como “intenso haces lo trivial”) que le quita fuerza al poema.
            El afán por adelgazar la anécdota, o hacerla desaparecer, junto a una a veces forzada interpretación trascendental, es uno de los rasgos más característicos de Lorenzo Oliván. A él le debe sus más personales textos y también algunas de sus limitaciones.
            “Silencio, creación y pensamiento” son palabras que repite en el poema “El mundo empieza” aplicándoselas a la luz (“cuando miro la luz / intuyo en ella una actitud pensante / que, recogida en su silencio, / crea”) y que de alguna manera podrían definir su intención poética.
            Pero si no nos limitamos a la lectura distraída y parafraseadora que los reseñistas suelen dedicar a los libros de poesía, no tardamos en descubrir que Lorenzo Oliván está más dotado para la intuición poética que para el razonamiento abstracto al que le lleva su manera de entender el poema.
            No es raro encontrarse con algún descosido conceptual. En el poema en prosa “Caminar en la noche” nos cuenta cómo oye en la noche los pasos de unos pies descalzos: “Alguien, al parecer, perseguía un destino, y ese destino concluía en ti. Con el oído atento como nunca, esperaste temblando, cercado por el miedo. Por fortuna los pasos avanzaban sin desplazarse en una línea recta, sino en una obsesiva, delirante espiral”. Pero una espiral tiene un centro, esos pasos le alcanzarían al fin, aunque tardarán más que si avanzaran en línea recta. Al final del poema nos dice que los pasos avanzaban “describiendo círculos”. ¿En qué quedamos?”. Al describir un círculo, sí se está siempre a la misma distancia del centro, pero no al trazar –de fuera hacia dentro– una espiral.
            Otro ejemplo: “Una rueda no rueda sin su eje”, leemos en el primer verso de un poema y de él deduce afirmaciones más menos peregrinas: “Así que la pasión de lo perfecto / que en el fondo no existe / pues tiende al infinito / apunta a un centro en el que está su origen”. Pero ¿es cierto que una rueda no rueda sin su eje? ¿Dónde está el eje del aro con el que juega el niño? ¿Necesita un eje la rueda que echamos a rodar por una ladera?
            No nos creemos muchas de las afirmaciones categóricas que inician o concluyen  los poemas: en “Albada” se afirma que la luz del día llega “sin hacerse notar” (llegará sin hacer ruido, pero la claridad se hace notar bastante); en “El extraño de la casa”, que “no hay nada más ajeno / que el dolor” (también podría decir que no hay nada más propio que el dolor); en “El tiempo de la noche y el día”, que la noche “es un recuerdo vivo / de las noches que fueron”, mientras que la luz del día “está plena de presente” (ambas afirmaciones valen igualmente para ciertas noches y para ciertos días).
            Paradójicamente, no impiden estos desconchados, que saltan a la vista de cualquier lector atento (no abundan entre los lectores de poesía actual), considerar a Lorenzo Oliván –quizá a pesar de sí mismo– como uno de los más notables poetas contemporáneos. Hay poemas espléndidos en este su último libro, como en los anteriores. Suelen ser aquellos que no se pierden en abstracciones ni desdeñan la anécdota, poemas que incluso podríamos denominar circunstanciales, como los dedicados a Leonard Cohen, a una peonza o la hopperiana figura de una mujer que viaja sola en un tren.
            Hay también admirables poemas eróticos –un poco en la línea de Carlos Marzal– y otros, como “Despiece”, que aciertan a expresar de original manera un tema tópico, “el ultraje de los años”.
            Memorable resulta igualmente la enumeración de “El primer hombre” (“El primer hombre que escuchó el silencio. / El primer hombre que se asomó al mar. / El primer hombre que quedó perplejo / mirando el flujo de su propia sangre / manar en una herida”), aunque quizá fracasa en el cierre, con su referencia a las varias identidades del autor en el poema. Mejor y más verdadero hubiera sido algo así como “ese hombre soy yo, eres tú, somos todos, / es cualquier niño que descubre el mundo”.
            A ratos da la impresión –puede ser una falsa impresión– de que Lorenzo Oliván es un poeta contra sí mismo, que sus textos más esforzadamente singulares, más rebuscadamente conceptuales, son los que menos aciertan.
            Pero a quien ha escrito poemas como “Origen” o “Tanta realidad” –ambos incluidos en este libro– se le pueden perdonar ciertas programáticas obcecaciones.